22

 

 

Una ahogada exclamación colectiva recorrió el grupo de labor de punto. Louise se inclinó hacia delante, como si debido a su edad no hubiera oído bien. Judy soltó un gemido angustiado, Barbara se quedó rígida, Naomi apretó las mandíbulas y Tildy se retorció las manos en el regazo. Marie fue la que se recuperó más rápido.

—No tenemos ni idea de qué hablas —aseguró con los labios fruncidos y los ojos entornados.

—¿De veras? —Annie avanzó por la habitación sin importarle dejar sus pisadas en la alfombra—. Pues no me lo creo.

Barbara cogió la bolsa para las labores que tenía junto a la mecedora y volvió a sentarse.

—Será mejor que te vayas. Es evidente que estás disgustada por todo lo sucedido, pero eso no es razón para...

—Disgustada no es la palabra —la interrumpió Annie.

—Desde luego, Annie... —Tildy resopló, indignada.

Annie se volvió hacia Barbara, que estaba buscando algo en su bolsa.

—Tú eres la patrona de la fundación —dijo a la mujer mayor—. Pero el patronato tiene seis miembros más. ¿Saben ellos lo que habéis hecho?

—No hemos hecho nada —aseguró Naomi con su voz de patrona de barco.

—No puedes venir aquí y ponerte a hacer esta clase de acusaciones —recalcó Marie, que se había hecho también con su bolsa para las labores—. Tienes que marcharte.

—Eso es lo que habéis querido desde el principio. Lograr que me marchara. Y tú, Barbara, fingiendo ser amiga mía, cuando lo único que querías era deshacerte de mí.

—No fingí nada —replicó Barbara, moviendo las agujas con mayor rapidez—. Me caes muy bien.

—Ya lo creo. —Annie se adentró más en el salón para que comprendieran que no pensaba irse. Recorrió el grupo con la mirada en busca del eslabón más débil, y lo encontró—. ¿Qué tal tus nietos, Judy? Después de lo que has hecho, ¿cómo vas a mirar a la cara al bebé que Theo ayudó a traer a este mundo?

—No le hagas caso, Judy —ordenó Tildy con un deje de desesperación.

Annie se concentró en Judy Kester, con su cabellera pelirroja, su temperamento alegre y su carácter generoso.

—¿Y tus demás nietos? ¿De verdad crees que nunca se enterarán de esto? Les servirás de ejemplo. Aprenderán de ti que está bien hacer lo que sea para conseguir lo que quieres, sin importar a quién lastimes.

Judy tenía predisposición a la jovialidad, no a la confrontación. Ocultó la cara entre las manos y se echó a llorar; las cruces de plata que le colgaban de las orejas le rozaban las mejillas.

Annie fue vagamente consciente de que se abría la puerta principal, pero no se detuvo.

—Eres una mujer religiosa, Judy. ¿Cómo concilias tu fe con lo que me habéis hecho? —Y a continuación se dirigió a todo el grupo—: ¿Cómo lo lográis todas?

—No sé qué piensas que hemos hecho... —comentó Tildy toqueteándose el anillo de boda. Le falló la voz—. Pero... te equivocas.

—Todos sabemos que no me equivoco. —Annie notó que Theo estaba detrás de ella. No podía verlo, pero sabía que era él quien había entrado.

—No puedes demostrar nada. —La actitud desafiante de Marie sonó falsa.

—Cállate, Marie —espetó Judy con una vehemencia impropia en ella—. Esto ha durado mucho. Demasiado.

—Judy... —La voz de Naomi implicaba una advertencia. Al mismo tiempo, se sujetó los codos con las manos, como si le doliera algo.

Louise habló entonces por primera vez. A sus ochenta y tres años, tenía la espalda encorvada debido a la osteoporosis, pero todavía mantenía la cabeza muy alta.

—Fue idea mía —admitió—. Solo mía. Yo lo hice todo. Ellas intentan protegerme.

—¡Qué nobleza! —ironizó Annie.

Theo se situó a su lado. Iba desaliñado y sin afeitar, pero se movía con una firmeza tan elegante que captó la atención de todas.

—Usted no destrozó la cabaña, señorita Nelson —dijo—. Y, perdóneme, pero no podría acertar a la pared de un cobertizo.

—¡No rompimos nada! —exclamó Judy—. Fuimos con mucho cuidado.

—¡Judy!

—¡Bueno, es verdad! —admitió Judy a la defensiva.

Estaban derrotadas, y lo sabían. Annie podía vérselo en la cara. La conciencia de Judy, y puede que la suya propia, había podido con ellas. Naomi agachó la cabeza, Barbara bajó las agujas de tejer, Louise se hundió en el sofá y Tildy se tapó la boca con la mano. Solo Marie se mostraba desafiante, aunque no fuera a servirle de nada.

—Y la verdad siempre sale a la luz —dijo Annie—. ¿De quién fue la idea de ahorcar a mi muñeco? —La imagen de Crumpet colgando del techo todavía la perseguía. Muñeco o no, Crumpet formaba parte de ella.

Judy dirigió una mirada a Tildy, que se frotó la mejilla y explicó débilmente:

—Lo vi en una película. Tu muñeco no sufrió ningún daño.

—Bien. Ahora una pregunta más importante: ¿cuál de vosotras me disparó?

Como ninguna respondió, Theo dirigió una fría mirada a la mujer de la mecedora.

—¿Por qué no contestas, Barbara?

—Por supuesto que fui yo —afirmó ella aferrándose a los brazos de la mecedora—. ¿Crees que dejaría que alguien más corriera ese riesgo? —Miró a Annie con expresión suplicante—. No corriste ningún peligro. Soy una de las mejores tiradoras del nordeste. He ganado medallas.

—Lástima que Annie no tuviera la tranquilidad de saberlo —soltó Theo mordazmente.

—Sabíamos que lo que hacíamos no estaba bien. Lo supimos desde el principio —aseguró Judy mientras sacaba un pañuelo de papel del bolsillo.

Marie aspiró por la nariz como si creyera que lo que habían hecho no fuera tan malo, pero Tildy se había sentado en el borde de la silla.

—No podemos seguir perdiendo a nuestras familias. A nuestros hijos y nietos.

—Yo no puedo perder a mi hijo. —Las manos nudosas de Louise sujetaron con fuerza su bastón—. Es lo único que tengo, y si Galeann le convence de que se vayan...

—Sé que no puedes entenderlo —intervino Naomi—, pero no se trata solo de nuestras familias. Se trata del futuro de Peregrine Island y de si podemos seguir sobreviviendo.

—Explícanoslo —dijo Theo, nada impresionado—. Dinos exactamente por qué despojar a Annie de la cabaña era tan importante como para convertir a unas mujeres decentes en delincuentes.

—Porque necesitamos una nueva escuela —respondió Annie.

Theo masculló entre dientes.

Judy sollozó tapándose la nariz con un pañuelo de papel arrugado, y Barbara desvió la mirada. La patrona de barco tomó la iniciativa.

—No tenemos dinero para construir una escuela nueva. Pero sin ella, vamos a perder a las demás familias jóvenes. No podemos permitir que eso suceda.

—Las mujeres más jóvenes no estaban tan inquietas antes de que se incendiara la escuela —comentó Barbara, intentando tranquilizarse—. Esa caravana es horrorosa. Lisa solo habla de irse.

—Y de llevarse a tus nietos con ella —apuntilló Annie.

—Algún día sabrás lo que se siente cuando eso sucede —comentó Marie, una vez perdida su bravuconería.

Los ojos de Barbara suplicaban comprensión.

—Necesitamos la cabaña —dijo—. No hay ningún sitio tan apropiado.

—No fue algo irreflexivo. —Tildy habló con una mezcla de entusiasmo y desesperación que parecía buscar la comprensión de Annie—. La cabaña es especial por las vistas que tiene. Y los veranos podríamos alquilarla fácilmente.

—En verano no hay suficientes pisos de alquiler para satisfacer la demanda —explicó Naomi—. El dinero del alquiler nos proporcionaría ingresos para mantener la escuela durante el año.

—Y para conservar la carretera en buen estado de modo que no cueste tanto llegar allí —añadió Louise.

El dinero del alquiler suponía unos ingresos que Annie jamás podría haber tenido debido a que el acuerdo que Mariah había firmado lo prohibía. No era extraño que Elliott hubiera sido más indulgente con los isleños que con su madre.

—Teníamos que hacerlo. Era por el bien común. —Un tono de súplica había sustituido la actitud altiva de Naomi.

—No fue por el bien de Annie, desde luego —soltó Theo, y se puso una mano en la cadera con la chaqueta abierta—. Como podéis imaginar, irá a la policía.

—Os dije que esto pasaría —les recordó Judy tras sonarse la nariz—. Siempre dije que acabaríamos en la cárcel.

—Lo negaremos todo —aseguró Marie—. No hay ninguna prueba.

—No nos entregues, Annie —rogó Tildy—. Sería nuestra ruina. Podría perder mi tienda.

—Tendríais que haberlo pensado antes —replicó Theo.

—Si esto se sabe... —se angustió Louise.

—Y se sabrá —sentenció Theo—. No tenéis escapatoria. Lo sabéis, ¿no?

Marie tenía la espalda bien erguida, pero las lágrimas se le acumulaban en las pestañas. Todas estaban hundidas en sus asientos, tomándose de las manos, llevándose pañuelos a la cara. Sabían que habían perdido.

Barbara estaba envejeciendo a ojos vista.

—Te lo compensaremos. Por favor, Annie. No nos denuncies. Lo arreglaremos. Lo dispondremos todo de modo que te quedes con la cabaña. Prométenos que no dirás nada.

—No os prometerá nada —soltó Theo.

La puerta se abrió de golpe y dos niñas pelirrojas entraron corriendo. Tras cruzar como una exhalación la habitación, se lanzaron a los brazos de su abuela.

—¡Abuelita, el señor Miller se puso malo y vomitó! ¡Fue asqueroso!

—¡No encontró ningún sustituto! —metió baza la menor—. Así que nos enviaron a casa, pero como mamá fue a ver a Jaycie, hemos venido aquí.

Cuando Barbara estrechó a las niñas entre sus brazos, Annie vio cómo las lágrimas le resbalaban por las mejillas. Theo también se fijó. Frunció el ceño mirando a Annie y le tomó un brazo.

—Vámonos.

 

 

El coche de Theo bloqueaba el Suburban en el camino de entrada.

—¿Cómo lo descubriste? —preguntó él mientras bajaban los peldaños delanteros.

—Adopté un punto de vista femenino. En cuanto me comentaste lo de la modificación, supe que solo podían ser ellas.

—Las tienes con el agua al cuello. Lo sabes, ¿verdad? Recuperarás la cabaña.

—Eso parece —suspiró Annie.

—No lo hagas, Annie —dijo Theo al notar su falta de entusiasmo.

—¿Qué?

—Lo que estás pensando.

—¿Cómo sabes lo que estoy pensando?

—Te conozco. Estás pensando en ceder.

—No en ceder exactamente. —Se abrochó el abrigo—. Más bien en pasar página. La isla... no es buena para mí.

«Tú no eres bueno para mí. Lo quiero todo, todo lo que tú no estás dispuesto a dar», pensó.

—La isla es excelente para ti —la contradijo Theo—. No solo has sobrevivido a este invierno. Te ha sentado de maravilla.

En cierto sentido, era verdad. Pensó en su «libro de sueños» y en cómo, cuando llegó a la isla, tan enferma y deshecha, lo había considerado un símbolo del fracaso, un recordatorio tangible de todo lo que había sido incapaz de conseguir. Pero su punto de vista había ido cambiando inadvertidamente. Puede que la carrera teatral que había imaginado jamás se hubiera materializado, pero, gracias a ella, una niña muda había recuperado la voz, y eso era algo.

—Acompáñame a la casa de labranza —pidió Theo—. Quiero echar un vistazo al nuevo techo.

Ella recordó lo que había pasado la última vez que habían visitado aquella casa, y no era de sus muñecos la voz que oyó en su cabeza, sino la de su instinto de supervivencia.

—Ha salido el sol —comentó—. Mejor demos un paseo.

Theo no puso objeciones. Descendieron el camino lleno de baches hasta la carretera. Los barcos del puerto llevaban en el mar desde el alba, y las boyas cabeceaban en el agua como juguetes en una bañera.

—¿Cómo está la mujer a la que ayudaste? —preguntó Annie, que quería ganar tiempo.

—La llevamos al continente a tiempo. Le espera algo de rehabilitación pero debería recuperarse. —La grava crujía bajo sus pies cuando la tomó por el codo para cruzar la carretera—. Antes de que me vaya, voy a asegurarme de que los isleños empiecen a titularse como auxiliares sanitarios. Es peligroso no tener asistencia médica.

—Ya tendrían que haberlo hecho.

—Nadie quería aceptar la responsabilidad, pero si unos cuantos reciben juntos la formación, se cubrirán mutuamente las espaldas. —La cogió de la mano para esquivar un bache y ella se separó en cuanto llegaron al otro lado. Él se detuvo y se la quedó mirando con cara de preocupación—. No lo entiendo. No me puedo creer que estés pensando en ceder la cabaña y marcharte.

¿Cómo podía conocerla tan bien? Nadie lo había hecho nunca. Empezaría de nuevo a pasear perros, a trabajar en el Coffee y a presentar nuevos espectáculos de ventriloquia. Lo que no haría era ir a más castings. Gracias a Livia, seguiría un nuevo rumbo que había ido adquiriendo forma en su interior tan gradualmente que apenas se había dado cuenta.

—No tengo ningún motivo para quedarme —aseguró.

Un todoterreno al que le faltaba una puerta y tenía el silenciador estropeado pasó a toda velocidad.

—Claro que lo tienes. La cabaña es tuya. Ahora mismo, esas mujeres se están devanando los sesos para encontrar la forma de devolvértela a cambio de tu silencio. Nada ha cambiado.

Todo había cambiado. Estaba enamorada de él y no podía seguir en la cabaña, donde lo vería todos los días y haría el amor con él todas las noches. Necesitaba arrancarse el vendaje. ¿Y adónde iría? Ahora gozaba de buena salud y estaba lo bastante fuerte como para encontrar alguna solución.

Empezaron a andar hacia el embarcadero. Delante de ella, la bandera de Estados Unidos del mástil que se alzaba entre los cobertizos para botes ondeaba con la brisa matinal. Rodearon un montón de nansas langosteras y subieron la rampa.

—Tengo que dejar de posponer lo inevitable. Desde el principio, la cabaña fue solo un recurso provisional. Ha llegado la hora de regresar a mi vida real en Manhattan.

—Sigues sin blanca —señaló Theo—. ¿Dónde vas a vivir?

Podría conseguir rápidamente dinero para pagar un alquiler si vendía uno de los dibujos de Garr, pero nunca haría eso. Lo que haría sería llamar a los clientes cuyos perros paseaba. Siempre estaban viajando. Ya había cuidado antes de alguna casa. Si tenía suerte, alguno de ellos podría necesitar que alguien cuidara de sus animales mientras estuviera fuera. Si eso no funcionaba, seguramente su exjefe del Coffee la dejaría dormir en el futón del almacén. Estaba física y emocionalmente más fuerte que hacía cinco semanas, y encontraría una solución.

—La tienda de segunda mano ya me está enviando dinero —explicó a Theo—, por lo que no estoy totalmente sin blanca. Y ahora gozo de buena salud. Puedo volver a trabajar.

Siguieron una cadena que estaba unida a uno de los amarraderos de granito. Theo se agachó para recoger un guijarro.

—No quiero que te vayas —dijo.

—¿No? —repuso ella tranquilamente, como si Theo no hubiera revelado nada importante, pero se le tensaron los músculos, a la espera de lo que seguiría.

—Si tienes que dejar la cabaña mientras la mafia de la isla deshace el entuerto, puedes quedarte en la casa principal —sugirió antes de lanzar el guijarro al agua—. Ocupa todo el espacio que quieras. Elliott y Cynthia no volverán hasta agosto, y para entonces ya habrás regresado donde quieres.

Estaba hablando Theo el protector, nada más, y donde ella quería estar era en la ciudad, recuperando su vida. La bandera del cobertizo se agitó con la brisa. Entornó los ojos por el sol reflejado en el agua. Su estancia en la isla aquel invierno le había servido para regenerarse. Ahora que se veía a sí misma con más claridad vio dónde había estado y dónde quería estar.

—En la ciudad todo es demasiado incierto para ti —comentó Theo—. Deberías quedarte aquí.

—¿Para que puedas cuidar de mí? Va a ser que no.

—Tal como lo dices suena horroroso —se quejó él, metiendo las manos en los bolsillos de la parka—. Somos amigos. Puede que seas la mejor amiga que he tenido en mi vida.

Ella casi hizo una mueca, pero no podía enojarse con él por no amarla. No era posible. Si Theo lograba volver a enamorarse alguna vez, no sería de ella. No sería de alguien vinculado tan estrechamente con su pasado.

Tenía que poner fin a aquello ya mismo.

—Somos amantes —dijo con la voz lo más firme que pudo—. Y eso es más complicado que la amistad.

—No tiene por qué serlo —aseguró él, lanzando otra piedra al agua.

—Nuestra relación ha tenido siempre fecha de caducidad, y creo que ha llegado.

—Parece que seamos yogures —repuso Theo, más molesto que desconsolado.

Annie tenía que hacerlo bien. Tenía que liberarse, pero también evitar que él se sintiera, como solía, culpable y responsable.

—Ni hablar —aseguró—. Eres guapísimo, rico y listo. Y sexy. ¿Mencioné que eres rico?

Él no sonrió.

—Ya me conoces, Theo. Soy muy romántica. Si me quedara aquí más tiempo, podría acabar enamorándome de ti. —Se estremeció—. Piensa lo horroroso que sería eso.

—No lo harás —dijo con sinceridad—. Me conoces demasiado bien.

Como si lo que le había revelado de sí mismo hiciera imposible amarlo.

Annie apretó los puños dentro de los bolsillos. Cuando todo aquello hubiera terminado, estaría destrozada, pero aún no. Podía hacerlo. Tenía que hacerlo.

—Te hablaré con franqueza. Quiero formar una familia. Lo que significa que si me quedo en la isla no siendo necesario, si me sigo divirtiendo contigo, estoy básicamente perdiendo el tiempo. Necesito ser más disciplinada.

—Nunca lo habías mencionado. —Pareció enojado, puede que dolido, pero no inconsolable.

—¿Por qué tendría que haberlo hecho? —preguntó Annie, fingiendo estar desconcertada.

—Porque nos contamos las cosas.

—Es lo que estoy haciendo ahora. Contártelo. Y no es demasiado complicado.

—Supongo que no —admitió Theo, encogiéndose de hombros.

La opresión que Annie sentía en el pecho se agudizó. Él encorvó los hombros contra el viento.

—Supongo que querer que te quedes es egoísta por mi parte —comentó.

—Estoy cogiendo frío —dijo Annie, que ya había cubierto el cupo de tristeza por un día—. Y tú has estado levantado toda la noche. Tienes que dormir unas horas.

Theo contempló el embarcadero y después la miró a ella.

—Te agradezco lo que has hecho por mí este invierno —dijo.

Su gratitud le abrió una herida más en el corazón. Se volvió hacia el viento para que no oyera cómo le temblaba la voz:

—Lo mismo digo, chico. —Enderezó la espalda—. Tengo pipí. Nos vemos después.

Lo dejó en el embarcadero, parpadeando para no derramar ninguna lágrima. Había renunciado a ella enseguida. Bueno, no era ninguna sorpresa. No era hipócrita por naturaleza. Era un galán, y los verdaderos galanes no fingían ofrecer lo que no estaban dispuestos a dar.

Cruzó la carretera en dirección a su coche. Tenía que irse de la isla. Aquel mismo día. En aquel instante. Pero no podía. Necesitaba su Kia, y faltaban ocho días para que llegara el transbordador de vehículos. Ocho días, durante los cuales Theo podía presentarse en la cabaña siempre que quisiera. Insoportable. Necesitaba solucionarlo.

Mientras conducía de vuelta a la cabaña se dijo que el corazón le seguiría latiendo tanto si quería como si no. Como era sabido, el tiempo lo curaba todo, y también lo haría en su caso. Se concentraría en el futuro y se consolaría sabiendo que había hecho lo correcto.

Pero, de momento, no encontraba consuelo por ninguna parte.