2
Bajó despacio. Era un galán gótico que había cobrado vida, con su chaleco gris perla, su pañuelo blanco y sus pantalones oscuros remetidos en botas de montar de cuero negro de caña alta. Colgando lánguidamente a un costado llevaba una pistola de duelo.
Un escalofrío recorrió la espalda de Annie. Por un momento pensó que le había vuelto a subir la fiebre o que su imaginación le estaba jugando una mala pasada. Pero no era ninguna alucinación. Era muy real.
Desvió lentamente la mirada de la pistola, las botas y el chaleco para fijarla en el hombre en sí.
La tenue luz gris le realzaba el cabello negro azabache, los ojos azul claro, la cara de rasgos cincelados y serios. Todo en él era la personificación de la altivez decimonónica. Quiso hacer una reverencia. Echar a correr. Decirle que, después de todo, no necesitaba el puesto de institutriz.
Cuando llegó al peldaño inferior, Annie le vio la cicatriz a un lado de la ceja. La cicatriz que ella le había hecho.
Theo Harp.
Hacía dieciocho años que no lo veía. Dieciocho años en los que había intentado sepultar los recuerdos de aquel desagradable verano.
—¡Lárgate! ¡Venga, lo más rápido que puedas! —Esta vez no fue Crumpet a quien oyó en su cabeza, sino a la sensata y práctica Dilly.
Y a alguien más...
—Vaya... Por fin nos conocemos. —Un respeto reverencial sustituyó el desdén habitual de Leo.
El atractivo masculino y frío de Harp encajaba a la perfección con aquel entorno gótico. Era alto, delgado y elegantemente disoluto. El pañuelo blanco que llevaba al cuello realzaba la tez oscura que había heredado de su madre andaluza, y hacía tiempo que había dejado atrás la escualidez de la adolescencia. Pero seguía igual de distante. Le dirigió una mirada gélida.
—¿Qué quieres?
Harp sabía perfectamente quién era, pero actuaba como si hubiera entrado en su casa una desconocida.
—Estoy buscando a Will Shaw —respondió, y le dio rabia el ligero temblor de su voz.
Harp pisó el suelo de mármol con ónice negro formando rombos del vestíbulo.
—Shaw ya no trabaja aquí.
—¿Quién se ocupa entonces de la cabaña?
—Eso tendrás que preguntárselo a mi padre.
Como si Annie pudiera llamar sin más a Elliott Harp, un hombre que pasaba los inviernos en el sur de Francia con su tercera esposa, que no podía haber sido más distinta a Mariah. La vitalidad y el estilo excéntrico y sexualmente ambiguo de su madre, con sus pantalones pitillo, sus camisas blancas de hombre y sus bonitos pañuelos de cuello, habían cautivado a varios amantes, además de a Elliott Harp. Casarse con Mariah había sido su particular rebelión de mediana edad contra una vida ultraconservadora. Y había proporcionado a Mariah una sensación de seguridad que ella jamás había logrado antes. Estaban condenados al fracaso desde el principio.
Annie encogió los dedos de los pies y no quiso dejarse intimidar.
—¿Sabes dónde puedo encontrar a Shaw?
—Ni idea. —Levantó ligeramente un omóplato, demasiado displicente para encogerse de hombros como es debido.
El timbre de un móvil muy moderno se inmiscuyó en la conversación. Annie no se había fijado, pero Harp llevaba un estilizado teléfono inteligente negro en la otra mano, la que no sujetaba la pistola de duelo. Cuando Theo echó un vistazo a la pantalla, Annie cayó en la cuenta de que era él a quien había visto la noche anterior cruzar la carretera galopando sin la menor consideración por el hermoso animal que montaba. Pero bueno, Theo Harp tenía antecedentes dudosos en lo referente al bienestar de otros seres vivos, tanto animales como humanos.
Sintió una fugaz náusea. Se fijó en una araña que se deslizaba por el suelo sucio de mármol. Theo Harp silenció la llamada. Por la puerta abierta que había tras él, la que daba a la biblioteca, Annie vislumbró el gran escritorio de caoba de Elliott Harp. No parecía que nadie lo usara. No había tazas, blocs ni libros de consulta. Si Theo Harp trabajaba en su siguiente libro, no lo estaba haciendo allí.
—Me dijeron lo de tu madre —comentó.
No dijo que sintiera lo de su madre. Claro que había visto cómo Mariah había tratado a su hija.
«Mantén la espalda erguida, Antoinette. Mira a la gente a los ojos. ¿Cómo esperas sino que te respeten?»
Peor aún: «Dame ese libro. No vas a leer más tonterías. Solo las novelas que yo te dé.»
Annie detestaba todas aquellas novelas. Puede que hubiera quien se enamorara de Melville, Proust, Joyce y Tolstói, pero a ella le gustaban los libros en que aparecían protagonistas femeninas valientes que se mantenían firmes en lugar de lanzarse a las vías del tren.
Theo Harp acarició el borde del móvil con el pulgar, la pistola de duelo todavía colgando de la otra mano, mientras examinaba su improvisado atuendo de vagabunda: el manto rojo, la vieja bufanda, las gastadas botas de ante marrón. Annie estaba en medio de una pesadilla. La pistola, su extraña vestimenta... ¿Por qué era como si la casa hubiera retrocedido dos siglos? ¿Y por qué un día había intentado matarla?
«No es un simple abusón, Elliott —había dicho su madre al que por aquel entonces era su marido—. Tu hijo tiene un problema grave.»
Annie sabía ahora lo que aquel verano no tenía claro: Theo Harp era un enfermo mental, un psicópata. Las mentiras, las manipulaciones, las crueldades... Los incidentes que su padre había intentado catalogar de simples diabluras no habían sido diabluras en absoluto.
Seguía teniendo el estómago revuelto. No soportaba estar tan asustada. Theo se pasó la pistola a la mano derecha.
—No vuelvas a venir aquí, Annie.
La estaba apabullando de nuevo, y eso no le gustaba nada.
Un gemido fantasmagórico, salido de la nada, recorrió el pasillo. Ella se volvió para ver de dónde procedía.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó y, al mirarlo, vio que él también se había sorprendido.
—Es una casa vieja —dijo rápidamente.
—A mí no me pareció el ruido de una casa vieja.
—No es asunto tuyo.
Tenía razón. Nada que tuviera que ver con él era ya asunto suyo. Estaba más que dispuesta a marcharse, pero apenas había dado unos pasos y el ruido se repitió, un gemido más bajo esta vez, más sobrecogedor todavía que el primero y procedente de otra dirección. Se volvió hacia él y vio que tenía el ceño fruncido y los hombros tensos.
—¿Una esposa loca en el desván? —aventuró Annie.
—Será el viento —replicó Theo, retándola a contradecirlo.
—Yo que tú dejaría las luces encendidas —soltó ella, acariciando la suave lana del manto de su madre.
Mantuvo la cabeza erguida el tiempo suficiente para cruzar el vestíbulo hacia el pasillo trasero, pero cuando llegó a la cocina se detuvo para taparse bien con el manto rojo. Una caja de gofres congelados, una bolsa vacía de galletas saladas y una botella de kétchup sobresalían del cubo de la basura del rincón. Theo Harp estaba loco. Y su locura no era de las divertidas del que cuenta chistes malos, sino de las malas del que guarda cadáveres en el sótano. Esta vez, al salir, fue algo más que el frío ártico lo que la hizo estremecerse. Fue la desesperación.
Irguió más la espalda. El móvil de Theo... Debía haber cobertura en la casa. ¿La habría también ahí fuera? Sacó su prehistórico móvil del bolsillo, encontró un lugar abrigado cerca de la glorieta abandonada, y lo encendió. A los pocos segundos tenía cobertura. Con manos temblorosas, llamó al número del supuesto ayuntamiento de la isla.
Contestó una mujer que se identificó como Barbara Rose.
—Will Shaw se marchó de la isla con su familia el mes pasado —le informó—. Un par de días antes de que llegara Theo Harp.
A Annie se le cayó el alma a los pies.
—Es lo que hacen los jóvenes —prosiguió Barbara—. Se van. La pesca de la langosta no ha sido buena los últimos años.
Ahora por lo menos Annie sabía por qué no le había contestado el correo electrónico.
—Bueno... —dijo tras humedecerse los labios—. ¿Cuánto me cobraría alguien por venir a ayudarme? —explicó el problema que había tenido con el coche y el hecho de que no sabía cómo funcionaban la caldera y el generador.
—Te enviaré a mi marido en cuanto vuelva —aseguró Barbara—. Así hacemos las cosas en la isla. Nos ayudamos unos a otros. No tardará más de una hora.
—¿De veras? Eso sería... Eres muy amable. —Oyó un relincho procedente de la cuadra. El verano que había vivido allí, el edificio estaba pintado de gris claro. Ahora era granate oscuro, igual que la glorieta cercana. Dirigió la vista hacia la casa.
—Lamentamos mucho lo de tu madre —comentó Barbara—. La echaremos de menos. Trajo cultura a la isla, junto con gente famosa.
—Gracias. —En un primer momento creyó que era un efecto óptico. Parpadeó, pero allí estaba. Una cara que la observaba desde una ventana del piso superior.
—Cuando te haya sacado el coche de la nieve, Booker te enseñará cómo funcionan la caldera y el generador. —Barbara hizo una pausa—. ¿Has visto ya a Theo Harp?
La cara desapareció con la misma rapidez con que había aparecido. Annie estaba demasiado lejos para distinguir las facciones, pero no era Theo. ¿Una mujer? ¿Un niño? ¿La esposa chalada encerrada a cal y canto?
—Solo un momento —respondió sin apartar los ojos de la ventana vacía—. ¿Trajo Theo a alguien con él?
—No; vino solo. Puede que no lo sepas, pero su mujer falleció el año pasado.
¿Ah, sí? Annie desvió la mirada de la ventana antes de dejarse llevar de nuevo por la imaginación. Dio las gracias a Barbara e inició el camino de regreso a Moonraker Cottage.
A pesar del frío, del ardor en los pulmones y el misterioso rostro que había visto, estaba algo más animada. Pronto tendría otra vez el coche, además de calefacción y electricidad. Entonces podría empezar a buscar a fondo lo que Mariah le había dejado. La cabaña era pequeña. No le costaría demasiado encontrarlo.
Una vez más, deseó poder venderla, pero todo lo que relacionaba a Mariah con Elliott Harp había sido siempre complicado. Hizo un alto para descansar. El abuelo de Elliott construyó Harp House a principios del siglo XX, y Elliott había comprado los terrenos circundantes, que incluían Moonraker Cottage. Por alguna razón, a Mariah le encantaba la cabaña, y durante los trámites de su divorcio, había exigido a Elliott que se la diera. Él se había negado, pero para cuando se redactó el documento final del divorcio, habían llegado a un acuerdo. La cabaña sería suya con la condición de que la ocupara sesenta días consecutivos al año. En caso contrario, retornaría a la familia Harp. No había segundas oportunidades. Si se iba antes de que se cumplieran los sesenta días, no podría volver y empezar a contar de nuevo.
Mariah era de ciudad, y Elliott creía que le había ganado la partida. Si dejaba la isla durante ese período de dos meses, aunque solo fuera una noche, perdería la casa irremisiblemente. Pero, para su consternación, el acuerdo le fue bien a Mariah. Le encantaba la isla, aunque no Elliott, y como no podía ir a ver a sus amigos, los invitaba a alojarse con ella. Algunos eran artistas consolidados; otros, nuevos talentos a los que quería animar. Todos agradecían la oportunidad de pintar, escribir y crear en el estudio de la cabaña. Mariah había velado por los artistas mucho mejor de lo que había velado jamás por su propia hija.
Tras cubrirse bien con el manto, Annie reanudó la marcha. Había heredado la cabaña, con las mismas condiciones que su madre. Nada de segundas oportunidades. Tenía que pasar allí sesenta días consecutivos o volvería a pertenecer a la familia Harp. Solo que, a diferencia de su madre, Annie detestaba la isla. Pero en aquel momento no tenía otro sitio donde ir, exceptuando el futón apolillado del almacén de la cafetería donde había trabajado. Entre la enfermedad de su madre y la suya, no había podido conservar ningún empleo, y no tenía ni fuerzas ni dinero para encontrar otro sitio donde vivir.
Cuando llegó a la gélida marisma, las piernas se le rebelaban. Se distrajo practicando variaciones de sus gemidos fantasmagóricos. Soltó algo muy parecido a una carcajada. Puede que fuera un fracaso como actriz, pero no como ventrílocua.
Y Theo Harp no había sospechado nada.
En su segunda mañana ya tenía agua, electricidad y una casa fría pero habitable. Gracias a Booker, el marido parlanchín de Barbara Rose, se enteró de que el regreso de Theo Harp era la comidilla de la isla.
—Lo que le pasó a su mujer fue una tragedia —aseguró Booker, después de haberle enseñado a evitar que las cañerías se congelaran, a utilizar el generador y conservar el propano—. Nos supo muy mal por él. Era raro, pero pasó muchos veranos aquí. ¿Has leído su libro?
Como detestaba admitir que lo había hecho, se encogió de hombros de forma vaga.
—Provocó más pesadillas a mi mujer que Stephen King —dijo Booker—. No sé de dónde sacó todas esas ideas.
El sanatorio había sido una novela innecesariamente truculenta sobre un hospital psiquiátrico para delincuentes psicóticos con una habitación que transportaba a sus residentes, especialmente a los que se divertían torturando, hacia atrás en el tiempo. Annie la había detestado. Y como gracias al sustancioso fondo fiduciario que le había dejado su abuela, Theo no necesitaba ganarse la vida con la escritura, lo que había creado era, según ella, todavía más reprobable, aunque hubiera sido un best seller. Se suponía que ahora estaba trabajando en una secuela, que desde luego esta vez ella no leería.
Cuando Booker se marchó, sacó de las bolsas los comestibles que había traído del continente, comprobó que todas las ventanas estuvieran cerradas, apoyó una mesa decorativa metálica contra la puerta principal y durmió doce horas seguidas. Como siempre, se despertó tosiendo y pensando en el dinero. Estaba sumida en deudas y muy preocupada al respecto. Se quedó en la cama, con los ojos fijos en el techo, intentando encontrar una salida.
Después de que le hubieran diagnosticado su enfermedad, Mariah necesitó a Annie por primera vez, y Annie no le había fallado, renunciando incluso a su trabajo cuando llegó el momento que no podía dejarla sola.
«¿Cómo tengo una hija tan tímida?», solía decir su madre. Pero al final había sido ella quien, temerosa, se había aferrado a Annie suplicándole que no la abandonara.
Annie había utilizado sus pequeños ahorros para pagar el alquiler del piso en Manhattan que tanto quería su madre para que esta no tuviera que marcharse de él, y había dependido por primera vez en su vida de las tarjetas de crédito. Compró los remedios naturales que Mariah juraba que la hacían sentir mejor, los libros que le alimentaban el espíritu artístico y los alimentos especiales que la ayudaban a no perder demasiado peso.
Cuanto más débil, más agradecida estaba Mariah. «No sé qué haría sin ti.» Estas palabras fueron un bálsamo para la niña que aún habitaba en Annie anhelando la aprobación de su madre, siempre tan crítica con ella.
Annie se habría podido mantener a flote si no hubiera decidido hacer realidad el sueño de su madre de viajar por última vez a Londres. Gracias a más tarjetas de crédito, se había pasado una semana empujando a Mariah en una silla de ruedas por los museos y las galerías que más le gustaban. Cuando se detuvieron ante un enorme lienzo rojo y gris del artista Niven Garr en la Tate Modern hizo que su sacrificio hubiera valido la pena. Mariah se había llevado a los labios la mano de su hija y había pronunciado las palabras que Annie había ansiado oír toda su vida: «Te quiero.»
Annie se levantó de la cama y se pasó la mañana hurgando por las cinco habitaciones de la cabaña: el salón, la cocina, el cuarto de baño, el dormitorio de Mariah y un estudio que había servido también de habitación de invitados. Los artistas que se habían alojado allí a lo largo de los años habían regalado a Mariah cuadros y pequeñas esculturas, los más valiosos de los cuales hacía tiempo que su madre había vendido. Pero ¿qué se había guardado?
Podía ser cualquier cosa. El sofá victoriano rosa de respaldo alto y el futurista sillón marrón, una diosa tailandesa de piedra, los cráneos de pájaros, un mural que mostraba un olmo cabeza abajo. La mezcolanza de estilos de muebles y objetos resultaba armoniosa gracias al infalible sentido del color de su madre: paredes vainilla y tapicerías azul violáceo, aceituna y marrón. El sofá rosa subido y una fea silla tornasolada con forma de sirena aportaban la nota llamativa.
Mientras se tomaba una segunda taza de café, decidió ser más sistemática en su búsqueda. Empezó por el salón, inventariando todas las obras de arte y su descripción en un bloc. Sería mucho más fácil si Mariah le hubiera dicho qué buscar. O si pudiera vender la cabaña.
—No tenías que haber llevado a tu madre a Londres —comentó Crumpet con un mohín—. En lugar de eso, me tendrías que haber comprado un vestido nuevo. Y una diadema.
—Hiciste lo correcto —aseguró Peter, apoyándola como siempre—. Mariah no era mala persona, solo mala madre.
—¿Lo hiciste por ella... o por ti? —preguntó Dilly con su dulzura habitual, lo que no hizo que sus palabras resultaran menos hirientes.
—Lo que fuera para ganarse el amor de mamaíta, ¿verdad, Antoinette? —soltó Leo con desdén.
Eso era lo que tenían sus muñecos... decían las verdades a las que ella no quería enfrentarse.
Miró por la ventana y vio algo que se movía a lo lejos. Un caballo y un jinete recortados contra el mar gris y espumoso, cruzando el paisaje invernal como si los estuvieran persiguiendo los demonios del infierno.
Después de otro día de ataques de tos, siestas y ratos dedicados a su afición de dibujar niños de viñeta con aspecto bobalicón para animarse, ya no podía seguir ignorando el problema de la cobertura del móvil. La nieve caída la noche anterior había vuelto impracticable la ya peligrosa carretera, lo que significaba otra excursión a lo alto del acantilado para poder utilizar el teléfono. Esta vez, sin embargo, se mantendría fuera de la vista de la casa principal.
Con el abrigo de plumón, iba mejor equipada que la anterior vez para realizar el ascenso. Aunque seguía haciendo mucho frío, había salido el sol y la nieve parecía espolvoreada de purpurina. Pero sus problemas eran demasiado graves como para disfrutar de la belleza. No solo necesitaba cobertura. También necesitaba acceso a internet. Si no quería que nadie se aprovechara de ella, tenía que comprobar todo lo inventariado en su bloc, pero ¿cómo iba a hacerlo? La cabaña no tenía Wi-Fi. El hotel y los hostales ofrecían conexión gratuita en verano, pero ahora estaban cerrados, y aunque su coche aguantara los viajes al pueblo, no se imaginaba llamando de puerta en puerta en busca de alguien que la dejara entrar para navegar por la web.
Incluso con el abrigo, el gorro de lana rojo con que se cubría el cabello rebelde, y la bufanda que le tapaba la nariz y la boca, tiritaba de frío al subir a la cima de la colina. Tras echar un vistazo a la casa para asegurarse de que Theo no anduviera por ahí, encontró un sitio tras la glorieta para hacer sus llamadas: a la escuela primaria de Nueva Jersey que no le había pagado su última visita, a la tienda de venta en consignación donde había dejado los muebles decentes que quedaban de su madre. Los suyos estaban tan viejos que no había valido la pena venderlos y los había tirado. Estaba harta de preocuparse por el dinero.
—Yo te pagaré las facturas —afirmó Peter—. Te salvaré.
Un ruido la distrajo. Miró alrededor y vio a una niña agachada bajo las ramas inferiores de una gran picea roja. Tendría unos tres o cuatro años, muy pequeña para estar fuera sola. Llevaba una chaqueta acolchada rosa y pantalones de pana morados, pero no mitones, botas ni gorro que le tapara el cabello lacio castaño claro.
Annie recordó la cara de la ventana. Debía de ser la hija de Theo.
Le horrorizó pensar en Theo siendo padre. Pobre criatura. No iba lo bastante abrigada y no parecía haber nadie pendiente de ella. Teniendo en cuenta lo que Annie sabía sobre el pasado de Theo, puede que aquello fuera lo de menos.
La niña se dio cuenta de que la habían visto y retrocedió entre las ramas.
—Hola —dijo Annie tras ponerse en cuclillas—. No quería asustarte. Estaba llamando por teléfono.
La pequeña se la quedó mirando sin contestar, pero Annie había conocido a muchos niños tímidos.
—Soy Annie. Antoinette, en realidad, pero nadie me llama así. Y tú, ¿cómo te llamas?
La niña no respondió.
—¿Eres un hada de las nieves? ¿O un conejito de las nieves?
Siguió sin hablar.
—Seguro que eres una ardilla. Pero no veo nueces por aquí. ¿Tal vez eres una ardilla que come galletas?
Normalmente hasta el crío más tímido reaccionaba ante esa clase de tontería, pero la niña no lo hizo. No era sorda, porque había vuelto la cabeza al oír el graznido de un pájaro, pero cuando Annie observó aquellos ojos grandes y atentos, supo que algo no andaba bien.
—Livia... —Era la voz de una mujer, apagada, como si no quisiera que la oyeran desde la casa—. Livia, ¿dónde estás? Ven aquí inmediatamente.
A Annie la venció la curiosidad y se dirigió a la parte delantera de la glorieta.
La mujer era bonita, con una larga cabellera rubia peinada con la raya a un lado, y unas curvas que ni siquiera unos vaqueros y una sudadera holgada podían disimular. Se apoyaba con dificultad en un par de muletas.
—¡Livia!
La mujer le resultó conocida.
—¿Jaycie? —preguntó tras salir de entre las sombras.
La mujer se tambaleó un poco con las muletas.
—¿Annie? —Se sorprendió.
Jaycie Mills y su padre habían vivido en Moonraker Cottage antes de que Elliott lo comprara. Hacía años que Annie no la veía, pero nunca olvidas a quien te ha salvado la vida.
Vio pasar un fogonazo rosado: era la niña, Livia, que corría hacia la puerta de la cocina con sus zapatillas deportivas rojas cubiertas de nieve. Jaycie se tambaleó de nuevo con sus muletas.
—Livia, no te he dado permiso para salir —volvía a hablar con voz susurrante—. Ya habíamos hablado antes de esto.
Livia la miró, pero no respondió.
—Ve a quitarte esas zapatillas.
La niña desapareció, y Jaycie se dirigió a Annie:
—Me habían dicho que habías regresado a la isla, pero no esperaba verte aquí arriba.
—No tengo cobertura en la cabaña y tenía que hacer unas llamadas —explicó Annie acercándose, aunque sin abandonar la protección de los árboles.
En la adolescencia, mientras que Theo Harp y su hermana gemela eran morenos, Jaycie era rubia, y seguía siéndolo. Aunque ya no estaba tan esquelética como entonces, sus hermosos rasgos seguían ligeramente indefinidos, como si viviera tras una lente empañada. Pero ¿por qué estaba allí?
—Ahora soy el ama de llaves de Harp House —explicó como si le leyera el pensamiento.
Annie no podía imaginar un trabajo más deprimente. Jaycie señaló la cocina.
—Pasa —dijo.
Annie no podía entrar, y tenía la excusa perfecta.
—Lord Theo me ha ordenado que me mantenga alejada de la casa. —El nombre se le quedó pegado a los labios como si fuera aceite rancio.
Jaycie había sido siempre más seria que ellos y no reaccionó ante la ironía de Annie. Ser la hija de un langostero borracho la había cargado con las responsabilidades de un adulto, y aunque era un año menor que Annie y dos que los gemelos Harp, parecía la más madura de los cuatro.
—Theo solo baja de noche —aseguró—. Ni siquiera sabrá que estás aquí.
Al parecer, Jaycie no sabía que Theo no se limitaba a hacer incursiones nocturnas en la planta inferior.
—No puedo.
—Por favor —insistió Jaycie—. Estaría bien mantener una conversación con una persona adulta para variar.
Su invitación era más bien una súplica. Annie se lo debía todo y, por más que deseaba negarse, irse habría estado mal. Recobró la compostura y recorrió deprisa el patio trasero por si acaso Theo estaba espiándolas. Al subir los peldaños flanqueados por las gárgolas, tuvo que recordarse que los días en que Theo la aterrorizaba habían terminado.
Jaycie se quedó en el umbral de la puerta trasera. Vio que Annie contemplaba el hipopótamo morado que le asomaba de manera incongruente bajo una axila y el osito de peluche rosa que se le veía bajo la otra.
—Son de mi hija —aclaró.
Livia era hija de Jaycie, pues. No de Theo.
—Las muletas me lastiman las axilas —explicó Jaycie mientras retrocedía para que Annie entrara en el recibidor trasero—. Los uso a modo de cojines.
—Y dan tema de conversación.
Jaycie se limitó a asentir, con una seriedad que no concordaba con los peluches.
A pesar de todo lo que había hecho por Annie aquel verano, años atrás, nunca habían sido íntimas. Durante las dos breves visitas que Annie había hecho a la isla tras el divorcio de su madre, había ido a ver a Jaycie, pero sus encuentros habían sido incómodos debido a la reserva de su salvadora.
Annie restregó las botas en el felpudo.
—¿Qué te pasó?
—Resbalé en el hielo hace dos semanas. No te preocupes por las botas —indicó al ver que Annie se agachaba para descalzarse—. El suelo está tan sucio que un poco de nieve no importa. —Se dirigió con dificultad hacia la cocina.
Annie se quitó las botas igualmente y se arrepintió en cuanto el frío del suelo de piedra le traspasó los calcetines. Tosió y se sonó la nariz. La cocina estaba más oscura de lo que recordaba, hasta el hollín de la chimenea. Había más cacharros amontonados en el fregadero que en su visita anterior, dos días antes; la basura rebosaba y el suelo pedía a gritos una escoba. El lamentable estado de la cocina la incomodó.
Livia había desaparecido y Jaycie se dejó caer en una silla ante la larga mesa de cocina.
—Ya sé que está todo hecho un desastre —aseguró—, pero desde mi accidente, ha sido un infierno intentar hacer mi trabajo.
Rezumaba una tensión que Annie no recordaba, reflejada no solo en las uñas mordidas sino también en los movimientos rápidos y nerviosos con las manos.
—El pie debe de dolerte —comentó.
—No podría haberme pasado en peor momento. Mucha gente se maneja bien con las muletas, pero no es mi caso, la verdad. —Se levantó una pierna con las manos para descansar el pie en la silla más cercana—. Theo ya no me quería aquí, y ahora que todo se está viniendo abajo... —Alzó las manos y las dejó caer de nuevo en su regazo—. Siéntate. Te ofrecería café, pero es demasiado trabajo.
—No quiero nada —la tranquilizó Annie. Cuando se sentaba, Livia entró en la cocina abrazada a un maltrecho gatito de peluche a rayas blancas y rosas. Ya no llevaba el abrigo ni las zapatillas, y las vueltas de sus pantalones de pana morados estaban empapadas. Jaycie lo vio pero parecía resignada—. ¿Cuántos años tienes, Livia? —preguntó a la pequeña con una sonrisa.
—Cuatro —respondió Jaycie por su hija—. Livia, el suelo está frío. Ve a ponerte las zapatillas.
La niña se marchó otra vez, sin pronunciar palabra.
Annie quería preguntar a Jaycie por Livia, pero como no quería ser indiscreta, habló sobre la cocina.
—¿Qué pasó aquí? Todo ha cambiado mucho.
—¿A que es horrible? Cynthia, la mujer de Elliott, está obsesionada con todo lo británico, aunque ella es de Dakota del Norte. Se le metió en la cabeza convertir Harp House en una casa solariega inglesa del siglo diecinueve y logró convencer a Elliott para que se gastara una fortuna en las reformas, incluida esta cocina. Tanto dinero para algo tan feo. Y el verano pasado ni siquiera vinieron.
—Parece una locura —comentó Annie, y apoyó los talones en el travesaño de la silla para apartar los pies del suelo.
—Mi amiga Lisa... Tú no la conoces. No estaba en la isla aquel verano. A Lisa le encanta lo que Cynthia hizo, pero ella no tiene que trabajar aquí. —Se miró las uñas mordidas—. Me ilusioné mucho cuando Lisa me recomendó a Cynthia para el puesto de ama de llaves después de que Will se marchara. Es imposible encontrar trabajo aquí en invierno. —La silla crujió cuando intentó encontrar una postura más cómoda—. Pero ahora que me he roto el pie, tengo miedo de que Theo me despida.
—Típico de Theo Harp dar una patada a alguien indefenso —dijo Annie con la mandíbula tensa.
—Ahora está distinto. No sé. —Su expresión melancólica recordó a Annie algo que casi había olvidado, la forma en que Jaycie miraba a Theo aquel verano, como si no hubiera nada más en el mundo—. Supongo que esperaba que nos viéramos más. Que habláramos o algo.
O sea que Jaycie todavía sentía algo por Theo. Annie recordó estar celosa de la dulce belleza rubia de Jaycie a pesar de que Theo no le prestara demasiada atención. Procuró hablar con tacto.
—Tal vez tendrías que considerarte afortunada. Theo no es lo que se dice una buena opción romántica.
—Supongo que no. Se ha vuelto más bien raro. Nadie viene aquí y él apenas va al pueblo. Deambula por la casa toda la noche, y de día, o bien monta a caballo o bien está en la torre escribiendo. Es donde se aloja, no en la casa en sí. Puede que todos los escritores sean raros. Me paso días sin verlo.
—Yo estuve aquí hace un par de días y me lo encontré nada más llegar.
—¿En serio? Debió de ser cuando Livia y yo estuvimos en cama enfermas, de lo contrario te habría visto. Dormíamos casi todo el día.
Annie recordó aquella cara en la ventana del primer piso. Puede que Jaycie hubiera dormido, pero Livia...
—¿Theo vive en la torre que solía ocupar su abuela?
Jaycie asintió y colocó bien el pie en la silla.
—Tiene su propia cocina. Antes de romperme el pie, se la abastecía. Ahora, como no puedo subir escaleras, tengo que enviárselo todo en el montaplatos.
Annie recordaba muy bien aquel montaplatos. Un día Theo la había metido dentro y la había dejado entre dos pisos. Echó un vistazo al viejo reloj de pared. Necesitaba echar un sueñecito. ¿Cuándo podría marcharse?
Jaycie sacó un móvil del bolsillo, otro teléfono inteligente de alta tecnología, y lo dejó sobre la mesa.
—Me envía mensajes de texto cuando necesita algo, pero ahora mismo no puedo hacer demasiado. Ya no quería contratarme al principio, pero Cynthia insistió. Ahora está buscando una excusa para librarse de mí.
A Annie le habría gustado decir algo esperanzador, pero Jaycie tenía que conocer a Theo lo suficiente para saber que haría exactamente lo que quisiera.
Jaycie toqueteó una reluciente pegatina de My Little Pony pegada en la superficie toscamente labrada de la mesa de la servidumbre.
—Livia significa mucho para mí. Es lo único que me queda —no lo dijo autocompadeciéndose sino más bien exponiendo una realidad—. Si pierdo este empleo, no habrá ninguno más —sentenció, levantándose con dificultad—. Perdona mi verborrea. Paso mucho tiempo sin poder conversar más que con una niña de cuatro años.
Una niña de cuatro años que no parecía hablar.
Jaycie se dirigió titubeante hacia un anticuado refrigerador de dimensiones considerables.
—Tengo que preparar la cena —dijo.
—Deja que te ayude. —A pesar de lo cansada que estaba, le haría sentir bien hacer algo por otra persona.
—No te preocupes. —Abrió el refrigerador y, curiosamente, dejó a la vista el interior de un aparato muy moderno. Examinó su contenido—. Cuando crecía, lo único que quería era largarme. Y entonces me casé con un langostero y me quedé atrapada aquí.
—¿Lo conocía yo?
—Puede que no, pues era mucho mayor. Ned Grayson. El hombre más atractivo de la isla. Durante un tiempo me hizo olvidar lo mucho que detestaba vivir aquí. —Sacó de la nevera un bol cubierto con papel film—. Murió el verano pasado.
—Lo siento.
—No lo sientas —repuso con una risita compungida—. Resultó que tenía muy mal genio y unos puños fuertes que solía utilizar. Sobre todo conmigo.
—Oh, Jaycie... —Su aire de vulnerabilidad hacía que imaginar a alguien maltratándola fuera el doble de espantoso.
Jaycie se metió el bol bajo el brazo libre y lo apretó contra su cuerpo.
—Es irónico. Pensé que mis días de huesos rotos se habían acabado cuando él murió —soltó mientras cerraba la puerta del refrigerador con la cadera, lo que le hizo perder el equilibrio en el último instante. Las muletas le cayeron al suelo, junto con el bol, que se rompió con un estallido de cristales y de chile—. ¡Mierda!
Se le llenaron los ojos de lágrimas de rabia. El chile salpicó el suelo, el aparador, sus vaqueros y sus zapatillas deportivas. Había trozos de cristal por todas partes.
—Ve a asearte —dijo Annie, acercándose a ella—. Ya me encargo yo de esto.
Jaycie se apoyó en el refrigerador y se quedó mirando aquel desastre.
—No puedo depender de los demás. Tengo que cuidar de mí misma.
—Ahora no —la contradijo Annie con toda la firmeza que pudo—. Dime dónde hay un cubo.
Se quedó el resto de la tarde. Por más cansada que estuviera, no iba a dejar a Jaycie así. Limpió el chile del suelo y lavó los platos del fregadero, tratando de disimular su tos cuando Jaycie estaba cerca. Todo el rato estaba pendiente de Theo Harp. Saber que estaba tan cerca de ella le ponía los nervios de punta, pero no iba a permitir que Jaycie lo notara. Antes de irse, hizo algo impensable: preparó la cena de Theo.
Contempló el plato de sopa de tomate de lata, las hamburguesas, el arroz hervido instantáneo y el maíz congelado.
—No tendrás matarratas por aquí, ¿verdad? —dijo mientras Jaycie cojeaba por la cocina—. Da igual. Esta comida ya es bastante asquerosa tal como está.
—No se dará cuenta. No le importa nada la comida.
«Lo único que le importa es lastimar a la gente.»
Llevó la bandeja con la cena por el pasillo trasero. Al dejarla en el montaplatos, recordó el miedo que había pasado al estar atrapada dentro de aquel espacio tan reducido, a oscuras, hecha un ovillo con las rodillas contra el pecho. Habían castigado a Theo a estar encerrado en su cuarto dos días, y solo ella se había percatado de que Regan, su hermana gemela, se había colado dentro para hacerle compañía.
Mientras que Theo era malo y egoísta, Regan era dulce y tímida. Salvo cuando Regan estaba tocando el oboe o escribiendo poemas en su libreta morada, ambos hermanos eran inseparables. Annie sospechaba que Regan y ella se habrían hecho buenas amigas si Theo no se hubiera asegurado de lo contrario.
—No sé cómo darte las gracias —dijo Jaycie con lágrimas en los ojos cuando Annie por fin se dispuso a marcharse.
—Ya lo hiciste. Hace dieciocho años —respondió Annie, disimulando su fatiga. Vaciló, porque sabía lo que tendría que hacer y no quería, pero finalmente tomó la única decisión con la que podría vivir consigo misma—. Mañana volveré para ayudarte un rato.
—¡No tienes por qué! —Jaycie abrió unos ojos como platos.
—Me irá bien. Así no le daré vueltas a la cabeza —mintió, y entonces se le ocurrió algo—. ¿Hay Wi-Fi aquí? —Cuando Jaycie asintió, esbozó una sonrisa—. Perfecto. Traeré mi portátil. Me estarás ayudando tú a mí. Tengo que buscar cierta información.
—Gracias. Significa mucho para mí —dijo Jaycie, secándose las lágrimas con un pañuelo de papel, y fue en busca de Livia.
Annie recogió su abrigo. A pesar de su extenuación, se alegraba de haber hecho algo para saldar su vieja deuda. Empezó a ponerse los guantes y titubeó un instante. No podía dejar de pensar en el montaplatos.
—Adelante —susurró Scamp—. Te mueres de ganas de hacerlo.
—¿No te parece que es algo inmaduro? —respondió Dilly.
—Desde luego —dijo Scamp.
Annie recordó sus días de adolescente, cuando estaba desesperada por gustar a Theo. Cruzó sigilosamente la cocina. Recorrió el pasillo trasero con discreción hasta el final y se quedó mirando el montaplatos. Edgar Allan Poe tenía el monopolio de «Nunca más», y «Rosebud» no era lo que se dice aterrador. «Morirás en siete días», era demasiado específico. Pero había visto mucha televisión cuando estaba enferma, incluida Apocalypse Now...
Abrió la puerta del montaplatos, agachó la cabeza y gimió de modo escalofriante:
—Horror... —La palabra se elevó por el hueco como el siseo de una serpiente—. Horrooooor...
Se le puso carne de gallina.
—¡Enfermizo! —exclamó Scamp, encantada.
—Infantil pero gratificante —opinó Dilly.
Annie regresó por donde había venido y salió de la casa. Se dirigió hacia el camino sin apartarse de las sombras para no ser vista desde la torre.
Harp House tenía por fin el fantasma que se merecía.