Estoy sentada en mi compartimento, preocupada por Napoleón. Qué aspecto tan desolado tenía cuando el tren se alejaba. En el vagón, desde su partida, reina un aire de desamparo. La provodnitsa se afana por el vagón limpiando lo que ensució Napoleón, emitiendo reproches en voz alta ante cualquiera que la escuche. Las cosas ya no son tan joviales.
Miro lo que he escrito en los cuadernos, y hay partes en las que la escritura está en un ángulo raro, y hay otros párrafos escritos y luego tachados y luego reescritos. ¿Es la historia de mi familia? ¿Habré sido justa con ellos? ¿Es la verdad? Pienso en la historia de Napoleón, en las partes que ha compartido conmigo, y me pregunto, ¿cómo escoger? ¿Cómo escoger lo que nos da sentido en este mundo?
Me queda solamente un cuaderno. Tengo muy claro que es improbable que la provodnitsa me traiga uno nuevo. Lo que me quede por decir va a tener que caber en estas páginas de renglones finos. Estamos más cerca del final de mi viaje. Enciendo la luz de lectura del compartimento y cierro la puerta. El vagón está casi vacío, todo el mundo se ha ido al coche restaurante a cenar y a entretenerse. Hay solo unas pocas personas sentadas más allá: dos chicos jugando al ajedrez y una pareja mirando guías.
Cierro la puerta para hacerles desaparecer y abro el último cuaderno.