7

 

 

Annie examinó el estropicio. Armarios y cajones abiertos, cubiertos, paños de cocina, cajas y latas diseminados por el suelo. Dejó la mochila. La basura que había llenado el cubo estaba esparcida por todas partes, junto con servilletas de papel, papel film y un paquete de fideos. Los saleros y pimenteros kitschy de Mariah seguían en el alféizar de la ventana, pero los coladores, tazas medidoras y libros de cocina yacían sobre un lecho de arroz desparramado.

Dirigió la vista hacia el salón en penumbra y se le erizó la nuca. ¿Y si todavía había alguien en la casa? Salió por la puerta por la que acababa de entrar, corrió hacia el coche y se encerró en él.

El sonido de su respiración irregular llenó el interior. No había número de urgencias al que llamar. Ningún vecino simpático al que pudiera recurrir. ¿Qué tenía que hacer? ¿Conducir hasta el pueblo para pedir ayuda? ¿Y quién iba a ayudarla en una isla sin policía? Si se perpetraba algún delito grave, la policía tenía que venir del continente.

Sin policía y sin vigilancia vecinal. Daba igual lo que pusieran los mapas, había dejado el estado de Maine para instalarse en el estado de Anarquía.

Su otra opción era volver en coche a Harp House, pero ese era el último lugar al que podía acudir en busca de ayuda. Creía que estaba siendo sutil con sus ruidos espeluznantes y sus bromas fantasmagóricas. Era evidente que no. Aquello era obra de Theo, su forma de devolverle la pelota.

Deseó tener un arma igual que los demás isleños. Aunque acabara disparándose a sí misma, un arma la haría sentir menos vulnerable.

Examinó el interior del coche de Theo. Un sistema de audio lujoso, GPS, un cargador de móvil y una guantera con los documentos y el manual del automóvil. En el suelo, delante del asiento del copiloto, había un raspador de hielo, y detrás un paraguas plegable. Objetos inútiles.

No podía quedarse allí sentada para siempre.

—Yo lo haría —aseguró Crumpet—. Me quedaría aquí sentada hasta que alguien viniera a rescatarme.

Lo que no iba a pasar. Le dio al interruptor del maletero y se apeó despacio. Tras mirar alrededor para comprobar que nadie se le acercaba a hurtadillas, se dirigió sigilosamente hacia el maletero. Allí encontró una pala pequeña de mango corto. Exactamente la clase de útil que un isleño inteligente llevaría para liberar el coche si se le quedaba atascado.

—O si tuviera que enterrar un cadáver —susurró Crumpet.

¿Y el gato? ¿Seguiría dentro, o lo habría rescatado de un supuesto peligro simplemente para llevarlo a la muerte?

Sujetó la pala, sacó la linterna que llevaba en el bolsillo del abrigo y avanzó con cuidado hacia la casa.

—Está muy oscuro —soltó Peter—. Creo que me vuelvo al coche.

La nieve se había derretido y helado, de modo que no era probable que pudiera encontrar huellas reveladoras aunque tuviera luz suficiente para verlas. Se dirigió hacia la fachada de la casa. Supuso que Theo no se habría quedado por allí después de hacer aquello, pero no tenía forma de saberlo con certeza. Se abrió paso entre las anticuadas nansas langosteras de madera cerca de la puerta principal y se agachó bajo la ventana del salón. Asomó despacio la cabeza y echó un vistazo dentro.

Estaba oscuro, pero distinguía lo suficiente para comprobar que la habitación no se había librado de los destrozos. El sillón marrón que parecía un asiento de avión estaba tumbado de lado, el sofá estaba fuera de su lugar con los cojines desparramados y el cuadro del árbol colgaba torcido en la pared.

Había empañado el cristal con su aliento. Con cuidado levantó más la linterna y dirigió la luz al fondo de la habitación. Habían tirado al suelo los libros de los estantes y dos cajones de la cómoda Luis XIV pintarrajeada estaban abiertos de par en par. No se veía el gato por ninguna parte, ni vivo ni muerto.

Se agazapó y rodeó a tientas la cabaña hacia la parte trasera, que estaba todavía más tenebrosa, más aislada. Levantó la cabeza centímetro a centímetro hasta ver bien su cuarto, pero estaba demasiado oscuro para distinguir nada. Theo podía estar escondido bajo la ventana, al otro lado de la pared.

Se armó de valor, levantó la linterna e iluminó la habitación. Estaba exactamente como la había dejado, sin otro desorden que el que ella misma había causado por la mañana.

—¿Qué coño estás haciendo?

Chilló, soltó sin querer la pala y se giró de golpe.

Theo estaba en la penumbra, a cinco metros.

Echó a correr por donde había venido. Rodeó la cabaña hacia el coche para intentar meterse en él. Como alma que lleva el diablo, aterrada. Resbaló y perdió la linterna al caer. Se levantó y siguió corriendo.

«Métete dentro y echa el cierre de seguridad. Márchate antes de que te pille.» Lo arrollaría con el coche si era necesario. Lo aplastaría.

Con el corazón desbocado, rodeó la fachada de la cabaña, cambió de dirección, alzó la vista y...

Theo estaba apoyado en la puerta del copiloto del Range Rover, con los brazos cruzados y aspecto relajado.

Annie se detuvo en seco. Vio que Theo llevaba la chaqueta negra de ante y unos vaqueros. Ni gorra ni guantes.

—Qué raro —dijo él con calma, la luz de la cocina iluminándole la cara—. No recuerdo que estuvieras tan loca cuando eras pequeña.

—¿Yo? ¡Tú eres el psicópata! —No era su intención gritarlo, ni siquiera decirlo. La palabra quedó suspendida en el aire entre ambos.

Pero él no se abalanzó sobre ella, sino que habló con calma:

—Esto tiene que acabar. Te das cuenta, ¿verdad?

La mejor forma que Theo tenía de lograr que aquello acabara era matarla.

—Tienes razón. Lo que tú digas —respondió, respirando agitadamente, y empezó a retroceder despacio, con cuidado.

—Lo entiendo —aseguró Theo a la vez que descruzaba los brazos—. Cuando tenía dieciséis años era un monstruo. No creas que lo he olvidado. Pero unos años yendo al psiquiatra acabaron con mis problemas.

Ningún psiquiatra podía acabar con aquella clase de patología. Asintió temblorosa.

—¡Qué bien! Estupendo. Me alegro por ti. —Dio un paso más hacia atrás.

—Han pasado muchos años. Estás haciendo el ridículo.

Eso la enfureció.

—¡Márchate! Ya has hecho bastante por hoy.

—No he hecho nada —dijo él, separándose del coche—. ¡Y eres tú la que tiene que marcharse!

—He estado dentro. He captado el mensaje. —Bajó la voz y se esforzó por parecer tranquila—. Dime... ¿has... has hecho daño al gato?

—La muerte de Mariah debe de haber sido muy dura para ti. Tal vez tendrías que hablar con alguien —comentó Theo, ladeando la cabeza.

¿De verdad creía que era ella quien tenía problemas mentales? Tenía que apaciguarlo.

—Lo haré. Hablaré con alguien. Así que ya puedes irte a casa. Llévate el coche.

—¿Te refieres a mi coche? ¿Al que te llevaste sin pedir permiso?

Le había dicho que podía usar el coche cuando quisiera, pero no iba a discutir con él por eso.

—No volveré a hacerlo. Ya es tarde, y seguro que tienes muchas cosas que hacer. Nos veremos por la mañana. —No después de aquello. Tendría que encontrar otra forma de saldar su deuda con Jaycie, porque no iba a volver a la casa principal ni loca.

—Me iré en cuanto me digas por qué te escondías aquí fuera.

—No me escondía. Solo... hacía un poco de ejercicio.

—Sandeces. —Avanzó hacia la puerta lateral, la abrió y entró.

Annie corrió hacia el coche, pero no fue lo bastante rápida. Theo salió de la casa como una exhalación.

—¿Qué coño ha pasado ahí dentro?

Su indignación fue tan convincente que Annie lo habría creído si no lo conociera muy bien.

—No pasa nada —aseguró en voz baja—. No se lo diré a nadie.

—¿Crees que yo hice eso? —preguntó, señalando la casa con un dedo.

—No, no. Claro que no.

—Sí que lo crees. —La miró con el ceño fruncido—. Ni te imaginas las ganas que tengo de largarme ahora mismo y dejar que te encargues de esto tú sola.

—P... pues hazlo.

—No me tientes —dijo, y dio dos zancadas para situarse junto a ella.

Annie dio un respingo cuando él la cogió por la muñeca. Y forcejeó mientras tiraba de ella hacia la puerta.

—¿Quieres callarte? —pidió Theo—. Tengo los tímpanos a punto de reventar. Por no hablar de lo mucho que estás asustando a las gaviotas.

Que pareciera exasperado en lugar de amenazador obró un efecto extraño en ella: empezó a sentirse idiota en lugar de atemorizada. Como una de aquellas protagonistas tontainas de las películas en blanco y negro a las que John Wayne o Gary Cooper siempre estaban arrastrando por ahí. No le gustó la sensación y, una vez dentro, dejó de oponer resistencia.

Theo la soltó, pero tenía los ojos puestos en ella y su expresión era de lo más seria.

—¿Quién ha hecho esto?

Se dijo a sí misma que intentaba engañarla, pero no se sentía engañada, y no se le ocurrió otra cosa que decir que no fuera la verdad.

—Creía que tú.

—¿Yo? —Pareció desconcertado—. Eres un coñazo y desearía que no hubieras venido aquí, pero ¿por qué iba a destrozar el sitio donde me gusta trabajar?

Oyó un maullido. El gato entró con cautela en la cocina.

Un misterio resuelto.

Pasaron unos segundos mientras Theo se quedaba mirando el animal. Y después a ella. Finalmente habló, y lo hizo con aquel exceso de paciencia que se utiliza cuando se trata con un niño o un retardado mental:

—¿Qué hace mi gato aquí?

El muy traidor restregó su cuerpecito en los tobillos de Theo.

—Me... me siguió a casa.

—Y un cuerno. —Cogió el gato y lo acarició detrás de las orejas—. ¿Qué te ha hecho esta loca, Hannibal?

¿Hannibal?

El gato apoyó la cabeza en la chaqueta de Theo y cerró los ojos. Él se lo llevó a la sala y ella, cada vez más desconcertada, lo siguió.

—¿Falta algo? —preguntó él tras encender la luz.

—No lo sé. Tenía el móvil y el portátil conmigo, pero...

¡Sus muñecos! Scamp seguía en su mochila, pero ¿y los demás?

Corrió hacia el estudio. Había un estante bajo la ventana para que los artistas guardaran sus utensilios. La semana anterior lo había limpiado y los había dispuesto allí. Estaban exactamente igual que cuando se había ido por la mañana. Dilly y Leo, separados por Crumpet y Peter.

—Unos amigos muy agradables —comentó Theo asomando la cabeza.

Quería levantarlos, hablar con ellos, pero no iba a hacerlo mientras él pudiera verla. Theo avanzó hacia su habitación. Lo siguió.

Un montón desordenado de prendas esperaba a que terminara de quitar el resto de las cosas de Mariah para tener más espacio. Un sujetador colgaba de la silla que había entre las ventanas junto con el pijama que se había puesto la noche anterior. Normalmente se hacía la cama, pero aquella mañana había pasado de hacerlo y hasta había dejado una toalla de baño a los pies. Lo peor era que las bragas naranjas que llevaba el día anterior estaban tiradas en medio del suelo.

—Vaya, aquí se han esmerado —comentó Theo.

¿Intentaba ser chistoso?

El gato se le había quedado dormido en los brazos, pero él seguía acariciándole el lomo, hundiendo los dedos en el pelaje negro. Regresó a la sala y después a la cocina. Annie escondió el libro de arte erótico bajo el sofá de un puntapié y lo siguió.

—¿Has notado algo extraño? —preguntó Theo.

—¡Pues sí! Me han destrozado la casa.

—No me refiero a eso. Echa un vistazo. ¿Ves algo raro?

—¿Mi vida pasando ante mis ojos?

—Basta de tonterías.

—No puedo evitarlo. Suelo bromear cuando estoy aterrada. —Trató de ver lo que él quería que viera, pero estaba demasiado aturdida. ¿De verdad era Theo inocente o simplemente un buen actor? No se le ocurría nadie más que pudiera haber hecho aquello. Barbara le había advertido sobre los forasteros de la isla, pero ¿no habría robado algo un forastero? Aunque no había demasiado que robar.

Salvo el legado de Mariah.

La idea de que otra persona pudiera saber lo del legado la dejó preocupada. Echó un vistazo a la cocina. El mayor desorden se debía al cubo de basura volcado y a los paquetes rotos de arroz y fideos. No parecía haber nada roto.

—Supongo que podría haber sido peor —admitió.

—Exacto. No hay cristales rotos. Que hayas visto, no falta nada. Parece algo calculado. ¿Te guarda rencor alguien de la isla?

Se lo quedó mirando. Pasaron unos segundos antes de que él lo entendiera.

—A mí no me mires —soltó—. Eres tú quien me guarda rencor a mí.

—¡Y con razón!

—No te estoy diciendo que te culpe por ello. Era un chaval malcriado. Solo te estoy diciendo que no tengo ningún motivo para hacer algo así.

—Claro que sí. Más de uno. Quieres la cabaña. Yo te traigo malos recuerdos. Eres... —Se detuvo antes de soltar lo que estaba pensando.

—No soy un psicópata. —Theo le leyó el pensamiento.

—No he dicho que lo seas. —Pero lo estaba pensando, des de luego.

—Era un chaval, Annie, y aquel verano tuve problemas muy serios.

—No me digas. —Quería soltarle muchas cosas pero no era el momento.

—Eliminemos temporalmente mi nombre de tu lista de sospechosos —pidió él levantando la mano, lo que perturbó al gato—. Solo como ejercicio. Puedes volver a ponerme el primero de la lista en cuanto hayamos terminado.

Se estaba burlando de ella. Eso tendría que haberla enfurecido pero, por extraño que pareciera, la reconfortó.

—No hay más sospechosos.

«Salvo quien sepa que aquí tiene que haber algo valioso.» ¿Lo habría encontrado? Había repasado todo lo dispuesto en las estanterías, pero no había hecho un inventario sistemático del contenido de las cajas del estudio ni de los armarios. ¿Cómo iba a saberlo nunca?

—¿Has tenido algún altercado con alguien desde tu llegada? —Levantó de nuevo la mano—. Aparte de conmigo.

Ella negó con la cabeza.

—Pero me han advertido sobre los vagabundos —añadió.

—No me gusta lo que ha pasado —dijo Theo, dejando el gato en el suelo—. Debes avisar a la policía del continente.

—Por lo que recuerdo, solo vienen si se trata de un asesinato.

—Tienes razón. —Se bajó la cremallera de la chaqueta—. Vamos a ordenar esto.

—Ya lo haré yo —dijo Annie—. Tú vete.

—Si quisiera matarte, violarte o lo que pienses que podría hacerte, a estas alturas ya lo habría hecho —comentó Theo, y le dirigió una mirada ligeramente desdeñosa.

—Te agradezco que no lo hayas hecho.

Theo murmuró algo y se marchó airado al salón.

Mientras se quitaba el abrigo, Annie pensó en los gurús de la autoayuda y cómo decían que la gente tenía que confiar en su instinto. Pero el instinto podía equivocarse. Como ahora, por ejemplo. Porque se sentía casi segura.

 

 

Cuando se acostó esa noche, había empezado a toser de nuevo, por lo que le costó todavía más quedarse dormida, pero ¿cómo iba a relajarse si Theo Harp estaba despatarrado en el sofá rosa? Se había negado a irse a casa, pese a que ella se lo hubiera ordenado. Y lo más terrible era que, en el fondo, quería que se quedara. Era tal como había sido cuando tenía quince años. Se comportaba como si fuera un amigo, se ganaba su confianza y después se convertía en un monstruo.

El día había sido agotador y, cuando finalmente la venció el sueño, durmió profundamente. Al amanecer, la tenue luz matinal se le coló por los párpados cerrados y vivió uno de esos maravillosos momentos de somnolencia en que es demasiado pronto para levantarte y puedes quedarte un rato más en la cama. Abrigada y cómoda, dobló las rodillas. Y rozó algo.

Abrió los ojos de golpe.

Theo estaba acostado a su lado. Allí mismo. Boca arriba. A pocos centímetros de distancia.

Annie boqueó y soltó un resuello.

Los labios de Theo se movieron, aunque él seguía con los ojos cerrados.

—Avísame si vas a chillar para que pueda suicidarme antes —murmuró.

—¿Qué haces aquí? —exclamó airada. Sin chillar.

—La espalda me estaba matando en el sofá. Es demasiado corto.

—¡Te dije que usaras la cama del estudio!

—Está llena de cajas y había que hacerla. Demasiado jaleo.

Estaba echado sobre las mantas, con los vaqueros y el jersey puestos, cubierto hasta el pecho con el edredón que le había dado la noche anterior. A diferencia del aspecto con que ella se levantaba por la mañana, él tenía el pelo perfectamente revuelto, la mandíbula atractivamente poblada de barba incipiente y la tez morena que había heredado de su madre realzada por el blanco inmaculado de la almohada. Seguramente ni siquiera tenía mal aliento. Y no mostraba el menor deseo de moverse.

A Annie se le fueron las ganas de volver a dormirse. Pensó en la clase de cosas que quería decir: «¡Maldito seas! ¡Cómo te atreves!» Pero parecían salidas de un diálogo malo de una de sus viejas novelas góticas. Apretó los dientes.

—Sal de mi cama, por favor.

—¿Llevas algo puesto? —preguntó Theo con los ojos aún cerrados.

—¡Sí, llevo algo puesto! —Logró imprimir una justificada indignación a su voz.

—Estupendo. Así no habrá ningún problema.

—No habría habido ningún problema aunque no llevara nada puesto.

—¿Estás segura?

¿Se le estaba insinuando? Si no fuera porque ya estaba completamente despierta, eso la habría despertado. Salió pitando de la cama, consciente de su pijama de franela amarillo de Santa Claus, un regalo bromista de una amiga. Tomó con furia la bata de Mariah y los calcetines del día anterior, y salió de la habitación.

 

 

Los pasos de Annie se fueron apagando. Theo sonrió. Había dormido mejor que en más tiempo del que podía recordar. Casi se sentía descansado. Estar allí tumbado irritando a Annie había sido... Buscó la palabra hasta encontrarla. Pero le resultaba tan poco familiar que tuvo que valorarla un momento para asegurarse de que era la correcta.

Irritar a Annie había sido... divertido.

Ella le tenía un miedo terrible, y no era ningún misterio por qué, pero no se había amedrentado. Ya cuando era una adolescente torpe y bastante insegura, había sido más valiente de lo que ella misma creía, más de lo que tendría que haber sido, dada la forma en que su madre la ninguneaba. También tenía muy desarrollado el sentido del bien y del mal. No había áreas grises para Antoinette Hewitt. Puede que eso fuera lo que lo había atraído cuando eran unos adolescentes.

No podía soportar tenerla allí, pero era evidente que no iba a marcharse por un tiempo. Aquel maldito acuerdo de divorcio. Quería poder usar la cabaña cuando le apeteciera y ella le había fastidiado esos planes. Pero no solo era la cabaña. Era Annie en sí, con su ridícula ingenuidad y su vínculo con un pasado que quería olvidar. Annie, que sabía demasiado.

Se había cabreado al verla con el coche atascado en la carretera. Por eso la había atormentado haciendo que lo empujara para intentar sacarlo ella, aunque sabía muy bien que no podría. Sentado al volante, ordenándole que se esforzara más, había sentido algo extraño. Había sido casi como meterse en la piel de otro. Un hombre cualquiera al que le gustaba divertirse un poco con la gente.

Una ilusión. Él no era nada normal. Pero esta mañana casi se sentía como si lo fuera.

 

 

La encontró ante el fregadero de la cocina. La noche anterior habían limpiado la peor parte del estropicio, y ahora estaba lavando los cubiertos recogidos del suelo. Estaba de espaldas, con sus desbocados rizos castaños formando su revoltijo habitual. Siempre le habían atraído mujeres de una belleza clásica, y Annie no era así. Su excitación lo inquietó, pero llevaba mucho tiempo sin sexo y fue instintiva.

La recordó con quince años: torpe, divertida y tan enamorada de él que no había necesitado esforzarse para impresionarla. Sus manoseos sexuales eran cómicos vistos ahora, pero normales para un adolescente caliente. Puede que fuera lo único que había sido normal en él.

La bata azul marino le llegaba hasta la pantorrilla y, por debajo, le asomaba un pijama amarillo de franela con Santa Claus intentando bajar por una chimenea.

—Bonito pijama.

—Ya puedes irte a casa —replicó Annie.

—¿Tienes alguno con el conejito de Pascua?

Se volvió con una mano en la cadera para responder:

—Me gusta la ropa de dormir sexy. ¿Qué pasa?

Theo soltó una carcajada, desentrenada sí, pero carcajada al fin y al cabo. No había tinieblas cerca de Annie Hewitt. Con sus grandes ojos, su nariz pecosa y su cabello alborotado, le recordó a un hada. No una de aquellas hadas frágiles que revolotean grácilmente de flor en flor, sino un hada ensimismada. La clase de hada que es más probable que tropiece con un grillo dormido antes que esparcir polvos mágicos. Sintió que se relajaba un poco.

Lo repasó con la mirada de la cabeza a los pies. Estaba acostumbrado a que las mujeres lo contemplaran, pero no solían fruncir el ceño al mismo tiempo. Cierto, había dormido con la ropa puesta y necesitaba un afeitado, pero ¿tan mala pinta hacía?

—¿Tienes siquiera mal aliento? —soltó Annie todavía con el ceño fruncido.

—No creo; acabo de usar tu pasta de dientes —respondió desconcertado—. ¿Alguna razón por la que quieras saberlo?

—Estoy redactando una lista de cosas repulsivas en ti.

—«Psicópata» está ya en lo alto de tu lista, así que no creo que necesites añadir mucho más —dijo a la ligera, como si fuera una broma, aunque los dos sabían que no lo era.

Annie cogió la escoba y empezó a barrer unos granos de arroz que se les habían pasado por alto.

—Es significativa la forma en que apareciste anoche justo en el momento exacto.

—Vine en busca de mi coche. ¿Recuerdas mi coche? El que me birlaste.

Le había dicho que podía tomarlo prestado, pero ¿qué más daba? Annie sabía cuándo debía pelear y cuándo no, así que ignoró la acusación.

—Llegaste muy deprisa.

—Seguí el camino de la playa.

—Lástima que anoche no usaras tu telescopio para espiar. Tal vez habrías visto quién hizo esto —soltó tras dejar la escoba en el rincón.

—La próxima vez seré más concienzudo.

—¿Por qué ibas vestido como Beau Brummell el primer día? —quiso saber mientras intentaba sacar un fideo de debajo de la cocina.

Theo tardó un momento en recordar a qué se refería.

—Me documentaba para mi próxima novela. Quería saber qué se siente al moverse con esa ropa... Me gusta meterme en la piel de mis personajes. Especialmente de los más retorcidos.

Ella pareció desconcertada. Pero ¿por qué? Dirigió la vista a los armarios.

—Tengo hambre. ¿Dónde están los cereales?

Annie guardó finalmente la escoba en el armario.

—No me quedan.

—¿Y huevos?

—Tampoco.

—¿Pan?

—No hay.

—¿Sobras?

—Ojalá.

—Dime que mi café sigue aquí.

—Solo un poco, y no voy a compartirlo.

—Es evidente que todavía no sabes cómo comprar comestibles en la isla —dijo él, abriendo armarios para buscarlo.

—No toques mis cosas.

Encontró lo que quedaba de su bolsa de café molido sobre el refrigerador. Annie quiso arrebatárselo de las manos, pero Theo lo sujetó por encima de la cabeza.

—Sé amable —pidió Annie.

«Amable.» Una mierda de palabra. Él apenas la usaba. No tenía peso moral. No hacía falta ser valiente para ser amable.

Ser amable no exigía sacrificio ni firmeza de carácter. Ojalá lo único que tuviera que hacer fuera ser amable...

Bajó un brazo, y con la mano libre le tiró del cinturón de la bata. Cuando se abrió, le puso la palma en la piel que el escote del pijama de franela dejaba al descubierto.

Annie, sobresaltada, abrió unos ojos como platos.

—Olvídate del café —dijo Theo—. Quítate esto para que pueda ver si lo que hay debajo ha crecido un poco.

Nada amable. Antes bien, todo lo contrario.

Pero en lugar de propinarle el bofetón que se merecía, Annie se lo quedó mirando con un asco inquietante.

—Estás como una cabra —le espetó, y se marchó con el ceño fruncido.

«Tienes razón —pensó Theo—. Y nunca lo olvides.»