Capítulo 23

 

 

 

 

 

Mis esperanzas de encontrar a Omar en Kabul se desvanecían. Por las noches, los bombardeos y los combates se iban aproximando. Era hora de marcharme. Decidí llevarme cuanto dinero, cartas y fotografías pudiera esconder repartido por mi cuerpo, con las bolsas enroscadas y atadas bajo el viejo chapan y el salwar kameez que llevaba. En su día perteneció a Javad, pero ya se había quedado ralo y tenía las mangas raídas. Me planteé dejar las cartas. Sentía la tentación de quemarlas, pero algo me detuvo.

—Se las enseñaré a Omar —pensé—. Él me ayudará a encontrarle sentido a todo. —Me estaba convenciendo a mí misma de que no era sino cuestión de tiempo hasta que le localizara y pudiéramos volver a estar juntos. En el piso de arriba seguía habiendo un par de botas gastadas de Omar, olvidadas en su día y abandonadas hace años. Me las puse también, soplando el polvo que las cubría. Aún me quedaban grandes, pero me recordaban a mi hermano y eran algo a conservar.

Me miré en el espejo. Iba a ser difícil pasar desapercibida en las calles de la ciudad. Me miré el largo cabello antes de apartármelo de la cara. Así me parecía más a Javad. Me subí a una silla rota en la cocina. Manteniendo con cuidado el equilibrio, me estiré para llegar a lo alto de la puerta y ahí, intacto todavía sobre el borde, estaba el cuchillo de Arsalan. Ahí es donde solía guardarlo, por si acaso se producía un ataque, decía, aunque nunca mencionaba el nombre de quien temía que viniera a por él, y además al final no le hubiera servido de nada. Mis dedos agarraron el mango y la funda de cuero, y me bajé tambaleando de la silla, sosteniendo el cuchillo lejos de mí.

Me fui al espejo, ahora manchado y polvoriento. La niña que me devolvía la mirada era una criatura pequeña, flaca, de rostro serio. Me puse a cortarme el pelo a machetazos lentos y cuidadosos, evitando las orejas. A medida que iban cayendo al suelo largos mechones, intenté no llorar. Este era un nuevo comienzo, me dije a mí misma. Después de un rato, comprobé el resultado de mi esfuerzo. El corte era basto y desigual, pero me veía idéntica a Javad. Decidí asumir su nombre. Me imaginé habitando la vida de mi hermano. Al principio me parecía fraudulento. Practiqué caminar y hablar como Javad, el Javad anterior al que se sumó a los talibanes. Me preparé para abandonar a Samar; una niña sola en el Kabul de los talibanes era demasiado difícil de proteger. Me quedaría, por si acaso, con el cuchillo de Arsalan. Mantuve la cadena de Ara tapada por el chapan, y me enrollé el pañuelo alrededor del cuello en vez de la cabeza, cubriéndome la parte baja de la cara, como había visto hacer a Javad en las montañas.

Decidí aventurarme afuera en busca de comida. En realidad no tenía ni idea de si seguiría habiendo un mercado en su sitio, con los hombres con carros de frutas y frutos secos, los puestos de los carniceros, los vendedores de especias, las pilas de naan recién horneado; eran todo ya vagos recuerdos, y si siguieran ahí, ¿tendrían algo que vender? Kabul ahora era una ciudad de sombras.

La vieja bici de Omar había sido abandonada, escondida en lo profundo de los arbustos de la parte de atrás del jardín. Estaba oxidada, la pintura verde se descascarillaba, pero todavía funcionaba. Me subí y me sentí inundada por los recuerdos de Baba Bozorg enseñándome a montar en bici en las montañas, no mucho tiempo después de nuestra llegada. Cómo me animaba a gritos cuando me caía al suelo una y otra vez, y cómo Javad se reía de mí y luego me ayudaba a colocar bien la bicicleta, que pertenecía a uno de los niños del pueblo. Pero a pesar de las risas y de mis lágrimas, había perseverado hasta poder montar por la plaza del pueblo sin caerme. Baba Bozorg me dio una palmada en la espalda como a los chicos y me dijo: «Bien por ti, Samar». Qué orgullosa me sentí.

La bicicleta de Omar me quedaba un poco grande y al principio iba insegura, pero después fui cogiendo confianza dando vueltas y más vueltas alrededor del almendro. Mientras no tuviera que parar de repente, creía que no tendría ningún problema. Una vez me sentí confiada, salí de la kala y bajé la cuesta, sin dar pedales, cogiendo velocidad mientras la bicicleta avanzaba a brincos, con las ruedas algo desinfladas y perdiendo además el poquito aire que les quedaba al chocar contra las piedras y los socavones.

Me detuve junto al parque, o lo que quedaba del parque. La ciudad estaba sumida en el caos. Había edificios destruidos casi en cada esquina. En las calles ahora vacías reinaba un silencio siniestro, y el rastro de las bombas era evidente en todas partes. Yo recordaba el viejo Kabul, por donde, si bien paseaban soldados soviéticos con rifles al hombro, reinaba una sensación de orden, de ciudad contenida. La gente se movía tranquilamente ocupada en sus tareas cotidianas. No había este vacío de ahora. En el horizonte se veían edificios ardiendo. Me di cuenta de que yo no conocía este Kabul ni cuáles eran las normas para conducirme por él. Necesitaba encontrar ayuda.

Me dirigí al pozo, donde había dos chicos apoyados en la palanca de bombear agua, llenando unos cubos de plástico amarillo. Me acerqué despacio. Uno llevaba un rifle. No parecían talibanes, pero nunca se puede saber a ciencia cierta. No había nadie más alrededor y parecían aburridos y poco amenazadores, así que me acerqué a ellos. Asentí a modo de saludo. Ellos me miraron con suspicacia. Una vez hubieron decidido que era evidente que yo no suponía amenaza alguna, el más alto de los chicos me saludó con la mano indicándome que me uniera a ellos.

—Bonitas ruedas —me dijo, mirando la bici. Yo sonreí, pero no mucho.

—¿Cómo te llamas? —dijo el más bajo.

Probé a decir mi nuevo nombre.

—Javad. ¿Y vosotros?

—Mati —dijo el bajito—. Él es Abas.

Estuvimos allí en silencio un rato, mientras Abas llenaba los cubos y Mati los sujetaba. Luego el mayor, Abas, bajó la palanca, manteniendo la presión para que yo pudiera beber durante el tiempo que quisiera una vez hubieron terminado. Tenía un sabor metálico, diferente al agua de las montañas. Les di las gracias.

—¿Tienes hambre? —me preguntó Mati.

Yo me encogí de hombros.

Los dos chicos se miraron, intercambiando silenciosos pensamientos.

—¿Por qué no nos ayudas con el agua? —dijo Abas—. Podrías llevarlos en equilibrio a ambos lados del manillar.

Pensé en ello. Estaba claro que eran combatientes, pero no sabía de qué bando, ni siquiera sabía cuántos bandos había. Pero sabía lo suficiente como para no preguntar. Si no les ayudaba se iban a llevar la bicicleta de todas formas. Podía verlo en los ojos de Abas.

—Claro.

Cargamos la bicicleta de Omar y la fui empujando despacio por la calle agrietada e irregular, esforzándome mucho en no derramar demasiada agua. Era un trabajo difícil y pesado, pero yo no quería parecer débil, así que no me quejé. Al cruzar una calle ancha, sentí que había gente mirándonos desde las sombras. Éramos un blanco fácil. Percibiendo también el peligro, Abas nos hizo un gesto para que tomáramos una callejuela lateral. Protegidos ahora por los esqueletos de casas y tiendas, nos fuimos metiendo más profundamente en el laberinto de callecitas estrechas hasta llegar a una puerta de madera en la pared de un edificio que seguía en pie. Abas llamó a la puerta, tres golpes rápidos. Se abrió despacio, y del otro lado se asomó la cara de un hombre.

—¿Este quién es? —preguntó.

—Javad —dijo Mati, como si siempre hubiésemos sido amigos.

—Es buen chaval —dijo.

Salaam —ofrecí yo.

—Hmm… —El hombre me miró sin decidirse, me devolvió el saludo y luego abrió la puerta, invitándonos a entrar y ayudándome a levantar los cubos del manillar. Pensé en dejar allí a los chicos e irme empujando la bici sin más, pero algo me dijo que no iba a llegar muy lejos, así que me quedé y confié en Alá. Además, ¿a qué otro sitio iba a ir?

En el interior, la casa era oscura. Había unos cuantos hombres. Mati me dijo que dejara la bicicleta junto a la puerta; yo me resistía a soltar el manillar, pero él me sonrió y susurró:

—No te preocupes. Ahora estás con nosotros.

Me quité las botas y me lavé las manos en una bacinilla en el alféizar. Nos arrodillamos en el borde de la alfombra sobre toshacks junto a los hombres. Olía a comida –qabuli pulao– y se me hacía la boca agua. Me di cuenta de lo mucho que llevaba sin comer algo cocinado de verdad. Cuando sacaron la comida casi me desmayo de felicidad. Escuché hablar a los hombres y me di cuenta de que había tenido suerte. Estaban con la Alianza del Norte, eran hombres de Massoud. Yo quería preguntar por Omar, pero me quedé callada, intentando no llamar la atención sobre mí misma. En la habitación hacía calor, el ambiente estaba lleno de humo, y los hombres hablaban en voz queda. Uno de ellos montaba guardia junto a la puerta.

Parecía haber muchos grupos diferentes combatiendo en la ciudad y en las afueras, pero los que iban ganando eran los talibanes.

—Están bien equipados, para ser estudiantes —dijo uno de los hombres.

—Estudiantes ya no son —comentó otro.

—Son de Islamabad, son extranjeros —dijo un hombre que ocupaba una esquina, a modo de explicación. Era más alto y tenía una expresión más seria que los demás, que lo trataban con deferencia.

—Tenemos que volver a Jurn esta noche; poco más podemos hacer aquí —dijo este mismo hombre, que parecía estar al mando o al menos ser respetado. Hubo algunos murmullos y una sensación de alivio. Me pregunté cuánto tiempo llevarían estos hombres escondidos en la ciudad, qué habrían estado haciendo. Cómo era que la gente libraba una guerra como esta. Pensé en Kabul, en cómo solía ser, cómo era ahora, y no podía comprender por qué habrías de destruir algo que pretendías proteger.

—Nos iremos al caer la noche. Hay un camión preparado —dijo. Los hombres asintieron, alegrándose claramente de estar dejando atrás el caos.

—¿Y qué pasa con Javad? —preguntó Mati.

Los hombres me miraron. Yo bajé los ojos.

—¿Qué pasa con él? —dijo el hombre alto. No me debían nada. Quitando la bicicleta, no les servía de gran cosa.

—Mi hermano lucha con las tropas de Massoud —dije—. Quiero encontrarle. ¿Estará en el sitio al que vais vosotros?

El hombre volvió a mirarme, esta vez con más atención.

—Se llama Omar —dije—. Necesito encontrarle. —Ahora me observaban todos.

—Vivíamos en un pueblo en las montañas de Baghlan. Omar desapareció. Dijeron que se había unido a la Alianza. Quería luchar —les empecé a explicar.

Los hombres asentían con aprobación.

—¿Y tú, hombrecito, tú quieres luchar? —me preguntó el líder, sosteniéndome la mirada.

—Sí —contesté, sin saber qué otra cosa podía ofrecer.

El hombre me palmeó la espalda y los demás rieron. Mati sonrió.

—Esta noche vendrás con nosotros a las montañas.

Y así se decidió.

Esa tarde transcurrió entre acaloradas discusiones sobre cuál era la mejor salida para el país, para la gente, y de todo se discutía en murmullos y susurros, con alguien siempre vigilante de las idas y venidas de las carreteras que bordeaban el callejón. Yo escuchaba, con la esperanza de oír algo que me condujera a Omar.

Cuando empezó a caer la noche nos dijeron que descansáramos. Los hombres nos despertarían cuando fuera hora de marcharnos. Normalmente se producía un parón en los bombardeos cuando todo el mundo se cansaba, incluso los soldados, y antes de que la noche se transformara en el amanecer, entonces sería cuando nos la jugaríamos.

Esa noche, sin embargo, los bombardeos fueron implacables y los hombres montaron guardia de dos en dos, con deflagraciones estallando como fuegos artificiales constantes en la calle. En las raras ocasiones en las que se acercaban pasos por el callejón y luego pasaban de largo, todos nos tensábamos, y los hombres aguardaban con las armas preparadas. Todos, excepto Mati, que se pasó todo el rato dormido en el suelo. Uno de los hombres estaba de rodillas en un cuartito separado de la sala principal, rezando constantemente. Era como si pensara que si paraba nos matarían a todos.

Fingí que cerraba los ojos y me dormía. Sentía todo el tiempo que el hombre que estaba al mando me miraba, como esperando que sucediera algo. En medio de la noche nos pidieron que nos pusiéramos de pie y nos preparásemos para marchar. Un hombre abrió la puerta, vigilando el callejón para ver si había alguna señal de que el camión estaría allí esperándonos.

—¿Qué pasa con la bicicleta? —pregunté.

Los hombres pensaron en ello por un momento. No parecía correcto dejarla atrás.

—Déjala —dijo el alto que estaba al mando—. Llamará la atención.

El destino de la bicicleta de Omar, al parecer, siempre sería permanecer en Kabul.

Era la segunda vez que abandonaba la ciudad en la caja de un camión cubierto, y también este se dirigía a las montañas.

Por pequeña que fuera entonces (cinco años, casi seis) seguía recordando el miedo y la emoción que todos sentimos la última vez que nos fuimos de Kabul, el deseo de alejarnos de la casa amarilla y de la muerte de Arsalan. Recordaba también cómo nos habían parado los muyahidines en el control, y que Baba había reído con ellos. Ahora, después de las cartas de Madar y de la fotografía, empezaba a ver aquello con otros ojos.

Era difícil saber dónde estaban las lealtades con lo confuso que se había vuelto todo. Había tantas facciones en lucha unas con otras, cada una de ellas convencida de que ellos y solo ellos tenían la razón.

Pensé en Omar, en cuando nos dejó atrás en las montañas. En su momento, Baba no se había mostrado apenado; es más, parecía más bien orgulloso. Era como si Baba, y también Madar, hubieran sabido de antemano que esa iba a ser la elección de Omar.

Empecé a ver señales, secretos en todo. Empecé a desconfiar de mi propio recuerdo de los acontecimientos. Cuando Omar desapareció después de la muerte de Arsalan, estuvo varios días ausente. ¿Dónde? ¿Haciendo qué? ¿Y quiénes eran los hombres que habían venido a la casa, aquellos hombres a los que nunca habíamos visto?, ¿qué querían? ¿Qué habían esperado encontrar? Mi mente se llenaba de preguntas y más preguntas.

En la trasera del camión íbamos muy apretados. A cada lado había dos estrechos bancos de madera. En medio de ambos había una alfombra de paja. Allí fue donde nos sentamos, con los hombres en los bancos a ambos lados de Mati y de mí. El camión olía a animales.

El conductor era un hombre bajito y corpulento, con la expresión agotada de alguien que lleva días sin dormir, con los hombros encorvados sobre el volante, parpadeando de un modo furioso, ojo avizor ante minas, misiles, emboscadas. Nos entregó un viejo rifle a cada uno. No parecían gran cosa en tanto que armamento; tal vez, si se acerca el enemigo, podría darle con el rifle en la cabeza. De otro modo no creía que fuera a servir para mucho.

—Tómalo, por si acaso —nos dijo, dándonos uno a mí y otro a Mati. Abas ya tenía el suyo.

A diferencia de mis hermanos, yo nunca había sostenido un arma. Copié a Mati con precaución. No tenía ningún deseo de disparar a alguno de mis compañeros de viaje o a mí misma por error. En las montañas, Amin había enseñado a disparar a Omar y a Javad: hacían prácticas de tiro en las cumbres, donde no molestaban ni podían herir a nadie sin darse cuenta. Después de la marcha de Omar, Amin siguió con Javad, que era buen tirador y no le temblaba el pulso. Subían caminando por las montañas con el arma de Amin, y volvían por la noche cargando con cualquier desdichada criatura de las montañas que no hubiera sido lo bastante rápida como para escapar de su punto de mira. Ahora me preguntaba por las conversaciones que habrían tenido durante esas largas caminatas, por el veneno que Amin habría derramado en la mente de Javad.

Me enfurecía pensar en cómo esos hombres habían cogido a mi hermano, que antes había sido tan dulce, y le habían llenado el corazón de odio. Me daba rabia que Javad se hubiese dejado, pero también tenía rabia de Baba y de Madar, y de todos nosotros, por dejar que sucediese, por mantenernos al margen y limitarnos a mirar. No era justo que toda la culpa se colocase a los pies de Javad.

Fue una lenta despedida de la ciudad, con el camión rodando dificultosamente, el conductor avanzando con cuidado y cautela por las irregulares carreteras, con la superficie llena de heridas de las bombas. No veíamos nada, porque el conductor había cerrado la lona de la caja como si emprendiera el camino de regreso a su supuesta vida de ganadero en las montañas. Nadie hablaba.

Estos hombres se habían acostumbrado a estar siempre preparados para lo peor. Era como si esperasen constantemente que algo malo sucediera, precisamente para que no sucediera.

Una vez hubimos serpenteado montaña arriba y atravesado con bien los pasos de montaña más alejados de la ciudad, los hombres empezaron a relajarse un poco; empezaron a hablar otra vez, a bromear con Mati y conmigo. Abas estaba sentado solo en el extremo del banco para demostrar que ya no era un niño, a diferencia de nosotros. Yo estaba asombrada ante lo rápidamente que me había convertido en Javad, ante cómo había mudado mi antigua piel de Samar sin suscitar pregunta alguna en los hombres. Siendo más pequeña y más flaca que Mati, con el pelo corto a la altura de las orejas, me había convertido en la viva imagen de mi hermano. El camión fue subiendo por las montañas traqueteando, virando en las curvas y en los giros ahora que el conductor había empezado a darse prisa para poner cuanta más distancia mejor entre la ciudad y su cargamento.

Después de un rato, ya lejos de la ciudad, retiramos la lona, atándola a los costados para que todos pudiéramos contemplar el valle y ver la lenta salida del sol. Uno de los hombres repartió pan. Comimos todos, hambrientos y agradecidos.

El cielo se llenó de rosados y malvas, y el valle se fue bañando en una luz de oro y rosa. Sentí la callada felicidad de saber que ya no estaba sola.

Ya habíamos entrado en el territorio controlado por Massoud y todo el mundo estaba tranquilo.

—Ahora estás con la Alianza, Javad —Mati me sonreía.

En ese momento deseé con todas mis fuerzas empezar de nuevo, ser este chico, Javad, al que se dirigían, soltar a Samar y el lastre de todo lo ocurrido. ¿Tan terrible sería? Me puse a pensar. Podía luchar con ellos, construir aquí una vida nueva, pero ya sabía en mi corazón que sería una mentira, y ya había habido suficientes mentiras. Y además, no iba a seguir siendo una niña toda la vida. Al ver a Mati, al sentir cómo mi corazón se agitaba ante su amabilidad conmigo, supe que no me podía quedar. Solo tenía que encontrar a Omar. Entonces todo iría mejor.

No había dormido de verdad desde que me marché del campamento, solo cabezadas aquí y allá y dos sueños breves pero profundos, uno en el camión que nos recogió de la caminata, y otro en la casa amarilla. Aparte de eso, no había podido cerrarle el paso a las pesadillas. Veía el barro deslizándose montaña abajo, rodando hacia nuestra casa. Soñaba con Nazarine y Masha gritando, con Ara flotando boca abajo en el arroyo, con Soraya enferma y febril, con Arsalan colgando del árbol. Todo se mezclaba en mi cabeza y era incapaz de separarme de todo lo sucedido. También soñaba con el chico moribundo de la cueva, y me preguntaba quién había podido tener la crueldad de dejarlo allí para que muriera solo, herido y aterrorizado. O soñaba con la huida, con correr pasando por filas de tiendas vacías, filas interminables que se extendían por el desierto mirara a donde mirara. Me despertaba ahogándome en lágrimas, gritando en sueños aunque nadie pudiese oírme, sabiendo que incluso aunque pudieran, no les importaría.

Todo parecía tan lejos de Madar diciéndome que cualquier cosa era posible, que podía hacer o ser lo que yo quisiera, siempre que trabajara duro para conseguirlo y soñara con ello.

—Después de toda oscuridad, hay luz.

Levanté la mirada hacia el hombre que había hablado. Era el que se había pasado todo el tiempo en Kabul de rodillas rezando, intentando protegernos.

No estaba segura de si el dicho era para mí, para todos, o para nadie en particular.

Se había dado cuenta de mi mirada perdida y de cómo mis manos golpeaban mis rodillas una y otra vez para recordarme que seguía aquí. Que seguía viva.

Había tantas cosas que quería preguntarles a estos hombres, que quería descubrir para poder encontrar a Omar. Si se hubiera unido a ellos, alguien sabría algo, sabría dónde estaba o dónde había estado. Intenté sonreír a aquel hombre. Me daba miedo hablar, llamar la atención sobre la mentira en la que me había convertido. Más adelante hablaría con Mati; él sí me ayudaría.

El camión se detuvo, y el conductor dio unos golpes en su puerta para indicarnos que nos bajáramos. Tenía las piernas agarrotadas de pasar tanto tiempo sentada. Sentía las bolsas pegajosas contra la cintura y el cuchillo metido en su funda me apretaba el muslo. Al fondo del camión vi unas piedrecitas azul intenso rodando bajo la alfombra al salir el último de los hombres. Cogí una y cerré el puño. Cuando levanté la mirada, Abas me estaba mirando. Apartó la mirada y no dijo nada. Yo devolví la piedra y sentí vergüenza.

—No vayas muy lejos y cuidado con las minas —me dijo Mati.

—¿Dónde estamos?

—Camino de Jurm. Algunos seguirán hasta Feyzabad —me dijo. Le miré sin expresión. No era el valle de mis abuelos, sino uno que estaba más lejos de Kabul, y más alto.

—Badakhshan. Viajamos al techo del cielo —dijo riendo.

Las montañas se cernían sobre el valle. Por debajo de nosotros se extendían campos verdes y huertos, tierra rica y fértil.

—¿Y yo a dónde iré? —le pregunté.

Mati me miró.

—Puedes venir conmigo. Yo vuelvo con mi familia. Mi madre no quiere que Abas y yo sigamos combatiendo. Ha amenazado con dejar a mi padre si no regresamos, así que nos han convocado de vuelta. —Volvió a reír.

Me conmovió su amabilidad, y me atraía su sonrisa. Por un momento me permití imaginar esta posible nueva vida, una vida tranquila en los campos, pero sabía que era un sueño.

Sacudí la cabeza.

—No, debo encontrar a mi hermano Omar.

Mati me miró, decepcionado pero comprensivo.

—Pregúntale a Abdul-Wahab —me dijo, señalando en dirección al hombre que había dado antes las órdenes—. Conoce a todo el mundo. Si hay posibilidades de encontrar a tu hermano, él te podrá ayudar. —Vaciló—. Solo has de saber que esperará algo a cambio. —Dijo esto en voz queda, para que los demás no le pudieran oír.

Asentí, sin saber realmente a qué se refería.

Después de un rato de estar sentados al sol, oímos el segundo camión que llegaba por la cuesta, tirando de las marchas al girar en cada curva. Los hombres tenían las armas preparadas. Incluso aquí, en el territorio del propio Massoud, merecía la pena andar con cautela. El conductor lanzó un grito. Al reconocer al hombre, Abdul-Wahab se acercó a saludarle y pronto estuvimos todos otra vez en la carretera, camino de Jurm, donde yo tendría que decirle adiós a Mati, que era lo más parecido a un amigo que había tenido desde el campamento.

Sentí tristeza ante la idea de decir adiós una vez más, y luego alivio por no albergar en mi interior ya solo vacío, porque las cosas me siguieran importando, por poder sentirme incluso extrañamente viva. Mati me sonrió y se me aceleró el corazón al sostenerle la mirada.

De alguna manera, el dolor de todo lo ocurrido no había terminado de superarme aún.