Capítulo 2

 

 

 

 

 

Las ruedas del tren chirrían inesperadamente y se detienen. Todos sentimos una sacudida hacia delante.

Omar y Javad sacan la cabeza por la ventana abierta para ver qué pasa. Estamos en mitad de un puente en el tramo de ferrocarril Circumbaikal. La caída es imponente, el tren se balancea suavemente sobre la vía y luego espera. Los pasajeros de otros compartimentos salen al pasillo, algunos se asoman con cautela.

—A lo mejor es un problema de ancho de vía. —Omar y Javad deliberan.

Mis hermanos ahora son expertos en trenes. Y en puentes. Y en ingeniería. Omar dice que un día será ingeniero. Lleva un año estudiando un curso de ingeniería por correspondencia. Recoge y envía trabajos desde todas las paradas de la línea, mandando al provodnik, Napoleón, revisor y guardián del samovar, a que corra a las oficinas de las estaciones en las que paramos para recoger su último paquete de apuntes. Nuestro compartimento está lleno de bocetos y cálculos de Omar. Piensa que los hombres que construyeron estos puentes, que hicieron explotar el granito y el cristal a lo largo de toda esta pared rocosa, los hombres que cavaron y excavaron y dinamitaron largos tramos de inhóspita tierra siberiana, construyendo puentes y túneles magníficos, eludiendo las amenazas de inundaciones y corrimientos de tierra, los peligros del ántrax y del cólera, los ataques de bandidos y de tigres, que estos hombres notables eran verdaderos aventureros, que retorcieron la tierra a su voluntad. Crear un mundo a imagen de lo que uno ha diseñado: eso es lo que quiere Omar.

—Deja eso, Samar. —He descolgado uno de los bocetos de Omar para mirarlo, ver cómo los aceros se entrecruzan una y otra vez creando un complejo dibujo.

—No lo vas a entender —suspira Omar sonriendo.

—Pues explícamelo —le digo, sentándome al lado de mi hermano mayor, entrando a formar parte de su nuevo mundo de belleza e ingenio.

—Para empezar, lo tienes al revés. —Ríe, desconcertado ante mi interés. Yo coloco bien el boceto.

—Así está mejor. Mira, ¿ves? —Sus dedos trazan el exterior del dibujo. Los ojos de Omar brillan con fuerza mientras me explica cómo funciona, sorprendido y contento de tener un público tan entusiasta.

—¿Pero cómo sabes que va a funcionar? —le pregunto, perpleja ante los grados, los ángulos, las retorcidas estructuras de metal que hace aparecer con mero lápiz y papel.

—No lo sabes —responde— . No siempre sabes si va a funcionar. Solo hay que probarlo.

Admiro su fe en sí mismo, el hecho de que esté siempre tan convencido. Junto a Omar me siento segura, como si el mundo fuera una serie de cálculos solucionables y, al tiempo, algo tangible y sólido bajo nuestros pies.

—Callaos —exclama Ara. Está estudiando francés en el compartimento de al lado (le enseña Madar), y estamos perturbando sus conjugaciones.

¿Qué, sorprendidos? Que seamos gente itinerante no significa que mis padres no den importancia a nuestros estudios. Desgraciadamente, es todo lo contrario. Aprendemos matemáticas, geografía, ciencias, historia (mi asignatura preferida), filosofía, política, ruso, inglés y francés. Leemos (yo, por mi parte, leo Anna Karenina de Tolstoi y atesoro un viejo y estropeado ejemplar de una enciclopedia que, a decir verdad, compartimos todos). Mi madre quiere que estemos equipados para la vida. Por las tardes damos música. Baba tiene un transistor y lo sintoniza con cualquier emisora local. Escuchamos música clásica, folk, rock, hasta jazz, y música rusa, mongola, china… lo que podamos encontrar, dependiendo de la etapa del viaje.

Una tarde nos reunimos para escuchar El Pájaro de Fuego de Stravinsky, todos apretujados en el compartimento número 4, con una vela titilando sobre la mesa de lectura. Soraya está en el regazo de mi padre; Pequeño Arsalan y yo, en el suelo; Ara, Javad y Madar, sobre la cama de en frente, y Omar, de pie en el quicio de la puerta. El tren ha parado para cargar víveres y cambiar el coche restaurante, pero ninguno de nosotros se mueve, de tan embebidos que estamos en la música, escuchando a mi madre contarnos la historia del príncipe Iván y el hermoso pájaro de fuego.

—El príncipe Iván —dice Azita con su voz melodiosa y susurrante— entra en el reino mágico de Koschei el Inmortal y, de repente, en el jardín ve a este hermoso pájaro de fuego, y lo captura. El pájaro suplica que le deje en libertad y promete ayudar al príncipe.

—¿Y entonces qué? —pregunta Soraya, mirando a Madar. Soraya, que tiene cuatro años y es el bebé de la familia, sigue en esa edad en la que se le cuentan cuentos todas las noches. Todos fingimos que esta historia es para ella, cuando en realidad a todos nos atrae el calor y la luz de la vela y el suave arrullo de la voz de mi madre.

—El príncipe descubre a trece princesas, bellísimas princesas —dice Madar— y se enamora profundamente de una de ellas, así que decide pedirle su mano a Koschei.

Mi madre sonríe a mi padre cuando cuenta esta parte de la historia, pero Baba está muy lejos, mirando por la ventana.

—Koschei dice que no y envía a sus criaturas mágicas a atacar al príncipe, pero llega volando el pájaro de fuego y las embruja, sometiendo también a Koschei a un hechizo.

Javad, usando la luz de la vela, empieza a hacer sombras del pájaro en la pared, detrás de la cabeza de Baba. Soraya se acurruca más contra él, asustada por la música y por el juego de sombras.

—Entonces el pájaro de fuego comparte con el príncipe el secreto de la inmortalidad de Koschei.

—¿Qué es la inmor… inmortalidad, Madar? —pregunta Soraya.

—La capacidad de vivir para siempre —dice Baba.

—El sueño de los tontos —bufa Omar con desprecio.

—El pájaro de fuego le dice al príncipe Iván que el alma del malvado hechicero está contenida en un huevo mágico gigante —prosigue Madar muy seria—. Así que el príncipe destruye el huevo, rompe el hechizo y el palacio de Koschei desaparece, junto con el propio Koschei. Las princesas e Iván siguen ahí. Ahora por fin están despiertos.

La música avanza en espirales hacia su triunfante final y oímos los emocionados aplausos del público. Imagino la sala de conciertos llena de hombres y mujeres elegantemente vestidos, los bailarines en el escenario, la orquesta en el foso, todas las escenas que he aprendido de mi querido Tolstoi.

—Baba, ¿algún día veremos algo así? —pregunta Soraya.

—Algún día, algún día veremos algo así —contesta, envolviéndola en un cálido abrazo de oso.

Mi hermana Ara tiene una voz preciosa y a veces, al caer la tarde, cuando nos reunimos todos en el coche restaurante a cenar, canta, en general viejas melodías afganas o las canciones de Farida Mahwash, otra exiliada como nosotros, otra nómada. Ara suele cantar músicas que mezclan árabe, persa, influencias indias, como el crisol de razas que es nuestro país. Madar suele llorar. A veces hasta los ojos de Baba se humedecen, de alegría tanto como de tristeza. Porque en los años antes de escapar de nuestra casa de Kabul, la música estuvo prohibida. ¿Os imagináis? No poder escuchar música, ni cantar, ni tocar un instrumento, ni siquiera tararear una melodía. ¿Qué mal puede haber? ¿Qué mal puede haber en cantar? Así que cuando Ara, temblando, se pone en pie en un rincón del coche restaurante y se olvida de su propia belleza para compartir estas canciones, todos nos sentimos vivos y libres. Todos los pasajeros del coche aplauden. Son algunos de mis momentos preferidos, cuando estamos todos juntos, cuando la vida es hermosa.

En cualquier caso, estamos parados en mitad del puente de Circumbaikal, asomados a los alerces, los pinos y los abedules de la ladera del risco y, al otro lado, a la vasta extensión del lago. Como el tren se ha parado y tenemos la ventanilla abierta, estoy escuchando el ir y venir de los trinos de las reinitas de bosque que revolotean por la orilla del lago. A estas alturas conocemos ya todas las aves y la mayoría de los animales que hay en el trayecto. Javad y yo podemos pasar horas sentados juntando sonidos, color de plumaje y dibujos con las imágenes y las descripciones de la enciclopedia. Y si no, preguntamos a Napoleón, que es una gran fuente de sabiduría en todo lo relacionado con el trayecto. Tenemos poco más que hacer y esto nos ayuda a pasar el rato.

—¿Qué pasa? ¿Por qué hemos parado? —pregunta mi madre a Napoleón, que pasa por allí en ese preciso momento.

—Hay un ciervo atrapado en el puente; estamos esperando que se mueva.

—¿Un ciervo?

—Sí. Saltará o conseguirá darse la vuelta y volver al bosque. Si no se mueve pronto, el conductor va a tener que… bueno…

Napoleón lanza una mirada furtiva hacia donde estamos los niños. Los ojos de Soraya casi se salen de sus órbitas ante la idea de un ciervo trotando por la vía a tanta altura sobre el lago (que es, por cierto, el lago más profundo del mundo).

—Tal vez yo pueda ayudar —dice Javad. Es el más amable de mis hermanos, el menos inclinado a tirar del pelo e insultar, el que más se preocupa por todo. Javad sueña con ser veterinario o zoólogo y vivir en Londres o en Estados Unidos, o quizá en un safari park en África. Conocimos en el tren una vez a unos sudafricanos que nos hablaron mucho del Parque Nacional Kruger, y ahora Javad sueña con lugares así.

—Gracias, pero no creo que… —Napoleón sacude la cabeza. Es un hombre afable y bueno, que por las noches se entrega a una callada melancolía y que se ha encariñado de todos nosotros, de esta extraña familia itinerante con una aparente pasión por el viaje constante en tren.

—Déjame. Por favor —suplica Javad.

—Javad… —Madar le llama, pero él ya ha adelantado a Napoleón y está avanzando en zigzag por el vagón, entrando en el siguiente, y en el otro, hasta el asiento del conductor, en la locomotora.

Mi madre suspira, pero ya ha aprendido que, por atractivo que pueda parecer, no puedes vivir la vida de tus hijos por ellos, así que se encoge de hombros y espera. Cinco minutos después, Omar, que sigue con la cabeza por fuera de la ventanilla, grita:

—Eh, es Javad. Está en el puente, está con el ciervo.

—¿Qué está haciendo? —pregunta Baba.

—Está… está hablando con él.

—¡Mira cómo va a seducir al ciervo! Hay que ver… —se burla Ara, intentando que le dé igual, escudriñando, tensa, por encima del hombro de Omar.

Todos contenemos el aliento, conscientes de la estupidez de las acciones de nuestro hermano; una inhalación colectiva acompañada de oraciones diversas, y, después de lo que parece una eternidad, los vítores estallan en el vagón más cercano a la cabeza del tren.

—¿Qué está pasando? —pregunta Baba.

—Lo ha conseguido. El ciervo está… ha conseguido que retroceda y se marche. ¡Hurra! —exclama Omar.

Después de unos minutos, el tren arranca otra vez. El conductor toca la sirena y todo el mundo ríe y se alborota. Javad reaparece en el vagón, con los ojos brillantes. Es el héroe del momento. Pero yo creo que no es eso lo que hace que parezca tan feliz, ni tampoco la sensación de haber acariciado y convencido al ciervo asustado, de puntillas sobre las vías de hierro. No, viene embriagado de aire puro y del roce de sus pies contra el acero, de haber engañado a la muerte. Siento una punzada de envidia ante lo vivo que parece en este momento. Ha dejado de ser un pasajero. Baba abre una bolsa de azúcar. Omar echa a correr hasta el samovar con la tetera y todos sorbemos té caliente y azucarado para brindar por el seguro retorno de Javad.

—Por Javad —dice Omar, palmeando a su hermanito en la espalda.

—Por Javad —una sonrisa asoma a los labios de Ara al levantar el vaso en honor del éxito de Javad.

Está bien ver a Omar y a Javad riendo juntos. Últimamente les ha dado por discutir; nos ha pasado a todos. Omar, Pequeño Arsalan y yo tendemos a tomar partido unos por otros en estas batallas; Ara y Javad casi siempre unen sus fuerzas, aunque las alianzas pueden cambiar de un día para otro dependiendo del tema y de lo que nos estemos jugando. Ara y Javad son por naturaleza más fieros, se entregan más fácilmente a la emoción, a la confrontación y la sensación de afrenta. Omar y yo intentamos engatusar, jugar a pacificadores; él por ser el mayor, yo por ser la hija mediana.

—¿Cómo te has sentido? —pregunta Pequeño Arsalan, observando a Javad con renovado interés y respeto. Javad se encoge de hombros.

—¿Tocaste al ciervo? —pregunta Soraya, asombrada, con los ojos como platos—. ¿Te dijo algo? —Javad asiente. Ella se inclina más hacia él. Él le hace un gesto, como compartiendo un secreto.

—Me dijo… —le susurra al oído y no le podemos oír. Soraya se queda boquiabierta.

—No le tomes el pelo —dice Omar, que acude raudo a ayudar a Soraya.

—No lo hago —dice Javad, ya más frío, girándose a Baba, que le está mirando tan orgulloso, para contarle una vez más la historia de cómo persuadió al ciervo de volver sobre sus pasos por el puente, hasta salir de la vía y ponerse a salvo.

Yo saco mi viejo ejemplar de Anna Karenina (lo estoy leyendo despacio en ruso) y me voy al coche restaurante, donde puedo sentarme junto a la ventana sin que me molesten, ponerme a leer y escapar durante un breve rato, escapar a otro mundo, a otra piel distinta de la mía. Me escondo detrás de mi propio pelo y giro el cuerpo hacia la ventana. Soy tan pequeña, tan poca cosa, una niña sombra, que me imagino que los otros pasajeros ni se dan cuenta de que estoy aquí.

Me he aficionado a leer en el tren. En primer lugar, ayuda a que pase el tiempo. En segundo, apacigua en parte a mi madre, que lo ve como una señal de que estoy adquiriendo una educación, y también conciencia del mundo que me rodea (aunque si se diera cuenta del contenido de mi querido Anna Karenina, me atrevo a decir que lo desaprobaría con vehemencia). En tercer lugar, y lo más importante de todo, me protege de las voces fisgonas de los extraños y de sus incesantes interrogatorios. La peor de todas es la pregunta «¿A dónde vas?». Hay días que miento y escojo una parada, Irkutsk, o Ulan-Ude; a veces Moscú, y les digo: «Ahí es a donde vamos». Y si preguntan «¿Y qué haréis allí?», yo les digo, «Vivir, simplemente vivir». Tener una cama en una habitación que no se mueve por las noches; tener un espacio para mí, un espacio en el que estar quieta y pensar y escribir. Un jardín donde jugar. Un lugar donde plantar cosas. No quiero nada más que eso. Excepto la felicidad. ¿Por qué ansiamos ser felices?

Saco consuelo de la Anna de Tolstoi, de su desgracia y su tristeza, y reconozco en mí misma la misma necesidad acuciante de paz; así que me sumerjo profundamente en este mundo de ficción, olvidándome de la taiga, del bosque salvaje por el que viajamos lanzados como flechas. Los americanos expresan su apreciación en voz alta. Hay otros más circunspectos, que se empapan de las vistas que se van sucediendo.

Para mí, el mundo es el de Anna y Vronsky, por lo menos durante una hora o así; me imagino patinando sobre hielo en San Petesburgo, acudiendo a bailes, enamorándome de alguien inadecuado, apuesto e ingenioso.

En mi mente hay dos Rusias: esta, el torbellino épico y romántico de la Rusia de Tolstoi, y la otra Rusia, la Rusia que invadió y luego abandonó a mi patria. A esa Rusia no puedo amarla, sin saber realmente por qué.