Capítulo 34

 

 

 

 

 

A veces hay que ir hacia atrás para poder avanzar. Esto solía decírnoslo Madar.

Veo que está llegando el tren. Su locomotora es blanca, roja y azul, y todos los vagones están pintados a rayas con esos tres colores. Entra despacio en Novosibirsk. A mi alrededor hay turistas: americanos, franceses, un par de escandinavos altos con mochilas. También se están subiendo algunos lugareños, camino de Omsk. Escucho sus conversaciones. Busco a alguien detrás de quien colocarme.

Nadie me ha visto colarme en el andén, agachada, pasando por debajo de la barrera, esperando la llegada del tren. Me he convertido en una experta en invisibilidad, en no llamar nada la atención. Mantengo la mirada al frente e intento no mirar a nadie a los ojos, especialmente a la provodnitsa, una chica de pelo oscuro y mejillas sonrosadas, de pie junto a la puerta del vagón, contando los pasajeros que suben y los que se bajan.

Llevo ya una semana observando la llegada de los trenes. Sé cuánto tiempo tendré para buscar un momento de despiste y colarme en el tren. Intento no pensar en lo que va a ocurrir si me pillan.

La joven está ocupada discutiendo con un americano gordo sobre la cantidad de equipaje permitido; él está de pie en el andén rodeado de maletas caras y bolsos relucientes. Ella los coge al peso uno a uno y dice que no con la cabeza. Yo me aprovecho y paso por su lado a toda velocidad, pisándole los talones a la familia que justo está montándose ahora. Me pego a ellos, observando su gestualidad, cómo se dirigen los unos a los otros; el chico y la chica son mayores que yo, tendrán diecisiete, dieciocho años a lo mejor. Pienso en Omar y en Ara. Se me hace un nudo en la garganta.

No hay tiempo para recuerdos. Necesito comprender cómo funciona el tren, las idas y venidas de la provodnitsa. Tengo que encontrar los lugares donde esconderme sin que nadie se percate de mi presencia. No tardo mucho en descubrir que son pocos. Pero mi razonamiento es que, a pesar de todo, ya he llegado hasta aquí.

A estas alturas lo he leído ya todo sobre el viaje en las guías que hay en la tienda cerca de la estación. Pienso en Omar hablando sobre este tren que va del este al oeste, de la notable ingeniería de sus puentes, de los paisajes que atraviesa, de cómo algún día él pensaba hacer este viaje. Pienso en sus sueños de convertirse en ingeniero, en sus sueños de ver el lago Baikal y el puente que hay ahí, que es una proeza de la inteligencia. Y por eso sé algo de la ruta, de los lugares donde hay parada. Voy a convertirme en una entusiasta estudiante de este ferrocarril.

Creo que aún es posible encontrarlo allí. No creo en ello como creía respecto de la casa amarilla, pero hay una pequeña parte de mí donde la esperanza sigue viva.

En unos pocos días estaré en Moscú. Allí podré disiparme en las muchedumbres. Buscaré a Amira. Lo único que tengo que hacer es encontrarla. ¿Y si eso falla? No puedo pensar a tan largo plazo. No tengo planes más allá.

Madar siempre solía decir: «Aférrate a tus sueños». Nos animaba, a Ara y a mí concretamente, a imaginar cualquier futuro posible. Daba igual que fuéramos niñas, o que nuestra educación fuera solo esporádica; que al final hubiéramos sido educadas en casa, como intentaba llamarlo con humor. Éramos capaces de grandes cosas; esto nos decía una y otra vez. Una mujer puede ser soldado, puede gobernar un país, puede salvar a la gente, puede enseñar, puede ser médico, una bailarina famosa, una cantante, hacer música, ser ingeniera, científica, escritora. Nos pedía que soñáramos y nosotros volábamos con ella.

Me siento hacia el fondo del vagón. Este último compartimento está vacío. El tren no está lleno, quizá solo un tercio de los compartimentos lleven viajeros. Descubro que quepo debajo de uno de los asientos largos que hay a ambos lados del compartimento. Es incómodo. Mi cabeza da contra la base del asiento y el pelo se me enreda en el marco cuando el tren da alguna sacudida. Tengo las rodillas dobladas para evitar que se me salgan los pies fuera, pero aquí, si me aprieto lo suficiente contra el tabique, no me pueden descubrir. El suelo está sucio y lleno de polvo. Lo barro como puedo usando una camiseta que llevo en la mochila. Este compartimento está cerca del baño, un pequeño cubículo para el váter, con un espejo diminuto y un grifo de agua fría del que sale un vacilante reguero de agua. Puedo salir al exterior del vagón y respirar aire fresco, contemplando el paisaje que va pasando; o, más bien, como descubro muy pronto, tomando el aire no tan fresco, ya que es el lugar donde se congregan todos los fumadores. Con todo, en caso de que la provodnitsa se acerque, me puedo esconder.

Se convierte casi en un juego. La observo, intentando averiguar sus rutinas para poder estar preparada y saber qué esperar. Me debato sobre si debo esconder el dinero debajo del asiento o seguir llevándolo encima. Decido al final no esconderlo, razonando que el compartimento podría llenarse en cualquier otra estación. Intento dormir. Y a ratos duermo. Sueño. Me estiro y bailoteo, brincando arriba y abajo sin moverme del sitio. El movimiento del tren es tranquilizador, invita a dormir. Observo, sin ser vista, cómo la provodnitsa se hace amiga de un minero ruso. Sus sonrosadas mejillas se ruborizan aún más cada vez que pasa por su compartimento, y se queda allí parada, enrollándose el pelo en los dedos y hablando con él en voz baja y cantarina. Pienso en Mati, y algo me tironea el corazón. Para la provodnitsa soy invisible, no revisto ningún interés.

Del coche restaurante llegan vaharadas de olor a comida. Siento que el estómago se me encoge de hambre. Me debato sobre si comer o no comer en el coche restaurante. Al final decido no hacerlo, temerosa de que haya comentarios sobre la niña que viaja sin acompañantes, de que me pidan papeles, billetes, cosas que no puedo proporcionar.

Esperaré a que pare el tren; habrá vendedores en el andén, me figuro. Puedo entregar mi dinero a cambio de queso, pan, fruta y huevos cocidos. El samovar está cerca de la provodnitsa, así que decido pasar sin agua caliente.

Tras haber sobrevivido a lo peor, este tren me parece lujoso. Estoy viajando a lo grande. Me acuerdo de la caminata desde el campamento hasta Kabul, de los kilómetros recorridos cruzando las montañas, con Madar y Baba guiándome a lo largo de todo el camino. Y luego en el arriesgado viaje por tierra para llegar a Rusia; en cómo tanto Ara como también Javad, a su manera, me han ayudado a llegar hasta aquí, animándome a seguir. Pero, con todo, mantengo la vigilancia.

No hay nadie en el compartimento de al lado, y esto me consuela. En el contiguo a ese hay una pareja joven de luna de miel. Son de Chita; esto lo deduzco de sus conversaciones. Entre ellos todo es alegre. Es un nuevo comienzo. Cuando llegamos a Omsk se afanan recogiendo bolsos y luego se bajan del tren, cogidos de la mano. Él la ayuda a bajar del escalón del vagón. Voy a su compartimento. Se han dejado una bolsa de pan a medio comer, fruta que no querían, y yo lo recojo todo. En el asiento hay un viejo libro de bolsillo. Miro la portada: una dama con un abanico. Es de Tolstoi, y está en ruso. Lo recojo también y lo guardo como un tesoro.

Solo unas pocas personas se suben al tren en esta concurrida estación, y nadie se sienta en mi vagón. Me arriesgo pasando un rato sentada en mi compartimento, cerrando la puerta. Compruebo dónde está la provodnitsa, una vez que sus pasajeros han montado se ocupa de charlar con el minero, sentándose en su compartimento. Estrechan su amistad, sus voces se solapan, sus risas bailan por todo el vagón. Una vez que me he asegurado de que está ocupada, me relajo y me permito comerme la comida que dejó atrás la pareja feliz de Chita. Saboreo cada mordisco, imaginando que es un banquete. Por la ventana contemplo la ciudad mientras esperamos en el andén a que carguen los suministros. El cielo es de un oscuro azul prusiano.

El libro está bien manoseado, con la cubierta arrugada y las esquinas de las páginas curvadas sobre sí mismas. Se titula Anna Karenina. Pronuncio las palabras una y otra vez, dejando que me rueden por la lengua. Empiezo a leer, y aunque tropiezo en algunas palabras, me encuentro transportada a otro mundo. Ni siquiera me doy cuenta de que salimos de la estación. Pierdo la cuenta del viaje, me olvido del traqueteo del tren y desaparezco en este otro mundo, de forma que sufro un horrorizado sobresalto cuando oigo de repente a la provodnitsa charlando en la mitad del vagón. Apenas tengo tiempo de deslizarme debajo del asiento cuando pasa junto a mí, deteniéndose a encender las luces de lectura para alumbrar el tren ahora que se acerca la noche. Contengo el aliento, con el libro metido entre las rodillas. En el compartimento todavía huele a naranjas peladas, y temo que me descubra. Se queda de pie un rato en el pasillo, organizando sus billetes y su cambio, y luego sigue hacia el vagón contiguo. Lanzo un suspiro de alivio. Me quedo allí, ovillada sobre mí misma, aguardando por si vuelve a pasar. Regresa después de un rato y una vez que está de nuevo en la parte delantera del vagón, salgo de mi escondrijo, llena de polvo y entumecida, y vuelvo a tomar el libro entre las manos.

Me enamoro de los personajes creados por Tolstoi. Leer este libro es como tener a Anna sentada aquí a mi lado en el compartimento, o como si yo estuviese allí, y la lucha de Anna, atrapada entre el deber y el amor, entre su marido y Vronsky, me hace pensar en Arsalan y en Madar. Qué complicado tiene que ser este asunto del amor.

Decido que este libro es una señal, un regalo inesperado, y lo voy leyendo como quien tamiza oro.

Pronto la provodnitsa se pone a organizar los compartimentos para pasar la noche. Anima a los pasajeros a acudir al coche restaurante. A todos menos a su amigo ruso, que se queda en el vagón. Oigo sus risitas y veo cómo él la mete en su compartimento, rodeándole el trasero con las manos. Me pregunto si esto es amor. Voy al baño a estirar las piernas dando saltos en el reducido espacio y a media luz. La hinchazón y los moratones de mi cara casi están curados ya. Solo me queda una sombra debajo de un ojo. Tengo de nuevo un aspecto casi normal.

Me imagino lo que tiene que ser hacer este viaje una semana tras otra, primero en una dirección, luego en la siguiente, para volver a empezar otra vez. Supongo que la provodnitsa encuentra aventuras donde puede, cuando puede. Las mujeres de aquí me escandalizan. Qué abiertas son, y qué alto hablan. Sin miedo. Sin remordimiento.

La revisora del siguiente vagón viene muy ajetreada, poniendo los asientos en forma de camas. La oigo chasquear la lengua en reproche a su colega. Luego ambas se echan a reír de forma grosera. El hombre también ríe. Hay un chocar de vasos de vodka, un brindis a la felicidad y a la salud. La risa de estas mujeres es oscura. Me vuelvo a esconder, esperando que la otra chica vuelva a pasar por el pasillo, pero tarda un rato, porque se detiene a ayudar a su amiga a desplegar las camas que quedan. Charlan sobre los pasajeros, no en tono quedo y discreto, sino en voz alta, sin miedo ni preocupación porque las oigan. El tren es su territorio, y los pasajeros solo están de paso.

Los turistas y los viajeros por fin van volviendo al vagón, oliendo a coliflor y a arroz plov y al calor del coche restaurante. Están a la vez encantados y molestos porque las camas ya las tengan hechas, con el claro mensaje de que deben acostarse a pasar la noche. Acceden a los deseos de la provodnitsa y el vagón se convierte en un susurro de voces y juegos en las sombras.

Alguien un poco más arriba del vagón tiene una radio en la que está sonando una música tristísima. El hombre que la presenta dice que es El pájaro de fuego, de alguien llamado Stravinsky. Cuenta la historia de un príncipe y trece hermosas princesas. La música es alternativamente siniestra y deliciosa, y yo nos imagino a todos aquí, reunidos, bajo la luz que parpadea en el techo, escuchándola.

Es difícil visualizar a mi familia sin pensar en todo lo que ha ocurrido, y sin embargo ellos me han traído hasta aquí. Se quedan conmigo, me cuidan. Ahora los veo, Javad está haciendo sombras chinescas del pájaro en la pared detrás de la cabeza de Baba. La voz de Madar suena grave, nos atrae hacia sí. Soraya le está preguntando a Baba: «Baba, ¿algún día veremos algo así?».

Alargo la mano para tocarlos, pero la luz parpadea y se han ido. La música prosigue elevándose en espirales.

A medida que el vagón se va quedando dormido y la provodnitsa sigue flirteando con su minero, me arriesgo a pasar un rato sentada en el compartimento. Quiero escapar a otro mundo, así que abro el libro una vez más. Ya estoy bastante entrada en la historia y ansío saber más de Anna y de Vronsky y de su amor condenado. He llevado las cartas de Arsalan a mi madre todo este camino. Me pregunto por qué me he aferrado a ellas, qué prueban o dejan de probar, por qué habría ya de importarme. Al fin y al cabo, todos han desaparecido. Creo que lo que me interesaba era la verdad: desear algo real cuando todo estaba trastocándose a mi alrededor. Ahora no parece tan importante. Leo sobre Anna y Vronsky y sobre cómo sus corazones les llevaron a hacer locuras, a romper con lo que los demás creen que es correcto o apropiado. ¿Fue eso lo que pasó con Madar y Arsalan, o fue algo diferente, tal vez más complicado? Soy consciente de que puede que no lo sepa nunca. La única persona que parecía saber algo de Arsalan, que lo encontró interesante, fue el anciano del complejo, a quien nunca tuve la oportunidad de preguntar. Tal vez Amira lo sepa, pienso.

En el vagón hace calor y cierro los ojos, y el movimiento del tren me duerme. La música sigue sonando en otra parte del vagón. Suaves ronquidos la acompañan desde el extremo delantero del vagón. Pronto volverá la provodnitsa, afanándose por el vagón, y una vez más me escondo debajo del asiento, que ahora es una cama, con la sábana colgando suelta a un lado. Doblo el brazo debajo de mi cabeza y uso el libro como una especie de almohada.

Faltan dos días para llegar a Moscú. Le doy las buenas noches a Madar y a Baba, a mis hermanos y hermanas. Cada vez es más y más difícil verlos, sentirlos conmigo en este viaje. Es como que les estoy dejando marchar, o ellos a mí.

Por la mañana me despiertan las voces de dos sudafricanos de Ciudad del Cabo hablando sobre su país, sobre los paisajes, la fauna, comparándolos con las interminables zonas yermas por las que estamos pasando. Los escucho, con curiosidad por oír hablar de partes del mundo que solo conozco vagamente por las lecciones de Nayib.

—Ja, es como Kruger.

—No, no lo es, no lo es en absoluto.

—Aj, sí que lo es; todas esas praderas, los arbolillos y arbustos, la manera cómo el cielo se extiende por encima de todo, así, plano.

—Para mí que por aquí no deben de verse muchos leopardos. —Este es el hombre, que insiste—. Ni búfalos.

—Bueno, tienen leopardos en la zona que está cerca de China. Mira, lo dice aquí. —Esta es la mujer, que tiene una voz aguda y nasal. Oigo cómo ella le pasa el libro a él.

—Hmm… Sigo pensando que son bastante diferentes.

—Tú nunca has estado en Kruger, —dice ella.

—Ja, pero conozco el lowveld. Aquí no se ven cebras, ni elefantes.

Ella no dice nada.

Pienso en Javad, en lo mucho que le gustaba perseguir a las cabras y a las ovejas en la montaña, cuidando del rebaño con Baba Bozorg, cómo le gustaba estar al aire libre, antes de que Amin empezara a envenenarle el cerebro.

Imagino a Javad de veterinario o de guía de safari, llevando a los turistas por algún lugar parecido a este lugar llamado Kruger del que hablan. A alguien tal vez diciéndole a Javad: «Yo una vez fui a Siberia y era un poco como esto».

Después de un rato la pareja se pone a discutir sobre otra cosa y es un alivio cuando se bajan en Tyumen.

Qué raro es escuchar las vidas ajenas. El tren es así de día y de noche; los secretos que la gente se piensa que guarda tan bien, las mentiras que se cuentan los unos a los otros. Me resulta curioso oír sus voces: rusas, inglesas, americanas, alemanas, francesas, danesas, sudafricanas… todas mezcladas, todas tan distintas y, sin embargo, manteniendo discusiones y albergando esperanzas sobre cosas similares.

Me imagino a Omar sentado en otra parte del tren y se me hace un nudo en la garganta porque me doy cuenta de que ya no sé qué aspecto tiene, si está herido o muerto, o si ha matado a otros. Si está vivo, ¿sabrá algo de nosotros? Tal vez alguien del complejo le cuente a otro que hay un niño llamado Javad que está buscando a su hermano. Otra media verdad. Afuera el cielo está apagado, gris y pesado. Es un reflejo de mi estado de ánimo, y siento cómo me deslizo de nuevo hacia la oscuridad, con la mente repleta de imágenes de Ara y de Soraya, del terremoto, de Masha; todas estas cosas que desearía deshacer.

Hay más de 300 kilómetros entre Tyumen y Yekaterinburgo. Vuelvo al libro, sin que me moleste la provodnitsa, que está en el cuartito cuadrado en la parte delantera del vagón en su pausa del almuerzo. Estoy leyendo una de las secciones sobre Levin; es un alma peculiar, nunca del todo feliz, deseando que su vida signifique algo. Estas partes las hojeo, mi hambre es por saber más de la relación entre Anna y Vronsky. Me molesta la infelicidad de Levin. ¿No deberíamos alegrarnos simplemente por estar vivos? Entonces sé lo que más me molesta: que tiene razón; estar vivo simplemente no basta.

Me imagino a Baba sentado delante de mí diciendo, «Ay, Samar, siempre con la cabeza en los libros, siempre aprendiendo. Aún te convertiremos en maestra».

Esa era la idea que Baba tenía para mí: que fuera maestra. ¿Y la mía para él? No lo sé. Conocía a mi padre y, sin embargo, apenas lo conocía. Sabía lo que yo quería saber sobre él, aquello que coincidía con mis propias ideas. Así son las cosas.

Este pensamiento permanece conmigo mucho rato.

La gente del vagón ha cambiado en Tyumen. Ahora en el compartimento contiguo hay un par de chicos rusos y un padre que es maestro de escuela; cierro la puerta para evitar que me vean. Están jugando a las cartas, al Durak, un juego al que yo solía jugar con Arsalan en el jardín de la casa amarilla. Sus voces gritan emocionadas y las risas llenan el vagón. Echo de menos a mis hermanos y hermanas. Echo de menos los juegos idiotas a los que jugábamos, las peleas y las discusiones que solíamos tener, el tomar partido y el hacer justicia, los días en los que Javad y yo nos ignorábamos, negándonos a conceder que el otro pudiera haber tenido una mínima parte de razón. Echo de menos todo esto, y me duele el corazón en el pecho. Visualizo a Ara con Soraya en brazos, acariciándola, cantándole una nana en voz baja para ayudarla a dormir.

«Samar, ¿no sabes que si viajas de espaldas te marearás?», me dice Madar, con un tono a medio camino entre desesperado y divertido. Levanto la mirada, sorprendida, y me doy cuenta de que tiene razón, así que me pongo en el otro asiento.

La provodnitsa se está tomando su pausa para el almuerzo con calma. Me pregunto si su minero ruso sigue con ella. Escudriño el pasillo. Está vacío. Decido arriesgarme a ir al coche restaurante después de todo. Necesito estar rodeada de gente, aunque solo sea un ratito. Si me paso demasiado tiempo sentada a solas, los recuerdos me abruman. Me olvido de lo que es real, del aquí y ahora, y de lo que es imaginado, de lo que se ha ido y no volverá más, porque en mi mente sigue sucediendo, una y otra vez, y no puedo sacudírmelo de encima.

El coche restaurante está bullicioso, con un par de grupos grandes riendo en un extremo. En el otro, un guía turístico con pinta de sentirse atosigado intenta darle a su grupo de turistas americanos una solemne conferencia sobre Siberia y su pasado. Me siento cerca de ellos, mirando por la ventana, intentando no cruzar mi mirada con nadie.

—En los gulags de Stalin, ¿alguien sabe cuánta gente murió? ¿Nadie? —pregunta al grupo, cuyos miembros se remueven incómodos en sus asientos, deseando una conversación más ligera para acompañar su almuerzo. Sostiene un brazo estirado en alto. Nadie se anima a adivinar una cifra.

—Pasaron por ellos millones de personas, se mataba a la gente a trabajar, se callaba a los disidentes. —Hace una pausa efectista. Una de las mujeres parece especialmente afectada, y un hombre le frota suavemente la espalda. Del grupo solo emana silencio.

—Eso es —dice—, nadie sabe cuántos… ¡Así que todos tenéis razón!

Suelta una pequeña carcajada ante su chistecillo y unos pocos se unen, incómodos. El personal del restaurante pone los ojos en blanco. Me imagino que es un elemento habitual de sus viajes semanales. Si lo oyes una y otra vez, ¿te endureces ante ello? Me cuesta entender cómo es posible que los hombres cometan los mismos errores una y otra vez; diferentes países, diferentes épocas, los mismos métodos: el miedo y el odio en el núcleo de todo. De cierta extraña manera la conferencia me da ánimos mientras contemplo la taiga cuando el tren la atraviesa, con espesos árboles a cada lado. Por lo menos eso no nos pasó a nosotros, me digo a mí misma. Siempre hay alguien a quien le va peor.

No he pedido nada y me levanto del asiento, pasando al lado del estrépito de los bebedores y de los fumadores que hay entre los vagones, volviendo con cuidado a mi propio vagón. Intento integrarme, que parezca que mi sitio está aquí en este tren. La gente puede percibir el miedo, puede sentir cómo te deshaces, pueden percibir la debilidad.

Cuando llegamos a Yekaterinburgo me está rugiendo el estómago, así que corro el riesgo de abrir la ventana y llamar a una vendedora para comprarle comida y agua. La anciana me sonríe, tiene los dientes torcidos y le faltan unos cuantos de delante. Un escalofrío me recorre la espalda al intentar imaginarla de joven, le doy las gracias y enseguida meto la comida en el vagón. En el tren, la provodnitsa está comprobando los billetes de los últimos pasajeros que se han subido. Se está llenando. Sé que no hay reservas para el compartimento en el que me he escondido, pero siempre es posible que alguien se traslade a él, o escoja sentarse en él sin más, de forma que en las paradas la observo y me mantengo ojo avizor de los demás pasajeros, por si acaso. No sé lo que haré si me descubre. Si me sacaran del tren sin papeles, sin pasaporte o visado, ¿qué sería de mí? Intento no pensar en ello y me alegro de que me quede dinero, algo que me proteja. El desaliento desciende de nuevo sobre mí. Estoy ya tan cansada, tan cansada de este movimiento constante, sin saber nunca hacia qué estoy yendo.

«Nos tienes a nosotros, Samar».

Miro a mi alrededor. Ara está de pie en el pasillo, asomada a la puerta semiabierta, sonriéndome. Tiene razón, por supuesto. Siguen conmigo, aunque me cueste, aunque a veces me pueda la incertidumbre, y me aferro a este pensamiento para seguir adelante. A esto y a la distracción que supone Anna Karenina y las conversaciones de los demás viajeros, cosas que me anclan al mundo que he llegado a temer y a amar en igual medida.

El padre maestro está sentado hablando en voz alta en el compartimento de al lado, en un esfuerzo por educar a sus dos hijos, ninguno de los cuales parece estar prestándole mucha atención, ya que sus gritos y chillidos se oyen en todo el vagón cuando uno le gana al otro al ajedrez.

—Yekaterinburgo era hasta hace solo unos años una ciudad cerrada —dice.

Todos estos secretos y muros y formas de esconder la verdad a plena vista.

Caigo en la cuenta de que el minero se ha bajado del tren aquí y de que la provodnitsa se ha quedado taciturna y malhumorada, respondiendo mal a los pasajeros que se acaban de subir. Me pregunto si aquí en Yekaterinburgo tendrá familia, si tiene a alguien más que se preocupe por él aparte de la solitaria provodnitsa.

Después de Yekaterinburgo, el tren no para hasta Perm, luego en Kirov, acercándose cada vez más a Moscú.

—No, mira, mueve el castillo así. ¿A quién estás intentando proteger?

Oigo al padre, ya exasperado, intentando enseñarles cómo jugar a su propio juego.

—Todo tiene que ver con la estrategia. Se construye una base poderosa. Se buscan las debilidades del contrario, buscas distraerle y luego, pum, cuando menos se lo espera, le arrinconas. —Ríe y dice—: Jaque mate.

Los chicos se cansan del juego. Intenta interesarlos en otras ideas.

Empieza a contar la historia de un gran guerrero llamado Napoleón. Algo oí sobre este hombre de boca de Nayib hace mucho tiempo. Creo que no era muy alto. Escucho al hombre con interés. Tiene una voz amable y paciente, y no se merece lo revoltosos que son sus hijos. Me acuerdo de Nayib y de cómo empezó a hablar solo después del terremoto y de las secuelas, y veo aquella mirada perdida y loca en sus ojos, cuando se apartó de los trabajadores humanitarios que también querían llevarle a él al campamento. Él sabía la verdad, pensé. Mejor morir aquí que padecer el campamento.

—Bueno, nosotros no le teníamos ningún cariño a Napoleón… Friedland fue una derrota terrible —Oigo que dice el padre—. Quería destruir Rusia, arramblar con todo lo que se le ponía por delante. Su codicia fue su debilidad. Pero al final tuvimos nuestra revancha. La estrategia, chicos. La táctica. Conoce a tu enemigo, conoce sus debilidades.

Oigo que cierran de golpe la caja del ajedrez. Los niños se calman de cara a la noche y se ponen a leer, aliviados de que la partida haya terminado.

Empiezo a imaginar a un Napoleón más amable y más alto (lo que no es difícil considerando desde donde empiezo). Mi Napoleón es un líder de personas de otra naturaleza, un Napoleón que es capaz de ayudarme a transitar por los momentos más duros, que puede cuidarme cuando yo lo único que quiero hacer es parar.