24

 

 

La inquietud de Annie fue en aumento. Barbara dirigió una mirada de impotencia a las demás. Naomi se pasó una mano por su corto cabello y se separó un poco del resto.

—Annie no ha cedido la cabaña voluntariamente —anunció—. Nosotras la obligamos a hacerlo.

El desconcierto se apoderó de los presentes.

—Nadie me ha obligado a hacer nada —replicó Annie, levantándose—. Quería cederos la cabaña. ¿Y ahora me equivoco o huele a café? Propongo que se levante la sesión.

Como no era propietaria, no podía proponer que se levantara nada, pero ya no tenía ganas de vengarse. Las mujeres habían actuado mal, y estaban sufriendo por ello. Pero no eran malas personas. Eran madres y abuelas que en su empeño por conservar a sus familias habían perdido la noción del bien y el mal. A pesar de todos sus defectos, Annie les tenía afecto, y sabía mejor que nadie la facilidad con que el amor podía hacerle perder a uno el rumbo.

—Annie... —Barbara volvía a recuperar su autoridad—. Es algo que todas estamos de acuerdo en que tenemos que hacer.

—No —la contradijo Annie. Y repitió intencionadamente—: No tenéis que hacerlo.

—Siéntate, Annie, por favor. —Barbara volvía a estar al mando.

Annie se hundió en su silla.

Después de que Barbara explicara sucintamente el acuerdo legal entre Elliott Harp y Mariah, Tildy habló, sujetándose la cazadora escarlata:

—Somos mujeres decentes, espero que lo sepáis. Pensamos que si teníamos una nueva escuela, nuestros pequeños dejarían de irse.

—Es una vergüenza que los niños vayan a clase en una caravana —afirmó una mujer desde el fondo de la sala.

—Nos convencimos de que el fin justificaba los medios —intervino Naomi.

—Yo fui quien lo empezó todo —confesó Louise Nelson, apoyada en el bastón mientras miraba a su nuera, sentada en la primera fila—. Galeann, no te importaba vivir aquí hasta que la escuela se incendió. No podía soportar la idea de que Johnny y tú os marcharais. He vivido en la isla toda mi vida, pero soy lo bastante lista como para saber que no puedo quedarme aquí sin tener familia cerca. —La edad le había debilitado la voz, y la sala se quedó en silencio—. Si os vais, tendré que trasladarme al continente, pero quiero morir aquí. Eso hizo que empezara a pensar en otras posibilidades.

Naomi se pasó la mano por el pelo otra vez, con lo que se le quedó alborotado.

—Nos estamos adelantando a los acontecimientos —dijo, y tomó la palabra para exponer todo lo que habían hecho paso a paso, sin soslayar ninguno. Describió cómo habían saboteado el pedido de provisiones de Annie, cómo le habían puesto patas arriba la cabaña. Todo.

Annie se hundió más en la silla. La estaban presentando como heroína y víctima a la vez, y no quería ser ninguna de las dos cosas.

—Nos aseguramos de no romper nada —interrumpió Judy, sin derramar lágrimas pero con un pañuelo en la mano.

Naomi detalló cómo habían colgado el muñeco de una soga del techo, pintado el mensaje de advertencia en la pared de la cabaña y, por último, disparado a Annie.

—Eso lo hice yo —reconoció Barbara bajando los ojos—. Fue lo peor, y fue cosa mía.

—¡Mamá! —exclamó Lisa, asombrada.

—A mí se me ocurrió decir a Annie que Theo Harp había tenido un accidente para que se marchara de la isla con Nao-mi —contó Marie tras fruncir los labios—. Soy una mujer decente, y nunca me había avergonzado tanto de mí misma. Espero que Dios me perdone, porque yo no puedo perdonarme.

Había que reconocérselo: puede que Marie fuera una amargada, pero tenía conciencia.

—Annie dedujo lo que habíamos hecho y se encaró con nosotras —tomó la palabra Barbara—. Le suplicamos que guardara silencio para que ninguno de vosotros se enterara, pero no quiso prometernos nada. —Irguió más la cabeza—. El domingo fui a verla y volví a suplicarle que nos guardara el secreto. Podía haberme echado con cajas destempladas, pero en cambio dijo que la cabaña era nuestra, libre de cargas. Que pertenecía a la isla, no a ella.

Annie se retorció en el asiento cuando más personas se volvieron para mirarla.

—Al principio, nos sentimos simplemente aliviadas —explicó Tildy—, pero cuanto más lo hablábamos, más nos costaba mirarnos a los ojos, y más avergonzadas estábamos.

—¿Cómo íbamos a miraros a la cara día tras día, cómo íbamos a mirar a la cara de nuestros pequeños, sabiendo lo que habíamos hecho? —preguntó Judy tras sonarse la nariz.

—Sabíamos que esto iba a reconcomernos el resto de nuestra vida si no lo confesábamos —admitió Barbara con los hombros erguidos.

—La confesión es buena para el alma —afirmó Marie con santurronería—. Y así lo decidimos.

—Lo hecho, hecho está —dijo Naomi—. Solo podemos ser sinceras al respecto. Podéis juzgarnos. Podéis odiarnos si queréis.

Como ya no podía más, Annie se levantó por segunda vez.

—La única persona que tiene derecho a odiaros soy yo, y no os odio, por lo que los demás tampoco deberían hacerlo. Propongo que demos por terminada la reunión ahora mismo.

—Secundo la moción —dijo Booker Rose, pasando por alto que Annie no era propietaria.

La reunión se dio por finalizada.

Lo único que Annie quería era marcharse, pero la rodearon muchas personas que querían hablar con ella, darle las gracias y pedirle disculpas. Los isleños ignoraron a las abuelas, pero Annie estaba segura de que lo peor ya había pasado. A los isleños les costaría asimilar lo que había pasado, pero eran gente dura que admiraba la iniciativa aunque fuera desacertada. No harían el vacío a las abuelas demasiado tiempo.

 

 

Cuando regresó al barco el mar se había embravecido, y un rayo rasgó el horizonte. Iba a ser una noche tormentosa, la réplica perfecta de la inclemente noche en que había llegado. Mañana a estas horas se habría ido. Rogaba que Theo no se presentara para despedirse. Sería demasiado.

Una ola se paseó por la popa, pero no quiso encerrarse todavía en el camarote. Quería ver desplegarse la tormenta, absorber su violencia. Encontró el equipo para el mal tiempo que había a bordo. La chaqueta, demasiado grande, olía a cebo, pero la protegía del agua hasta la mitad del muslo. Se quedó en popa y contempló la violencia del aparato eléctrico. La ciudad la aislaba de los ritmos cambiantes de la naturaleza de un modo que la isla no podía hacer. No bajó hasta que los rayos se acercaron.

El camarote se iluminaba y se oscurecía, y volvía a iluminarse a medida que la tormenta atacaba la isla. Cuando terminó de cepillarse los dientes, tenía náuseas debido al balanceo del barco. Se echó en la litera sin desvestirse, con las perneras de los vaqueros todavía mojadas. Soportó el vaivén todo lo que pudo, pero tenía el estómago cada vez más revuelto y sabía que acabaría vomitando si permanecía más tiempo allí abajo.

Se puso la mojada chaqueta naranja y subió tambaleante a cubierta. La lluvia la azotó por el extremo abierto de la timonera, pero no le importó, quería respirar aire puro.

A pesar de que la embarcación se seguía zarandeando, el estómago se le asentó. Poco a poco, la tormenta empezó a alejarse y la lluvia amainó. Una contraventana golpeaba el costado de una casa. Como ya no podía mojarse más, salió a cubierta para ver si la langostera había sufrido algún desperfecto. Habían caído ramas, y un relámpago lejano reveló unos huecos oscuros en el tejado del ayuntamiento, donde el fuerte viento había arrancado algunas tejas. La electricidad era cara, de modo que nadie dejaba encendidas las luces del porche, pero algunas lo estaban en aquel momento, por lo que supo que no era la única persona despierta.

Al examinar la escena, se fijó en una extraña luz que brillaba en el cielo. Procedía del nordeste, de la zona donde aproximadamente se situaba la cabaña. La luz empezó a parpadear como el fuego de una hoguera. Pero no era ninguna hoguera. Era un incendio.

Lo primero en que pensó fue en la cabaña. Después de todo lo sucedido, le había caído un rayo. No habría escuela nueva. Ni dinero del alquiler en verano. Todo había sido para nada.

Volvió a entrar en el barco para buscar sus llaves. Instantes después, corría muelle abajo hacia el almacén de pescado, donde había aparcado el coche. La lluvia habría convertido la carretera en un lodazal, y no sabía lo lejos que podría llegar con su Kia, pero tenía que intentarlo.

Había luz en más casas. Vio que la camioneta de los Rose reculaba para salir de su casa y que Barbara iba en el asiento del pasajero. Debía de conducirla Booker. La camioneta no tendría ningún problema para circular por la carretera, así que corrió hacia ella.

Dio una palmada en el lado del vehículo antes de que se alejara. La camioneta se detuvo y Barbara, al verla por la ventanilla, abrió la puerta y se apartó para que pudiera subir. No le pidió explicaciones, por lo que Annie supo que ellos también habían visto el fuego. La chaqueta de Annie goteaba.

—Es la cabaña —dijo—. Lo sé.

—No puede ser —replicó Barbara—. No después de todo lo que ha pasado. ¡Es que no puede ser!

—Calmaos —ordenó Booker, saliendo a la carretera—. Es una zona muy boscosa y la cabaña tiene poca altura. Lo más probable es que el rayo diera en los árboles.

Annie rogó que tuviera razón, pero en el fondo no lo creía.

La camioneta se había quedado sin amortiguadores hacía tiempo, y unos cables asomaban por un agujero del salpicadero, pero circulaba por el fango mucho mejor que el coche de Annie. Cuanto más avanzaban, más fuerte era el brillo naranja en el cielo. En el pueblo solo había un camión de bomberos, un viejo coche bomba que, según le dijo Barbara, no funcionaba. Booker tomó el carril que conducía a la cabaña. Al llegar a un claro, distinguieron que el incendio no era en la cabaña, sino en Harp House.

Annie pensó en Theo, y luego en Jaycie y Livia.

«Por favor, Señor, que no les pase nada», rogó mentalmente.

Barbara se aferró al salpicadero. Una lluvia de chispas surcó el cielo. Subieron el camino de entrada. Booker aparcó la camioneta lejos del fuego. Annie se apeó y echó a correr.

El incendio era voraz. Devoraba las tejas de madera a dentelladas sin que sus fauces ardientes se dieran por satisfechas. Los montones de periódicos y revistas guardados en el desván habían sido la yesca perfecta, y el tejado había desaparecido prácticamente, de modo que ya podía verse la estructura de una chimenea. Annie vio a Jaycie acurrucada cerca del final del camino con Livia a su lado. Corrió hacia ellas.

—¡Ocurrió todo tan deprisa...! —exclamó Jaycie—. Fue como si la casa explotara. No podía abrir la puerta. Algo cayó y la obstruyó.

—¿Dónde está Theo? —preguntó Annie, angustiada.

—Rompió una ventana para que saliéramos.

—¿Dónde está ahora?

—Volvió a entrar en la casa. Yo le grité que no lo hiciera.

A Annie se le cayó el alma a los pies. Dentro no había nada lo bastante importante como para arriesgar la vida, salvo que Hannibal estuviera allí. Theo jamás abandonaría nada que estuviera a su cargo, ni siquiera un gato.

Quiso acercarse a la casa, pero Jaycie la sujetó por la manga de la chaqueta naranja.

—¡No puedes entrar!

Tenía razón. La casa era demasiado grande, y no sabía dónde estaría Theo. Tenía que esperar. Y rezar.

Jaycie cargó a Livia en brazos. Annie fue vagamente consciente de la llegada de más camionetas y de que Booker decía a alguien que era imposible salvar la casa.

—Quiero a Theo —gimió Livia.

Annie oyó el relincho de un caballo aterrado. Se había olvidado de Dancer. Pero al volverse hacia la cuadra, vio que Booker y Darren McKinley ya estaban entrando.

—Ellos lo sacarán —le aseguró Barbara, que se puso a su lado.

—Theo está dentro —la informó Jaycie.

Barbara se tapó la boca con la mano.

Hacía calor y el ambiente estaba cargado de humo. Cayó otra viga con un estallido de chispas. Annie contemplaba aturdida la escena desde el camino, cada vez más asustada. Veía mentalmente imágenes de Thornfield Hall en llamas, de Jane Eyre encontrando ciego a Edward Rochester.

Ciego estaría bien, podría sobrellevar la ceguera. Pero no la muerte. La muerte, jamás.

Algo le rozó los tobillos. Bajó los ojos y vio a Hannibal. Cargó el gato en brazos, más asustada que nunca. En ese mismo instante, Theo podía estar esquivando las llamas en busca del minino, sin saber que ya estaba a salvo.

Booker y Darren sacaron de la cuadra a Dancer con gran esfuerzo. Le habían cubierto la cabeza con un trapo para taparle los ojos, pero el caballo, presa del pánico, olía el humo y se resistía.

Cedió otro trozo de tejado. La casa se derrumbaría de un momento a otro. Annie esperó. Rezó. Sujetó el gato con tanta fuerza que el pobre maulló y se escabulló de sus brazos. Tendría que haber dicho a Theo que lo amaba. Tendría que habérselo dicho y al cuerno las consecuencias. La vida era demasiado valiosa. El amor era demasiado valioso. Ahora él jamás sabría lo mucho que lo habían amado sin exigencias agobiantes ni amenazas descabelladas, sino lo suficiente para darle la libertad.

Una figura salió de la casa. Encorvada, tambaleante. Annie corrió hacia ella. Era Theo, que llevaba algo en cada mano. Una ventana explotó detrás de él. Al llegar a su lado, Annie intentó servirle de apoyo. Lo que llevaba le golpeó las piernas. Intentó quitárselo, pero él no quiso soltarlo.

Los hombres se acercaron a él y la apartaron para llevarlo donde había aire puro. Entonces ella vio lo que había sacado de la casa en llamas. Lo que había entrado a rescatar. No era el gato. Eran dos maletas rojas. Había vuelto a entrar para recuperar sus muñecos.

Casi no pudo asimilarlo. Theo había vuelto a aquel infierno para rescatar sus queridos muñecos. Quería gritarle, besarlo hasta que ninguno de los dos pudiera respirar, hacer que le prometiera que jamás volvería a hacer una estupidez así. Pero él se había separado de los hombres para reunirse con su caballo.

—¡Mi casita de hadas! —gritó Livia—. ¡Quiero mi casita de hadas!

Jaycie trató de calmarla, pero la experiencia había sido demasiado dura para la niña, y era imposible hacerla entrar en razón. Annie no podía hacer nada por Theo entonces, pero tal vez pudiera ayudar a la pequeña.

—¿Lo has olvidado? —preguntó tocándole la mejilla acalorada para acercar su carita a la de ella—. Es de noche y puede que las hadas estén ahí. Ya sabes que no quieren que nadie las vea.

—Yo quiero verlas —sollozó la niña.

«Hay tantas cosas que queremos y no podemos tener...»

El fuego no había llegado hasta la casita de hadas, pero mucha gente había estado pisoteando aquella zona.

—Ya lo sé, cielo, pero ellas no quieren verte.

—¿Me llevarás por la mañana? —preguntó hipando. Como Annie titubeó, Livia se echó a llorar—. ¡Quiero ver la casita de hadas!

Annie miró a Jaycie, que parecía tan exhausta como su hija.

—Si han extinguido el incendio y no hay peligro, te llevaré por la mañana —aseguró Annie.

Eso la serenó un poco, hasta que su madre empezó a planear pasar la noche en el pueblo. Entonces empezó a gemir de nuevo.

—Annie dijo que me llevará a ver la casita de hadas por la mañana. ¡Quiero quedarme aquí!

—¿Por qué no pasáis las tres la noche en la cabaña? —sugirió una voz ronca detrás de ellas.

Annie se volvió de golpe. Theo parecía salido del infierno con los ojos azules centelleando en un rostro ennegrecido por el hollín y el gato en brazos. Le entregó a Hannibal.

—Llévatelo, por favor.

Antes de que ella pudiera responder, Theo se había vuelto a marchar.

 

 

Barbara llevó a Annie, Jaycie y Livia a la cabaña. Una vez dejó a Hannibal dentro, salió a buscar las dos maletas rojas de la camioneta. Había perdido todo lo demás que había dejado en la casa: la ropa, los pañuelos de cuello de Mariah y su «libro de los sueños». Pero tenía sus muñecos. Y en el fondo de cada maleta tenía los dibujos de Niven Garr. Pero, más importante que todo eso, Theo estaba sano y salvo.

Una explosión de chispas iluminó la noche como una atracción más de una feria infernal.

Harp House se había derrumbado.

 

 

Annie cedió su cama de la cabaña a Jaycie y Livia, y durmió en el sofá para dejar el estudio a Theo, aunque a primera hora de la mañana aún no había vuelto. Se acercó a la ventana delantera. Donde Harp House se había elevado, solo había columnas de humo que ascendían de sus ruinas.

Livia apareció con el pijama que llevaba puesto la noche anterior y se frotó los ojos.

—Vamos a ver la casita de hadas —pidió.

Annie había esperado que la pequeña durmiera hasta tarde, pero la única persona que seguía acostada era Jaycie. También había esperado que Livia se olvidara de la casita de hadas. Debería haber sabido que no sería así.

Le explicó con tacto que era posible que alguien hubiera pisado sin querer la casita durante el incendio, pero Livia no quería ni oír hablar del asunto.

—Las hadas no permitirían que eso pasara. ¿Podemos ir ahora a verla, Annie? ¡Por favor!

—Me temo que te llevarás una decepción, Livia.

—¡Quiero verla! —exclamó torciendo el gesto.

Por la noche, Annie estaría de vuelta en el continente, y en lugar de dejar atrás una niña con recuerdos felices de ella, dejaría atrás una niña desilusionada.

—Muy bien —accedió a regañadientes—. Ve a buscar el abrigo.

Ella ya llevaba unos pantalones pitillos de Mariah demasiado cortos y un pulóver negro. Se puso encima la chaqueta naranja del barco, que olía a humo, y garabateó una nota a Jaycie. Cuando iba a salir con Livia, vestida con pijama y abrigo, recordó que no le había dado de desayunar, aunque tampoco había demasiadas cosas en la cocina. Pero cuando sugirió que comieran antes, la niña se negó, y no tuvo valor para discutir con ella.

Alguien había aparcado el Suburban de Jaycie junto a la cabaña. Annie abrochó el cinturón de seguridad a la niña y arrancó. El coche de Theo estaba cerca de lo alto del acantilado, donde había estado la noche anterior. Paró el Suburban detrás y ayudó a salir a Livia. Con la niña de la mano, siguieron a pie el resto de camino hasta la cima.

Las gárgolas y la torre de piedra habían sobrevivido, junto con la cuadra y el garaje. De la casa no quedaba nada, salvo cuatro chimeneas de ladrillo y una parte de la escalera. Detrás de las ruinas se veía el mar; la casa ya no tapaba la vista.

Fue irónico que Livia viera antes a Theo, ya que Annie no había sido capaz de pensar en nadie más. La niña se soltó y corrió hacia él arrastrando la vuelta de los pantalones del pijama por el suelo.

—¡Theo!

Iba sucio, sin afeitar, con una chaqueta azul marino que le habría dejado alguno de los hombres y los vaqueros rasgados a la altura de la pantorrilla. A Annie se le encogió el corazón. Después de todo lo que le había pasado y con todo lo que tenía que hacer, allí estaba, agachado en el barro, reconstruyendo la casita de hadas de Livia.

—El incendio enfadó a las hadas —comentó dirigiendo a la niña una sonrisa breve y cansada—. Mira qué hicieron.

—¡Oh, no! —Livia se puso las manos en las caderas como un adulto en miniatura—. Han sido muy malas.

Theo miró a Annie. Tenía las patas de gallo cubiertas de suciedad y una oreja ennegrecida. Había arriesgado su vida para salvar sus muñecos. Muy propio de él.

—Has pasado aquí toda la noche —le dijo ella en voz baja—. ¿Para asistir a la caída de la casa de los Harp?

—Y para intentar evitar que las chispas llegaran a la cuadra.

Ahora que estaba a salvo, la realidad se impuso al impulso de revelarle lo que sentía por él. Nada había cambiado. No sacrificaría el bienestar de Theo abriéndole su corazón.

—¿Está bien Dancer? —preguntó.

—Está de nuevo en su box —asintió—. ¿Y nuestro gato?

—Nuestro gato está bien. Mejor que tú —respondió ella con un nudo en la garganta.

Livia estaba observando lo que Theo había hecho.

—Estás haciendo un caminito. A las hadas les gustará.

Había construido la nueva casa más baja y ancha, y en lugar del sendero de piedrecitas había dispuesto cristales marinos con la superficie lisa para formar un semicírculo en la entrada. Le dio unos cuantos a la niña.

—A ver qué puedes hacer mientras hablo con Annie —dijo.

En cuanto Livia se agachó, Annie tuvo que sujetarse las manos para no acariciarle la cara a Theo.

—Eres idiota —soltó con una ternura que no pudo disimular—. Los muñecos pueden reemplazarse. Tú, no.

—Sé lo que significan para ti.

—No tanto como tú.

Theo ladeó la cabeza.

—Yo vigilaré a Livia —sugirió Annie deprisa—. Ve a la cabaña y duerme un poco.

—Ya dormiré después. —Dirigió los ojos a las ruinas de la casa y después a ella—. ¿De verdad te vas hoy?

Annie asintió.

—¿Y quién es idiota ahora? —preguntó Theo.

—Es distinto entrar corriendo en una casa en llamas que marcharse al continente.

—Las dos cosas tienen una gran desventaja.

—No creo que marcharme tenga ninguna desventaja para mí.

—Puede que no para ti. Pero sí para mí.

Annie vio que estaba exhausto. Claro que le importaba que se fuera. Pero eso no significaba que la amara, y no iba a confundir su cansancio con que se hubiera ganado su corazón.

—Estarás bien, a menos que empieces a enrollarte con más mujeres chifladas —comentó.

—Tendría que molestarme que hables así de ellas. —Su sonrisa, cansada pero sincera, la desconcertó.

—¿Y no te molesta?

—Es la verdad. Ha llegado la hora de que me comporte como un hombre.

—No tiene nada que ver con comportarse como un hombre —replicó Annie—. Tiene que ver con aceptar que no puedes salvar a todas las personas que te importan.

—Por suerte para mí, tú no necesitas que te salven.

—Ya lo creo que no.

—Tengo un empleo para ti. —Se frotó la mandíbula con el dorso de la mano—. Un empleo remunerado.

A Annie no le gustaba el rumbo que estaba tomando la conversación, de modo que intentó desviarla.

—Sé que soy buena en la cama, pero ¿tanto?

—Compadécete de mí, Antoinette —suspiró—. Estoy demasiado cansado para seguirte el ritmo.

—Como si alguna vez pudieras —repuso Annie, entornando los ojos.

—Es un trabajo que puedes hacer desde la ciudad.

Iba a ofrecerle trabajo por lástima, y no podría soportarlo.

—He oído hablar del sexo por Skype, pero no me atrae.

—Quiero que ilustres un libro en el que estoy trabajando.

—Aunque fuera ilustradora, que no lo soy, no tengo ninguna experiencia en dibujar criaturas destripadas. —Desde luego, estaba que se salía. Sin importarle lo que sentía su corazón.

—Apenas he dormido en una semana —suspiró Theo—. No recuerdo la última vez que comí, me duele el pecho, tengo los ojos irritados y una mano llena de ampollas. Y tú solo quieres bromear.

—¿La mano? Déjame ver. —Alargó el brazo, pero él la escondió a la espalda.

—Ya me curaré la mano, pero antes quiero que me escuches —insistió Theo. No iba a dejarlo correr.

—No hace falta. Ya tengo más trabajo del que puedo absorber.

—Annie, ¿podrías no ponérmelo difícil por una vez en tu vida?

—Puede que algún día, pero no hoy.

—Annie, estás poniendo triste a Theo. —Ninguno de los dos se había fijado en que Livia les estaba prestando atención. Se asomó tras las piernas de él—. Deberías contarle tu secreto blindado.

—¡No! —Annie la fulminó con la mirada—. Y será mejor que tú tampoco lo hagas.

—Pues entonces tú cuéntale tu secreto blindado —dijo la niña a Theo.

—Annie no quiere oír mi secreto blindado —replicó él, tenso.

—¿Tienes un secreto blindado? —se sorprendió Annie.

—Sí. Y yo lo sé —se jactó Livia.

Ahora fue el turno de Theo de fulminar a la pequeña con la mirada.

—Ve a buscar piñas. Que sean muchas. Por allí —dijo, señalando los árboles detrás de la glorieta.

—Hazlo después. —La detuvo Annie, pues no podía quedarse tanto rato—. Tenemos que regresar a la cabaña para ver si tu mamá se ha despertado.

—¡No quiero ir! —exclamó Livia.

—Haz caso a Annie —dijo Theo—. Yo terminaré la casita de hadas. Ya la verás después.

El incendio había puesto el mundo de Livia patas arriba. No había dormido lo suficiente y estaba tan malhumorada como solo podría estarlo un niño de cuatro años hiperestimulado.

—¡No iré! —se emperró—. Y si no me dejáis quedarme aquí, ¡contaré vuestros secretos blindados!

—¡No puedes contar un secreto blindado! —le advirtió Annie, sujetándole un brazo.

—¡Claro que no! —coincidió Theo.

—¡Sí que puedo! ¡Si los dos son iguales!