14
Theo se preparó para recibir una ola monstruosa que golpeó la proa del Val Jane. Había crecido entre veleros y zarpado más de una vez en embarcaciones langosteras. Se había enfrentado a tempestades veraniegas, pero nunca a nada como esto. El casco de fibra de vidrio enfiló otro valle, y Theo tuvo un estimulante subidón de adrenalina. Por primera vez desde hacía siglos se sentía totalmente vivo.
El barco langostero se elevó con el oleaje, se quedó suspendido un momento y volvió a descender. Incluso con el traje naranja de supervivencia para el mal tiempo, estaba helado hasta los huesos. El agua salada le resbalaba cuello abajo, y tenía todas las partes expuestas del cuerpo mojadas y entumecidas, pero el refugio de la timonera no lo tentaba. Quería vivir aquello. Experimentarlo. Asimilarlo. Necesitaba tener el pulso así de acelerado, los sentidos así de aguzados.
Otra masa de agua se elevó, imponente, ante ellos. El servicio de guardacostas había comunicado por radio que el Shamrock, la trainera perdida, había perdido potencia después de que se le inundara el motor, y que llevaba dos hombres a bordo. Ninguno duraría mucho tiempo en el agua, dadas las temperaturas gélidas del océano. Ni siquiera el traje de supervivencia los protegería. Theo repasó mentalmente todo lo que sabía sobre cómo tratar la hipotermia.
Había iniciado su formación como auxiliar sanitario cuando se documentaba para El sanatorio. La idea de ser capaz de intervenir en situaciones de crisis estimuló su imaginación de escritor y redujo su creciente sensación de ahogo. Lo había hecho a pesar de las objeciones de Kenley.
«¡Tienes que pasar el tiempo conmigo!»
Una vez titulado, se había ofrecido para trabajar como voluntario en el Center City de Filadelfia, donde había tratado de todo, desde fracturas de huesos de turistas o infartos de practicantes de footing hasta lesiones de patinaje y mordidas de perro. Había ido en coche a Nueva York durante el huracán que había castigado duramente la ciudad para ayudar a evacuar el Hospital de Veteranos de Manhattan y una residencia de ancianos de Queens. Sin embargo, nunca había tratado a hombres rescatados del Atlántico Norte en pleno invierno. Esperaba que no fuera demasiado tarde.
El Val Jane encontró el Shamrock de repente. La trainera apenas se mantenía a flote, muy escorada a estribor, y cabeceaba en el agua como una botella de plástico vacía. Un hombre se aferraba a la borda. Theo no distinguía al otro.
Oyó el zumbido del motor diésel mientras Ed maniobraba el Val Jane para acercarlo más a pesar de que el fuerte oleaje trataba de separar las dos embarcaciones. Darren y Jim Garcia, el otro miembro de la tripulación que Ed había elegido para aquella misión, se esforzaban en la cubierta helada por amarrar la trainera al Val Jane. Como Theo, llevaban chalecos salvavidas sobre su equipo de supervivencia.
Theo alcanzó a ver el rostro aterrado del hombre que se aferraba como podía a la borda y vislumbró después al segundo tripulante, que estaba inmóvil y atrapado en el cordaje. Darren estaba empezando a atarse un cabo de seguridad a la cintura para abordar la trainera. Theo se dirigió con dificultad hacia él y se lo arrebató.
—¿Qué haces? —gritó Darren por encima del ruido del motor.
—¡Necesito ejercicio! —respondió Theo, y empezó a rodearse la cintura con el cabo.
—¿Te has vuelto...?
Pero Theo ya estaba atando el nudo y, en lugar de perder tiempo discutiendo, Darren sujetó el otro extremo a una cornamusa de cubierta.
—No quiero tener que rescatarte a ti también —gruñó mientras daba su cuchillo a Theo.
—Eso no pasará —aseguró Theo con una chulería que no sentía. Pensaba quién sufriría si no salía airoso de aquello. ¿Su padre? ¿Unos cuantos amigos? Lo superarían. ¿Y Annie?
Annie lo celebraría con una botella de champán.
Pero no lo haría. Eso era lo malo de ella. No tenía vista con la gente. Esperaba que hubiera ido a Harp House como le había dicho. Si la había dejado embarazada...
No podía permitirse esa clase de distracción. El Shamrock se estaba hundiendo. En cualquier momento tendrían que soltar las amarras o pondrían en peligro el Val Jane. Al mirar el espacio que separaba las dos embarcaciones, esperó volver a estar a bordo antes de que eso sucediera.
Observó las olas, esperó su oportunidad y se arriesgó a pasar a la acción. Logró salvar la distancia entre ambos barcos y encaramarse con dificultad al casco resbaladizo y medio sumergido del Shamrock. Al pescador que se aferraba a la borda solo le quedaban fuerzas para alargar un brazo.
—Mi hijo... —soltó como pudo.
Theo echó un vistazo al puente de mando. El muchacho atrapado en su interior tendría unos dieciséis años y estaba inconsciente. Se concentró primero en el hombre mayor. Hizo gestos a Darren y lo levantó lo suficiente para que este y Jim pudieran sujetarlo y subirlo al Val Jane. El hombre tenía los labios azules y necesitaba atención inmediata, pero Theo tenía que liberar antes al chico.
Se introdujo en el puente de mando, chapoteando con sus botas en el agua. El muchacho tenía los ojos cerrados y no se movía. Como el barco se estaba hundiendo, Theo no perdió el tiempo en buscarle el pulso. Había una norma básica a la hora de tratar la hipotermia extrema: nadie está muerto hasta que está caliente y muerto.
Se abrió camino a través de las cuerdas enmarañadas que atrapaban las piernas del chico mientras lo sujetaba por la chaqueta de supervivencia. No iba a liberarlo para ver cómo el mar se lo llevaba.
Jim y Darren se peleaban con las amarras, haciendo todo lo posible para que las embarcaciones siguieran estando cerca. Theo cargó al muchacho hasta dejarlo en el casco. Una ola lo cubrió, cegándolo. Sujetó al chico con todas sus fuerzas y parpadeó para aclararse la vista, pero recibió el impacto de otra ola. Finalmente, Darren y Jim pudieron alargar los brazos lo suficiente para subir al pescador a bordo del Val Jane.
Unos momentos después Theo se desmoronó en la cubierta, pero cada segundo acercaba más a aquellos hombres a la muerte, de modo que se levantó de inmediato. Mientras Jim y Ed se encargaban de la trainera, Darren lo ayudó a llevarlos al puente de mando.
A diferencia del chico, que apenas tenía edad para afeitarse, el hombre mayor era barbudo y tenía la piel curtida de alguien que ha pasado casi toda su vida al aire libre. Había empezado a temblar, lo que era buena señal.
—Mi hijo...
—Yo cuidaré de él —dijo Theo, y rogó que los guardacostas llegaran pronto. Llevaba un equipo de emergencias sanitarias en el coche, pero carecía del equipo de reanimación que esos dos hombres necesitaban.
En otras circunstancias le habría efectuado la reanimación cardiopulmonar al chico, pero podría resultar fatal para alguien con hipotermia extrema. Sin sacarse el equipo, les quitó el traje de supervivencia a los hombres y los envolvió en mantas secas. Preparó unas bolsas de calor improvisadas y las puso bajo las axilas del muchacho. Finalmente, le encontró el pulso: débil.
Cuando llegó la embarcación del servicio de guardacostas, Theo había tapado a los dos hombres y los había hecho reaccionar con más bolsas de calor. Para su alivio, el muchacho había empezado a moverse, mientras que su padre ya articulaba frases cortas.
Theo informó a la sanitaria de los guardacostas mientras ella les ponía una vía y les suministraba oxígeno caliente y humidificado. El muchacho tenía los ojos abiertos, y su padre intentaba incorporarse.
—Le ha salvado... la vida. Ha salvado la vida... de mi hijo.
—No se mueva —dijo Theo, empujando con cuidado al hombre para que se acostara—. Me alegra haberles ayudado.
Cuando llegó a Harp House eran casi las dos de la madrugada. A pesar de llevar la calefacción del Range Rover a tope, le castañeteaban los dientes. Unas semanas antes anhelaba aquella clase de incomodidad, pero esa noche le había ocurrido algo, y ahora ansiaba quitarse la ropa mojada y entrar en calor. Aun así, se detuvo en Moonraker Cottage. Para su alivio, la cabaña estaba vacía. Era difícil de creer que Annie hubiera seguido sus indicaciones.
Y mucho más dónde iba a encontrarla.
En lugar de acurrucada en una de las habitaciones de Harp House, estaba dormida en el sofá de la torre, con la luz prendida y un ejemplar de la Historia de Peregrine Island abierto en el suelo a su lado. Pero tenía que haberse parado antes en la cabaña, porque se había cambiado y llevaba su habitual conjunto de vaqueros y jersey. A pesar de lo cansado que estaba, al ver sus rizos alborotados en el viejo cojín de damasco empezó a tranquilizarse.
Annie se volvió de costado y parpadeó.
—Cariño, ya estoy en casa —no pudo evitar decir Theo.
Ella se había tapado con la parka gris de él, que se deslizó hasta la alfombra al incorporarse. Se apartó el pelo de la cara.
—¿Encontrasteis el barco? ¿Qué pasó?
—Salvamos a los hombres. El barco se hundió —comentó, quitándose la chaqueta.
Annie se levantó y vio lo despeinado que iba y lo mojados que tenía el cuello del jersey y los vaqueros.
—Estás empapado —comentó.
—Lo estaba mucho más hace unas horas.
—Y estás tiritando.
—Hipotermia de grado uno. El mejor tratamiento es desnudarse y entrar en contacto con otra persona desnuda.
—¿Qué tal una ducha calentita? —ofreció Annie, ignorando su broma, viendo lo cansado que estaba y mirándolo con verdadera preocupación—. Sube.
No tenía fuerzas para discutir.
Ella se le adelantó y cuando él llegó a lo alto de la escalera, ya le alargaba el albornoz. Lo empujó hacia el cuarto de baño y abrió el grifo de la ducha, como si él fuera un minusválido. Quiso decirle que lo dejara solo, que no necesitaba una madre. Annie no tendría que estar allí, esperándolo, confiando en él. Su simpleza lo volvía loco. Al mismo tiempo, quería darle las gracias. Que él recordara, la última persona que había intentado cuidar de él había sido Regan.
—Te prepararé una bebida caliente —anunció mientras se volvía para marcharse.
—Que sea whisky. —Exactamente lo peor que puedes beber cuando estás tan helado, pero tal vez ella no lo supiera.
Lo sabía. Cuando salió del cuarto de baño recién duchado y con el albornoz puesto, lo estaba esperando en la puerta con una taza de humeante chocolate.
—Espero que le hayas echado algo —comentó Theo, mirando el líquido con repugnancia.
—Ni siquiera un malvavisco. ¿Por qué no me contaste que eras auxiliar sanitario?
—Temí que me pidieras un examen pélvico gratuito. Siempre me pasa.
—Eres un depravado.
—Gracias. —Se metió en su cuarto y, por el camino, tomó un sorbo de chocolate. Estaba riquísimo.
Se paró en la puerta. Annie había abierto las sábanas y hasta le había mullido las malditas almohadas. Bebió más chocolate y se volvió para mirarla, allí, de pie, en el pasillo. Llevaba el jersey verde arrugado, y la vuelta de una pernera de los vaqueros se le había quedado enganchada en el calcetín deportivo. Iba despeinada y estaba acalorada, y nunca había estado más sexy.
—Sigo teniendo frío —soltó, aunque se decía que lo mejor era no insistir hasta mañana—. Muchísimo frío.
—Buen intento —comentó Annie con la cabeza ladeada—. Pero no voy a meterme en la cama contigo.
—Pero quieres hacerlo. Admítelo.
—Sí, claro. ¿Por qué no volver a meterme en la boca del lobo? —Sus iris le lanzaron chispas doradas—. Mira dónde me ha llevado eso hasta ahora. Seguramente a quedarme embarazada. ¿No le parece un buen cubo de agua fría sobre sus ardientes partes íntimas, señor Cachondo?
No era gracioso. Era horripilante. Solo que, al decirlo con toda aquella indignación airada, a él le entraron unas ganas locas de besarla.
—No estás embarazada —dijo con más seguridad de la que sentía. Y como la primera vez que se lo preguntó, se había negado a responderle, añadió—: ¿Cuándo te toca el período?
—Eso es asunto mío.
Se hacía la antipática. Era su forma de distraerlos de lo que ambos querían hacer. ¿O quizá solo él lo quería?
—¿Sabías que Jaycie mató a su marido? —soltó Annie tras pasarse un mechón de pelo por detrás de la oreja.
El cambio brusco de tema lo desconcertó un instante. Levantó la taza; todavía no podía creerse que le hubiera preparado chocolate caliente.
—Claro. Era un auténtico cabronazo. Por eso nunca la habría despedido.
—Deja de hacerte el santo —replicó Annie—. Los dos sabemos que me tendiste una trampa. —Se rascó el brazo por encima del jersey—. ¿Por qué Jaycie no me lo contó?
—Dudo que le apetezca hablar de ello.
—Aun así, llevamos semanas trabajando juntas. ¿No opinas que podría haberme dicho algo?
—Parece que no. —Dejó la taza—. Grayson era unos años mayor que yo. Era un muchacho hosco, que no caía demasiado bien ya entonces, y no parece que nadie lo eche demasiado de menos.
—Tendría que habérmelo dicho.
No le gustaba ver alterada a aquella mujer de cabello rizado que manipulaba muñecos y confiaba en quien no debía. Quería llevársela a la cama. Hasta prometería no tocarla con tal de borrar aquellas arrugas de preocupación. Pero no tuvo ocasión de hacerlo. Annie apagó la luz y empezó a bajar la escalera. Tendría que haberle dado las gracias por cuidar de él, pero ella no era la única antipática que había por allí.
Como no consiguió volver a dormirse, Annie se puso el abrigo, cogió las llaves del Range Rover y salió. Durante el camino de vuelta tras la cena de la Langosta Hervida no había hablado con Jaycie sobre lo que había averiguado. Y su amiga no sabía que ella había ido a la torre a esperar a Theo.
El cielo nocturno se había despejado, y el velo estrellado de la Vía Láctea se extendía sobre ella. No quería hablar con Jaycie ni con Theo por la mañana, pero en lugar de subirse al coche se dirigió hacia el borde del camino y miró hacia abajo. Estaba demasiado oscuro para ver la cabaña, pero si hubiera habido alguien allí haciendo algo, ya se habría ido. Hacía semanas, le habría dado miedo ir a la cabaña en plena noche, pero la isla la había curtido. Ahora casi esperaba que hubiera alguien. Así, por lo menos, sabría quién la atormentaba.
El Range Rover olía como Theo: a cuero y al frío invernal. Estaba bajando la guardia tan deprisa que apenas podía mantener su posición. Y también estaba Jaycie. Aunque había pasado casi un mes con ella, su amiga no había mencionado ni una sola vez el pequeño detalle de que había matado a su marido. De acuerdo, no era el tipo de tema que podía sacarse fácilmente en una conversación, pero tendría que haber encontrado la forma. Aunque ella estaba acostumbrada a intercambiar confidencias con sus amigas, sus conversaciones con Jaycie siempre eran superficiales. Era como si Jaycie llevara un cartel de prohibida la entrada colgado del cuello.
Annie llegó a la cabaña y salió del coche. El cerrajero que no podía permitirse no iba a ir hasta la semana siguiente. Podía encontrarse a cualquiera dentro. Abrió la puerta, entró en la cocina y prendió la luz. Todo estaba tal como lo había dejado. Recorrió la casa, encendiendo las luces, y echó un vistazo al trastero.
—Cobardica —se mofó Peter.
—Cállate, imbécil. Estoy aquí, ¿no? —replicó. Últimamente Leo no la había fastidiado, mientras que Peter, su galán, se mostraba cada vez más agresivo. Otra cosa desequilibrada en su vida.
A la mañana siguiente le dolía la cabeza y necesitaba un café. Salió de la ducha, se envolvió en una toalla y se dirigió a la cocina. Un sol reluciente entraba por las ventanas delanteras y hacía brillar las escamas tornasoladas de la silla con forma de sirena. ¿Cómo había conservado Mariah algo tan feo? La sirena le recordaba a una de las esculturas kitsch e increíblemente caras de Jeff Koons. Sus estatuas de la Pantera Rosa y Michael Jackson, los animales de acero inoxidable que recordaban globos coloreados de Mylar lo habían hecho famoso. La sirena podría haber pasado por una obra de Koons si...
Soltó un grito ahogado y cruzó corriendo el salón hacia las cajas que había dejado allí. ¿Y si la sirena era una de las piezas de Koons? Se arrodilló y, sin prestar atención a que se le cayó la toalla al hacerlo, buscó con torpeza el libro de invitados de la cabaña. Su madre jamás habría podido permitirse una obra de Koons, por lo que tendría que tratarse de un regalo. Encontró el libro y lo hojeó frenética en busca del nombre de ese artista. Como no lo encontró, volvió a empezar desde el principio.
No estaba ahí. Pero que no hubiera visitado la cabaña no significaba que la silla no fuera obra suya. Había hecho una búsqueda de los cuadros, las esculturas pequeñas y la mayor parte de los libros sin encontrar nada. Tal vez...
—Esto me gusta más que Harp House —dijo una voz suave tras ella.
Se volvió hacia la puerta de la cocina. Allí estaba Theo, con los dedos en los bolsillos delanteros, vestido con la parka gris con que ella se había tapado para dormir la noche anterior, mientras que su toalla yacía en el suelo.
A pesar del sexo alocado que habían practicado en aquella misma habitación, él nunca la había visto desnuda, pero dominó el impulso de recoger con rapidez la toalla para cubrirse como una virgen victoriana. Así que la cogió despacio, como si no pasara nada.
—Eres preciosa —aseguró Theo—. ¿Te lo dijo alguno de tus patéticos novios?
«No de esa forma. Bueno, de ninguna forma, en realidad.» Y era bonito oírlo, aun de labios de Theo. Se colocó bien la toalla pero, en lugar de levantarse grácilmente, perdió el equilibrio y cayó hacia atrás.
—Por suerte —comentó él—, prácticamente soy médico, de modo que nada de lo que estoy viendo me resulta desconocido.
—No eres prácticamente médico, y espero que hayas disfrutado de lo que has visto porque no lo verás más —sentenció Annie sujetándose bien la toalla y poniéndose en pie.
—Lo dudo.
—¿De verdad? ¿Realmente quieres insistir? —preguntó Annie.
—Me cuesta creer que hayas olvidado lo que hice anoche.
Ella ladeó la cabeza.
—La forma heroica con que me enfrenté a tiburones y olas monstruosas —precisó Theo, sacudiendo la cabeza con tristeza—. Y los icebergs. ¿Te mencioné los piratas? Pero bueno, supongo que el heroísmo es suficiente recompensa en sí mismo. No habría que esperar nada más.
—Buen intento. Ve a prepararme un café.
—Deja que antes te ayude a levantarte —sugirió, y se acercó a ella lánguidamente con una mano extendida.
—No te acerques. —Se levantó—. ¿Cómo es que has venido tan temprano?
—No es tan temprano, y no tendrías que haber regresado sola.
—Lo siento —dijo ella con sinceridad.
Theo dejó de mirarle las piernas desnudas y fijó los ojos en el lío que había formado en el suelo.
—¿Otro allanamiento? —preguntó.
Iba a decirle lo de la silla con forma de sirena, pero le estaba contemplando de nuevo las piernas y, dado que solo llevaba una toalla, estaba en desventaja.
—Tomaré huevos de codorniz escalfados y zumo de mango natural. Si no es demasiado pedir.
—Deja caer esa toalla y le añadiré champán.
—Es tentador —repuso ella, yendo hacia la habitación— . Pero como podría estar embarazada, no debería beber alcohol.
Theo soltó un largo suspiro.
—Y esas palabras escalofriantes apagaron el violento fuego en su entrepierna —soltó.
Mientras Theo escribía en el estudio, Annie fotografió la silla con forma de sirena desde todos los ángulos. En cuanto llegara a Harp House, enviaría las fotografías por correo electrónico al agente de Koons en Manhattan. Si realmente era una de sus obras, su venta le permitiría pagar sus deudas y aún le sobraría dinero.
Cerró la mochila mientras sus pensamientos vagaban hacia el hombre encerrado en el estudio.
«Eres preciosa.»
Aunque no era verdad, resultaba agradable oírlo.
Se había acostumbrado a ir a ver la casita de hadas todos los días, y ahora había una pluma de gaviota colgada de un par de ramitas para formar una delicada hamaca. Mientras observaba esta última adición, pensó en el dibujo del secreto blindado de Livia. La burda mancha al final del brazo extendido del adulto que estaba de pie no era ningún error. Era un arma. ¿Y el cuerpo en el suelo? La mancha roja del pecho no era una flor ni un corazón, sino sangre. Livia había dibujado el asesinato de su padre.
Lisa salió por la puerta trasera. Vio a Annie y la saludó con la mano antes de dirigirse hacia el embarrado todoterreno estacionado delante del garaje. Annie se armó de valor y entró.
La cocina olía a tostadas y Jaycie lucía, como en demasiadas ocasiones, una expresión de ansiedad.
—Por favor, no digas a Theo que Lisa ha estado aquí. Ya sabes cómo es.
—Theo no va a despedirte, Jaycie. Te lo aseguro.
—Lo vi marcharse a la cabaña esta mañana —dijo en voz baja, volviéndose hacia el fregadero.
Annie no iba a hablar de Theo. ¿Qué iba a decir? ¿Que podría haberla dejado embarazada? Había sido cosa de una sola vez.
—¿De veras crees eso? —soltó Dilly, chasqueando la lengua.
—Annie se está volviendo un poco guarra. —Peter, su antiguo galán, se había vuelto en su contra.
—¿Quién es el abusón ahora? —intervino Leo—. Cuidado con lo que dices, tío. —Habló con su desdén habitual, pero aun así...
No sabía qué le estaba pasando a su cabeza. Pero, como tenía a Jaycie delante, no era el momento de averiguarlo.
—Me enteré de cómo murió tu marido —soltó.
Jaycie se tambaleó hacia la mesa y se dejó caer en una silla.
—Y ahora piensas que soy una persona horrible —comentó sin mirarla a los ojos.
—No sé qué pensar. Ojalá me lo hubieras contado.
—No me gusta hablar de ello.
—Lo comprendo. Pero somos amigas. Si lo hubiera sabido, habría entendido desde el principio la mudez de Livia.
—No es seguro que esa sea la razón —repuso Jaycie, estremeciéndose.
—Ya basta, Jaycie. Me he documentado un poco sobre el mutismo.
—No te puedes imaginar cuán terrible es saber que has lastimado a tu propia hija —comentó Jaycie, y se tapó la cara con las manos.
Como Annie no soportaba la infelicidad, se frenó.
—Bueno, vale, no tenías obligación de contármelo.
—No se me dan bien las amistades. —Jaycie alzó los ojos hacia ella—. No había demasiadas niñas de mi edad cuando era pequeña. Y como no quería que nadie supiera lo mal que iban las cosas con mi padre, alejaba de mí a cualquiera que intentara acercárseme. Incluso a Lisa. Es mi mejor amiga, pero no hablamos demasiado sobre asuntos personales. A veces creo que la única razón por la que viene es para comprobar cómo va todo para luego informar a Cynthia.
A Annie no se le había ocurrido que Lisa fuera un topo de Cynthia.
—Me gustaba estar con Regan porque ella nunca hacía preguntas. Pero era mucho más lista que yo, y vivía en otro mundo —dijo Jaycie mientras se frotaba la pierna.
Annie se acordaba de Jaycie como alguien que se mantenía en un segundo plano aquel verano, alguien a quien tal vez no recordaría si no hubiera sido por lo sucedido en la cueva.
—Podría haber acabado en la cárcel —prosiguió su amiga—. Cada día doy gracias a Dios porque Booker Rose me oyó gritar y corrió a la casa a tiempo para verlo todo por la ventana. —Cerró los ojos y volvió a abrirlos—. Ned estaba borracho. Se me acercó blandiendo su pistola, amenazándome. Livia estaba jugando en el suelo y se echó a llorar, pero a Ned le dio igual. Me puso la pistola en la cabeza. No creo que me hubiera disparado, solo quería que supiera quién mandaba. Pero no soporté oír llorar a Livia y le arrebaté el arma y... Fue horrible. Pareció asombrado cuando el arma se disparó, como si no pudiera creerse que ya no estuviera al mando.
—Oh, Jaycie...
—Nunca he sabido explicárselo a Livia. Siempre que lo intentaba, hacía lo posible por escabullirse, así que dejé de intentarlo con la esperanza de que lo olvidara.
—Debería acudir a un psicoterapeuta —sugirió Annie con delicadeza.
—¿Cómo voy a conseguir eso? No hay ninguno aquí, en la isla, y aunque pudiera llevarla al continente no puedo permitírmelo. —Parecía derrotada, mayor de lo que era—. Tú eres la única persona con la que ha conectado desde que pasó aquello.
«Conmigo no», pensó Annie. Scamp era quien se había ganado a Livia.
—No puedo creer que te haya lastimado a ti también. Después de todo lo que has hecho por mí —se lamentó Jaycie con lágrimas en los ojos.
Livia entró corriendo en la habitación y su presencia puso punto final a la conversación.
Después de que Annie se hubiera ido a Harp House, Theo se instaló en el salón para escribir, pero el cambio de escenario no lo ayudó. No había forma de que el maldito crío se muriera.
El chaval lo miraba desde el dibujo de Annie. A Theo le encantaba el enorme reloj de pulsera que llevaba en la muñeca, las ligeras arrugas de preocupación que le surcaban la frente. Annie no había valorado su talento como artista, y aunque no fuera un maestro de la pintura, era una ilustradora excelente.
Aquel chico lo había subyugado de inmediato, y estaba tan vivo en su imaginación como cualquiera de sus personajes novelescos. Sin planearlo, había terminado incluyéndolo en su manuscrito como un personaje secundario, un chaval de doce años llamado Diggity Swift, que había sido transportado desde la actual Nueva York hasta las calles del Londres victoriano. Diggity tenía que ser la siguiente víctima del doctor Quentin Pierce, pero hasta entonces el niño había logrado hacer lo que los adultos no podían: eludir al siniestro doctor. Y ahora este sufría un ataque de furia psicópata y estaba empeñado en acabar con el pilluelo de la forma más dolorosa posible.
Había decidido no describir la muerte del niño, algo que podría haber hecho en El sanatorio, pero esta vez no se sentía con ánimos. Bastaría una breve referencia al olor procedente del horno.
El chaval era astuto. Aunque había sido transportado a un entorno desconocido, un entorno que iba más allá del tiempo y el espacio, había conseguido eludir a su perseguidor. Y lo estaba haciendo sin la ayuda de asistentes sociales, leyes de protección de menores o el apoyo de ningún adulto, por no hablar de la ayuda de un móvil o un ordenador.
Al principio no entendía cómo aquel chaval podía escaparse de forma tan milagrosa, pero al final cayó en la cuenta: era gracias a los videojuegos. Jugar horas y horas mientras sus padres ricos y adictos al trabajo conquistaban Wall Street había dotado a Diggity de rapidez de reflejos, una gran capacidad de deducción y cierta aclimatación a lo extraño. Diggity estaba aterrado, pero no se rendía.
Theo nunca había introducido un niño en un libro, y no repetiría ni por todo el oro del mundo. Pulsó la tecla de suprimir para eliminar dos horas de trabajo. Aquella historia no iba del chico, tenía que recuperar el control antes de que el muy granuja lo asumiera.
Estiró las piernas y se frotó la mandíbula. Annie había vuelto a cerrar las cajas del suelo, pero no las había retirado de allí. Lo veía todo de color rosa. Él no creía que Mariah le hubiera dejado nada.
Pero no lo veía todo de color rosa en lo que a él se refería. Ojalá ella dejara de fastidiarlo con ese posible embarazo o le dijera cuándo lo sabría con certeza. Kenley nunca había querido tener hijos, lo que había resultado una de las pocas cosas que tenían en común. La idea de volver a ser algún día responsable de otro ser humano le daba escalofríos. Preferiría pegarse un tiro.
Apenas había pensado en Kenley desde la noche en que había hablado de ella a Annie, y eso no le gustaba. Annie quería redimirlo de la muerte de su mujer, pero eso solo decía algo de Annie y nada de él. Necesitaba aquel sentimiento de culpa. Era la única forma en que podía vivir consigo mismo.