Capítulo 19

 

 

 

 

 

Llegar a un campamento de refugiados es fácil. Te trae un camión, la necesidad, la desesperación. Sigues largas columnas de otras almas perdidas que cargan sobre la cabeza, los hombros y la espalda con todo lo que han podido rescatar de sus antiguas vidas. Abandonarlo es más difícil. Muchas personas se quedan años, viven sus vidas enteramente en el campamento. Han perdido toda esperanza de volver a casa algún día. Olvidan para poder sobrevivir.

Yo iba a tener que encontrar la manera de escapar. Por la noche soñaba con la casa amarilla de Kabul. Era mi última esperanza. Era el lugar donde estaba segura de que iría Omar si intentara encontrarnos una vez se diera cuenta de que el pueblo había desaparecido. Volvería. Yo tenía fe en que lo haría. Me lo decía a mí misma una y otra vez. ¿A quién más podía considerar familia? Los padres de mi madre nos habían repudiado a todos hacía tiempo. Allí no sería bien recibida.

Solo me quedaba mi tía Amira. Había huido a Moscú o a San Petesburgo en Rusia. Madar hablaba de un lugar en Moscú donde viven los afganos, donde en las calles huele a pan naan recién horneado, según Amira le había contado en una carta enviada hacía mucho tiempo a la casa amarilla. Decía que un día la visitaríamos en Rusia. Inshalla. Algún día. A lo mejor era allí a donde Madar y Baba planeaban llevarnos. Amira podría ayudarme, podría acogerme, pero parecía casi imposible. ¿Cómo iba a reconocerla, cómo iba siquiera a encontrarla? No, la casa amarilla era lo único que me quedaba.

Me uní a la escueta fila de personas que se iban a la mañana siguiente después de la oración. Esperamos haciendo cola bajo la primera luz del alba. No éramos tantos, y yo me mezclé con una familia situada delante que tenía muchos hijos, esperando pasar desapercibida, con la mirada baja y manteniéndome lejos de los guardias. Seguía siendo demasiado pequeña para andar sola sin llamar la atención. Querrían mantenerme en el campamento hasta que alguien pudiera hacerse responsable de mí. Yo no podía dejar que pasara eso. Me envolví el pañuelo con fuerza alrededor de la cara y mantuve la mirada fija en las barreras. Los adultos hablaban con los guardias.

—¿A dónde? A Bamiyan… allí es donde vamos a ir. Correremos los riesgos —dijo el padre, y los guardias se encogieron de hombros. Al otro lado había una fila de gente esperando que les dejaran entrar. El padre les dijo a los guardias que el campamento había sido un error. Los hombres asintieron; les daba igual, y además esperaban vernos de regreso más temprano que tarde. Nos hicieron pasar haciendo un gesto con el brazo. Yo mantuve la mirada baja hasta que salimos del campamento y avanzamos un buen trecho por la carretera de tierra. La madre se dio la vuelta y, al ver cómo les iba pisando los talones, me separó de sus hijos.

—Ya has salido —me susurró—. No puedes quedarte con nosotros. ¿Entendido? —Me hablaba despacio como si yo fuera imbécil o no la comprendiese. Me detuve y les dejé caminar, sobresaltada por la furia de esta madre.

Muy pronto llegó otro grupo y uní mis pasos a los suyos. Había un viejo con un chapan a rayas verde y rojo; su hijo, un hombre que aún no era viejo, pero parecía derrotado por la vida en el campamento; y la mujer del hijo, con una melena salpicada de mechones plateados y los ojos aún llenos de calidez.

—Somos de Hazarajat, ¿y tú, niña? ¿Dónde está tu casa? —me preguntó el anciano, en voz baja y suave—. ¿Cómo es que estás viajando sola? —Por un momento no supe cómo responder a esta pregunta. ¿Qué podía decir?

—Kabul —dije—, soy de Kabul. Vuelvo a la casa de mi familia, a donde solíamos vivir.

Asintieron, levantando la barbilla, como si de alguna manera me hubieran entendido. Ya no sentían tanta curiosidad sobre cómo había terminado sola en el campamento. Habían oído demasiadas historias tristes. No hacía falta que yo les contara la mía. Bastante era que camináramos todos juntos. Yo no quería ni sus preguntas ni su lástima.

Seguía débil por la enfermedad y me dolía el corazón por dejar atrás a Ara y a Soraya, pero cada paso me llevaba más cerca de Kabul, más lejos del campamento, y seguí adelante poniendo un pie delante del otro, parando solo para beber agua y hacer breves descansos. El sol apretaba y era difícil seguir adelante con tanto calor, pero yo no me iba a dejar vencer. Cada pocas horas pasaban camiones de ayuda humanitaria en dirección contraria, y a veces paraban para darnos más comida y agua, recogiendo a cualquiera que quisiera rendirse y regresar al campamento.

Estos extranjeros formaban un grupo extraño; provenían de muchos países diferentes, y todos habían escogido estar aquí en medio de la suciedad y el polvo, mirándonos con compasión en el mejor de los casos, y desesperación en el peor. Me preguntaba cómo sería eso de poder entrar y salir de los problemas de un país, pasar por ahí a echar una mano como pudieras y sentir gratitud o culpa porque esta no fuera tu vida. Había gente buena en el campamento, algunas personas. Yo sabía que eso era cierto. Pero todos podían marcharse. Todos podían decepcionarte. Estaba furiosa con ellos por haberle fallado a Ara. Estaba furiosa en general.

Al principio me daba terror que estuviésemos caminando en la dirección equivocada, yendo hacia el interior de Pakistán, pero los trabajadores humanitarios nos señalaron la dirección de Kabul. Acordándome del largo viaje en camión hasta el campamento, solo podía hacer una estimación aventurada sobre el número de kilómetros que quedaban por delante, los largos días que tendría que andar para cubrir la distancia.

—¿Cómo están las cosas ahí en la ciudad, en Kabul? —preguntaba a los trabajadores que pasaban trayendo a los últimos refugiados al campamento, y que se quedaban un ratito esperando por si nos animábamos a volver con ellos. Ahora que estábamos más lejos de los límites del campamento, me sentía más valiente.

Ellos sacudían la cabeza.

—No van bien.

Nos advertían de que nos mantuviésemos vigilantes por si hubiera bandidos, francotiradores, animales salvajes que pudieran atacarnos, que no fuéramos por la carretera principal, que era demasiado abierta, y nos aconsejaban que atajáramos cuando pudiéramos por los senderos de montaña, y que nos mantuviéramos ojo avizor por si hubiera minas. Nosotros asentíamos, por ahora limitándonos a poner nuestra fe en Alá.

Empecé a preguntarme: «¿Seguirá ahí en pie la casa amarilla, o habrá sido bombardeada y destruida como tantas zonas del país?». Tenía que confiar en que siguiera ahí, intacta, en que algunas cosas no cambian. Tenía que creer en algo.

Caminar durante el día resultaba tedioso, pero parábamos solo para compartir la poca comida que acarreábamos entre todos o para encontrar agua en los arroyos de montaña. El horizonte era una línea borrosa delante de nosotros, pero al menos nos movíamos. Las noches eran aterradoras. Nos apiñábamos para mantener el calor y sentirnos protegidos. El anciano era amable y se aseguraba de que su familia me hacía sentir bienvenida. Ellos iban a seguir hacia Hazarajat, me dijo, y caí en la cuenta de que tendríamos que separar nuestros caminos antes o después. Ellos no querían acercarse demasiado a los combates de la ciudad. Pero, por ahora, estaba bien no estar aquí fuera sola en la larga carretera de regreso.

El anciano me recordaba a mi abuelo. Me permití recordar a Baba Bozorg y Maman Bozorg y la manera como nos habían recibido a todos en su mundo. Pensé en Baba Bozorg reuniendo a sus cabras en la ladera, moviéndose a zancadas seguras y orgullosas por el terreno montañoso y desigual, y las muchas preguntas que tenía para Baba, cómo quería saber todo lo que su hijo había aprendido y podía contarle, creyendo que Dil viviría una vida mejor, más fácil. Sentí un nudo en la garganta al pensar en Baba. El ansia por verlos a todos, por hundir la cabeza en el cuello de Madar y oler su pelo y su aroma cálido y reconfortante era tan fuerte que me picaban los ojos.

Empecé a hablar con ellos, con mi familia ausente. Al principio en silencio, en mi cabeza, mientras caminaba, tenía largas conversaciones con Madar, Baba, incluso con Javad. Había muchas cosas que me di cuenta que le quería preguntar. Me imaginaba jugando con Pequeño Arsalan, persiguiéndole por la ladera. Recordaba a Madar leyéndonos a todos, cómo su voz se alzaba en la noche. No podía pensar en Ara ni en Soraya, todavía no. Empujé esos recuerdos al fondo de mis pensamientos y me concentré, en cambio, en crear un mundo en mi mente en el que todos seguíamos juntos, donde había risa y esperanza. Eso fue lo que me impulsó hacia delante, y sentí que me iba haciendo cada vez más fuerte, día a día, apoyándome en ellos cuando me cansaba, buscando aliento en ellos. Era la voluntad de ellos la que me empujaba.

La carretera estaba llena de socavones, la superficie estaba rota y tenía algunas zonas de asfalto agrietado. Pero, en general, no era más que una pista de tierra con poca señalización. A ambos lados y hasta el horizonte se extendían los páramos, y al fondo había colinas de colores púrpura y rojizo. Yo iba atravesando este vacío apresuradamente, ansiosa por llegar a Kabul, a una vida que había bañado en un dorado y cálido fulgor de esperanza.

Caminar por las pistas de montaña no era fácil. El anciano no podía ir muy deprisa y progresábamos lentamente. A cada paso sentíamos la sombra del hambre. Yo intentaba no pensar en Ara ni en Soraya ni en el campamento, ni en los ojos de Aaqel allí de pie, solo, viendo cómo me marchaba. Lo aparté todo de mí. Lo único que mantenía en mi pensamiento era la casa amarilla.

El hijo y su mujer hablaban de la vida que iban a construir juntos, de una vida sencilla en las montañas, en algún lugar tranquilo donde pudieran vivir y cultivar comida y estar lejos de los combates. Serían una familia. Era como si hubieran decidido pasar por alto todo lo que estaba sucediendo a su alrededor y que la vida sería sencilla simplemente porque ellos así lo querían, así lo necesitaban.

Empecé a hablarles de Madar y de Baba, de mi familia.

Todos queremos creer que estos finales felices son posibles. ¿Es tanto pedir el ser feliz? Eso era lo que yo pensaba.

Las cosas se habían puesto peor, según nos contaban otros viajeros. Había muchos soldados en la ruta hacia Kabul. Íbamos a tener que andarnos con mucho cuidado al cruzar el puerto de montaña entre Khost y Gardez. Nadie cruzaba por allí a no ser que no tuvieran más remedio. Hicimos una parada en una aldea del camino; el anciano necesitaba descansar. Todos lo necesitábamos. Nos sentamos a la sombra de un grupo de cedros y el hijo fue a buscarnos más comida y más agua. Dependíamos de la amabilidad de los demás. Un anciano de la aldea salió a vernos; tenía preguntas sobre el campamento, sobre cómo era la vida allí. Le sorprendía vernos, nos dijo; la mayor parte de la gente se mantenía lejos de la carretera que llevaba a la ciudad.

—¿No lo han oído? —preguntó—. Kabul ya no existe. Todo el mundo se está marchando, en dirección a las montañas, a los campos, a Tayikistán, a Irán, a donde quiera que puedan escapar.

Ellos no pensaban abandonar la aldea, nos dijo, aunque había oído hablar de jóvenes partidarios de los talibanes que se dedicaban a incendiar pueblos enteros hasta reducirlos a cenizas.

—¿A dónde iba yo a ir? —dijo.

Aunque tenían poco, se mostraron hospitalarios, nos dieron de comer y pudimos descansar. Este contacto con otras personas, sin miedo ni peligro, me aturdía un poco. Cómo se me había endurecido el corazón en el campamento.

Me descubrí pensando en Ara y en Soraya. Quería enroscarme y hacerme una bola y dejar de moverme. Esperar hasta que las olas de tristeza pasaran sobre mí y pudiera volver a ver.

Los dos ancianos discutían sobre rutas. El viejo de la aldea nos dijo:

—Eviten Khost si pueden. Allí hay unas milicias diferentes. Esos soldados… son violentos. No se lo piensan dos veces a la hora de matar a la gente normal. A las mujeres, a los niños. Les da igual. Es imposible pasar por la garganta sin que ellos les vean. Serían un blanco muy fácil. Y toman reclutas.

Elevó una ceja, mirando al hijo del anciano.

—Y raptan a las mujeres.

Me recorrió un escalofrío.

Si no íbamos por la carretera de montaña hacia la ciudad, entonces ¿cómo íbamos a llegar? Los demás seguirían viajando más allá de Kabul, pero yo tenía la sensación de que el anciano había querido ayudarme como podía. Sus ojos se empañaron y se sentó a intentar resolver el problema mientras descansábamos protegidos del sol de mediodía.

Después de hablar con el viejo de la aldea durante un rato, y levantarse con esfuerzo del suelo, el anciano dijo:

—Entonces iremos por Sharana y Ghazni. Incluso en una montaña, siempre hay un camino. Tardaremos más, pero al final será más seguro. —Todos sonreímos con aprobación, sin ganas de ponerle fin prematuramente a nuestro viaje a manos de bandoleros de la montaña o de milicianos.

Yo sabía que me iban a llevar consigo lo más lejos que pudieran. Después, me quedaría sola.

Agradecimos al viejo su hospitalidad. Los aldeanos nos dieron naan relleno de qabuli pulao y agua para el camino, y nos desearon buen viaje. Un pequeño grupo de chicos nos dijo adiós con la mano, levantando polvo. Y empezó de nuevo la larga caminata.

Las montañas se cernían a ambos lados de nosotros, y avanzábamos lo más rápido posible, ansiosos por poner distancia entre nosotros y Khost. Ahora nos alejábamos de Kabul para poder llegar allí. Pensé en lo extraño que era el mundo, lo muy del revés que estaba. Me consolaban los pasos de los demás a mi alrededor. Nadie se quejaba, aunque todos estábamos agotados y teníamos los pies resecos y machacados por el suelo de piedras, y nos sangraban los talones por las baratas sandalias de plástico que se repartían en el campamento. Estábamos ya muy lejos de allí, de nuevo en suelo afgano. Sentí que se me relajaban los hombros y que caminaba más erguida. Me sentía libre otra vez y me embebí profundamente de esa sensación, utilizándola para seguir adelante incluso aunque mi cuerpo quisiera parar.

Caminamos durante varias horas más y la carretera estaba tranquila. No vimos camiones humanitarios ni controles. Solo polvorientos caminos rojos, cada vez más estrechos, extendiéndose hacia los puertos de montaña; arbustos y árboles nudosos que punteaban el paisaje. En las laderas de la montaña había grandes rocas pegadas a la tierra seca y arenosa. La primavera casi había llegado, pero aún no se habían producido lluvias intensas. Pensé en la aldea de mis abuelos y apuré el paso. No quería que en este viaje me atrapase una gran roca al caer, o un corrimiento de tierras húmedas. No pensaba morir de esa manera. Bastante había perdido ya a manos de la naturaleza.

La respiración del anciano se había hecho pesada y trabajosa. Se llevaba la mano al pecho. Nos paramos. Se apoyó en su hijo, un amistoso agricultor con la expresión abierta típica de las montañas, flaco y cansado tras meses en el campamento.

—Tenemos que parar —dijo el hijo.

El viejo no podía caminar más. Abajo, a bastante distancia, se veía otra carretera.

—Descansemos aquí… recemos. Llegará la ayuda —dijo la mujer.

Yo no quería parar, pero tampoco quería abandonar a estas personas que me habían permitido viajar con ellos. Oteé el horizonte buscando algún vehículo, alguien, cualquiera a quien pudiéramos pedir que parase a ayudarnos. No había señal alguna de vida. Y entonces, tras lo que parecieron horas, mientras el día se enfriaba camino del ocaso, vimos que llegaba algo por la carretera de abajo, levantando una pequeña nube de polvo tras de sí. Era un camión con hombres armados. Se nos cayó el alma a los pies; no podíamos escondernos y además el anciano estaba mal, demasiado débil para moverse. Así que el hijo me condujo con él, ladera abajo, hasta el centro de la carretera.

—Les pediremos que paren —dijo—. No te preocupes. No dispararán a una niña.

Yo no lo tenía tan claro, pero fui con él y esperamos, agitando las manos en el aire hasta que el camión, que se iba acercando, nos vio y fue frenando.

El conductor nos escudriñó con cautela. Entonces bajó de un brinco de la parte de atrás otro hombre, que se nos acercó. Nos miró a los cuatro; vio al anciano tendido en el polvo más arriba, en la montaña. Juzgó la situación.

—Por favor —dijo el hijo.

El hombre levantó la mano haciendo una seña cansada. No quería hablar. Seguía evaluando si ayudarnos o dejarnos aquí en la cuneta. No dirigirnos la palabra hacía que la decisión fuera más fácil, porque era como si no existiéramos. El anciano lanzó un grito de dolor. Yo me llevé la mano debajo del pañuelo para palpar la cadena de oro de Ara. El conductor calentó el motor, ansioso por proseguir la marcha. Todo el mundo tenía miedo de una emboscada, de convertirse en un objetivo.

—Ayúdennos —dije—. ¡Komak!

Miré al hombre fijamente a los ojos. Volvió a mirarnos a todos una vez más. Dio una patada a la tierra y luego subió con nosotros a donde yacía el viejo y nos ayudó a levantarle. Entre el hijo y él llevaron al anciano abajo y lo montaron en el camión, echado sobre una lona. El camión estaba lleno de cajones de embalaje. Semillas de amapola. Opio. A nosotros nos daba igual. No diríamos nada y nos la jugaríamos. El hombre lo sabía, así que nos subimos todos con el viejo.

—Vamos a Ghazni —nos dijo.

Yo di las gracias a Alá. Este era nuestro segundo golpe de buena suerte. El conductor nos pasó naranjas para comer. Yo me dormí enseguida, mecida por el bamboleo del camión, agotada de la caminata, exhausta por el miedo tanto como por la esperanza. Me imaginaba a Madar acariciándome la cabeza, tranquilizándome. Cuando me desperté, el camión se había parado en Ghazni. Era de noche. Los demás se habían ido, abandonándome a mi descanso, y estaba sola de nuevo.

Me daba pena que se hubieran marchado sin decirme adiós. Querría haberles agradecido su bondad por haberme dejado caminar con ellos, pero tal vez fuera más fácil de esta manera que despidiéndonos a la luz del día. Yo sabía que el anciano no quería dejarme marchar sola hacia Kabul. Me pregunté si habría sobrevivido al viaje. La gente no paraba de desaparecer. Me estaba insensibilizando ante ello.

Levanté la lona y bajé resbalando del camión, que ya tenía los cajones vacíos; no quedaba ni el conductor. Levantándome el pañuelo para taparme la cara, empecé a explorar la ciudad de los minaretes. Los edificios seguían dormidos y mis pasos eran leves para no hacer ruido. No quería sobresaltos en esas calles vacías.

Encontré un pozo y, apoyándome en la palanca, estuve bebiendo un buen rato. Me lavé el pelo y la cara para quitarme el polvo del largo camino. Aquí no parecía que hubiera combates. Estuve sentada otro largo rato contemplando los antiguos muros de la ciudad y el cielo nocturno. Pensé en Ara, en su cuerpo boca abajo en el arroyo. Qué fácil era desaparecer. Un temblor me recorrió por dentro al recordar su cara, el horror que había en sus ojos. No era así como quería acordarme de mi hermosa hermana. Quería recordarla riendo, con la mirada encendida; Ara cantando y bailando, llena de amor y de esperanza. Eso era lo que escogería recordar, y esta fue la promesa que me hice a mí misma. Llevaría a mi familia conmigo, ellos me guiarían. Mis dedos recorrieron la cadena de oro que me rodeaba el cuello. Desde Ghazni se tardaba dos o tres días en llegar a pie a Kabul.

Decidí no separarme de la cadena a no ser que fuera realmente necesario; iría andando hasta la ciudad. Ya había llegado hasta aquí. Alá o la buena fortuna me habían protegido. Yo iba a estar a salvo, y llegaría a la casa amarilla. Convencida de ello, busqué las señalizaciones en las calles, perdiéndome por callejuelas hasta que encontré el punto en que la calle se ensanchaba y conducía, en un sentido, a Kandahar, y en otro, a Kabul. Aunque era una noche cerrada y no se veía nada aparte de las estrellas, me puse a caminar hacia la ciudad. La noche era fría, así que sentaba bien moverse, poner un pie delante de otro. Cada paso me llevaba más cerca.