Capítulo 21

 

 

 

 

 

Esa noche no me atacó ningún animal ni se me acercó ningún extraño. La carretera era solo para mí y, desde el cielo, las estrellas, silenciosas, dirigían el camino. Caminé con paso firme, y cuando la luz de la mañana se llevó la noche, estaba ya muy lejos de Ghazni, escalando cada vez más alto en las montañas hacia Kabul.

La carretera era abierta, y yo sabía que a la luz del día mi presencia no iba a pasar desapercibida. Una chica joven caminando sola en mitad de ninguna parte iba a atraer la atención seguro.

Mi paso se fue ralentizando porque a cada rato me salía de la carretera para esconderme detrás de rocas o de arbustos, cuando oía el sonido de vehículos acercándose. Como no tenía a nadie que me protegiese, escogí protegerme a mí misma. La muerte de Ara me había enseñado que no había que confiar fácilmente en los desconocidos. Me pasé el día así, saliéndome de la carretera a esconderme cada vez que aparecía un coche o un camión. Al llegar la noche me sentía agotada y débil, pero no había cubierto mucho camino, así que decidí buscar refugio durante unas horas para descansar y dormir. Busqué un arroyo de montaña donde beber y fui comiendo mordisquitos pequeños y cuidadosos del naan que llevaba encima desde la parada que hicimos en aquella aldea de camino a Khost. Me dolía el estómago, pero ya no me importaba. Cuando desperté varias horas después, fría y agarrotada, me sentí protegida por la oscuridad, y emprendí el camino de nuevo, ahora apresuradamente, sin que me molestaran los vehículos al pasar ni las miradas curiosas.

Mientras caminaba en la oscuridad me imaginaba a Madar y a Baba a mi lado, animándome, cada uno cogiéndome de una mano y balanceándome entre ellos con suavidad.

—Venga, Samar, ya no queda mucho. —Me alzaban en alto, sacudiéndome la tristeza de encima.

Tiraron de mí por las noches. Por el día dormía, buscando algún refugio apartado de la carretera. Madar y Baba no se movieron de mi lado.

Así fue como llegué a las afueras de Kabul dos días más tarde. Me sangraban los pies, los tenía llenos de cortes, y las sandalias se me clavaban en la piel. Estaba a punto de derrumbarme, después de haber comido tan poco durante tantos días. La ciudad parecía un espejismo allí en el valle, acercándose y alejándose según avanzaba hacia ella.

Se oían tiros y bombas en todos los puntos de Kabul. Había edificios incendiados o abiertos en canal al cielo. Caminé durante horas para alejarme de las arterias principales de la ciudad, acercándome cada vez más a Shahr-E-Naw, al viejo parque y a la casa amarilla que estaba detrás. Me dolía el cuerpo y quería parar, pero el sonido de las bombas en el otro extremo de la ciudad no me dejaba estarme quieta. Hacía tiempo que no había árboles, y encontraba poca protección al moverme entre las sombras de un edificio al siguiente, corriendo por calles abiertas ahora casi vacías de coches, autobuses y bicis. Kabul ardía, todo el mundo huía o había huido ya, y los que permanecían allí se aferraban a las sombras. El corazón me golpeaba el pecho con fuerza. Si la casa no estaba en su sitio, ¿qué hacer? ¿A dónde ir?

Al aproximarme por fin a mi antiguo barrio, eché a correr, sin importarme ya quién pudiera verme. Tenía que saber. Pasé lo que en su día fue el parque en el que yo jugaba con Javad, Ara y Omar. Seguí adelante hasta que por fin la pude ver: la casa amarilla todavía estaba ahí, contemplando Shahr-E-Naw desde su altura.

Solo cuando llegué a los muros de la kala se me ocurrió pensar que ahora tal vez viviera alguien allí. Hice una pausa durante un momento, mientras mi mano abría silenciosamente la verja. La casa estaba en silencio. No vi señal de que hubiese sido ocupada, aunque sí parecía estar dañado el techo y una de las paredes. Una vez en el patio, di la vuelta por un lado del edificio hasta dar con la ventana baja, y recorrí el marco con los dedos. La ventana se abrió con un ligero empujón y yo me levanté y entré por ella, aterrizando en el otro lado. La habitación estaba a media luz. Una espesa capa de polvo cubría las baldosas y el alféizar de la ventana. Avancé de puntillas por la casa, de habitación en habitación. La habían saqueado, la mayoría de los muebles habían desaparecido años atrás, y las cosas parecían haberse ido quitando de un modo casi ordenado, retirándolo todo sin revolver. Había polvo por todas partes. No vi señal de que hubiera habido alguien allí en mucho tiempo. En la cocina, el polvo flotaba en el aire, en la luz que entraba por el agujero del techo. Caminé con cuidado. Lo sabía todo sobre las minas gracias a los niños y a los adultos que veías con muletas por el campamento, con los miembros arrancados a causa de un solo paso en falso. La puerta de la cocina al jardín crujió sobre sus goznes cuando la empujé.

El jardín estaba más crecido y salvaje de lo que lo recordaba; la hierba estaba alta y los árboles le daban ahora más sombra al patio. Una fina película de polvo también lo cubría allí todo. Y en el centro se erguía el almendro, a rebosar de flores, con pétalos blancos y rosa pálido, y en la base del árbol, sin tocar, las hojas de las flores de azafrán que Madar había plantado hacía tantos años.

Fui y me senté debajo, abrazando el tronco, dejando que la tierra se levantara bajo mis dedos. Reí. De mi interior salía puro júbilo. Era casi demasiado que la casa siguiera en su sitio, con el árbol, el jardín. Me tendí sobre la tierra roja mirando al cielo como había hecho antes tantas veces, y sentí que la felicidad y el amor fluían por mi cuerpo dolorido. Ahora que estaba en la casa amarilla, mi cuerpo se derrumbó sobre sí mismo, al dejar de luchar por conseguir un objetivo. Me quedé dormida al aire libre, medio escondida en la alta hierba, una figurilla enroscada bajo el cálido sol de la mañana. Seguía teniendo el viejo patu de Omar enrollado alrededor de mi cuerpo, y cuando me desperté no estaba lejos el ocaso.

Decidí que seguiría durmiendo fuera. La mayor parte de nuestras pertenencias habían desaparecido, pero quedaban unas viejas mantas, y también me enrollé en ellas. Debajo del árbol, aunque se oyeran disparos en la ciudad, me sentía más segura que en ningún momento desde el terremoto.

Cuando dormí, soñé con una época en la que estábamos todos juntos en la casa y Madar me cantaba una nana dulce y grave, y sus manos me acariciaban la cabeza. Luego, en el sueño, ella se ponía a cavar en el suelo, arrancando las flores y escarbando con las manos, llenándose las uñas de tierra. Me desperté sobresaltada por el sonido de algo que se movía entre las hierbas. Observé y entonces vi a un gato de ojos dorados escalar por el muro y desaparecer por el otro lado. Me alivió que se fuera.

Las manos de Madar cavando… La imagen se me había quedado alojada en la cabeza y me puse a pensar en aquellos últimos días antes de marcharnos de la casa amarilla. Ocurrió la discusión entre Madar y Baba, y luego ella se puso a recoger… ¿qué cosa? Imposible estar segura.

Levanté la mirada hacia la ventana que daba al patio y me vino una imagen de mí misma de muy pequeña, de pie en la ventana contemplando el árbol a la luz de la luna. Había una caja. Junto con las flores, ella tenía también una caja. ¿Qué había pasado con aquella caja?

Empecé a arrancar el azafrán, para encontrar los sitios donde la tierra estuviera más floja y pudiera moverse. Al principio la tierra estaba dura y tuve que dar con los talones para soltarla. Luego cavé por las raíces del árbol sin saber muy bien por qué, hasta que mis nudillos chocaron con la superficie de madera dura de una caja grande. Esto era lo que estaba haciendo. Esto era lo que quería esconder. Ahora sí lo recordaba: la dejó caer en un agujero, se limpió la cara con el antebrazo, y plantó las flores encima. ¿Qué podía ser tan preciado para ella que había de protegerlo, pero no quería llevarlo consigo? Ahora me temblaban las manos. Apenas podía creer que, en medio de todo el caos y la destrucción, este lugar hubiera quedado intacto. Algo real que poder tocar. Un pequeño milagro.

Saqué la caja de su agujero a la luz solamente de las estrellas, y de los destellos intermitentes de las deflagraciones. La caja era pesada. El candado se me resistió, y al final tuve que coger una piedra del suelo para hacer palanca y poder abrirla. Al levantar la tapa, vi una tela envuelta alrededor de… Vacilé. ¿Aprobaría esto Madar? ¿Querría ella que yo encontrara esto, fuera lo que fuese? Pensé en ello por un momento.

Cuando mueres, yo no creo que desaparezcas en el polvo. Te entierran, sí. Pero qué hay de tu alma; no estoy tan segura de que esa parte pueda aprisionarla ni la tierra más pesada. Aunque Madar estuviera perdida para mí, aunque todos hubieran desaparecido, yo seguía sintiendo la presencia de mi familia conmigo. Y en ese momento una brisa liberó nubes de pétalos que cayeron del árbol. O estaba allí Madar sacudiéndolo para pedirme que parara, o lo sacudía para decirme que me diera prisa y abriera esa caja, o no estaba allí en absoluto. Tras dedicarle un rato a pensar en este asunto, decidí que ella querría que la abriese.

Desenvolví la tela, raída y amarillenta, lo más deprisa que me permitían mis dedos, agarrotados ya por el aire frío de la noche. Del hatillo salieron bolsitas de plástico con fotografías, cartas, papeles, dinero. Era una caja de tesoros ocultos. Madar había enterrado sus secretos allí, debajo del almendro.

Incluso con la luna en lo alto del cielo y los destellos ocasionales de los cohetes, no había suficiente luz para leer las cartas. Las puse a un lado. Abrí una de las bolsas de fotografías y escudriñé las imágenes. Algunas eran antiguas, de color sepia; otras eran fotos de nosotros, de los niños, de pequeños, y de Baba y Madar, algunas de Arsalan. Era difícil distinguir las imágenes. Recorrí con los dedos los bordes de las fotos y tracé el contorno de las figuras. Cada capa de los contenidos de la caja desvelaba nuevos hallazgos. Había dinero, fajos gordos de billetes atados, nuevamente cubiertos de plástico para protegerlos. Un dinero que, por la razón que fuera, había decidido no llevar consigo a las montañas. Me sentía confusa y exhausta. Estas eran cosas que ella quería guardar, proteger. ¿Pensaba que iba a volver? ¿Por qué no se había llevado esta caja consigo? Arrastré la caja hasta el interior de la cocina, justo al otro lado de la puerta, fuera de miradas fisgonas. Por el día los vecinos, los que quedasen, podían asomarse al interior del jardín. Yo no quería llamar la atención. Volví a aplastar la tierra a patadas, llenando el agujero otra vez, colocando las flores que se habían soltado.

No podía dormir a pesar de estar agotada, demasiado cansada y también demasiado emocionada por el hallazgo. Me senté junto al árbol, con los ojos semicerrados, esperando la luz del alba, para poder leer las cartas y ver qué era aquello que no podía llevar consigo. Quería ver qué era aquello que no era capaz de destruir. Me sentí cerca de ella sosteniendo esos papeles, cerca de los demás al ver sus siluetas borrosas en las fotografías. Algo era. Era una felicidad inesperada.

Durante toda la noche se sucedieron los estallidos de los bombardeos, como un espectáculo de fuegos artificiales sobre la ciudad. Al final, exhausta, dormí durante las últimas horas de oscuridad.

La luz abrió el día. La casa amarilla emitía un fulgor rosado y oro al entrar el sol oblicuamente entre las montañas. El aire era fresco, pero no tenía demasiado frío, envuelta como estaba todavía en el patu. Había tenido un sueño profundo, el primero en muchas noches desde que empezó mi camino hacia Kabul.

Detrás de la casa había un pozo. Fui en busca de agua pronto para evitar ser vista. Las calles estaban desiertas y a la luz del día pude echar un primer vistazo a la ciudad: había agujeros enormes, abiertos como haciendo filas irregulares de dientes ennegrecidos donde antes hubo edificios, las humeantes carcasas de antiguos hogares, un humo gris azulado que enviaba señales por todo el valle. Las arterias principales de la ciudad, que normalmente estaban atestadas de coches y carros y gente en bicicleta corriendo al trabajo, estaban todas vacías. Era como si la ciudad se hubiese quedado desierta. Al mirar a mi alrededor, vi que también las casas del vecindario parecían abandonadas, como si la gente que una vez vivió allí se hubiera levantado y se hubiera marchado para nunca volver. Intenté recordar a las amigas de Madar y a los niños con los que había jugado en el jardín. Visualizaba caras, recordaba voces, sombras que se agachaban para acariciarme la cabeza, risas ante nosotros, los niños, mientras jugábamos juntos en la kala. Todo eso ahora había desaparecido.

El agua del pozo salía fresca y limpia. Me lavé la cara y las manos y bebí. Me asombraba lo poquito que necesitaba para sobrevivir, lo acostumbrada que estaba ya a pasar días sin comer de verdad, sin apenas agua, sobreviviendo a base de ira y esperanza, una emoción alimentándose de la otra.

No había encontrado aún lo que esperaba. No había señales de Omar en la casa amarilla. Ningún mensaje, nada que indicase que hubiera regresado a Kabul, que estaba bien, vivo, buscándonos a todos. Dondequiera que estuviera, no era aquí. Esta decepción me pesaba. Tenía que cambiar de plan. Si él no había venido a la ciudad, sería yo quien tendría que encontrarle. La reunión que tanto había anticipado tendría que esperar. Yo le creía vivo principalmente porque no me hablaba como sí hacían Madar y Baba y los demás. Cuando cerraba los ojos nunca podía verle ni oírle. Así que tenía que estar en alguna parte, por ahí afuera, razonaba.

Por ahora me tendría que conformar con la caja de tesoros nada más. Me apresuré de vuelta a la casa y entré, mirando a mi alrededor para comprobar que nadie me veía. Saqué la caja una vez más y me senté en la alta hierba, retirada de la vista en un rincón sombreado del jardín.

Primero miré las fotos. Había una foto de todos nosotros con Arsalan guiñando los ojos frente al sol. Estaba de pie detrás de los niños, que estábamos todos delante en fila, y apoyaba el brazo sobre el hombro de Baba, con Madar sentada en una silla junto a nosotros. Estaba sacada antes de que naciera Pequeño Arsalan, cuando no éramos más que Omar, Ara, Javad y yo. Un amigo de Arsalan se había pasado ese día por la casa y nos sacó un rollo entero de fotos mientras jugábamos fuera, y había una de Javad sentado junto a la puerta con una expresión muy seria; una de Omar, Baba y Javad con Arsalan; una de Ara, Madar y yo; una de mí sentada en el patio riendo al sol. Toqué nuestros rostros.

Ahora sabía cuál era la razón de que hubiera tenido que volver a la casa amarilla, sabía que Madar me había traído aquí para estar cerca de todos ellos. Sentí algo que estaba a medio camino entre el dolor y la felicidad. Me llevé la mano al corazón para soltar toda la pena que llevaba encima desde el terremoto, desde el campamento. Me temblaban los hombros, y dejé que mis lágrimas cayeran sobre las altas hierbas. Las polvorientas flores de azafrán se las bebieron.

Vi otra foto que centelleaba al sol, más antigua: esta era de Madar de joven. Tenía en ella un aspecto increíblemente hermoso, y muy diferente. No llevaba pañuelo. Miraba altivamente a la cámara, con la cabeza descubierta. Tenía el pelo largo y suelto, y sus ojos, oscuros como los de Ara, estaban clavados en el objetivo. Una leve sonrisa jugaba en las comisuras de sus labios. En el reverso estaba escrito Mi amada. Contemplé la foto una vez más, sorprendida. Parecía joven; dieciséis años, tal vez diecisiete, no mayor de esa edad. Caí en la cuenta de que esto tenía que ser antes de conocer a Baba. ¿Cómo podía entonces ella ser la amada? ¿Quién había escrito en el reverso? ¿La abuela? Por lo que contaba Madar, no me hubiera imaginado a su madre llamando a nadie «amada», mucho menos a Madar. ¿Entonces, por qué tenía ella esta foto? ¿Y por qué esconderla? Le estuve dando vueltas, indecisa y preocupada.

La siguiente foto estaba desenfocada, pero era de un grupo de hombres jóvenes. La miré con más detenimiento. Dos de ellos tenían rifles al hombro. Vestían camisas de manga corta color caqui, pantalones y botas pesadas. Al fijarme en los rostros de los hombres, vi que uno parecía una versión más joven de Arsalan, y otro era idéntico a Baba. Y allí, en la esquina de la imagen, borrosa y difícil de distinguir, había una mujer vestida igual, que apartaba la mirada de la cámara, con el pelo recogido en una larga trenza. La imagen tenía mucho grano, pero se parecía a Madar. Esta imagen para mí no tenía ningún sentido. Le di la vuelta. El reverso no mostraba ninguna marca, no estaba fechada, pero la foto tenía una arruga en el centro, como si la hubiesen guardado durante muchos años en el bolsillo de una camisa o de un pantalón. La miré durante mucho rato, hasta que las caras se emborronaron. Eran ellos. Estaba segura.

Tomé la siguiente imagen de la pila. Era de Arsalan de joven, la misma pinta llena de fuerza e intensidad, la misma sonrisa en los ojos. En el reverso decía: Para mi querida Zita. El mote de mi madre, el nombre por el que él siempre la llamaba. Contemplé la imagen, dándole la vuelta una y otra vez, trazando la caligrafía con la punta de un dedo oscurecido por haber estado cavando, tan sucio que ni el agua del pozo lo podía limpiar, de tan hundida que estaba la tierra bajo mis uñas cortas y mordisqueadas. Volví a mirar la foto de Madar de joven. La letra era la misma en ambas. Me mecí adelante y atrás en la hierba y exhalé, como si me hubieran cortado el aire de un puñetazo. La cabeza me zumbaba.

¿Pero Madar y Arsalan no se habían conocido ya de estudiantes en la universidad? Eso era lo que Madar y Baba nos habían contado, una y otra vez. ¿Cómo podía ser que se conocieran de antes? ¿Y qué eran el uno para el otro? La intimidad del tono me había escandalizado. ¿Y qué había de esta otra foto, de los tres vestidos con no sé qué uniforme? Nada tenía sentido.

Yo siempre había entendido que Arsalan era amigo de mi padre. ¿No se habían conocido de niños, en las montañas? ¿No había apoyado Arsalan la educación de mi padre? ¿No lo había traído a este otro mundo? Pensé en todas aquellas conversaciones en la casa amarilla entre mis padres y Arsalan. Ni una sola vez habían hablado Baba y Arsalan de haber combatido juntos. Se burlaban de los muyahidines, de las peleas constantes entre tribus y facciones, les habían tenido cautela; ¿no era así? ¿No habían apoyado Madar y Baba en secreto a los soviéticos durante su etapa universitaria, con sus charlas sobre la igualdad y el bien común? ¿O acaso esa no era la verdad? ¿La verdad había sido alguna otra cosa? Me di cuenta de que nunca me había planteado ni había cuestionado esta parte de la vida de mis padres, nunca había tomado en cuenta que ellos tenían sus propias vidas, sus propios secretos. Nos habían contado su historia y yo me la había creído. ¿Por qué no habría de hacerlo?

Recordé la muerte de Arsalan, su cuerpo colgado del almendro. ¿Qué había pasado? ¿Por qué?

Las preguntas surgían dentro de mí ahora una detrás de otra. Se me levantó dolor de cabeza.

Rasgando la bolsa de plástico de las cartas, las vacié en una pila sobre mis rodillas. Las hojeé, temblando al sostener en mis manos las palabras y el papel, sabiendo de alguna manera que la mera acción de leerlas, de mirar estas fotos, era ilícita. Levanté la mirada. Desde mi escondrijo en la profundidad de las sombras y de las altas hierbas, estaba segura de que no me descubrirían, pero aun así me sentía inquieta. No sabría decir qué sería peor; que me pillasen leyendo los talibanes, o que Madar me viera abriendo estas cartas, cartas que ella nunca quiso que yo leyera. Con la misma dosis de ansiedad que de curiosidad, leí la primera nota que había salido de la bolsa. Era evidente que la habían desdoblado y leído muchas veces.

 

Mi amada Zita:

Te echo de menos en cada momento de cada día. Cuento los días hasta poder estar juntos de nuevo.

Deberías estar aquí con todos nosotros. Necesitamos tu corazón guerrero para que nos guíe. Sin ti me temo que nos falta de todo. Sin ti, tengo miedo. Tú, que siempre sabes cómo es mejor que actuemos.

Mi amor,

A

 

Abrí la siguiente carta con manos temblorosas.

 

Mi amada:

No sé cuándo volveré a verte, ni si te volveré a ver. Las cosas aquí nos han ido mal. Hemos perdido a muchos de los hombres. A Dil y a mí nos preocupa no salir nunca de aquí. Cuento los días que paso lejos de ti. Ansío que estés aquí con nosotros, pero luego sé que es mejor que no estés. Estás a salvo. Eso es lo único que importa. Le he dado esto al muchacho. Si logra llevártelo, cuida de él. Está muy roto.

Te echo de menos, mi amor.

A

 

Visualicé a Arsalan, pensando en cómo miraba a Madar. Le recordaba inclinándose sobre ella en el quicio de la puerta. Aquella forma tan íntima que tenían de hablar; y esa infelicidad en el corazón de lo que había entre ellos. Les recordaba discutiendo. Lo triste que se volvió Madar cuando estaba él delante. ¿Lo sabía Baba? Tenía que saberlo. ¿Pero cómo es que se casó con Baba? ¿Y nosotros? ¿Dónde quedábamos nosotros en todo esto? Lo que me había parecido tan claro se nubló en mi mente.

La siguiente carta de la pila había sido leída muchas veces, y sus arrugas habían desgastado el papel; la caligrafía era pequeña, densa, ensortijada.

 

Z:

El chico trajo tus noticias. Ahora comprendo por qué no te uniste a nosotros. Perdóname. El León me necesita aquí. No debo abandonar ahora que estamos tan cerca de la libertad. Te mando a Dil para que te cuide. No puedes hacer esto sin su ayuda. Es una cuestión de honor, no de orgullo. Confía en mí. No hables con nadie acerca de esto. Haz lo que te diga. Él te lo explicará todo. Eso me lo debe y, además, ya está enamorado de ti. Ya encontraré yo la manera de arreglar esto.

A

 

¿Baba estaba en deuda con Arsalan? Me costaba comprender, darle sentido a todo aquello. ¿Qué había de la historia de una amistad forjada en la montaña? ¿Cómo podían estar por ahí combatiendo en alguna parte cuando Baba nos había dicho que él estaba en la universidad, que conoció a Madar en una reunión en las cuevas? ¿Qué estaba mandado Arsalan hacer a Baba? ¿Qué noticias? Le daba vueltas a unas y otras ideas una y otra vez en mi cabeza. Nunca debí abrir las cartas. Con razón las había enterrado. Todo amor tiene sus secretos.

Me dolía el estómago de hambre. Me dolía la cabeza. Quería seguir leyendo, pero también quería quemar todas las cartas, terminar con todo de una buena vez.

Al pensar ahora en la cara de Omar, veía en sus rasgos a Arsalan, no a Baba. Pero es que todos nos parecíamos mucho, al menos Omar, Javad, Ara y yo. ¿Y qué había de Pequeño Arsalan y de Soraya? Me lo preguntaba. Ellos eran más oscuros, más serios, con los ojos de Baba y su obstinada determinación. Yo ya no sabía nada. No estaba segura de nada.

Estuve repasando las imágenes de nosotros en la casa amarilla. No podía comprender el mundo de los adultos. Me sentía como si toda mi familia hubiera sido una mentira construida sobre más mentiras.

Le di una patada al árbol y tiré de sus ramas, desperdigando las flores por todo el patio. Di patadas a la tierra y a las flores, luchando contra todas las medias verdades escondidas, contra las cosas que nunca nos contaron.

¿Qué había de mi amor por Baba, y del suyo por mí? ¿Era lo mismo o no lo era? ¿Y Baba Bozorg? ¿Maman Bozorg? ¿Qué familia teníamos cualquiera de nosotros? Tenía una sensación de desdicha, pero no estaba segura de por qué. Algo precioso se había perdido para siempre.

Volví a mirar la foto de los jóvenes vestidos de caqui con la chica en el borde de la foto, sin mirar a cámara. ¿Era Madar? No podría decirlo. Pensé en Madar y en su corazón guerrero.

Esperaba haber heredado también eso. Lo iba a necesitar para lo que viniera a continuación.