4
Era como si lo hubiera transportado hasta allí una violenta borrasca. Pero lo que más alarmaba de su estruendosa aparición no era su expresión, sino la niña aterrada con la boquita abierta en un escalofriante grito silencioso.
—¡Livia! —exclamó Jaycie, y al abalanzarse hacia su hija perdió el equilibrio y cayó estrepitosamente al suelo acompañada de sus muletas.
Annie se levantó de un brinco y se dirigió hacia él, demasiado horrorizada por lo que estaba ocurriendo para ayudar a Jaycie.
—¿Qué te propones?
—¿Qué me propongo yo? —replicó Theo con el ceño fruncido de rabia—. ¡Estaba en la cuadra!
—¡Suéltala! —Annie le quitó la niña, que estaba tan asustada como ella. Jaycie ya había logrado sentarse en el suelo, así que le dejó a Livia en el regazo y se colocó instintivamente entre ellas y Theo—. ¡No te acerques! —le advirtió.
—¡Oye, que el paladín soy yo! —se quejó Peter—. Proteger a los demás es cosa mía.
—¡Estaba en mi cuadra! —exclamó Theo. Su presencia llenaba la tenebrosa cocina y se llevaba todo el aire.
—¿Podrías bajar un poco la voz? —exigió Annie tras tomar aliento.
Jaycie soltó un gritito ahogado.
—La niña no estaba simplemente en la puerta —añadió Theo sin hacer caso—. Estaba en el box de Dancer. ¡Dentro! Ese caballo es muy asustadizo. ¿Tienes idea de lo que podía haberle pasado? Y te dije que no te acercaras a esta casa. ¿Por qué estás aquí?
Ella se obligó a no dejarse intimidar esta vez, pero no podía igualarlo en furia.
—¿Cómo se metió en el box?
—¡Y yo qué sé! —Su mirada reflejó la acusación—. Puede que no estuviera cerrado.
—O sea, se te olvidó cerrarlo. —Le habían empezado a temblar las piernas—. ¿Tal vez pensabas sacar a tu caballo durante otra tormenta de nieve?
Había conseguido que dejara de prestar atención a Jaycie y Livia. Por desgracia, ahora la concentraba en ella.
—¿Qué coño estás haciendo aquí? —insistió Theo, y flexionó las manos como preparándose para asestarle un puñetazo.
Sus muñecos la salvaron.
—¡Esa lengua! —repuso usando el tono de reproche de Dilly. Menos mal que se acordó de mover los labios al hacerlo.
—¿Por qué estás en mi casa? —le espetó él.
Annie no podía permitir que supiera que había estado ayudando a Jaycie.
—En la cabaña no hay Wi-Fi y lo necesito.
—Usa el de otro sitio.
—Si no le haces frente —advirtió Scamp—, volverá a salirse con la suya.
—Te agradecería que me dieras la contraseña —pidió Annie, levantando el mentón.
Él la miró como si acabara de salir de una cloaca.
—Te dije que no te acercaras a esta casa.
—¿Ah, sí? No me acuerdo. Jaycie me dijo que no podía estar aquí pero no le hice caso —mintió, y para asegurarse de que lo entendía, añadió—: Ya no soy tan modosita como antes.
Jaycie hizo un ruidito en lugar de guardar silencio, lo que hizo que Theo se volviera a fijar en ella.
—Ya sabes en qué quedamos, Jaycie.
—Intenté mantener a Livia alejada de ti, pero... —explicó, estrechando a la niña contra su pecho.
—Esto no funcionará —soltó Theo—. Tendré que tomar una decisión.
Y con esta altanera afirmación, se volvió para marcharse, como si ya no hubiera más que decir.
—¡Deja que se marche! —aconsejó Crumpet.
Pero Annie no podía hacerlo, así que se plantó delante de él.
—¿De qué vas, tío? ¡Mírala! —Señaló con el dedo a Jaycie, esperando que no advirtiera lo mucho que temblaba—. ¿De verdad estás pensando en echar a la calle a una viuda que no tiene un centavo y a su hija en pleno invierno? ¿Se ha petrificado del todo tu corazón? Olvídalo. Es una pregunta retórica.
Él la contempló con la expresión molesta de alguien a quien revolotea un mosquito fastidioso.
—No es asunto tuyo.
Detestaba las confrontaciones, pero Scamp no, de modo que se metió en la piel de su álter ego.
—Porque soy una persona compasiva. ¿Conoces el significado de «compasiva»? —Los espléndidos ojos azules de Theo se ensombrecieron—. Livia no volverá a entrar en la cuadra porque te acordarás de cerrar la puerta. Y tu ama de llaves está haciendo un trabajo excelente aun con un pie lesionado. Te ha preparado la comida, ¿no? Mira la cocina. Está inmaculada. —Como era una exageración, buscó su punto débil—: Si despides a Jaycie, Cynthia contratará a alguien más. Piénsalo. Otra desconocida invadiendo tu intimidad.
Curioseando en Harp House. Observándote. Interrumpiéndote mientras trabajas. Intentando incluso charlar contigo. ¿Es eso lo que quieres?
Aunque él resollaba, ella vio su victoria en la ligera tensión de sus ojos, en el vago gesto de sus hermosos labios. Theo dirigió una mirada a Jaycie, que seguía sentada en el suelo abrazando a Livia.
—Voy a salir un par de horas —soltó con brusquedad—. Limpia la torre mientras estoy fuera. No te acerques al segundo piso.
Se marchó mostrando la misma rudeza con la que había entrado.
Livia se chupaba el pulgar. Jaycie le besó las mejillas antes de levantarse ayudada de las muletas.
—No puedo creer que le hayas hablado así.
Annie tampoco.
La torre tenía dos entradas: una desde el exterior y otra desde el primer piso de la casa. Como Jaycie no podía subir escaleras, Annie fue la encargada de hacer el trabajo.
La torre estaba construida sobre unos cimientos más altos que el resto de Harp House, por lo que su planta baja estaba al mismo nivel que el primer piso de la casa en sí, y la puerta situada al final del pasillo superior de la casa daba directamente al salón principal de la torre. Nada parecía haber cambiado desde la época en que la abuela de los gemelos se alojaba allí. Las paredes angulares de color beige servían de escenografía para una recargada decoración de los años ochenta, con objetos desgastados que se veían difusamente debido a la hilera de ventanas orientadas al mar.
Una raída alfombra persa cubría la mayor parte del suelo de parqué, y había un sofá beige de gruesos brazos y cojines con flecos bajo un par de paisajes al óleo amateurs. Unos grandes candelabros de madera de pie con altas y gruesas velas blancas intactas se hallaban bajo un reloj de péndulo detenido a las once y cuatro minutos. Era la única parte de Harp House que no parecía haber retrocedido dos siglos, pero era igual de lúgubre.
Se adentró en la pequeña cocina con el montaplatos en la pared del fondo. En lugar de un montón de platos sucios, los que le habían enviado desde la cocina principal con las comidas estaban limpios y colocados en un escurridor de plástico azul. Sacó una botella de limpiador de debajo del fregadero, pero no lo utilizó enseguida. Jaycie solo le preparaba la cena. ¿Qué comía el resto del día el señor de los infiernos? Dejó la botella y abrió los armarios.
No vio ningún ojo de tritón ni dedo de rana. Ningún globo ocular salteado ni uñas fritas. En lugar de eso encontró cajas de cereales Cheerios y Wheaties. Nada demasiado dulce. Nada divertido. Pero tampoco trozos de cuerpo humano conservados.
Como quizá esa fuera su única posibilidad de explorar, siguió curioseando. Algunas latas comunes. Un paquete de seis botellas de agua con gas cara, una bolsa grande de café en grano de primera calidad, y una botella de whisky bueno. Había unas cuantas piezas de fruta en la encimera, y al mirarlas le resonó la voz de la malvada reina en la cabeza: «Toma una manzana, preciosa...»
Se dirigió hacia el refrigerador, donde encontró zumo de tomate, un pedazo de queso duro, aceitunas negras y latas sin abrir de un paté asqueroso. No era sorprendente que le gustara comer vísceras.
El congelador estaba prácticamente vacío, y el cajón para verduras solo contenía zanahorias y rábanos. Echó otro vistazo a la cocina. ¿Dónde estaba la comida basura, las bolsas de nachos y los botes de helado? ¿Dónde estaba el montón de patatas fritas de bolsa, el alijo de mantequilla de cacahuete? Nada salado ni crujiente. Ningún capricho dulce. A su manera, esa cocina era tan horripilante como la otra.
Tomó el limpiador y dudó un instante. ¿No había leído en alguna parte que había que limpiar empezando por arriba?
—A nadie le gustan los fisgones —dijo Crumpet con su voz altiva.
—Como si tú no tuvieras ningún defecto —replicó mentalmente Annie.
—La vanidad no es un defecto. Es una vocación.
Sí, Annie quería curiosear e iba a hacerlo. Ahora tenía tiempo para ver qué tenía Theo exactamente en su guarida.
Las doloridas pantorrillas le protestaron al subir la escalera hasta el primer piso. Vio la puerta cerrada que daba a la buhardilla del segundo piso, donde se suponía que Theo escribía su segunda novela sádica. O tal vez descuartizaba cadáveres.
La puerta del dormitorio estaba abierta. Se asomó para echar un vistazo. Salvo unos vaqueros y una sudadera a los pies de la cama mal hecha, daba la impresión de que seguía viviendo allí una anciana. Paredes color hueso, cortinas estampadas con rosas de Jericó, una butaca frambuesa sin brazos, una otomana redonda y una cama de matrimonio cubierta con una colcha beige. Desde luego, no había hecho nada para sentirse cómodo.
Volvió al pequeño pasillo y dudó un instante antes de subir los seis peldaños hasta el prohibido segundo piso. Abrió la puerta.
La habitación pentagonal disponía de un techo de madera a la vista y cinco ventanas angostas y desnudas con arcos puntiagudos. Los toques humanos que faltaban en todas partes eran también visibles en aquella estancia. Un escritorio en forma de L sobresalía de una pared, abarrotado de papeles, estuches de cedés vacíos, un par de libretas, un ordenador de mesa y unos auriculares. Al otro lado de la habitación, una estantería metálica negra industrial contenía diversos aparatos electrónicos, incluido un sistema de audio y un pequeño televisor de pantalla plana. Había montones de libros en el suelo, bajo las ventanas, y un portátil junto a una butaca redondeada.
La puerta se abrió con un crujido.
Annie dio un respingo y se giró de golpe.
Theo entró con una bufanda negra en las manos.
—Ya trató de matarte una vez —auguró Leo con desdén—. Puede volver a intentarlo.
Ella tragó saliva y apartó los ojos de la pequeña cicatriz blanca en el extremo de la ceja, la cicatriz que le había hecho ella.
Theo se le acercó, con la bufanda sujeta ahora a modo de mordaza, o quizá de trapo empapado de cloroformo. ¿Cuánto rato tendría que apretárselo contra la nariz para dejarla inconsciente?
—Este piso está prohibido —dijo Theo—. Pero eso ya lo sabías. Y aun así, estás aquí.
Se pasó la bufanda alrededor del cuello y sujetó las puntas con las manos. Annie se quedó muda. Tuvo que recurrir otra vez a Scamp para armarse de valor.
—Eres tú quien no tendría que estar aquí. —Rogó que no oyera el temblor en su voz normalmente firme—. ¿Cómo voy a husmear si no te vas cuando dices?
—Muy graciosa. —Tiró de las puntas de la bufanda.
—Es... es culpa tuya, la verdad. —Tenía que ocurrírsele algo deprisa—. No habría venido aquí si me hubieras dado la contraseña que te pedí.
—¿Qué dices?
—Mucha gente la tiene pegada al ordenador. —Juntó las manos a la espalda.
—Yo no.
—Mantente firme —ordenó Scamp—. Que vea que ahora está tratando con una mujer y no con una adolescente insegura.
Se le habían dado muy bien las clases de improvisación, así que echó el resto.
—¿No te parece un poco tonto?
—¿Tonto?
—Bueno, vale, lo que sea. Pero... ¿y si olvidas la contraseña? Tendrías que llamar a la compañía telefónica. —Carraspeó y tomó aliento—. Ya sabes cómo va la cosa. Te tendrán horas al aparato escuchando una grabación que te recuerda lo importante que es tu llamada. O una musiquita machacona. ¿No se te hace eterno? A mí, al cabo de un rato, me dan ganas de suicidarme. ¿De veras quieres pasar por ese calvario cuando una simple nota adhesiva previene el problema?
—O un simple correo electrónico —ironizó él—. Dirigo.
—¿Qué?
Theo soltó la bufanda y se dirigió hacia la ventana más cercana, donde había un telescopio enfocado hacia el océano.
—Me has convencido. La contraseña es Dirigo.
—¿Qué clase de contraseña es esa?
—Es el lema del estado de Maine. Significa «dirijo». También significa que te has quedado sin excusa para husmear.
En eso llevaba razón. Ella avanzó hacia la puerta.
Theo levantó el telescopio del trípode y lo llevó hasta otra ventana.
—¿Crees que no sé que estás haciendo el trabajo de Jaycie por ella?
—¿Qué más te da, mientras el trabajo se haga? —replicó Annie, que debería haberse imaginado que lo sabría.
—Porque no te quiero por aquí.
—Entendido. Preferirías despedir a Jaycie.
—No necesito a nadie en la casa.
—Claro que sí. ¿Quién, si no, abriría la puerta cuando estás durmiendo en el ataúd?
Sin hacerle caso, Theo miró por el telescopio y lo ajustó. A Annie se le erizó el vello de la nuca: él se había puesto ante la ventana orientada hacia la cabaña.
—Eso te pasa por meterte con un chiflado —bufó el desdeñoso Leo.
—Tengo un telescopio nuevo —comentó Theo—. Con buena luz, es increíble todo lo que puedo ver. —Levantó ligeramente el aparato—. Espero que los muebles que moviste no fueran demasiado pesados para ti.
Un escalofrío le recorrió el cuerpo.
—No olvides cambiar las sábanas de mi cuarto —dijo sin volverse—. No hay nada mejor que el contacto de las sábanas limpias sobre la piel desnuda.
Annie no iba a dejar que viera lo mucho que la seguía asustando. Se obligó a girar despacio para encaminarse hacia la escalera. Tenía todas las razones del mundo para decir a Jaycie que no podía hacer más su trabajo. Todas las razones del mundo, salvo la certeza de que no podría vivir consigo misma si permitía que el miedo que le provocaba Theo Harp la obligara a abandonar a la chica que una vez le había salvado la vida.
Trabajó lo más rápido que pudo. Quitó el polvo de los muebles del salón, pasó el aspirador por la alfombra, fregó la cocina y después, con aprensión, fue al cuarto de Theo. Encontró las sábanas limpias, pero quitar las de la cama era algo demasiado personal, íntimo. Apretó la mandíbula y lo hizo de todos modos.
Al tomar un trapo, oyó que la puerta de la buhardilla se cerraba, el ruido de una llave en la cerradura y unos pasos que bajaban la escalera. No quería volverse, pero lo hizo.
Theo estaba en la puerta, con un hombro apoyado en el quicio. La recorrió con la mirada empezando por el cabello alborotado hacia los pechos, apenas visibles bajo el grueso jersey, y descendiendo hacia las caderas, donde la posó un instante antes de seguir hacia abajo. Su repaso era calculado. Tenía algo invasivo e inquietante. Finalmente, se volvió para marcharse.
Y entonces sucedió.
Un escalofriante sonido entre gemido y gruñido resonó en la habitación.
Theo se detuvo en seco. Annie alzó los ojos hacia la buhardilla.
—¿Qué ha sido eso?
Con el ceño fruncido, él abrió la boca como si quisiera dar una explicación, pero no pronunció ninguna palabra. Un momento después se había ido.
La puerta de abajo se cerró de golpe. Annie apretó la mandíbula.
«Cabrón. Te lo tienes bien merecido.»
La respiración de Theo formó vaho al abrir la puerta de la cuadra, el sitio donde siempre iba cuando necesitaba reflexionar. Había creído que lo había previsto todo, menos que Annie volviera, pero no iba a consentirlo.
El interior olía a heno, estiércol, polvo y frío. Años atrás, su padre había tenido hasta cuatro caballos en aquella cuadra, animales que se alojaban en el establo de la isla cuando la familia no estaba en Peregrine. Ahora su caballo castrado negro era el único que había.
Dancer relinchó y asomó la cabeza por el box. Theo nunca había imaginado que volvería a verla, pero allí estaba. En su casa. En su vida. Y el pasado había regresado con ella. Acarició el morro del animal.
—Estamos solos tú y yo, chico —dijo—. Tú y yo... y los nuevos demonios que han venido a rondarnos.
El caballo sacudió la cabeza. Theo abrió la puerta del compartimento. No podía dejar que aquello continuara. Tenía que librarse de ella.