8
Annie estaba junto a la ventana de la cocina, mirando como el gato subía de un salto al coche de Theo y ambos se iban juntos. «No te descuides ni un segundo, Hannibal», pensó.
No había sido nada erótico que Theo le abriera la bata. Era propio de un cabrón portarse como un cabrón, solo había hecho lo que le era propio. Pero al alejarse de la ventana, pensó en la mirada calculadora que le había dirigido cuando lo hacía. Había intentado deliberadamente desquiciarla, pero no lo había conseguido. Era un gilipollas taimado, pero ¿también peligroso? Su intuición le decía que no, pero la razón le estaba lanzando señales de alarma como para parar un tren de carga.
Se dirigió hacia el dormitorio. Se suponía que su obligado alquiler de la cabaña empezaba ese día, y tenía que largarse antes de que él regresara. Se puso lo que se había convertido en su uniforme isleño: vaqueros, calcetines de lana, camiseta de manga larga y jersey grueso. Echaba de menos las telas vaporosas y los estampados coloridos de sus vestidos bohemios de verano. Echaba de menos sus conjuntos vintage de los años cincuenta con canesús entallados y faldas amplias. Uno de sus favoritos lucía un estampado con cerezas maduras. Otro tenía una cenefa con diminutas copas de martini en diferentes posiciones. A diferencia de Mariah, a Annie le encantaban las prendas de vestir coloridas con ribetes de fantasía y botones decorativos. Ninguna de esas cosas daba vida a los vaqueros y suéteres raídos que había llevado a la isla.
Volvió al salón y miró por la ventana. No vio ni rastro del coche de Theo. Se vistió deprisa, tomó el bloc con el inventario y empezó a recorrer las estancias de la cabaña para ver si faltaba algo. Había querido hacerlo la noche anterior, pero no iba a permitir que Theo supiera nada sobre el legado ni sobre sus sospechas de que el allanamiento guardaba relación con eso.
Todo lo anotado en su lista seguía en su sitio, pero lo que buscaba podía estar escondido en el fondo de un cajón o en uno de los armarios que todavía no había revisado a fondo. ¿Habría encontrado el intruso lo que ella había sido incapaz de localizar?
Theo la preocupaba. Al subirse la cremallera del abrigo, se replanteó la posibilidad de que el allanamiento no tuviera que ver con el legado de Mariah y sí con que Theo quisiera vengarse por asustarlo. Pensaba que no la había pillado por lo del reloj, pero ¿y si no era así? ¿Y si la hubiera calado y aquello fuera una represalia? ¿Debería hacer caso a su razón o a su intuición?
A su razón, por supuesto. Confiar en Theo Harp era poco menos que confiar en que una serpiente venenosa no te morderá.
Dio una vuelta alrededor de la cabaña. Theo había hecho lo mismo antes de irse, aparentemente en busca de huellas... o tal vez para eliminar cualquier indicio que pudiera haber dejado él mismo. Le había dicho que la falta de nieve nueva y la confusión de las pisadas que había dejado ella hacían imposible ver nada inusual. No lo había creído del todo, pero al examinar la misma zona, tampoco encontró nada sospechoso. Se volvió hacia el mar. Estaba bajando la marea matinal. Si Theo había podido recorrer anoche el camino de la playa, ella tendría que poder hacerlo ahora.
Unas rocas húmedas y recortadas bordeaban la costa cerca de la cabaña, y el gélido viento marino transportaba olor a sal y algas. Si hiciera más calor, habría andado junto a la orilla, pero se mantuvo alejada de ella, eligiendo con cuidado su camino por un angosto sendero que en verano era de arena pero ahora estaba cubierto de nieve helada.
El sendero no estaba bien definido, y tuvo que encaramarse a algunas de las rocas en las que antes se sentaba a leer. Había pasado horas allí soñando despierta con los personajes de la novela de turno. Las protagonistas femeninas mostraban su firmeza de carácter cuando se enfrentaban a aquellos hombres intimidantes de noble linaje con sus bruscos cambios de humor y sus narices aguileñas. Más o menos como un tal Theo Harp, aunque su nariz no era aguileña. Recordó la decepción que se llevó cuando había buscado aquella palabra tan romántica y había comprobado su significado real.
Un par de gaviotas luchaban contra el viento. Hizo un alto para admirar la belleza impetuosa del océano que golpeaba la costa y sus espumosas crestas grises que se zambullían en agitados valles oscuros. Había vivido tanto tiempo en la ciudad que había olvidado aquella impresión de estar completamente sola en el universo. Era una sensación agradable, de ensueño en verano pero inquietante en invierno.
Siguió adelante. La capa de hielo crujió bajo sus pies cuando llegó a la playa de Harp House. No había estado allí desde el día en que casi perdió la vida. El recuerdo que se había esforzado tanto por suprimir la asaltó de nuevo.
Regan y ella habían encontrado una camada de perros unas semanas antes del final del verano. Annie seguía abatida por el distanciamiento hostil de Theo y se había alejado de él. Aquella mañana en concreto, mientras él hacía surf, Regan, Jaycie y ella estaban en la cuadra con los cachorros recién nacidos. La perra preñada que rondaba por el jardín los había parido por la noche.
Los animalitos, acurrucados contra su madre, tenían apenas unas horas. Eran seis bolitas de pelaje blanco y negro que se retorcían con los ojos aún cerrados y los vientrecitos rosados agitándose con cada respiración. Su madre, una mezcla de tantas razas que era imposible deducir su pedigrí, se había presentado a principios de verano. Al principio Theo había dicho que era suya, pero cuando el animal se lastimó una pata había perdido interés en él.
Las tres chicas estaban sentadas con las piernas cruzadas en la paja, charlando animadamente mientras observaban cada cachorrito.
—Este es el más guapo —afirmó Jaycie.
—Ojalá pudiéramos llevárnoslos a todos cuando nos vayamos.
—Quiero ponerles nombre.
Al final, Regan se había quedado callada. Cuando Annie le preguntó si pasaba algo, se enroscó un mechón de pelo reluciente alrededor de un dedo y hurgó el suelo con una brizna de paja.
—No contemos lo de los cachorros a Theo.
Annie no tenía ninguna intención de contar nada, pero quiso saber igualmente a qué venía aquello.
—¿Por qué no? —preguntó.
—Es que a veces, él... —contestó Regan, pasándose el mechón por la mejilla.
—Es un chico —intervino Jaycie—. Los chicos son más brutos que las chicas.
Annie pensó en el oboe de Regan y en la libreta con sus poemas. Pensó en ella misma, encerrada en el montaplatos, atacada por las gaviotas, empujada a la marisma.
—Venga, vamos —dijo Regan, y se puso de pie ágilmente como deseosa de cambiar de tema.
Las tres habían salido de la cuadra, pero después, aquella tarde, cuando Regan y ella regresaron para ver cómo seguían los cachorros, Theo estaba allí.
Annie se quedó atrás mientras Regan se situaba a su lado. Estaba en cuclillas en la paja, acariciando uno de los cuerpecitos temblorosos.
—Son muy guapos, ¿verdad? —dijo Regan, como si necesitara que él validara su opinión.
—Son chuchos —soltó Theo—. Nada del otro mundo. No me gustan los perros. —Se levantó de la paja y salió de la cuadra sin mirar siquiera a Annie.
Al día siguiente, Annie lo encontró de nuevo en la cuadra. Estaba lloviendo y el olor del otoño impregnaba ya el ambiente. Regan estaba recogiendo sus últimas cosas para el viaje a casa del día siguiente, y Theo sujetaba uno de los cachorros. Las palabras de Regan le vinieron a la cabeza y se lanzó hacia él.
—¡Suéltalo! —exclamó.
Sin discutir, Theo dejó el cachorro con los demás. La miró sin su habitual expresión enfurruñada y a ella le pareció más triste que huraño. El romántico ratón de biblioteca que llevaba dentro olvidó su crueldad y pensó solamente en sus queridos galanes incomprendidos con sus oscuros secretos, su nobleza oculta y sus pasiones prodigiosas.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—El verano se ha acabado —respondió Theo encogiéndose de hombros—. Vaya mierda, que llueva nuestro último día.
A Annie le gustaba la lluvia. Le proporcionaba una buena excusa para acurrucarse a leer. Y le alegraba irse. Los últimos meses habían sido demasiado duros.
Los tres volverían a sus respectivos colegios. Theo y Regan a los elegantes internados de Connecticut y ella a su primer curso de secundaria en LaGuardia High, el instituto en que se inspiró Fama.
—Las cosas no van demasiado bien entre tu madre y mi padre —comentó Theo, con las manos metidas en los bolsillos de sus shorts.
Ella también había oído las peleas. Las rarezas de Mariah que al principio Elliott había encontrado tan encantadoras habían empezado a molestarlo, y había oído a su madre acusarlo de ser estirado, que lo era, pero su estabilidad era lo que Mariah había querido, más aún que su dinero. Ahora Mariah decía que Annie y ella volverían a su viejo piso cuando regresaran a la ciudad. Solo para recoger las cosas, decía, pero Annie no la creía.
La lluvia repiqueteaba en las ventanas polvorientas de la cuadra. Theo hundió la punta de su zapatilla deportiva sobre la paja.
—Siento que las cosas se hayan enrarecido entre nosotros este verano.
Las cosas no se habían enrarecido. Él se había vuelto raro. Pero no le gustaban los enfrentamientos, así que se limitó a murmurar:
—No pasa nada.
—Me... me gustaba hablar contigo.
A ella también le gustaba hablar con él, y los ratos en que se lo montaban todavía más.
—A mí también —afirmó.
No sabía muy bien cómo pasó, pero terminaron sentados en uno de los bancos de madera con la espalda contra la pared de la cuadra, hablando sobre los estudios, sobre sus padres, sobre los libros que tenían que leer el año siguiente. Era exactamente como antes, y podría haber estado charlando horas con él, pero aparecieron Jaycie y Regan. Theo saltó del banco, escupió en la paja y señaló la puerta con la cabeza.
—Vamos al pueblo —les dijo—. Me apetecen unas almejas fritas.
No invitó a Annie a ir con ellos.
Se sintió idiota por haber vuelto a hablar con él. Pero aquella noche, tras terminar de hacer el equipaje, encontró una nota que él le había pasado por debajo de la puerta de su cuarto:
La marea está baja. Reúnete conmigo en la cueva. Por favor.
T.
Se puso una camiseta y unos shorts limpios de la maleta, se peinó, se aplicó un poco de brillo labial y salió a hurtadillas de la casa.
Theo no estaba en la playa, pero no había esperado verlo allí. Siempre se encontraban en una pequeña zona de arena hacia la parte posterior, donde había una charca de marea desde donde podía contemplarse el mar.
Se había equivocado con lo de la marea. Estaba subiendo mucho. Pero habían estado en la cueva antes durante el cambio de marea y no había peligro. Aunque el agua era más profunda en el fondo de la cueva, podían salir nadando perfectamente.
El agua fría del mar le empapaba las zapatillas deportivas y le salpicaba las piernas desnudas mientras ascendía las rocas hacia la entrada. Cuando llegó, encendió la pequeña linterna rosa que había llevado.
—¿Theo? —Su voz retumbó en la cámara rocosa.
No le respondió.
Una ola le golpeó las rodillas. Iba a volverse para marcharse, decepcionada, cuando lo oyó. No su respuesta, sino los ladridos frenéticos de los cachorros.
Lo primero que pensó fue que Theo los había llevado para jugar con ellos.
—¿Theo? —llamó de nuevo, y al ver que no le contestaba, se adentró en la cueva buscándolo con la luz de la linterna.
El espacio arenoso del fondo, cerca de donde Theo y ella solían montárselo, estaba cubierto de agua. Las olas lamían el saliente que había justo encima. En aquel saliente había una caja de cartón, y de su interior procedían los ruidos que oía.
—¡Theo! —gritó, con un nudo en el estómago, y su angustia aumentó al no recibir respuesta. Empezó a andar por el agua hacia el fondo de la cueva hasta que el agua le llegó a la cintura.
El saliente sobresalía de la pared rocosa unos centímetros por encima de su cabeza. Las salpicaduras de agua estaban ya empapando la vieja caja de cartón. Si intentaba llevársela del saliente, el fondo se rompería y los cachorros caerían al agua. Pero no podía dejarlos allí. En unos momentos las olas se llevarían la caja.
«¿Qué has hecho, Theo?»
No podía pensar en eso mientras oía los gemidos de los cachorros, cada vez más frenéticos. Palpó la pared de la cueva con la punta de la zapatilla hasta encontrar una roca que usar como escalón. Se impulsó hacia arriba e iluminó el interior de la caja con la linterna. Allí estaban los seis cachorros, gimiendo aterrados, intentando escabullirse, sobre un trozo de toalla marrón que ya estaba mojada de agua salada. Dejó la linterna en el saliente, tomó dos de los animalitos y procuró mantenerlos contra su pecho para bajar del escalón. Las uñas de los cachorros le atravesaron la camiseta y perdió el equilibrio. Con unos gañidos aterrados, los dos cachorros cayeron de nuevo en la caja.
Tendría que llevarlos de uno en uno. Tomó el más grande y bajó del escalón con una mueca al notar cómo le clavaba las uñas en el brazo. Era muy fácil salir de la cueva nadando, pero muy difícil caminar por el agua arremolinada con un cachorro inquieto en los brazos.
Avanzó como pudo hacia la luz cada vez más tenue procedente de la boca de la cueva. El agua le llegaba ya a las piernas. El cachorro estaba histérico y le hacía daño al clavarle las uñas.
—Estate quieto, por favor. Por favor...
Cuando llegó a la entrada de la cueva, habían empezado a sangrarle los arañazos del brazo, y todavía había dentro cinco cachorros más. Pero, antes de que pudiera volver por ellos, tenía que encontrar un lugar seguro donde dejar al que llevaba. Se dirigió a trompicones por las rocas hasta el sitio donde encendían las hogueras.
Todavía estaban las cenizas de la hoguera de la semana anterior, pero las piedras que rodeaban el perímetro eran lo bastante altas como para impedir que el cachorro saliera y el interior estaba seco. Lo dejó en el suelo y corrió hacia la cueva. Nunca se había quedado en ella el tiempo suficiente para ver qué altura alcanzaba la marea, pero el agua seguía subiendo. Como el suelo hacía bajada, tuvo que nadar y, aunque era verano, el agua estaba helada. Tanteó con las manos la pared hasta encontrar la roca que usaba como escalón bajo el saliente. Tiritando, sacó el segundo cachorro de la caja e hizo de nuevo una mueca cuando el animalito le clavó también las uñas.
Consiguió llevar al cachorro al círculo de piedras de la hoguera, pero el agua estaba cada vez más alta, por lo que tuvo que esforzarse para llegar al fondo de la cueva para salvar al tercero. La linterna que había dejado en el saliente emitía una luz más tenue, aunque suficiente para ver que la caja de cartón estaba a punto de desmoronarse. No podría salvarlos a todos, pero tenía que intentarlo.
Levantó el tercer cachorro y bajó del escalón, pero entonces una ola la atrapó, el perrito forcejeó con ella y se le escapó de las manos, cayendo al agua.
Con un sollozo, hundió los brazos en el agua y buscó frenéticamente el cuerpecito. En cuanto lo encontró, lo sacó de un tirón.
La resaca tiraba de ella mientras se dirigía andando por el agua hacia la boca de la cueva. Le costaba respirar. El cachorro había dejado de forcejear y no supo si estaba vivo o muerto hasta que lo dejó en el círculo de piedras de la hoguera y vio que se movía.
Tres más. No podía volver aún a la cueva, tenía que descansar. Pero si lo hacía, los animales se ahogarían.
La resaca era cada vez más fuerte, y el agua subía sin pausa. En algún momento se le había caído una zapatilla, así que se quitó la otra de un puntapié. Le costaba respirar, y antes de llegar a la caja empapada se hundió dos veces en el agua. La segunda, tragó tanta agua salada que todavía se atragantaba al encaramarse al escalón.
Antes de que pudiera hacerse con el cuarto cachorro, una ola volvió a derribarla. Encontró el escalón rocoso y se subió otra vez, casi sin aliento. Sacó como pudo otro animalito. El dolor de los arañazos en brazos y pecho y el ardor de los pulmones eran insoportables. Las piernas le estaban cediendo, y los músculos le pedían a gritos que parara. Una ola la levantó del suelo y se la llevó junto con el cachorro, pero de algún modo logró aguantar el envite. Intentó expulsar tosiendo el agua que había tragado. Los músculos de brazos y piernas le ardían, pero pudo llegar a las piedras de la hoguera.
Dos más...
Si hubiera tenido claridad mental se habría detenido, pero actuaba por instinto. Toda su vida la había encaminado hacia aquel momento en que su único objetivo era salvar a los cachorros. Se cayó en las rocas al regresar a trompicones a la cueva, y se hizo un corte en la pantorrilla. Entró tambaleándose. Una ola gélida la derribó y se esforzó por nadar hasta el fondo.
Gracias a la luz apenas perceptible de la linterna del saliente vio que la caja mojada se combaba precariamente. Se arañó la rodilla en la pared rocosa al impulsarse hacia arriba.
Dos cachorros. No podría hacer aquello dos veces. Tenía que llevarse a los dos. Trató de sujetarlos juntos pero las manos no le respondieron. El pie le resbaló y volvió a caerse al agua. Sin aire, intentó salir a la superficie, pero estaba medio ahogada y desorientada. A duras penas logró subirse al escalón y meter la mano en la caja.
Solo uno. Solo podría salvar uno.
Rodeó un pelaje empapado con los dedos. Con un sollozo desgarrador, sacó el cachorro y se puso a nadar, pero las piernas no se le movían. Trató entonces de ponerse de pie, pero la resaca era demasiado fuerte. Y entonces, a la tenue luz que llegaba del exterior, vio la ola monstruosa que se abalanzaba hacia la cueva. Elevándose más y más. Una vez se coló dentro, la engulló y la lanzó contra la pared del fondo. Consciente de que se estaba ahogando, se retorció agitando los brazos.
Una mano tiró de ella, que se resistió y forcejeó. Pero los brazos eran fuertes. Insistentes. Tiraron de ella hasta que sacó la cabeza y logró respirar.
¿Theo? No era él, sino Jaycie.
—¡Deja de resistirte! —exclamó la chica.
—Los perritos... Hay otro... —Se quedó sin oxígeno.
Las golpeó otra ola, pero Jaycie siguió sujetándola con fuerza y consiguió llevarla a ella y al cachorro contracorriente hacia el exterior.
Cuando llegaron a las rocas, Annie se desmoronó, pero Jaycie no. Mientras Annie se esforzaba por sentarse, su salvadora entró otra vez en la cueva. No tardó en salir con el último cachorro.
Annie fue ligeramente consciente de que el corte de la pantorrilla le sangraba, de los arañazos que le cubrían los brazos y de las manchas que le adornaban la camiseta como rosas rojas. Oyó los ladridos de los cachorros procedentes del círculo de piedras, pero el sonido no le resultó placentero.
Jaycie se inclinó hacia las piedras de la hoguera con el cachorro que había rescatado. Annie asimiló lentamente el hecho de que la chica le había salvado la vida y a pesar de que le castañeteaban los dientes, logró pronunciar un sentido «gracias».
—Deberías dárselas a mi padre por emborracharse. He tenido que irme —replicó Jaycie encogiéndose de hombros.
—¡Annie! Annie, ¿estás ahí abajo?
Era demasiado oscuro para ver nada, pero Annie reconoció la voz de Regan.
—Está aquí —dijo Jaycie, puesto que Annie era incapaz de contestar.
Regan bajó con dificultad por las rocas y se acercó presurosa.
—¿Estás bien? —le preguntó—. Por favor, no se lo digas a mi padre. ¡Por favor!
La rabia invadió a Annie. Mientras se ponía en pie, Regan corrió hacia los cachorros. Se acercó uno a la mejilla y se echó a llorar.
—No puedes contarlo, Annie.
Todas las emociones que Annie había reprimido le explotaron en su interior. Dejó los cachorros, dejó a Regan y Jaycie y subió como pudo por las rocas hasta los escalones del acantilado. Todavía le fallaban las piernas y tiritaba, y tuvo que sujetarse al pasamanos de cuerda para impulsarse hacia arriba.
Las luces que rodeaban la piscina desierta seguían prendidas. El dolor y la rabia de Annie confirieron nuevas fuerzas a sus piernas. Cruzó rápidamente el jardín, entró en la casa y subió la escalera.
La habitación de Theo estaba al fondo, junto a la de su hermana. Abrió la puerta de golpe. El muchacho estaba tendido en la cama. Al verla, con el cabello enmarañado y apelmazado, los arañazos ensangrentados y la pantorrilla rajada, se levantó.
Siempre había un equipo de montar en su cuarto. Annie no tomó conscientemente la fusta, pero una fuerza incontrolable se apoderó de ella. Se abalanzó esgrimiendo la fusta hacia él, que se quedó de pie sin moverse, casi como si supiera lo que se le venía encima. Ella le atizó con la fusta con todas sus fuerzas, haciéndole un corte sobre la ceja.
—¡Annie! —Su madre, alertada por el jaleo, entró en la habitación seguida de Elliott. El hombre llevaba su acostumbrada camisa azul almidonada de etiqueta mientras que su madre lucía un caftán negro y unos largos pendientes de plata. Mariah soltó un grito ahogado al ver la cara ensangrentada de Theo y el desquicio de Annie—. Dios mío...
—¡Es un monstruo! —gritó la joven.
—Annie, estás histérica —afirmó Elliott, y se aproximó a su hijo.
—¡Los cachorros casi se ahogan por tu culpa! —bramó Annie—. ¿Te fastidia que no lo hayan hecho? ¿Te fastidia que sigan vivos?
Las lágrimas le resbalaban por la cara y volvió a abalanzarse hacia él, pero Elliott le arrebató la fusta.
—¡Basta! —le ordenó.
—Annie, ¿qué ha pasado? —Su madre la miraba como si no la reconociera.
Annie lo contó todo. Theo se había quedado allí plantado con la mirada en el suelo y la sangre manándole de la herida mientras ella hablaba sobre la nota que él le había escrito y sobre los cachorros. Les explicó cómo la había dejado encerrada en el montaplatos, cómo la había lanzado a los pájaros en los restos de aquella embarcación, cómo la había empujado a la marisma. Las palabras le salían a borbotones.
—Tendrías que haberme hablado mucho antes de todo esto. —Mariah se llevó a su hija de la habitación y dejó que Elliott se ocupara de la herida de su hijo.
Tanto el corte en la pantorrilla de Annie como el de la frente de Theo requerían puntos de sutura, pero como en la isla no había médico, tuvieron que contentarse con un simple vendaje. Eso les dejó a ambos una cicatriz: la pequeña y casi interesante de Theo, y la más larga de Annie, que al final se había ido desvaneciendo más que el recuerdo.
Aquella noche, después de que los cachorros volvieran a estar en la cuadra con su madre y de que todo el mundo se hubiera acostado, Annie seguía despierta, escuchando el tenue murmullo de voces procedentes de la habitación de los adultos. Como hablaban demasiado bajo, salió al pasillo para escucharlos a escondidas.
—Acéptalo, Elliott —decía su madre—. A tu hijo le pasa algo muy raro. Un chico normal no hace cosas así.
—Necesita disciplina, eso es todo —replicó él—. Le estoy buscando una academia militar. Se acabaron los mimos.
Su madre no se aplacó.
—No necesita una academia militar. ¡Lo que necesita es un psiquiatra! —exclamó.
—No exageres. Tú siempre exageras, y no lo soporto.
La discusión subió de tono, y al final Annie se durmió llorando.
Theo la miraba desde la torre. Annie estaba en la playa, con las puntas del cabello revoloteando al viento bajo el gorro de lana rojo mientras contemplaba la cueva. Un desprendimiento de rocas había tapado la entrada hacía años, pero sabía muy bien dónde estaba. Theo se frotó la delgada cicatriz de la ceja.
Había jurado a su padre que no tenía intención de lastimar a nadie, que aquella tarde solo había llevado los cachorros a la playa para que Annie y él pudieran jugar con ellos, pero que se había puesto a ver la tele y se había olvidado de ellos.
La academia militar a la que le envió su padre se dedicaba a reformar a chicos conflictivos, y sus compañeros de clase sobrevivían al ambiente espartano atormentándose unos a otros. Su carácter solitario, su entusiasmo por los libros y su condición de recién llegado lo habían convertido en el blanco ideal. Había tenido que participar en peleas, saliendo victorioso en la mayoría. Pero le daba lo mismo, no así a Regan, que había empezado una huelga de hambre.
Su internado era la institución hermana del colegio al que Theo iba antes, y ella quería que volviera allí. En un primer momento Elliott había ignorado su huelga de hambre, pero transigió cuando el internado amenazó con enviarla a casa debido a su anorexia. Y Theo volvió a su viejo colegio.
Ahora, se apartó de la ventana de la torre y recogió el portátil y un par de blocs para llevarlos a la cabaña. Nunca le había gustado escribir en un despacho. En Manhattan solía cambiar el que tenía en su casa por un rincón de una biblioteca o una mesa en su cafetería favorita. Si Kenley estaba trabajando, se iba a la cocina o a un sillón del salón. Kenley nunca había podido entenderlo.
—Serías más productivo si no cambiaras de sitio, Theo —le decía.
Palabras irónicas viniendo de una mujer ciclotímica cuyas emociones pasaban de cimas obsesivas a abismos paralizantes en un solo día.
No iba a dejar que Kenley lo rondara hoy. No después de haber pasado la primera noche de sueño reparador desde su llegada a Peregrine Island. Tenía que salvar su carrera y hoy iba a escribir.
El sanatorio había sido un best seller inesperado, circunstancia que había impresionado a su padre.
—Me cuesta explicar a nuestros amigos por qué mi hijo tiene una imaginación tan truculenta —decía—. Si no fuera por la insensatez de tu abuela, estarías trabajando en la empresa, como tiene que ser.
La insensatez de su abuela, como Elliott lo llamaba, era su decisión de dejar su patrimonio a Theo y, según su padre, impedir así que el joven necesitara un trabajo de verdad. Dicho de otro modo, que fuera a trabajar a Harp Industries.
La empresa tenía sus orígenes en la fábrica de botones del abuelo de Elliott pero ahora producía los pernos y tornillos de titanio a partir de superaleaciones que se utilizaban en la construcción de helicópteros Black Hawk y de bombarderos invisibles. Pero Theo no quería fabricar tuercas y tornillos. Quería escribir libros en los que la frontera entre el bien y el mal fuera clara. Donde hubiera por lo menos la oportunidad de que el orden ganara al caos y a la locura. Es lo que había hecho en El sanatorio, su novela de terror sobre un siniestro hospital psiquiátrico para delincuentes psicóticos con una habitación que transportaba a sus residentes, incluido el doctor Quentin Pierce, un asesino en serie especialmente sádico, hacia atrás en el tiempo.
Ahora estaba trabajando en la secuela de El sanatorio. Con los antecedentes ya establecidos en el primer libro y su intención de llevar a Pierce al siglo XIX en Londres, su tarea debería haber sido más fácil. Pero estaba teniendo problemas y no sabía muy bien por qué. Eso sí, sabía que tenía más probabilidades de superar su bloqueo en la cabaña y se alegraba de haber podido manipular a Annie para que le dejara trabajar en ella.
Algo le rozó los tobillos. Bajó la vista y vio que Hannibal le había llevado un regalo: un ratón gris.
—Sé que lo haces por amor, chavalote, pero ¿te importaría dejar de hacerlo? —pidió al gato con una mueca.
Hannibal ronroneó y restregó la cabeza contra la pierna de Theo.
—Otro día, otro cadáver —murmuró Theo. Había llegado la hora de ir a trabajar.