17

 

 

—¿Así que estabas dispuesta a defenderme con un raspador de hielo? —Theo dejó la parka sobre el respaldo del sofá de terciopelo rosa. Habían pasado dos horas desde el lamentable incidente, y acababa de volver por segunda vez del pueblo.

—Fue lo único que encontré en tu coche —se justificó Annie—. Las ninjas usamos lo que tenemos a mano.

—Prácticamente provocaste un infarto a Wade Carter.

—Estaba escondido detrás de la cabaña. ¿Qué querías que hiciera?

—¿No te parece que echártele encima fue un poco extremo?

—No si se estaba preparando para entrar a escondidas. Y ahora en serio, Theo, ¿lo conoces bien?

—Lo bastante como para saber que su mujer no se rompió el brazo solo para que él tuviera una excusa para entrar a escondidas en la cabaña. —Dejó las llaves del coche en la mesa y se dirigió hacia la cocina—. Tienes suerte de no haberle causado una conmoción cerebral.

Annie estaba bastante orgullosa de sí misma. Sí, se alegraba de no haber lastimado a aquel hombre, pero después de haberse sentido derrotada durante tanto tiempo, le gustaba saber que no le daba miedo pasar a la acción.

—La próxima vez llamará a la puerta —dijo, siguiendo a Theo.

—Hemos cambiado las cerraduras. Y ya llamó hoy, ¿recuerdas? —replicó él mientras abría la caja de vino que había vuelto a llevar a la casa.

Pero Theo no había abierto y Carter había rodeado la cabaña para averiguar si había alguien dentro. Entonces, Annie no sabía todo eso.

—A partir de ahora, se acabó lo de poner música a todo volumen mientras trabajas —dijo—. Cualquiera podría acercársete y no te enterarías hasta que fuera demasiado tarde.

—¿Por qué tendría que preocuparme si tengo a la Mujer Maravilla?

—Lo hice de fábula —aseguró Annie con una sonrisa.

—Por lo menos correrá la voz de que no eres un blanco fácil —repuso él y soltó una carcajada todavía algo empañada.

Ella se planteó preguntarle por la casita de hadas, pero hablar de ella acabaría con su magia. Además, eso era algo entre él y Livia.

—¿Cómo fue lo de la fractura de su mujer?

—Le estabilicé el brazo. Wade la llevará al continente mañana. —Leyó la etiqueta de la botella de vino—. Entonces Lisa McKinley vio mi coche y me pidió que echara un vistazo a su hija menor.

—Alyssa.

—Sí, bueno, resulta que Alyssa se había metido algo en la nariz y no le salía. Pregúntame qué sé sobre extraer gominolas de la nariz de un niño. —Encontró el sacacorchos—. A todos les digo lo mismo. Soy auxiliar sanitario, no médico, pero se comportan como si me hubiera doctorado en Harvard.

—¿Se la sacaste?

—No, y Lisa está cabreada conmigo. —A diferencia de la gominola, el tapón de la botella de vino salió a la perfección—. No llevo encima un espéculo nasal, y podría haberle provocado lesiones si le hurgaba la nariz. Irá al continente con los Carter. —Sacó dos copas de vino.

—Yo no tomaré vino —dijo Annie rápidamente—. Prefiero una infusión. Manzanilla.

—No te ha venido el período. —Le reaparecieron las habituales arrugas de la comisura de los labios adustos.

—No, no me ha llegado. —No había rechazado el vino solo porque pudiera estar embarazada, sino también porque él había vuelto a entrar el vino en la cabaña. Si se lo bebía con él, dejaría de ser un regalo.

—No fastidies y dime cuándo te toca la regla —exigió él, dejando las copas con fuerza en la encimera.

—La semana que viene. —Annie ya no podía darle más largas—. Pero me encuentro bien. Estoy segura de que no estoy...

—No estás segura de nada. —Se volvió para servirse la copa sin mirar a Annie—. Si estás embarazada, iré a ver a un abogado, estableceré un fideicomiso, me aseguraré de que tú... de que tú y el niño tengáis lo que necesitéis.

No dijo nada de librarse del «niño».

—No voy a hablar de esto —dijo Annie.

Se volvió hacia ella, con la copa de vino en la mano.

—Tampoco es mi tema de conversación favorito, pero tienes que saber que...

—¡Deja de hablar de ello! —Señaló los fogones—. Preparé la cena. No será tan buena como las tuyas, pero es comida.

—Primero práctica de tiro.

Esta vez no estaba para bromas.

 

 

Estuvieron melancólicos hasta la cena. El barco semanal de suministros había llegado con provisiones para Moonraker Cottage, encargadas en su mayor parte por Theo, y ella se había ceñido a lo que sabía hacer: albóndigas y salsa de espaguetis casera. No era alta cocina, pero a Theo le gustó.

—¿Por qué no me preparabas esto cuando ayudabas a Jaycie con la cena?

—Quería hacerte sufrir.

—Misión cumplida. —Theo dejó el tenedor—. A ver, ¿cómo quieres que vaya la cosa? ¿Seguirás poniendo notas adhesivas en la puerta de tu habitación o vamos a portarnos como adultos y hacer lo que ambos deseamos?

Desde luego, Theo sabía ir al grano.

—Ya te lo dije. No se me da bien separar los sentimientos del sexo. Sé que parece anticuado, pero yo soy así.

—Tengo algo que decirte, Annie. No se te da bien separar los sentimientos de nada.

—Sí, bueno, eso también.

—¿Te he dado las gracias? —Theo levantó la copa hacia ella.

—¿Por ser una diosa del sexo?

—También por eso. Pero... —Dejó la copa y corrió la silla de golpe hacia atrás—. Coño, no lo sé. Mi escritura se ha ido al carajo, no tengo ni idea de cómo protegerte de lo que sea que está pasando aquí, y muy pronto alguien va a pedirme que le trasplante un corazón. Pero... la cuestión es que no soy lo que se dice infeliz.

—¡Caramba! Si sigues así pronto tendrás un especial en el Club de la Comedia.

—Muy sensible por tu parte —se quejó casi sonriente—. ¿Y bien? ¿Has acabado ya con las notitas adhesivas o no?

¿Había acabado? Llevó el plato sucio a la cocina y pensó en lo que era mejor para ella. No para él. Solo para ella. Se dirigió hacia la puerta.

—Mira, te diré lo que quiero. Sexo, y en grandes dosis —dijo.

—Mi mundo es mucho más alegre ahora.

—Pero impersonal. Sin abrazos después. Y nada de dormir en la misma cama. —Se acercó de nuevo a la mesa—. En cuanto me hayas satisfecho, se acabó. No quiero charlas íntimas. Dormirás en tu propia cama.

—Será duro, pero podré soportarlo. —Inclinó la silla hacia atrás.

—Totalmente impersonal —insistió Annie—. Como si fueras un prostituto.

—¿No te parece un poco degradante? —Arqueó una de sus cejas imperiosas.

—No es problema mío. —La fantasía era deliciosa... y perfecta para el mensaje que quería transmitirle—. Eres un prostituto que trabaja en un burdel dedicado a una clientela exclusiva. —Se dirigió hacia la estantería y desarrolló la idea sin importarle cómo le sentara a Theo o si la estaría juzgando—. El local es discreto pero lujoso. Paredes blancas y sillones negros de piel. No demasiado rellenos —añadió—. De los estilizados con armazón cromado.

—Algo me dice que ya habías pensado en ello —comentó Theo irónicamente.

—Todos los hombres estáis sentados por la sala en distintos grados de desnudez. Y nadie dice una palabra.

—¿Desnudez?

—¿Qué pasa?

—Nada. Solo estoy...

—Todos los hombres son guapísimos —prosiguió Annie—. Yo recorro la habitación. —Lo hizo—. Todo está en silencio. Me tomo mi tiempo —dijo, e hizo una pausa antes de añadir—: En el centro mismo de la sala hay una plataforma circular a quince centímetros del suelo...

—Realmente lo has pensado mucho —comentó Theo con la ceja arqueada.

—Allí van los hombres —prosiguió Annie sin prestarle atención—. Para ser inspeccionados.

Las cuatro patas de la silla de Theo tocaron el suelo.

—Muy bien, me estoy excitando de verdad.

—Elijo los tres que más me gustan. Uno a uno, les señaló la plataforma.

—¿Te refieres a la plataforma circular a quince centímetros del suelo?

—Los inspecciono detenidamente. Les recorro el cuerpo con las manos, les busco defectos...

—¿Les miras los dientes?

—Compruebo su fuerza y, lo más importante, su resistencia.

—¡Ah!

—Pero ya sé a quién quiero. Y lo hago subir el último.

—Jamás había estado tan excitado y horrorizado a la vez.

—Este hombre es magnífico. Exactamente lo que necesito. Cabello oscuro, un perfil marcado, una fuerte musculatura. Y, lo mejor, la inteligencia que reflejan sus ojos me dice que es algo más que un semental. Lo elijo.

Theo se levantó de la silla y asintió de forma burlona con la cabeza.

—Gracias.

—No. Tú no. —Lo descartó con un movimiento de la mano—. Por desgracia, el hombre que he elegido ya está ocupado esta noche. Entonces me quedo contigo. —Le dirigió una sonrisa triunfal—. No eres tan caro, y ¿quién puede resistirse a una ganga?

—Tú no, al parecer. —La ligera ronquera de su voz deslució su amago de broma.

Annie se sentía como Sherezade. Bajó su voz hasta llevarlo al límite de la sensualidad, sin traspasarlo.

—Llevo una vaporosa prenda de encaje negro. Y debajo solo unas braguitas rojas.

—¡A la habitación! —graznó Theo—. ¡Ya! —Era una orden, pero ella fingió pensárselo... unos tres segundos, hasta que él la tomó por el brazo para llevarla a su cuarto.

Una vez le hizo cruzar la puerta, ella plantó los pies en el suelo, no dispuesta aún a ceder el control.

—La habitación tiene una gran cama con unos grilletes forrados con piel en la cabecera y los pies.

—Pero...

—Y una pared llena de vitrinas que exhiben todos los juguetes sexuales imaginables.

—Todo esto me supera —aseguró Theo, pero la diversión que reflejaban sus ojos lo desmentía.

—Excepto esas espeluznantes mordazas —añadió Annie—. Ya sabes a qué me refiero.

—Me temo que no.

—Bueno, son asquerosas.

—Si tú lo dices, me lo creo. —Señaló las imaginarias vitrinas—. Todo está dispuesto con buen gusto.

—¿Y por qué no? Es un establecimiento de primera clase. —Se alejó unos pasos de él—. Abrimos las puertas de cristal y examinamos juntos cada objeto.

—Con calma...

—Sacas algunos —prosiguió Annie.

—¿Cuáles?

—Los que has visto que yo miraba más detenidamente.

—Que serían...

—Te señalo los látigos. —Annie entornó los ojos.

—¡No voy a azotarte! —Se indignó él.

—Coges el látigo que he elegido y me lo acercas —prosiguió ella sin hacer caso a su indignación real o fingida—. Te lo quito de las manos —añadió mordiéndose el labio inferior.

—¡Y una mierda! —El diablo que había en su interior se apoderó de él. Se acercó a ella—. Tú no lo sabes pero no soy un prostituto de lujo cualquiera. Soy el rey de los prostitutos. Y ahora me pongo al mando.

Ella vaciló.

—Arranco una cinta de cuero del látigo —explicó Theo mientras le tomaba un mechón de pelo entre los dedos.

Annie dejó de respirar.

—Lo uso para recogerte el cabello hacia arriba...

—No sé si me gusta este rumbo —comentó Annie, pero ya tenía la piel de gallina. Le encantaba aquel rumbo.

—Ya lo creo que te gusta —la contradijo él, acariciándole la nuca con los labios y mordisqueándole después suavemente la piel—. Te gusta mucho. —Le soltó el cabello—. Especialmente cuando te separo las piernas con el mango del látigo.

A Annie la ropa le quemaba el cuerpo. Necesitaba quitársela ya mismo.

—Te lo subo por la pantorrilla... —Lo ilustró recorriéndole con los dedos el vaquero—. Después por la parte interior del muslo... ¡Desnúdate! —ordenó de pronto, y Annie se quitó el jersey.

Theo la imitó.

—Sigue desnudándote —insistió, mirándola a los ojos.

—Canalla.

Terminó de desvestirse ella primero, lo que le dio tiempo para admirar el cuerpo de Theo. Músculos y tendones, protuberancias y huecos. Era perfecto, y le daba igual si ella no lo era. Al parecer, a él también.

—¿Qué fue de ese látigo? —preguntó por si se le había olvidado...

—Me alegra que lo preguntes. —Ladeó la cabeza—. Venga. A la cama.

Solo era un juego, pero nunca se había sentido más deseada. Lo hizo despacio, sintiéndose la reina del sexo, y se arrodilló sobre las sábanas para observar cómo él se le acercaba.

Totalmente majestuoso...

Se recostó en los talones. El brillo de los ojos de Theo le indicó que estaba disfrutando tanto como ella. Pero ¿le bastaría con eso? Al fin y al cabo, era un hombre que había triunfado profesionalmente gracias al sadismo.

La empujó hacia atrás. Mientras exploraba su cuerpo, le susurró todas las cosas pervertidas, groseras y excitantes que pensaba hacerle.

—Y yo no digo nada. —Annie logró retomar su fantasía tras respirar hondo—. Te dejo hacer lo que quieres, tocarme dónde quieres. Soy sumisa... hasta que dejo de serlo —añadió hincándole las uñas en las nalgas.

Y la reina del sexo tomó el mando. Fue magnífico.

Su juego los liberó, acabó con su seriedad, les permitió gruñir, jugar, amenazarse y forcejear. No tuvieron escrúpulos y los tuvieron todos. Las sábanas se enredaron a su alrededor a medida que sus amenazas subían de tono y sus caricias eran más apasionadas.

Fuera de su refugio erótico empezó a nevar. Dentro, ambos se perdieron en el frenesí que ellos mismos habían desatado.

 

 

Theo nunca había jugado de aquella manera erótica con una mujer. Recostado en la almohada, ponderó la idea, para él nueva, de que el sexo podía ser divertido. Recibió un codazo en las costillas.

—Se acabó —decretó Annie—. Largo.

Kenley no se cansaba nunca de él. Quería tenerlo a su lado todos los segundos del día. Y él solo quería irse.

—Estoy demasiado cansado para moverme —murmuró.

—Como quieras. —Annie se levantó sin más y se marchó de la habitación haciendo aspavientos.

Ella había dicho en serio que no iban a dormir juntos. Tendría que haberse comportado como un caballero y cumplir su deseo, pero se sintió ninguneado, así que se quedó donde estaba.

Mucho más tarde, sin haber podido pegar ojo todavía, la encontró acurrucada en la cama de su estudio. Contuvo las ganas de acostarse a su lado y recogió su portátil. Lo llevó al salón y se dispuso a escribir. Pero seguía pensando en Diggity Swift. Había matado al chaval en la última página, pero no mentalmente, y eso no le gustaba. Indignado consigo mismo, dejó el portátil y se quedó mirando nevar por la ventana.

 

 

Después de ducharse y ponerse los vaqueros y un jersey verde, Annie encontró a Theo en la cocina.

—¿Café? —ofreció él.

—No, gracias.

—De nada.

Se había duchado antes que ella y también iba completamente vestido. Hacían gala de sus mejores modales para compensar con cortesía el libertinaje exhibido la noche anterior, como si tuvieran que recuperar la dignidad y demostrar que eran criaturas civilizadas.

Mientras Theo bebía su café sentado a la mesa, Annie se hizo con una sábana vieja, buscó una lata de pintura negra en el trastero y lo llevó todo al estudio, donde el suelo estaba tan manchado que no importaría ensuciarlo más. Media hora después, Theo estaba en medio de la nieve recién caída contemplando el cartel que ella estaba colgando en el frente de la cabaña.

 

SE DISPARARÁ A CUALQUIER INTRUSO

SIN PREVIO AVISO

 

Bajó de la escalera de mano y lo miró con el ceño fruncido, desafiándolo a burlarse de ella.

—Me parece bien —se limitó a decir Theo, encogiéndose de hombros.

 

 

En el transcurso de los días siguientes, Annie tomó una decisión. No sobre Theo, pues su relación con él estaba bien clara: le encantaba ser la reina del sexo, e insistir en lo de dormir en camas separadas evitaba que se pusiera sentimental. Su decisión era referente al legado. No había encontrado nada, y ya era hora de aceptar la realidad. Su madre tomaba tantos analgésicos que no sabía lo que decía. No había ningún legado. Así las cosas, podía desmoronarse porque sus problemas financieros no iban a desaparecer mágicamente, o podía seguir adelante, paso a paso.

El ferry entre las islas llegaría el 1 de marzo, en unos pocos días. Empezó a recoger todo lo que había de valor en la cabaña para enviarlo al continente. Contrató una furgoneta para que lo transportara hasta Manhattan. El nombre de su madre todavía valía algo, de modo que todo iría a la mejor tienda de segunda mano de la ciudad.

Había enviado fotos de los distintos objetos al propietario, incluidos los cuadros, las litografías, los libros de arte, la cómoda Luis XIV del «martinete» y el bol con el alambre de púas. El hombre había aceptado adelantarle el dinero del transporte, que le descontaría de las futuras ventas.

La pieza central de la colección, el objeto con que la tienda iba a obtener más dinero, era el que a ella casi le había pasado por alto: el libro de invitados de la cabaña. Algunas de las firmas eran de artistas conocidos y varias incluían dibujitos junto a los nombres. El comerciante esperaba obtener hasta dos mil dólares por él, pero se quedaba con un cuarenta por ciento de comisión. Aunque se vendiera todo, Annie no podría saldar sus deudas, pero las reduciría considerablemente. Además, volvía a gozar de buena salud. Cuando sus sesenta días hubieran terminado, trataría de recuperar sus viejos empleos y empezaría de nuevo. Una perspectiva deprimente.

Pero el último día de febrero pasó algo que la animó.

Theo había estado cabalgando más rato del habitual, y ella no dejaba de asomarse a las ventanas de Harp House para ver si volvía. Ya casi había anochecido cuando lo divisó subiendo por el camino. Salió presurosa por la puerta lateral, cogiendo el abrigo de pasada, prescindiendo del gorro y los guantes.

—¿Qué pasa? —preguntó Theo, que tiró de las riendas en cuanto la vio correr hacia él.

—Nada. Alégrate. ¡Me ha venido la regla!

—¡Qué alivio!

No esbozó una ancha sonrisa, ni levantó el pulgar, satisfecho, ni dio las gracias a Dios. Lo observó con curiosidad.

—No sé por qué, pero me esperaba más entusiasmo —comentó.

—Te aseguro que no podría estar más entusiasmado.

—Pues no lo pareces.

—A diferencia de ti, no tengo la costumbre de dar saltitos como un niño de doce años. —Y se marchó hacia la cuadra.

—¡Deberías probarlo algún día! —le gritó ella.

Cuando lo perdió de vista, sacudió la cabeza, indignada. Un recordatorio más de que el único nexo que los unía era físico. ¿Dejaba Theo que alguien supiera qué pensaba realmente?

 

 

Por supuesto que estaba aliviado. Annie había tenido mucho descaro al decir que no se lo parecía. Que estuviera embarazada le habría jodido la vida completamente. Estaba irritable por culpa del trabajo. Le pasaba siempre que la escritura le iba mal, y en aquel momento le iba fatal. Había matado a Diggity Swift hacía una semana y estaba bloqueado desde entonces.

No lo entendía. Nunca había tenido problemas en matar a un personaje, pero ahora era incapaz de sentir el menor interés por Quentin Pierce y su banda de rufianes. De hecho, ese mismo día le había alegrado recibir una llamada de Booker Rose para hablarle de sus hemorroides. ¿No era una locura?

 

 

Annie conservó el sofá de terciopelo rosa y las camas, pero envió al continente la mayor parte de los demás muebles, incluida la silla-sirena. Envolvió los cuadros más grandes en mantas viejas y metió los objetos más pequeños en unas cajas que cogió de Harp House. Kurt, el hijo de Judy Kester, tuvo que hacer dos viajes en su camioneta para llevarlo todo al embarcadero. Le pagó con el sillón marrón que él quería regalar a su mujer embarazada por su cumpleaños.

Desde que habían instalado las nuevas cerraduras hacía poco más de una semana, no había habido nuevos incidentes en la cabaña, aunque no sabía si era gracias a las cerraduras o al cartel que había colgado. Cuando Theo consideró que podía manejar una pistola, se aseguró de que en el pueblo todos supieran que estaba armada, y ella empezó a sentirse segura de nuevo.

A Theo no le hizo gracia la falta de muebles.

—Necesito un lugar donde escribir —se quejó al ver el salón casi vacío.

—Regresa a la torre. Yo ya estaré bien aquí sola.

—No iré a ninguna parte hasta que averigüemos quién está detrás de todo esto. Es increíble lo que la gente me cuenta cuando la estoy vendando. Tengo la esperanza de que, si acierto las preguntas, me enteraré de algo.

La enternecía su intención de ayudarla. Al mismo tiempo, no quería que pensara que se apoyaba en él, que era una desventurada damisela que esperaba que fuera su héroe.

—Ya has cubierto el cupo de mujeres necesitadas —le dijo—. No soy responsabilidad tuya.

—Traeré unos muebles de Harp House —comentó como si no la hubiera oído—. En el desván hay varias cosas que nadie utiliza.

—¿Realmente necesito un cadáver momificado?

—Sería una mesa de centro excelente.

No faltó a su palabra. Esperaba que apareciera con un escritorio y tal vez una butaca sin brazos, pero llevó también la mesa redonda de alas abatibles, colocada ahora al lado de la ventana delantera junto con cuatro sillas de respaldo con barras verticales. Una pequeña cómoda pintada de tres cajones descansaba ahora entre dos mullidas butacas sin brazos cubiertas con una funda a cuadros azul marino y blancos algo apagados. Hasta había llevado una abollada lámpara de metal con forma de cuerno de caza.

Mariah lo habría desechado todo, especialmente la lámpara de caza. No había nada moderno ni armonioso, pero finalmente aquel sitio parecía lo que era: una humilde cabaña de Maine en lugar de un salón con pretensiones artísticas de Manhattan.

—Jim Garcia me dejó su camioneta a cambio de mis servicios médicos —le contó Theo—. Tuvo un pequeño accidente con su sierra eléctrica. Los langosteros son gente recalcitrante. Prefieren arriesgarse a tener gangrena antes que desplazar-se al continente para ir al médico.

—Lisa volvió a subir a la casa principal —le informó Annie—. Todavía está enfadada contigo por no sacarle la gominola a Alyssa de la nariz. Hice una búsqueda en internet y le enseñé lo que podría haber pasado si hubieras intentado hacerlo por tu cuenta.

—Hay tres personas más cabreadas conmigo, pero ya hago más de lo que mi titulación me permite. Tienen que aceptarlo.

Tanto si quería admitirlo como si no, cada vez estaba más involucrado en la vida de la isla. Debía de sentarle bien, pues se reía más y ya no se le veía tan tenso.

—Todavía no has matado a nadie —bromeó Annie—. Es una buena noticia.

—Solo porque un par de amigos médicos me ayudan por teléfono.

Estaba tan acostumbrada a pensar que Theo era un hombre solitario que le costó imaginar que tenía amigos.

 

 

Tras otra sesión de libertinaje sexual, se quedaron dormidos en sus respectivas camas, algo que parecía fastidiar más a Theo cada noche. Unos fuertes golpes en la puerta despertaron a Annie, que se incorporó de golpe en la cama y se levantó apartándose el pelo de la cara.

—¡No disparéis! —gritó una voz desconocida.

Le alegró que alguien se tomara en serio su cartel, pero de todas formas cogió la pistola de la mesilla de noche. Cuando llegó al salón, Theo ya estaba en la puerta principal. Soplaba el típico viento de principios de marzo, y la nieve caía sobre la ventana delantera. Mantuvo la pistola en un costado mientras Theo giraba el pomo. En la puerta estaba Kurt, el hijo de Judy Kester, que le había ayudado a trasladar los muebles.

—¡Es Kim! —dijo frenético—. Se ha puesto de parto antes de tiempo, y el helicóptero medicalizado no puede despegar. Te necesitamos.

—Mierda. —No era la respuesta más profesional del mundo, pero Annie no culpó a Theo, que pidió a Kurt que entrara—. Espera aquí —le dijo, y se dirigió a Annie al ir a buscar ropa de abrigo—. Vístete. Vendrás conmigo.