5

 

 

Pasar las noches sola en la cabaña había asustado a Annie desde el principio, pero aquel día fue peor todavía. Las ventanas carecían de cortinas, y Theo podía observarla en cualquier momento con su telescopio. Dejó las luces apagadas, tropezó por la casa a oscuras y al acostarse se tapó hasta la cabeza. Pero la oscuridad le hizo recordar la forma en que todo había cambiado.

Había ocurrido poco después del incidente del montaplatos. Regan estaba en una clase de equitación o encerrada en su cuarto escribiendo poemas. Annie estaba sentada en las rocas de la playa, soñando con ser la estupenda y bonita actriz protagonista de una gran película cuando Theo se le acercó y se sentó a su lado, con unos shorts caqui que le iban demasiado grandes y le dejaban las largas piernas al descubierto. Un cangrejo ermitaño se escabulló en una charca de marea a sus pies. Theo le habló con la mirada puesta en el mar, en el sitio donde empezaban a formarse las olas.

—Siento lo que ha pasado, Annie. Todo ha sido un poco extraño.

Ella era tan boba que lo perdonó al instante.

A partir de entonces, siempre que Regan estaba ocupada, Theo y Annie salían juntos. Él le enseñó algunos de los lugares que más le gustaban de la isla. Empezó a confiarle cosas, al principio vacilante, pero poco a poco se fue sincerando más. Le contó lo mucho que detestaba su internado, y que estaba escribiendo relatos cortos que no mostraba a nadie. Habló sobre sus libros preferidos. Annie se convenció de que era la única chica a la que se había confiado, y le enseñó algunos de los dibujos que hacía a escondidas para que Mariah no los criticara. Finalmente, la besó. A ella. A Annie Hewitt, un espantajo larguirucho de quince años con la cara demasiado larga, los ojos demasiado grandes y el cabello demasiado rizado.

Después de aquello, cada vez que Regan no estaba lo pasaban juntos, normalmente en la cueva, durante la marea baja, montándoselo en la arena mojada. Él le tocaba el pecho por encima del bañador y ella creía que se moría de felicidad. Cuan do le bajó la parte superior, le dio vergüenza que sus senos no fueran más grandes e intentó cubrirse con las manos. Él se las apartó y le acarició los pezones con los dedos.

Estaba extasiada.

Poco después se tocaban con excitación. Él le bajó la cremallera de los pantalones cortos y le metió la mano en las bragas. Ningún chico la había tocado allí. Le introdujo el dedo. Estaba llena a rebosar de hormonas. Orgásmica al instante.

Ella también lo tocó, y la primera vez que notó la humedad en la mano, creyó que lo había lastimado. Estaba enamorada.

Pero entonces todo cambió. Él empezó a evitarla sin motivo. Y también a ningunearla delante de su hermana y Jaycie: «No seas tan gansa, Annie. Te portas como una cría.»

Annie intentó hablar con él a solas para averiguar por qué se estaba portando así, pero él la evitó. Encontró un puñado de sus preciadas novelas góticas en el fondo de la piscina.

Una tarde soleada de julio cruzaron el puente peatonal de la marisma. Annie iba algo adelantada, seguida de Jaycie y los gemelos. Había estado intentando impresionar a Theo con lo sofisticada que era hablando sobre su vida en Manhattan.

—He ido en metro desde que tenía diez años y...

—Deja de fanfarronear —la cortó Theo. Y acto seguido le dio un empujón en la espalda.

Annie se cayó del puente y aterrizó de bruces en las aguas turbias. Las manos y los antebrazos se le hundieron en el fango y el lodo se le pegó a las piernas. Al intentar levantarse, unas briznas medio podridas de spartina y una maraña de cianobacterias se le enredaron en el cabello y la ropa. Escupió el fango y quiso restregarse los ojos, pero no pudo y se echó a llorar.

Al final, tuvieron que sacarla de allí Regan y Jaycie, tan horrorizadas como ella. Annie se había raspado una rodilla y perdido las sandalias de piel que se había comprado con su propio dinero. Las lágrimas le resbalaban por el barro de sus mejillas mientras permanecía plantada en el puente como una criatura salida de una película de terror.

—¿Por qué has hecho eso?

—No me gustan los fanfarrones —respondió Theo, mirándola impávido.

—¡No se lo cuentes a nadie, Annie! —le suplicó Regan con lágrimas en los ojos—. ¡Por favor, a nadie! O Theo se meterá en un buen lío. No volverá a hacer nunca algo así. Prométeselo, Theo.

Él se marchó sin prometer nada.

Annie no se lo contó a nadie. Entonces. No lo hizo hasta mucho después.

 

 

La mañana siguiente, recorrió la cabaña intentando recuperarse de una noche de poco descanso antes de hacer la temida caminata hasta Harp House. Terminó en el estudio, a salvo del telescopio de Theo. Su madre había ampliado la parte trasera de la casa para convertirla en una zona de trabajo espaciosa y bien iluminada. Las manchas de pintura en el suelo de madera eran testimonio del desfile de artistas que habían trabajado allí a lo largo de los años. Una colcha roja asomaba bajo unas cajas de cartón depositadas sobre la cama que había quedado en un rincón. Junto a ella había un par de sillas de madera con asiento de mimbre pintadas de amarillo.

Las paredes azul celeste de la habitación, la colcha roja y las sillas amarillas tenían que recordar el cuadro El dormitorio en Arlés de Van Gogh, mientras que el trampantojo mural de tamaño natural de la pared más larga mostraba el morro de un taxi que se estrellaba contra el escaparate de una tienda. Esperaba que el mural no fuera el legado porque no alcanzaba a imaginar cómo podría vender una pared entera.

Imaginó a su madre en aquella habitación, alimentando el ego de los artistas de una forma que nunca hizo con el de su propia hija. Mariah creía que había que cuidar a los artistas, pero se negaba a animar a su hija a dibujar o actuar, aunque a Annie le encantaban ambas cosas.

«El mundo del arte es un nido de víboras. Aunque tengas mucho talento, algo que tú no tienes, se te come vivo. No quiero eso para ti.»

A Mariah le habría ido mucho mejor con una de aquellas niñas obstinadas a las que les daba igual la opinión de los demás. Pero ella había tenido una hija tímida que vivía de sus sueños. Aun así, al final, Annie había sido la fuerte y había apoyado a su madre, que ya no podía cuidar de sí misma.

Dejó la taza de café a un lado al oír un vehículo que se acercaba. Fue al salón y miró por la ventana, justo a tiempo de ver cómo una destartalada camioneta blanca se detenía al final del camino. Se abrió la puerta y salió una mujer voluminosa de unos sesenta años. Llevaba un abrigo de plumón gris y un par de resistentes botas negras que se hundieron en la nieve. Aunque ningún gorro le cubría el cardado cabello rubio, una bufanda a rombos negros y verdes le rodeaba el cuello. Se inclinó hacia la camioneta y recogió una bolsa de regalo rosa de la que rebosaba algo envuelto en papel frambuesa.

Annie se alegró tanto de ver a alguien no relacionado con Harp House que casi tropezó con la alfombra al apresurarse hacia la puerta. Al abrirla, cayó nieve del tejado.

—Soy Barbara Rose —se presentó la mujer mientras la saludaba simpáticamente con la mano—. Ya llevas casi una semana aquí. Me pareció que ya era hora de que alguien viniera a ver cómo te va. —El carmín rojo contrastaba con su tez pálida, y cuando subió los peldaños, Annie vio unas manchitas de rímel en las ligeras bolsas que tenía bajo los ojos.

—Gracias por enviarme a tu marido el primer día —dijo Annie, haciéndola pasar y quitándole el abrigo—. ¿Te apetece un café?

—Me encantaría. —Bajo el abrigo, unos pantalones elásticos negros y un jersey azul marino le envolvían las voluminosas curvas. Se quitó las botas para seguir a Annie a la cocina con la bolsa de regalo y su fuerte fragancia floral—. Esta isla ya es de por sí solitaria para una mujer sola, pero aquí, en medio de la nada... —añadió con un estremecimiento—. Cuando estás sola, puedes tener disgustos.

No eran exactamente las palabras que Annie quería oír de una isleña veterana.

Mientras Annie preparaba un poco de café, Barbara echó un vistazo alrededor de la cocina, donde vio la colección de saleros y pimenteros en el alféizar de la ventana, y la serie de litografías en la pared.

—En verano solían venir aquí un montón de famosos —explicó, casi nostálgica—, pero no recuerdo haberte visto demasiado.

—Soy más de ciudad —dijo Annie y enchufó la cafetera.

—Pues Peregrine no es un buen sitio para alguien de ciudad, especialmente en pleno invierno.

A Barbara le gustaba hablar y, mientras la cafetera empezaba a borbotear, lo hizo sobre el clima excepcionalmente frío y sobre lo duro que era el invierno para las isleñas cuando sus maridos estaban en el mar embravecido. Annie había olvidado lo complicadas que eran las leyes que estipulaban cuándo y dónde podían colocar las nansas los langosteros profesionales, y Barbara estuvo encantada de recordárselo.

—Solo pescamos desde principios de octubre hasta el uno de junio. Entonces nos concentramos en el turismo. La mayoría de las islas restantes pescan de mayo a diciembre.

—¿No sería más fácil cuando hace más calor?

—Por supuesto. Aunque, al recoger las nansas, puede haber problemas, incluso cuando hace buen tiempo. Pero la langosta sube de precio en invierno, por lo que pescarla ahora tiene sus ventajas.

Annie terminó de preparar el café. Llevaron las tazas a la mesa que había junto a la ventana salediza delantera. Barbara dio a Annie la bolsa de regalo y se sentó frente a ella. Contenía una bufanda a rombos, como la de Barbara, solo que blancos y negros.

—Tejer nos mantiene a muchas ocupadas durante el invierno —dijo Barbara mientras recogía las migas del desayuno de Annie—. Así no le doy vueltas a la cabeza. Mi hijo vive ahora en Bangor. Antes veía a mi nieto todos los días pero ahora tengo suerte si lo veo cada dos meses. —Se le nublaron los ojos. Se levantó de golpe y llevó las migas a la cocina. Al regresar, no había acabado de recobrar la compostura—. Mi hija Lisa está hablando de irse. Si lo hace, perderé a mis dos nietas.

—¿La amiga de Jaycie?

—Parece que el incendio de la escuela podría ser la gota que colmó el vaso —asintió Barbara.

Annie recordó vagamente el pequeño edificio que había servido de escuela en la isla. Estaba en lo alto de la colina que se levantaba sobre el embarcadero.

—No sabía que había habido un incendio.

—Ocurrió a principios de diciembre, justo después de que Theo Harp llegara. Un cortocircuito eléctrico. La escuela quedó hecha cenizas. —Repiqueteó la mesa con las uñas pintadas de rojo—. Esa escuela llevaba cincuenta años educando a los niños de la isla hasta que tenían que ir a la secundaria, en el continente. Ahora usamos una vieja caravana estática, que es lo único que puede permitirse el municipio, y Lisa dice que no va a dejar que sus hijas sigan yendo a clase en una caravana.

Annie no culpaba a las mujeres que querían irse. La vida en una isla pequeña era más romántica en teoría que en la realidad.

—No soy la única —prosiguió Barbara, toqueteándose la alianza, un delgado aro de oro con un diamante minúsculo—. El hijo de Judy Kester está resistiendo las presiones de su mujer para mudarse a vivir con los padres de ella en algún lugar de Vermont, y Tildy... —Movió la mano como si no quisiera seguir pensando en ello—. ¿Cuánto tiempo vas a quedarte?

—Hasta finales de marzo.

—Siendo invierno es mucho tiempo.

Annie se encogió de hombros. Al parecer, las condiciones que debía cumplir para ser propietaria de la cabaña no eran del dominio público y quería que siguiera así. Si no, daría la impresión de que alguien la estaba controlando, como si fuera uno de sus muñecos.

—Mi marido siempre me dice que no meta las narices en los asuntos de los demás —comentó Barbara—, pero no me perdonaría a mí misma si no te advirtiera que te será duro vivir aquí sola.

—Estaré bien —mintió Annie.

—Estás lejos del pueblo —insistió Barbara, cuya expresión de preocupación no resultaba alentadora—. Y he visto tu coche... Sin carreteras asfaltadas, no te servirá de nada este invierno.

Algo que Annie ya había deducido.

Antes de irse, Barbara la invitó a las partidas de bunco de la isla.

—Somos sobre todo abuelas, pero haré que esté Lisa. Tiene una edad más cercana a la tuya.

Annie aceptó sin vacilar. No le apetecía jugar al bunco, pero necesitaba charlar con alguien aparte de sus muñecos y de Jaycie, quien, a pesar de lo dulce que era, no era lo que se dice una conversadora estimulante.

 

 

Un ruido despertó a Theo. Esta vez no era otra pesadilla, sino un sonido fuera de lugar. Abrió los ojos y escuchó.

Incluso en medio del aturdimiento debido al sueño, no tardó en reconocer lo que estaba oyendo: las campanadas del reloj de la planta inferior.

Tres... cuatro... cinco...

Se incorporó en la cama. Aquel reloj llevaba sin funcionar desde que su abuela Hildy había muerto hacía seis años.

Apartó las mantas y escuchó. Las melódicas campanadas sonaban apagadas, pero perfectamente audibles. Las contó. Siete... ocho... nueve... diez... Finalmente, acabaron a las doce.

Echó un vistazo al reloj de la mesilla: las tres de la madrugada. ¿Qué demonios estaba pasando?

Se levantó y bajó al piso inferior. Iba desnudo, pero el frío le daba igual. Le gustaba sentirse incómodo. Le hacía sentirse vivo.

El claro de luna creciente se filtraba por las ventanas y dibujaba barrotes carcelarios en la alfombra. El salón olía a polvo, a falta de uso, pero el péndulo del reloj de pared de Hildy oscilaba con un rítmico tictac y señalaba con sus manecillas las doce. Aquel reloj llevaba años en silencio.

Puede que se pasara la vida laboral entre personas malvadas que viajaban en el tiempo, pero no creía en lo sobrenatural. Sin embargo, había pasado por aquella habitación antes de acostarse y si el reloj hubiera estado funcionando entonces, se habría dado cuenta. Y también estaban aquellos ruidos extraños.

Tenía que haber una explicación para todo, pero cuál. Eso sí, tendría tiempo para pensar en ello porque esa noche ya no podría volver a pegar ojo. Daba igual. El sueño se había convertido en su enemigo, un lugar siniestro habitado por los fantasmas de su pasado, unos fantasmas que se habían vuelto mucho más amenazadores desde la reaparición de Annie.

 

 

La carretera no estaba tan helada como una semana antes, cuando Annie había llegado, pero los baches eran más pronunciados, y tardó cuarenta minutos en efectuar el recorrido de quince minutos al pueblo para la partida femenina de bunco. Mientras conducía, procuró no pensar en Theo Harp, quien nunca estaba lejos de sus pensamientos. Habían pasado tres días desde su enfrentamiento en la torre, y solo lo había visto de lejos. Quería que siguiera así, pero algo le decía que no sería tan fácil.

Agradecía la oportunidad de alejarse de la cabaña. A pesar de sus excursiones a Harp House, había empezado a sentirse mejor físicamente, si bien no emocionalmente. Se había puesto sus mejores vaqueros y una de las camisas blancas de hombre de su madre. Recogerse el indomable pelo hacia arriba, aplicarse un poco de carmín color caramelo y ponerse rímel en las pestañas fue todo lo que pudo hacer con lo que tenía. En ocasiones creía que tendría que prescindir del rímel para que sus ojos no fueran tan prominentes, pero sus amigas le decían que era demasiado crítica consigo misma y que sus ojos castaños eran su mejor rasgo.

A la derecha de la carretera, el gran embarcadero de piedra sobresalía en el puerto donde estaban amarrados los barcos langosteros. Unos cobertizos cerrados habían sustituido los abiertos que ella recordaba. Todo era como antes, los visitantes veraniegos seguían guardando sus embarcaciones de recreo dentro, junto con las nansas de los langosteros y las boyas que había que pintar.

A la izquierda se alineaban varios restaurantes, cerrados en invierno, una tienda de regalos y un par de galerías de arte. El ayuntamiento de la isla, un polivalente edificio de tejas grises que también hacía las veces de oficina de correos y biblioteca, estaba abierto todo el año. En la colina que se elevaba tras el pueblo, apenas alcanzaba a distinguir las lápidas cubiertas de nieve del cementerio. Ladera arriba, con vistas al puerto, el Peregrine Island Inn permanecía oscuro y vacío, a la espera de que el mes de mayo le devolviera la vida.

Las casas del pueblo estaban cerca de la carretera. En sus jardines laterales había montones de nansas langosteras, rollos de cable y coches para desguace que no habían ido a parar a un vertedero fuera de la isla. La de Rose era muy parecida a las demás: funcional, cuadrada y con tejado de tejas. Barbara la recibió, le cogió el abrigo y la condujo hasta la cocina por una sala que olía a humo de madera y al perfume floral de la anfitriona.

Unas cortinas verdes recogidas enmarcaban la ventana sobre el fregadero, y una colección de platos de souvenir colgaba sobre los oscuros armarios de madera. Las numerosas fotos dispuestas en el refrigerador dejaban claro lo orgullosa que estaba Barbara de sus nietos.

Una octogenaria aún apuesta cuyos pómulos y nariz ancha sugerían que podía ser una combinación de raza africana e india americana estaba sentada a la mesa de la cocina con la única mujer joven aparte de Annie, una morena menudita de nariz respingona y gafas de montura rectangular negra con el cabello cortado a lo paje. Barbara se la presentó como su hija, Lisa McKinley. Era la amiga de Jaycie, quien la había recomendado a Cynthia Harp para el trabajo de ama de llaves.

Annie pronto descubrió que Lisa era a la vez bibliotecaria voluntaria y propietaria de la única cafetería y panadería de Peregrine.

—La panadería está cerrada hasta el uno de mayo —contó Lisa a Annie—. Y no soporto el bunco, pero quería conocerte.

—Lisa tiene dos niñas preciosas —indicó Barbara, señalando su galería de fotos de la nevera—. Mis nietas. Ambas nacieron aquí.

—Mi castigo por haberme casado con un langostero en lugar de irme con Jimmy Timkins cuando tuve ocasión —comentó Lisa.

—No le hagas caso. Adora a su marido —aseguró Barbara antes de presentar a Annie a las demás mujeres.

—¿No te importa estar sola en esa cabaña? —le preguntó Marie, una mujer con unas marcadas arrugas que le descendían desde las comisuras de los labios, lo que le confería una expresión avinagrada—. Especialmente teniendo a Theo Harp como único vecino.

—Soy bastante intrépida —respondió Annie. Los muñecos que ocupaban su mente se partieron de la risa.

—Que todo el mundo se sirva bebida —ordenó Barbara.

—Yo no viviría allí ni por todo el oro del mundo —insistió Marie—. No mientras Theo esté en Harp House. Regan Harp era una muchacha muy dulce.

—Marie es muy suspicaz. No le hagas caso —advirtió Barbara a la vez que accionaba el dispensador de vino.

—Yo solo digo que Regan Harp sabía navegar tan bien como su hermano —prosiguió Marie, impertérrita—. Y no soy la única a la que le parece raro que zarpara en medio de una borrasca.

Barbara dirigió a Annie, que estaba intentando asimilar lo que acababa de oír, hacia una silla en una de las dos mesas.

—No te preocupes si no has jugado nunca. No cuesta demasiado aprender.

—El bunco es básicamente una excusa para reunirnos sin los hombres y beber vino. —El comentario de Judy Kester no era como para carcajearse, pero Judy parecía reírse de casi todo. Entre su buen humor y su pelirrojo pelo teñido que parecía la peluca de un payaso, caía bien enseguida.

—En Peregrine no están permitidos los verdaderos estímulos intelectuales —soltó Lisa con aspereza—. Por lo menos en invierno.

—Sigues enojada porque la señora Harp no regresó el pasado verano. —Barbara tiró los dados.

—Cynthia es amiga mía —dijo Lisa—. No quiero oír comentarios malos sobre ella.

—¿Como el hecho de que es una esnob? —Barbara tiró de nuevo los dados.

—No lo es —replicó Lisa—. Que sea culta no significa que sea esnob.

—Mariah Hewitt era mucho más culta que Cynthia Harp —comentó Marie con amargura—, pero no iba por ahí mirando a todo el mundo por encima del hombro.

A pesar de los problemas que Annie había tenido con su madre, le resultó agradable oír hablar bien de ella.

—Cynthia y yo nos hicimos amigas porque tenemos gustos muy parecidos —explicó Lisa a Annie cuando le tocó tirar.

Annie se preguntó si eso incluiría los relativos a la decoración.

Minibunco —soltó alguien en la mesa de al lado.

El juego era tan fácil de aprender como había indicado Barbara, y poco a poco Annie fue conociendo los nombres y las personalidades de las mujeres sentadas a ambas mesas. Lisa se consideraba una intelectual; Louise, la octogenaria, había llegado a la isla al casarse. El carácter de Marie era tan agrio como su rostro, mientras que Judy Kester era divertida y alegre por naturaleza.

Como bibliotecaria voluntaria de Peregrine, Lisa llevó la conversación de nuevo a Theo Harp.

—Es un escritor de talento. No tendría que perder el tiempo escribiendo tonterías como El sanatorio.

—Oh, me encantó ese libro —aseguró Judy, con un buen humor tan radiante como la sudadera morada que la proclamaba la MEJOR ABUELA DEL MUNDO—. Me dio tanto miedo que dormí una semana con la luz encendida.

—¿Qué clase de hombre escribe sobre esas torturas espantosas? —preguntó Marie con los labios fruncidos—. Nunca había leído nada tan espeluznante.

—Lo que hizo que el libro se vendiera tanto fue el sexo —comentó una mujer rubicunda llamada Naomi. Con su gran estatura, su pelo teñido de negro cortado a la taza y su fuerte voz era una persona imponente, y a Annie no le extrañó saber que capitaneaba su propia embarcación langostera.

El miembro más elegante del grupo, y propietaria de la tienda de regalos local, era la pareja de bunco de Naomi, Tildy, una sexagenaria con el cabello rubio ralo, un jersey de cuello de pico color cereza y collares de plata.

—El sexo era lo mejor —aseguró—. Ese hombre tiene mucha imaginación.

Aunque Lisa tenía más o menos la edad de Annie, era casi tan puritana como Marie.

—Avergonzó a su familia —dijo—. No me opongo a las escenas de sexo bien escritas, pero...

—Pero no te gustan las escenas de sexo que excitan a la gente —terminó la frase Tildy.

Lisa tuvo la gentileza de reír.

—Si no te gustó, fue simplemente porque no contaba con la aprobación de Cindy —comentó Barbara al tirar los dados.

—Cynthia —la corrigió Lisa—. Nadie la llama Cindy.

¡Bunco! —Judy dio una palmada para tocar la campanilla de la mesa con tanta fuerza que sus pendientes de plata en forma de cruces se le bambolearon en las orejas. Las demás gimieron.

Cambiaron de pareja. La conversación derivó hacia el precio del propano, la frecuencia con que se iba la luz y, finalmente, la pesca de la langosta. Además de averiguar que Nao-mi tenía su propio barco, Annie descubrió que la mayoría de las mujeres había ocupado en algún momento un puesto en la popa de las embarcaciones de sus maridos realizando un trabajo peligroso que conllevaba vaciar nansas pesadas, clasificar su contenido para conservarlo y ponerles de nuevo anzuelos apestosos. Si Annie no hubiera abandonado ya cualquier fantasía sobre la vida en la isla, su conversación la habría devuelto a la cruda realidad.

Pero el tema principal fue la predicción marítima y cómo afectaba al transporte de suministros. El gran transbordador que había llevado a Annie a la isla solo navegaba una vez cada seis semanas en invierno, pero un barco más pequeño llegaba semanalmente con correspondencia, alimentos y otras provisiones. Por desgracia, la semana anterior unas olas de tres metros y medio le habían impedido zarpar del continente, por lo que los isleños tenían que esperar su llegada siete días más.

—Si a alguien le sobra mantequilla, se la compraré —dijo Tildy, jugueteando con sus collares de plata.

—Yo tengo mantequilla, pero necesitaría huevos.

—No tengo. Pero me queda algo de pan de calabacín en el congelador.

—Todas tenemos pan de calabacín —aseguró Tildy entornando los ojos.

Soltaron una carcajada.

Annie pensó en la poca comida que le quedaba y en que te nía que organizarse mejor a la hora de encargar provisiones. A menos que quisiera acabar alimentándose de comida enlatada todo el invierno, valía más que llamara para hacer su pedido al día siguiente a primera hora. Y que lo pagara con tarjeta de crédito...

—Si la semana que viene no llega el ferry, voy a asar los hámsters de mis nietos —intervino Judy a la vez que tiraba los dados.

—Tienes suerte de tener todavía aquí a tus nietos —comentó Marie.

—No sé qué haré si se van. —La expresión de Judy perdió su alegría habitual.

Louise, la octogenaria, no había comentado nada, pero Tildy tendió la mano para darle palmaditas en el frágil brazo.

—Johnny no se irá. Ya lo verás —la animó—. Se divorciaría de Galeann antes de dejar que le convenza de irse.

—Espero que tengas razón —dijo la mujer mayor—. Lo espero de todo corazón.

Al terminar la velada, cuando las mujeres recogían sus abrigos, Barbara hizo un gesto a Annie para que se alejara de la puerta.

—He estado pensando en ti desde mi visita, y no me sentiría bien si no te avisara... Mucha gente cree que aquí todos formamos una gran familia, pero la isla tiene su lado oscuro.

«Dímelo a mí», pensó Annie.

—No estoy hablando de la obsesión de Marie con la muerte de Regan Harp. Nadie cree que Theo fuera responsable de eso. Pero Peregrine es ideal para las personas que quieren pasar desapercibidas. Los capitanes contratan a hombres del continente sin hacer demasiadas preguntas. A tu madre le entraron vándalos en casa un par de veces. He visto peleas, a navajazos. Se pinchan neumáticos. Y no todos los que vivimos aquí todo el año somos ciudadanos ejemplares. Si pones nansas en la zona de pesca de otro demasiado a menudo puede que te encuentres el cordaje cortado y todo tu equipo en el fondo del mar.

Annie iba a comentar que no tenía ninguna intención de poner nansas langosteras en ninguna parte, pero Barbara no había terminado.

—Este tipo de problemas se extiende hacia el interior. Quiero a la mayoría de los isleños, pero también tenemos borrachos e indeseables. Como el marido de Jaycie. Como era apuesto y su familia se remontaba a tres generaciones, Ned Grayson decidió que podía hacer lo que quisiera.

«Igual que Theo», pensó Annie.

—Solo digo que allí estás aislada —insistió Barbara, dándole palmaditas en el antebrazo—. No tienes teléfono, y estás demasiado lejos del pueblo para recibir ayuda rápidamente. No bajes la guardia y no te confíes.

No había que preocuparse por eso.

Annie salió de casa de Barbara con mieditis aguda. Comprobó dos veces el asiento trasero de su coche antes de sentarse al volante y se pasó todo el trayecto de vuelta echando vistazos por el retrovisor. Aparte de unas ligeras derrapadas y de quedarse casi sin morro en un bache, regresó sin incidentes. Eso le dio la confianza suficiente para volver a ir al pueblo tres días después a pedir prestados unos libros.

Cuando entró en la diminuta biblioteca, Lisa McKinley estaba a cargo del mostrador mientras que una de sus pelirrojas hijas corría por la sala. Lisa saludó a Annie y, acto seguido, le señaló una lista montada en metacrilato expuesta en la esquina del mostrador.

—Estas son mis recomendaciones para febrero —dijo.

Annie repasó los títulos. Le recordaron los libros pesados y deprimentes que Mariah le obligaba a leer.

—Me gustan los libros un poco más entretenidos —comentó.

—A Jaycie también —dijo, encorvando un poco los hombros debido a la decepción—. Cuando Cynthia estaba aquí, organizábamos recomendaciones de libros para cada mes del año, pero casi nadie les prestaba atención.

—Supongo que hay gustos para todo.

En aquel momento la hija de Lisa tiró un montón de libros infantiles y Lisa se apresuró a recogerlos.

Annie dejó el pueblo con un montón de libros en rústica y la desaprobación de Lisa. A mitad de camino de la cabaña vio delante un bache del tamaño de un cráter.

—¡Mierda! —Apenas pisó el freno, pero el Kia empezó a derrapar y volvió a salirse de la carretera.

Intentó liberar el coche, pero tuvo el mismo éxito que en su primer día en la isla. Salió a echar un vistazo. No estaba tan atascado como la otra vez, pero sí lo suficiente para necesitar ayuda. ¿Tenía forma de conseguir ayuda? ¿Llevaba un equipo de emergencia o un par de bolsas de arena en el maletero como cualquier isleño sensato? Pues no. No estaba preparada para vivir en un lugar donde había que ser autosuficiente.

—Eres un desastre —susurró Leo.

Peter, su galán, no dijo nada.

Miró carretera abajo. El viento, que nunca parecía remitir, le azotaba el cuerpo.

—¡No soporto este sitio! —gritó, lo que solo sirvió para provocarle tos.

Echó a andar. El día estaba nublado, como de costumbre. ¿Brillaba alguna vez el sol en aquella isla olvidada de Dios? Hundió las manos enguantadas en los bolsillos y encorvó los hombros, intentando no pensar en el gorro rojo de lana que se había quedado sobre la cama, en la cabaña. Seguramente Theo la estaría mirando en aquel preciso instante por el telescopio.

Levantó la cabeza de golpe al oír partirse unas ramas, seguido de un ruido que solo podía proceder de los cascos de un animal grande. Era un sonido extraño en una isla donde no había nada más grande que un gato o un perro. Y un caballo negro.