3
Despertó con un ánimo más positivo. La idea de ir volviendo loco a Theo Harp era tan gratificantemente retorcida que no podía evitar sentirse mejor. Era imposible que escribiera aquellos libros espantosos sin una gran imaginación, y ¿qué sería más justo que utilizar esa imaginación en su contra? Pensó en qué más podría hacer y se imaginó a Theo con una camisa de fuerza puesta y tras los barrotes de un manicomio.
—¡Con algunas serpientes reptando a su alrededor! —añadió Scamp.
—Bah, no te será tan fácil alterarlo —soltó el desdeñoso Leo.
Annie se desenredó el cabello con un peine. Se puso unos vaqueros, una camiseta interior, otra gris de manga larga y una sudadera que había sobrevivido quién sabe cómo a sus días de universitaria. Al salir del dormitorio hacia el salón, vio lo que había hecho por la noche antes de acostarse. Los cráneos de pájaros que Mariah tenía expuestos en un cuenco coronado con alambre de púas estaban ahora en una bolsa de basura. Puede que su madre y Georgia O’Keeffe encontraran bonitos aquellos huesos, pero ella no, y si tenía que pasarse dos meses allí, quería sentirse por lo menos un poquito como en casa. Por desgracia, la cabaña era demasiado pequeña para esconder la silla tornasolada con forma de sirena en algún sitio. Había intentado sentarse en ella y se le habían clavado en la espalda unos pechos de sirena.
Había encontrado dos cosas que la habían inquietado: un ejemplar del Portland Press Herald de hacía siete días y una bolsa de café recién molido en la cocina. Alguien había estado allí recientemente.
Tomó una taza de aquel café y se obligó a comer una tostada con mermelada. Le horrorizaba pensar que tenía que volver a Harp House. Pero, por lo menos, tendría acceso a internet. Observó el cuadro del árbol invertido. Quizá al acabar el día sabría quién era R. Connor y si su obra tenía algún valor.
No podía posponerlo más. Metió el bloc del inventario, el portátil y unas cosas más en la mochila, se abrigó bien, y empezó el poco apetecible trayecto hacia Harp House. Al cruzar el extremo de la marisma, vio el puente peatonal de madera. Rodearlo significaba alargar la caminata, así que debería dejar de evitarlo. Lo haría. Pero no hoy.
Annie había conocido a Theo y Regan Harp dos semanas después de que Mariah y Elliott hubieran viajado al Caribe y regresado casados. Los gemelos estaban subiendo los escalones del acantilado desde la playa. Regan había aparecido primero, con sus largas piernas bronceadas y el cabello moreno ondeando alrededor de sus bellas facciones. Entonces había visto a Theo. Incluso con dieciséis años, flacucho, con algo de acné en la frente y una cara demasiado pequeña para su nariz, era arrebatador, distante, y ella se quedó fascinada. Él, en cambio, la observó con indisimulado aburrimiento.
Annie quería gustarles, pero su seguridad en sí mismos la intimidaba tanto que en su presencia se inhibía. Mientras que Regan era agradable y dulce, Theo era grosero y sarcástico. Elliott solía consentirlos para intentar compensar que su madre los hubiera abandonado a los cinco años, pero insistía en que incluyeran a Annie en sus actividades. Theo la invitó a regañadientes a navegar con ellos en su velero. Pero cuando Annie llegó al muelle que había entre Harp House y Moonraker Cottage, Theo, Regan y Jaycie ya habían zarpado sin ella. Al día siguiente se había presentado una hora antes y ellos no aparecieron.
Una tarde, Theo le dijo que fuera a ver los restos de un viejo barco langostero que había cerca, en la playa, y ella descubrió, demasiado tarde, que se habían convertido en uno de los puntos de nidificación de las gaviotas de la isla. Se habían lanzado en picado hacia ella, le habían dado con las alas y una le había golpeado la cabeza en una escena sacada de Los pájaros de Hitchcock. Annie recelaba de los pájaros desde entonces.
La letanía de fechorías de Theo había sido interminable: dejarle pescados entre las sábanas, hacerle malas pasadas en la piscina, abandonarla a oscuras en la playa una noche. Annie se deshizo de los recuerdos. Por suerte, nunca volvería a tener quince años.
Empezó a toser, y al detenerse para intentar recuperar el aliento se percató de que era la primera vez que lo hacía aquella mañana. Es posible que estuviera mejorando por fin. Se imaginó sentada ante una mesa cálida con un ordenador cálido en una oficina cálida, realizando un trabajo que quizá la mataría de aburrimiento, pero le supondría una paga a final de mes.
—¿Y nosotros qué? —gimió Crumpet.
—Annie necesita un trabajo de verdad —intervino la sensata Dilly—. No puede ser ventrílocua toda la vida.
Scamp metió baza:
—Tendrías que haber hecho muñecos porno. Podrías haber cobrado mucho más por los espectáculos.
Los muñecos porno había sido una idea que Annie se había planteado cuando tenía la fiebre muy alta.
Finalmente llegó a lo alto del acantilado. Al pasar ante la cuadra, oyó el relincho de un caballo. Se ocultó rápidamente entre los árboles, justo a tiempo de ver cómo Theo salía por la puerta. Annie tenía frío incluso con el abrigo puesto, pero él solo llevaba un jersey gris marengo, unos vaqueros y botas de montar.
Dejó de caminar. Ella se mantenía detrás de él, pero los árboles que la tapaban eran escasos y rogó que no se diera la vuelta.
Una ráfaga de viento creó un derviche fantasmagórico en la nieve. Theo cruzó los brazos y se sacó el jersey por la cabeza. No llevaba nada debajo.
Lo miró estupefacta. Estaba allí plantado, desnudo de cintura para arriba con el cabello moreno agitado por el viento, desafiando al invierno de Maine. Annie podría haber estado mirando una de aquellas telenovelas famosas por aprovechar cualquier excusa para dejar descamisado al galán de turno. Solo que hacía un frío de mil demonios, Theo Harp no era ningún galán y la única explicación para su gesto era que estaba loco.
Vio cómo apretaba los puños, alzaba el mentón y dirigía una mirada hacia la casa. ¿Cómo podía alguien tan atractivo ser tan cruel? Su torso fibroso, su ancha y musculosa espalda, la forma en que plantaba cara a las inclemencias del tiempo... Era todo muy extraño. No parecía tanto un mortal como parte del paisaje: un ser primitivo que no necesitaba las sencillas comodidades humanas del calor, la comida... el amor.
Se estremeció bajo el abrigo y contempló cómo él entraba en la torre con el jersey oscilando a un costado.
Fue conmovedor lo contenta que se puso Jaycie al verla.
—No me puedo creer que hayas vuelto —soltó mientras Annie colgaba la mochila y se quitaba las botas.
—Si no lo hacía, me habría perdido toda la diversión —aseguró con una expresión jubilosa. Echó un vistazo a la cocina. A pesar de la penumbra, tenía mejor aspecto que el día anterior, pero seguía estando horrible.
Jaycie avanzó pesadamente hacia la mesa, mordiéndose el labio inferior.
—Theo va a despedirme —murmuró—. Lo sé. Como está todo el rato en la torre, cree que no es necesario que haya nadie en la casa. Si no fuera por Cynthia... —Se aferró con tanta fuerza a las muletas que se le quedaron los nudillos blancos—. Esta mañana vio aquí a Lisa McKinley, que ha ido por mí a recibir el barco del correo. No creí que lo supiera, pero me equivocaba. Detesta que haya nadie por aquí.
—¿Cómo va a encontrar entonces a su siguiente víctima de asesinato? —preguntó Scamp—. A no ser que sea Jaycie...
—Yo la protegeré —anunció Peter muy ufano—. Es lo que hago. Proteger a las damas en apuros.
Jaycie se colocó bien las muletas y el hipopótamo rosa movió incongruentemente la cabeza arriba y abajo cerca de su axila.
—Me envió un mensaje para decirme que no quiere que Lisa vuelva por aquí —explicó con el ceño fruncido—. Que les diga que le guarden la correspondencia en el pueblo hasta que él pueda ir a buscarla. Pero Lisa ha estado trayendo también provisiones cada semana. ¿Qué voy a hacer ahora? No puedo perder este empleo, Annie. Es lo único que tengo.
Annie intentó animarla.
—Pronto tendrás mejor el pie y podrás conducir.
—Eso no es todo. No le gusta que haya niños en la casa. Le dije lo modosa que es Livia y le prometí que ni siquiera sabría que estaba aquí, pero la niña no para de salir a escondidas. Me da miedo que la vea.
Annie se calzó las zapatillas deportivas que había llevado.
—A ver si lo entiendo. Por capricho de lord Theo, ¿una niña de cuatro años no puede salir a jugar al aire libre? Eso no está bien.
—Supongo que puede hacer lo que quiera; la casa es suya. Además, mientras yo vaya con muletas, no puedo salir con ella y tampoco quiero que esté fuera sola.
Annie no soportaba la forma en que Jaycie excusaba todo lo que Theo hacía. Después de tantos años debería darse cuenta de qué clase de persona era, pero parecía seguir encandilada con él.
—Tal vez estuviera encandilada con él cuando eran críos —susurró Dilly—. Ahora Jaycie es una mujer adulta. Tal vez lo que siente sea algo más profundo.
—Eso no es nada bueno —comentó Scamp—. Nada bueno... —repitió.
Livia entró en la cocina. Vestía los pantalones de pana del día anterior y llevaba una caja de plástico transparente llena de lápices de colores y un manoseado papel de dibujo.
—Hola, Livia —la saludó Annie con una sonrisa.
La pequeña agachó la cabeza.
—Es muy tímida —dijo Jaycie.
Livia se acercó a la mesa, se encaramó a una silla y se puso a dibujar. Su madre enseñó a Annie dónde se guardaban las cosas de la limpieza sin dejar de disculparse.
—No tienes por qué hacerlo. De verdad. Es mi problema, no el tuyo.
—¿Por qué no miras qué puedes hacer respecto a las comidas del señor? —la interrumpió Annie—. Ya que no secundaste mi idea del matarratas, tal vez podrías encontrar alguna seta venenosa.
—No es tan malo, Annie —aseguró Jaycie, sonriente.
Mentira.
Al cargar trapos del polvo y una escoba al pasillo principal, miró con inquietud la escalera. Ojalá Jaycie tuviese razón y la aparición de Theo cuatro días atrás hubiera sido una excepción. Si se enteraba de que ella estaba haciendo el trabajo de Jaycie, se buscaría otra ama de llaves.
La mayoría de las habitaciones de la planta baja estaban cerradas para conservar el calor, pero había que limpiar el vestíbulo, el despacho de Elliott y el deprimente solario. Con sus limitadas fuerzas, decidió considerar prioritario el vestíbulo, pero cuando hubo quitado las telarañas y el polvo de los paneles de madera de las paredes, ya estaba resollando. Regresó a la cocina y encontró a Livia sola, todavía sentada a la mesa con los lápices de colores.
Había estado pensando en la niña, así que fue al recibidor trasero en busca de la mochila, donde tenía a Scamp. Annie había confeccionado los atuendos de sus muñecos, incluidas las medias de colores, la falda rosa y la camiseta amarilla con una reluciente estrella morada de Scamp. Una diadema con una amapola verde de trapo mantenía sus rebeldes rizos naranja en su sitio. Se colocó el muñeco en el antebrazo y colocó los dedos en las palancas que accionaban su boca y sus ojos. Volvió a la mesa con Scamp escondida a la espalda.
Cuando la niña despegó el lápiz colorado del papel, Annie se sentó en diagonal respecto a ella. Al instante, Scamp asomó la cabeza para mirar a Livia.
—¡La, la, la! —cantó con aquella voz que usaba para llamar la atención—. Yo, Scamp, conocida también como Genevieve Adelaide Josephine Brown, ¡declaro que hoy hace un día precioso!
Livia levantó de golpe la cabeza y se quedó mirando el muñeco. Scamp se inclinó para intentar ver qué estaba pintando la niña, de tal modo que sus rebeldes rizos le ocultaron la cara.
—A mí también me encanta dibujar. ¿Puedo ver lo que has hecho?
Livia, sin apartar los ojos del muñeco, tapó el papel con el brazo.
—Vale, hay cosas que son privadas —dijo Scamp—. Pero yo soy de las que comparte sus talentos. Como el canto.
Livia ladeó la cabeza, llena de curiosidad.
—Soy una cantante maravillosa —peroró Scamp—. Aunque no comparto mis canciones increíblemente fabulosas con cualquiera. Lo mismo que tú tus dibujos. No tienes por qué compartirlos con nadie.
Livia apartó la mano de su dibujo. Cuando Scamp agachó la cabeza sobre el papel para examinarlo, Annie tuvo que fiarse de lo que alcanzaba a divisar con el rabillo del ojo: algo parecido a una figura humana y una casa toscamente trazada.
—¡Fabuloso! —exclamó Scamp—. Yo también soy una gran artista. —Ahora le tocó a ella ladear la cabeza—. ¿Te gustaría oírme cantar?
Livia asintió.
Scamp abrió los brazos y empezó a cantar una versión cómicamente operística de Soy una taza que siempre arrancaba carcajadas a sus espectadores más pequeños.
Livia la escuchó atentamente pero no sonrió, ni siquiera cuando Scamp empezó a cambiar la letra. «Un plato hueco, un plato alado, un chaparrón. ¡Olé!»
La canción hizo toser a Annie, que lo disimuló haciendo que Scamp se pusiera a bailar como una loca. Al final, el muñeco se dejó caer sobre la mesa.
—Ser fabulosa es agotador —aseguró.
Livia asintió, muy seria.
Annie había aprendido que cuando se trata con niños conviene parar cuando llevas ventaja. Scamp se levantó y sacudió la cabeza llena de rizos.
—Es la hora de mi siesta. Au revoir. Hasta la vista... —Y desapareció bajo la mesa.
Livia se agachó para ver dónde había ido el muñeco, pero mientras lo hacía, Annie se levantó y se puso a Scamp delante para taparla con el cuerpo mientras se dirigía al recibidor para guardarla de nuevo en la mochila. No miró a Livia, pero al salir de la cocina notó que la niña la estaba observando.
Más tarde, mientras Theo estaba fuera, Annie aprovechó su ausencia para llevar la basura hasta los bidones metálicos que había detrás de la cuadra. Al regresar a la casa, echó un vistazo a la piscina vacía. Un conjunto antiestético de desechos congelados se había amontonado en el fondo. Incluso en pleno verano, el agua de Peregrine Island era gélida, y ella y Regan nadaban sobre todo en la piscina; Theo prefería el océano. Si el oleaje era fuerte, cargaba la tabla de surf en la trasera de su Jeep y se iba a Gull Beach. Annie había anhelado ir con él, pero le daba tanto miedo su rechazo que no se había atrevido a pedírselo.
Un gato negro dobló despacio la esquina de la cuadra y alzó los ojos amarillos hacia ella. Annie se quedó inmóvil. Oyó una voz de alarma en su cabeza.
—¡Largo de aquí! —siseó.
El gato la miró fijamente.
—¡Vete! —dijo, y corrió hacia él agitando los brazos—. ¡Lárgate! Y no vuelvas. No si sabes lo que te conviene.
El felino se escabulló.
Las lágrimas acudieron repentinamente a sus ojos. Parpadeó para librarse de ellas y volvió a entrar en la casa.
Aquella noche durmió otras doce horas. Después, dedicó el resto de la mañana a trabajar en su inventario de la sala de la cabaña para catalogar muebles, cuadros y objetos como la diosa tailandesa. El día anterior había estado demasiado ocupada en la casa principal para hacer ninguna búsqueda, pero hoy encontraría un rato. Mariah jamás había necesitado que nadie determinara el valor de sus posesiones; lo había hecho por sí misma, y Annie haría lo mismo. Por la tarde, se metió el portátil en la mochila y subió a pie a Harp House. Tenía agujetas debido al ejercicio poco habitual, pero solo tuvo un acceso de tos antes de llegar a la cima.
Limpió el despacho de Elliott, incluido el feo armario de nogal oscuro para armas, y lavó los platos del día anterior mientras Jaycie se ocupaba de la comida de Theo.
—No soy demasiado buena cocinera —comentó—. Un motivo más para que me despida.
—En eso no puedo ayudarte —dijo Annie.
Annie vio otra vez al gato negro y salió sin el abrigo para ahuyentarlo. Luego se sentó con el portátil en la cocina, pero el Wi-Fi de la casa precisaba contraseña, algo que tendría que haber previsto.
—Yo siempre uso el móvil que me dio Theo —indicó Jaycie al sentarse a raspar unas zanahorias—. Nunca he tenido que usar ninguna contraseña.
Annie probó sin fortuna varias combinaciones de nombres, cumpleaños e incluso nombres de embarcaciones. Estiró los brazos para descargar los hombros, miró la pantalla y tecleó despacio «Regan0630», la hora en que Regan Harp se ahogó después de que su velero volcara delante de la isla durante una tempestad. Tenía veintidós años y acababa de licenciarse, pero para Annie siempre sería un ángel moreno de dieciséis años que tocaba el oboe y escribía poemas.
La puerta se abrió de golpe, y Annie se volvió. Theo Harp entró con paso airado en la cocina arrastrando a Livia.