Nadie vino a por mí aquella noche. No sé cómo explicaría Abdul-Wahab su herida o mi desaparición, pero por algún pequeño milagro, o bien no vinieron a por mí, o no fueron capaces de encontrarme, pero conseguí alejarme mucho del complejo, caminando por la carretera entre Feyzabad y la frontera.
Empecé mi viaje para salir de Afganistán.
Ya no podía creer que encontraría a mi hermano, que habría una jubilosa reunión. Durante muchísimo tiempo después de que sucediera el terremoto fue algo con lo que soñaba. Cuando eché a correr montaña arriba para separarme de mi familia, corría en busca de Omar. Estaba en el corazón de todo lo que le había pasado a mi familia desde entonces y supongo que mi esperanza era que si le encontraba, ese acierto desharía todos los males. Pero Madar estaba equivocada, no todo es posible. No siempre se puede volver.
En la oscuridad de aquella choza tuve que soltar a Omar. Dejé marchar el sueño de volver a casa algún día.
Lo que haría, en cambio, sería dirigirme a la frontera y abrirme camino hasta Europa, hasta Rusia, para un nuevo comienzo. Ya estaba harta de guerra y de hombres con el corazón lleno de ira. Era la única manera que conocía que podría llevarme más cerca de Omar: el único viaje que me quedaba por hacer.
Seguía teniendo el dinero; a Abdul-Wahab no le interesaba lo que yo pudiera llevar encima. Lo emplearía para salir de Afganistán. Empezaría una nueva vida. Iría hacia delante.
No iría hacia Irán. No, me dirigiría al norte, cruzaría a Tayikistán. Había oído hablar mucho a los hombres sobre este país que hacía frontera con Badakhshan; sobre la gente que había allí, sobre cómo allí también era querido el León de Panjshir. Cómo los soviéticos habían intentado entrar nueve veces por la fuerza en ese valle, y las nueve veces habían sido rechazados. También recordaba las lecciones de geografía con Nayib, con él dibujando en la pizarra, y su deseo de enseñarnos todo lo que sabía sobre el mundo más allá de nuestras fronteras, de los muchos países, gentes y culturas diferentes de la nuestra.
Pensé en el ferrocarril del que tanto hablaba Omar, el transiberiano, que unía el este con el oeste y el oeste con el este. Antes de que desapareciera, me enseñó muchas veces el mapa del viaje en una de las viejas guías rusas de Madar, un mapa que Omar trazaba con los dedos mientras hablaba. Recordaba también a Amira, la hermana de mi madre, que se había escapado a Moscú cuando llegaron los talibanes, al no estar ya protegida ni en buenas relaciones con sus padres, mucho después de que Madar les decepcionara por su elección de vida.
Abandoné el sueño de encontrar a Omar antes de que pudiera destruirme. En cambio, me puse a pensar en Amira y en la posibilidad de encontrarla aún en Moscú. Me concentré en cómo iba a hacer este viaje, en cómo iba a escapar de Afganistán y construirme una nueva vida sin familia, sin papeles, y sin más ayuda que el dinero. Pero tenía fe y no estaba sola. Convocaría a Baba y a Madar, a Ara y a Omar, a Javad y a Pequeño Arsalan, y a Soraya, a todos ellos, para que me ayudaran. Dejé marchar a Nas y a Robina. Ellas se quedarían en Afganistán con Masha y con su madre. No podían hacer este viaje conmigo. Se me apretó el corazón pensando en ellas y en mis abuelos. Ellos también se quedarían enterrados en la montaña, pero a los demás me los pensaba llevar conmigo. Este viaje no lo iba a hacer yo sola.
Me la jugué a la luz de la madrugada y conseguí que me recogiera el primer camión que se detuvo en la carretera a Ishkashim. El conductor, un hombre amable con mejillas sonrosadas y un largo bigote caído, abrió la puerta; trepé a la cabina y me senté junto a él.
Si le sorprendió ver a un chico solo caminando por aquella remota carretera, no dio muestras de ello. Le dije que cruzaría el río Panj si encontraba a alguien que pudiese llevarme. Le pregunté al conductor a dónde iba él. Me habló del mercado de Ishkashim y de su bazar de fin de semana, que se celebraba en una tira de tierra en mitad del río, una tierra de nadie entre los dos países. Me llevaría hasta esa ciudad y allí tendría que encontrar a otra persona que me ayudara a cruzar. Le agradecí su amabilidad. Seguía temblando, con la mente fija en poner distancia con Abdul-Wahab. El conductor me observó.
—Necesitarás papeles —me dijo.
—No tengo papeles.
Pensó en ello durante un rato.
—¿Dinero tienes?
Asentí, con cautela.
—Bueno, entonces podemos conseguirte papeles.
Se rio ante mi expresión boquiabierta, mi incredulidad ante la buena fortuna de haber encontrado a alguien dispuesto a ayudar y con posibilidades de hacerlo. No me preguntó de dónde venía ni por qué quería marcharme. Se limitó a conducir, con una sonrisa en los ojos, riendo como si hubiera descubierto un buen chiste en la cuneta.
Al irnos aproximando a la ciudad fronteriza, el campo se hizo más pedregoso y más plano de repente; habíamos dejado atrás las cumbres del Hindu Kush y las montañas de Karakorum; delante de nosotros había colinas peladas y luego tierra que se extendía hacia el río Panj, que serpenteaba entre los dos países. La gente con la que nos cruzábamos eran agricultores o nómadas, montados sobre mulas o a caballo. El conductor los saludaba con la mano y ellos le sonreían; todos hacíamos camino juntos por aquellas duras carreteras de montaña.
—Las cosas aquí están mejorando —dijo al cabo de un rato sin tráfico de frente.
—¿Dónde? —pregunté.
—Pues en Tayikistán —respondió.
Esto no se me había ocurrido. Solo pensaba en los combates que había en mi propio país, no en los demás. Había olvidado que los soviéticos estaban de retirada en todas partes, que los países habían cambiado de nombre, de régimen, de dueño. No quería sustituir una guerra por otra.
—¿Mejor? —pregunté, ya nerviosa.
—Hay una especie de paz. Es mejor para los negocios —rio, y parecía contento por esto—. Incluso hablan de un puente.
Yo le devolví la sonrisa.
—¿Un puente?
Pensé en Omar y en sus bocetos, sus planes y sus esperanzas. Pensé en el tren, en la línea que trazó tanto tiempo atrás, en la casa cueva, del viaje transiberiano del que hablaba, de la gran aventura que estaba convencido de que sería.
En Ishkashim, el conductor me llevó a conocer a alguien que podía conseguirme papeles. Iba a tardar unos días, pero podía proporcionarme unos visados y un pasaporte a cierto precio. Accedí, dispuesta a probar lo que fuera. Nos reunimos en una casucha cerca de los puestos de los comerciantes, donde nos recibió un hombre flaco como un alambre con una larga barba, que nos invitó a entrar. Yo estaba ansiosa, cambiando el peso de un pie a otro, con la mirada clavada todo el rato en la puerta abierta.
—Este es nuestro viajero —dijo el conductor, presentándome.
—¿Así que quieres ir a Tayikistán? —preguntó el hombre.
—No, quiero ir a Rusia.
—Ah, un verdadero viajero. —El hombre soltó una risita—. ¿Sabes que es un viaje muy, muy largo? Muy caro.
Asentí.
—¿Y vas a ir solo?
—Sí.
Los dos hombres me miraron. Yo me mantuve todo lo erguida que podía. Estuvieron riéndose un buen rato, pero tomaron el dinero que les ofrecí y me ayudaron de todas maneras. Me encontraron conductores, gente de confianza, alguien para falsificarme los papeles; me compraron una bolsa de ropa occidental en los puestos del mercado, copias chinas de cosas con etiquetas como Gap u Old Navy. Me dieron de comer, me dejaron descansar allí unos días y, cuando todo estuvo listo, me desearon suerte y me pusieron en camino.
No sé por qué quisieron ayudarme. Tal vez no era más que un buen negocio para ellos. Yo no lo sabía, ya no sabía distinguir entre la bondad y la necesidad. Me di cuenta de que me había acostumbrado a no confiar en nadie.
Un nuevo conductor me llevó en jeep al otro lado del río a través de uno de los tramos de menor caudal; las ruedas del 4x4 giraron despacio en el agua, y el jeep rebotó en los lugares donde había más agua antes de llegar a la orilla seca en el lado opuesto. Allí, una vez rebasado el punto de cruce, habíamos llegado a Tayikistán. Miré atrás por la ventanilla y le dije adiós a mi patria.
El conductor esperó conmigo en la autopista de Pamir, donde me cambiaron de camión y me subieron a uno muy colorido, decorado con escenas de montaña. Pronto me vi sentada nuevamente en la cabina con un nuevo conductor. Este se llamaba Cy y estaba contento de tenerme de compañero de viaje.
—Un viajero de primera, según me dicen —bromeó. Era amistoso, rudo pero bastante alegre, y me habló de su país. Hablábamos sobre todo en ruso, entendiéndonos así, y me alegré de las muchas lecciones de Madar y de las horas dedicadas a aprender y susurrar palabras nuevas en la casa cueva de las montañas, de las horas dibujando historias en el polvo. Íbamos a viajar juntos a lo largo de una gran distancia. Tenía la radio puesta e íbamos escuchando música, tarareando las canciones. Después de tantos años de tener prohibido cantar, la música se derramaba fuera de mí y sentí más cerca el inicio de una nueva libertad.
Fue un viaje largo de una frontera a la siguiente, pero nos rodeaba la belleza de las montañas y del cielo mientras el camión traqueteaba por las pistas, y yo iba empapándome de todo.
Intentaba no pensar en lo que había dejado atrás y podría no volver a ver nunca.
—¿Por qué quieres ir a Rusia? —me preguntó.
—Tengo allí familia, una tía, en Moscú —mentí. O tal vez fuera la verdad. Al fin y al cabo, no lo sabía a ciencia cierta. Esperaba encontrar allí a Amira. Era más fácil sonar convencida.
—Ah —dijo—. Qué bien. La familia es importante.
Apreté los puños escondidos debajo de los muslos y mantuve la mirada al frente, sin pestañear.
—¿Y tu familia? —le pregunté, con ganas de trasladar la conversación a algo que no fuera Baba ni Madar ni mis hermanos y hermanas y todo lo que estaba ya perdido para mí.
—Tres hijos —respondió orgulloso—. Todos chicos sanos y fuertes. Los dos mayores trabajan, el pequeño sigue en la escuela. Ahora lo tienen difícil; todo está cambiando. No sabemos qué nos deparará el futuro.
—¿Pero ellos se quedarán? —pregunté.
—Sí, por supuesto. Las cosas aquí… están mal… pero están mejor… —Miró al retrovisor al decir esto. Yo asentí, entendiéndole.
—Y además, ¿quién cuidaría de mí en mi vejez? —rio.
Pensé en Baba y sentí un dolor como una puñalada en las entrañas. Pensé en Arsalan. La confusión despertó de nuevo dentro de mí. Empecé a darme golpecitos en la pierna otra vez, marcando el paso del tiempo. Cy bajó la mirada y se dio cuenta, pero no dijo nada.
Había zonas difíciles en la carretera, sitios donde se habían desprendido rocas, y a veces teníamos que parar y salir y sacarlas de la carretera para que el camión pudiera pasar. En algunas curvas, la superficie de la carretera se desmigajaba bajo el peso de las ruedas, y caían piedrecitas y gravilla a nuestro paso rebotando ladera abajo. El conductor permanecía tranquilo, sin agitarse. Había conducido por esta carretera muchas veces. El interior de la cabina estaba lleno de iconos y de amuletos de la suerte; tenía cubiertas todas las bases, por si acaso.
—¿Cómo llegarás a Moscú? —me preguntó pasado un rato, maravillado ante la distancia que estaba dispuesta a cubrir.
—En tren. Hay un tren que hace un recorrido de este a oeste, el transiberiano —le dije—. Quiero ir en ese tren. Era algo que mi hermano…
Mi voz se fue desvaneciendo. Había hablado de más, así que me puse a mirar por la ventana.
—Mira —me dijo.
Seguí el movimiento de su brazo hacia el lado del valle que se extendía debajo de nosotros. Había varios jinetes persiguiéndose unos a otros en los vastos espacios abiertos que quedaban entre las colinas y las montañas. Uno de ellos arrastraba el cadáver de un ternero, los demás intentaban arrebatárselo. Sobre las grupas de los caballos apenas lográbamos atisbar las coloridas sillas de los jinetes, el modo que giraban unos en torno a otros como bailarines. Los observé, hipnotizada ante lo libres que eran.
—Es un juego —dijo el conductor.
—Lo sé, buzkashi —respondí—. Nosotros también solíamos jugar.
—Están practicando.
—Eso díselo al ternero. —Me miró, sonriendo, y paramos un rato, mirando desde el lado de la carretera lo que sucedía abajo en el valle, animando a los hombres, esperando que alguien fuera declarado vencedor.
Me sentó bien parar. Desde el terremoto todo había sido un movimiento constante de un lugar a otro, de una decepción a otra, de una esperanza a la siguiente.
Uno de los chapandaz llevaba un viejo casco de tanque soviético para proteger su cabeza de los latigazos de los otros dos y se inclinaba mucho a un costado del caballo, tendiéndose hacia delante para quitarles el ternero a sus oponentes.
—Este es bueno —dijo Cy, aprobando la destreza del hombre y su velocidad, el modo como juzgaba los movimientos de los otros dos, que intentaban ser más astutos que él. Se metió entre los dos como una flecha, muy agachado, y agarró el ternero descabezado, y su caballo se puso a galopar dejando a los otros dos atrás, con el hombre agitando su presa en el aire de forma triunfal.
—¿Cómo son aquí las reglas? —pregunté.
—¿Aquí? No hay reglas. Cada hombre pelea por sí mismo y el más valiente gana.
—¿Y luego qué?
—Ah, luego se juega otra vez.
Lanzó una sonora carcajada, y el eco de su voz se oyó por todo el valle. Yo también me reí, y el cansancio desapareció un tanto.
—¿Cuando llegues a Osh qué vas a hacer? —me preguntó Cy cuando volvimos a subirnos al camión.
—Buscaré a alguien que me ayude —dije.
Sonrió ante mi determinación. Habíamos dejado atrás Khorog hacía tiempo, cruzando el río una vez más con el camión tirando fuerte contra el flujo de la corriente. Estábamos en lo alto de las montañas y echamos la vista hacia el lago Karakul y el cruce hacia lo que ahora se llamaba Kirguistán. Habíamos pasado las noches durmiendo en el camión, envueltos en mantas y pieles de oveja. Una vez nos quedamos en la casita de una mujer a la que conocía del camino, una viuda que nos acogió sin sorprenderse mucho de verle. Me dejó dormir en una butaquita junto al fuego. Por la mañana les costó despertarme y me fui medio grogui, aún adormilada por el calor.
Yo seguía manteniendo la guardia alta, pero esta gente era amable. Podías verlo grabado en su cara, todas las líneas se curvaban hacia arriba, indicando vidas llenas de risas, vividas bajo el sol y el viento de la montaña.
Cuando por fin llegamos a Osh me di cuenta de que iba dormida al cruzar el control de la frontera, enterrada bajo una pila de abrigos. Escudriñé el exterior cuando me despertaron los ruidos de las bulliciosas calles.
—¡Bienvenido a la República de Kirguistán! —dijo Cy sonriendo.
Después de todo lo que había sucedido, esta parte de mi viaje parecía tan poco complicada, iba todo tan derecho, que yo también sonreí.
Esa felicidad no duraría.