9
Theo le había dejado su Range Rover en Harp House. Conducirlo por la peligrosa carretera que llevaba al pueblo para la llegada semanal del barco de los suministros tendría que haber sido más relajante que ir en su Kia, pero estaba demasiado tensa por haberse encontrado a Theo durmiendo a su lado al despertarse por la mañana. Aparcó el coche en el embarcadero y se animó pensando en la ensalada que se prepararía para cenar.
En el muelle esperaba un montón de personas, la mayoría mujeres. La cantidad desproporcionada de residentes mayores confirmaba que las familias más jóvenes se marchaban, como le había explicado Barbara. Peregrine Island era bonita en verano, pero ¿quién querría vivir allí todo el año? Aunque ese día soleado, el cielo despejado y la luz brillante reflejada en el agua tenían una belleza especial.
Vio a Barbara y la saludó con la mano. Lisa, envuelta en un abrigo enorme que seguramente pertenecía a su marido, estaba charlando con Judy Kester, cuya cabellera pelirroja era tan llamativa y alegre como su risa. Ver juntas a las mujeres de la partida de bunco hizo que Annie echara de menos a sus amigas.
Marie Cameron se le acercó corriendo, con aspecto de haber estado chupando limones.
—¿Cómo te va lo de estar sola? —preguntó con tanto pesar como si Annie estuviera en la última fase de una enfermedad terminal.
—Bien. Sin problemas. —Annie no iba a mencionar a nadie el allanamiento de la noche anterior.
Marie se inclinó hacia ella. Olía a clavo y bolas de naftalina.
—Ten cuidado con Theo —le advirtió—. Sé lo que me digo. Estaba claro que se acercaba un temporal. Regan no habría zarpado con su embarcación con ese tiempo, no voluntariamente.
Por fortuna, el barco langostero reconvertido en ferry que transportaba semanalmente los suministros a la isla estaba llegando al embarcadero, y Annie no tuvo que responder. La embarcación transportaba cajas de plástico repletas de bolsas de provisiones, así como una bobina de cable eléctrico, tejas y un reluciente retrete blanco. Los isleños formaron una cadena humana para descargar el barco y, posteriormente, hicieron lo mismo con el correo, junto a los paquetes y cajas de plástico vacías del anterior cargamento de provisiones.
Una vez hecho esto, todos se encaminaron hacia el aparcamiento. Cada caja de plástico llena de provisiones llevaba una pegatina en la que constaba el nombre del receptor. Annie no tuvo problema en localizar tres cajas destinadas a HARP HOUSE. Estaban tan llenas que le costó lo suyo meterlas en el coche.
—Cuando llega el ferry siempre acaba siendo un buen día —le dijo Barbara desde la puerta trasera de su camioneta.
—Lo primero que voy a hacer será comerme una manzana —respondió Annie cuando dejó la última caja en la trasera del Range Rover.
Regresó para buscar su reducido pedido entre la decena de cajas que todavía no había reclamado nadie. Leyó los nombres de cada una de ellas pero no figuraba el suyo. Volvió a comprobarlo. Norton... Carmine... Gibson... Alvarez... Ningún Hewitt. Ningún Moonraker Cottage.
Mientras buscaba por tercera vez, captó la fragancia de la colonia floral de Barbara detrás de ella.
—¿Pasa algo? —le preguntó la mujer mayor.
—No veo mis provisiones. Solo las de Harp House. Alguien tiene que haberse llevado las mías por error.
—Seguramente la nueva dependienta de la tienda se ha vuelto a equivocar. El mes pasado se le olvidó la mitad de mi pedido.
Annie perdió su buen humor. Primero el allanamiento de la cabaña y ahora aquello. Llevaba allí dos semanas. No tenía pan, leche, nada, salvo unas cuantas latas y algo de arroz. ¿Cómo iba a esperar otra semana al siguiente ferry, y eso solo en caso de que pudiera realizar el trayecto?
—Hace frío suficiente para dejar las cosas en el coche media hora —dijo Barbara—. Ven a mi casa a tomar una taza de café. Puedes llamar a la tienda desde ahí.
—¿Podrías darme una de tus manzanas también? —pidió Annie con tristeza.
—Claro —contestó la mujer mayor con una sonrisa.
La cocina olía a beicon y al perfume de Barbara. Le dio a Annie una manzana y empezó a guardar sus provisiones. Annie llamó a la dependienta de la tienda del continente que se encargaba de los pedidos de los isleños y le explicó lo sucedido, pero la dependienta se mostró más contrariada que apesadumbrada.
—Recibí un mensaje en el cual se me pedía que cancelara su pedido.
—Pero yo no hice eso.
—Pues supongo que alguien le tiene manía.
Barbara dejó en la mesa un par de tazas de café con flores estampadas cuando Annie colgó.
—Alguien canceló mi pedido —la informó.
—¿Estás segura? Esa muchacha no para de meter la pata.
—Sacó una lata de galletas del armario—. Aun así... En la isla pasan esta clase de coses. Si alguien guarda rencor por algo, hace una llamada telefónica. —Destapó la caja, que estaba llena de galletas escarchadas sobre papel encerado.
Annie se sentó, aunque había perdido el apetito incluso para comerse la manzana. Barbara tomó una galleta. Se había perfilado una ceja algo torcida, lo que le daba un aspecto ligeramente chiflado, pero su mirada clara no tenía nada de locura.
—Me gustaría decirte que las cosas mejorarán, pero vete a saber.
No era lo que Annie quería oír.
—No hay motivo para que nadie me guarde rencor.
«Excepto tal vez Theo», pensó.
—Y tampoco lo hay para que surjan disputas. Me encanta Peregrine, pero no es para todo el mundo. —Ofreció la lata de galletas a Annie, moviéndola para animarla a coger una, pero Annie sacudió la cabeza. Y Barbara la tapó—. Seguramente me estoy metiendo donde no me llaman, pero creo que tienes más o menos la misma edad que Lisa, y es evidente que no eres feliz aquí. Lamentaría que te fueras, pero no tienes familia en la isla, y no hay motivo para que seas desdichada.
La preocupación de Barbara era muy importante para ella, y contuvo el impulso de confiarle lo de los cuarenta y seis días que todavía tenía que pasar allí y lo de las deudas que no podía pagar, lo del recelo que sentía hacia Theo y sus temores de cara al futuro.
—Gracias, Barbara. Estaré bien.
Al regresar en coche a Harp House, pensó en lo inteligente que la edad y las deudas la estaban volviendo. Ya no iba a intentar llegar a final de mes con los muñecos y con algún que otro trabajillo. Se acabaron las preocupaciones porque un trabajo de nueve a cinco le impidiera ir a castings. Buscaría algo con un sueldo regular y un bonito plan de pensiones.
—No lo soportarás —dijo Scamp.
—Lo soportaré mejor que ser pobre —replicó Annie.
Ni siquiera Scamp podía discutirle eso.
Pasó el resto del día en Harp House. Cuando fue a tirar la basura, vio algo raro delante del tocón que había cerca del escondite de Livia. Alguien había clavado dos hileras de ramitas en la tierra delante del hueco en la base del nudoso tocón. Unas tiras de corteza yacían sobre ellas a modo de tejado. El día antes no lo había visto, por lo que Livia tenía que haber salido hoy a hurtadillas. Ojalá Jaycie le explicara el mutismo de su hija. La niña era todo un misterio.
Como el Range Rover desapareció por la tarde, Annie se marchó con tiempo de sobra para volver a pie a la cabaña antes del anochecer. Pero como había llenado una bolsa de plástico y la mochila con comestibles de Harp House, tuvo que pararse cada tanto a descansar. Ya a lo lejos distinguió el Range Rover delante de la cabaña. No era justo. Se suponía que Theo tenía que haberse ido cuando ella volviera a casa. Lo último que quería era pelearse con él, pero si no le plantaba cara ahora, le pasaría por encima.
Entró por la puerta principal y se encontró a Theo con las piernas extendidas sobre el brazo de su sofá rosa y a Leo en el brazo. Bajó los pies al suelo al verla.
—Me gusta este tipo —dijo.
—Ya —soltó Annie. «Sois tal para cual», pensó.
—¿Cómo te llamas, tío? —preguntó Theo al muñeco.
—Se llama Bob —respondió Annie—. Y ahora que ha llegado el relevo, es decir yo, ya deberías haberte ido a casa.
—¿Traes algo rico ahí? —Señaló la bolsa de comestibles con Leo.
—Sí. —Se quitó el abrigo y fue a la cocina. Consciente de que se había llevado la comida de Theo, dejó la mochila en el suelo y puso la bolsa de plástico en la encimera. Theo la siguió, todavía con Leo en el brazo, algo que a ella le resultaba inquietante—. Suelta a Bob. Y a partir de ahora no toques mis muñecos. Son valiosos, y solo los toco yo. Debías estar trabajando, no curioseando mis cosas.
—He trabajado. —Echó un vistazo a la bolsa de plástico—. He matado a una adolescente fugada de casa y a un indigente. Los devoró una manada de lobos. Y como la escena transcurre en el civilizado Hyde Park, debo decir que estoy muy satisfecho de mí mismo.
—¡Dame eso! —Le quitó a Leo de la mano. Lo último que necesitaba era que Theo la perturbara con ataques de manadas de lobos.
«Primero, le desgarré el cuello...»
Dejó a Leo en el salón y regresó a la cocina. Ver a Leo y Theo juntos exigía una represalia.
—Hoy pasó algo extraño cuando estaba en el piso superior de Harp House. Oí... Bueno, no sé si mencionarlo. No quiero disgustarte.
—¿Desde cuándo?
—Vale. Estaba al final del pasillo, junto a la puerta de la torre, y noté un aire frío que venía del otro lado. —Siempre había sido una persona sincera y no entendía cómo se sentía tan cómoda mintiendo—. Fue como si alguien hubiera dejado abierta una ventana, solo que diez veces más frío —añadió, y no le costó fingir un ligero escalofrío—. No sé cómo soportas vivir allí.
—Supongo que hay personas a las que les molestan menos los fantasmas que a otras —respondió mientras sacaba un paquete con media docena de huevos.
Annie lo miró con dureza, pero parecía más interesado en examinar el contenido de la bolsa que en dejar que lo asustara.
—Es curioso que nos gusten tanto las mismas marcas —comentó Theo.
Como iba a enterarse en cuanto hablara con Jaycie, daba igual contárselo ella misma.
—Alguien canceló mi pedido a la tienda. Te lo devolveré todo la semana que viene cuando llegue el ferry.
—¿Esta comida es mía?
—Solo son unas pocas cosas. Un préstamo. —Empezó a sacar lo que había metido en la mochila.
—¿Me has decomisado el paquete de beicon? —Se sorprendió Theo al coger el paquete que le quedaba más cerca.
—Tenías dos. No echarás en falta uno.
—No puedo creerme que me hayas birlado el beicon.
—Me habría gustado coger donuts y pizzas congeladas, pero no pude. ¿Y sabes por qué? Porque no pediste. ¿Qué clase de hombre eres?
—Un hombre al que le gusta la comida de verdad. —La apartó para ver lo que había en su mochila y sacó un trozo del parmesano que Annie había cortado—. Excelente —dijo, y se lo pasó de una mano a otra para dejarlo en la encimera y empezar a abrir los armarios de la cocina.
—¡Oye! ¿Qué haces?
—Prepararme la cena. Con mi comida —respondió tras sacar una cacerola—. Si no me haces enfadar, quizá te dé un poco. O no.
—¡No! Vete a casa. Ahora la cabaña es mía, ¿recuerdas?
—Tienes razón. —Empezó a meter los paquetes en la bolsa de plástico—. Me llevaré esto conmigo.
«Maldita sea.» Además de toser menos, había recuperado el apetito, y apenas había comido nada en todo el día.
—Está bien —soltó de mala gana—. Tú cocinas y yo como. Después te vas.
Theo ya estaba buscando otro cacharro en el armario.
Ella dejó a Leo en el estudio y fue a su habitación. No le gustaba Theo, y él no quería que ella estuviera allí. ¿Qué pretendía, pues? Se cambió las botas por unas zapatillas de peluche y ordenó las prendas que había sobre la cama. No quería estar cerca de un hombre al que tenía miedo. Peor aún, de un hombre en el que, en el fondo, todavía quería confiar, a pesar de todas las pruebas que había en su contra. Se parecía demasiado a volver a tener quince años.
El olor a beicon chisporroteante empezó a llenar el ambiente, junto con un ligero aroma a ajo. Le gruño el estómago.
—A la mierda. —Fue de nuevo a la cocina.
Las deliciosas fragancias procedían de la sartén. Mientras hervía unos espaguetis en la olla, Theo estaba batiendo unos huevos en un bol amarillo. En la encimera había dos copas de vino al lado de una polvorienta botella del armario situado sobre el fregadero.
—¿Dónde tienes el sacacorchos? —preguntó.
Bebía buen vino tan pocas veces que no se le había ocurrido abrir ninguna de las botellas que Mariah guardaba. Ahora, el aliciente era irresistible. Rebuscó en el cajón de los cachivaches y le pasó el sacacorchos.
—¿Qué estás preparando?
—Una de mis especialidades.
—¿Hígado humano con habas y un Chianti fantástico?
—Eres adorable —repuso él con una ceja arqueada.
No iba a dejarlo correr tan fácilmente.
—Recordarás que tengo muchos motivos para esperar lo peor de ti —insistió.
—De eso hace mucho tiempo, Annie —replicó Theo mientras quitaba el tapón con un hábil movimiento de muñeca—. Ya te lo dije. Por entonces era un chaval problemático.
—Ajá... Y sigues siendo problemático.
—No sabes nada sobre cómo soy ahora. —Le llenó la copa de vino tinto.
—Vives en una casa encantada. Aterras a los niños pequeños. Sacas tu caballo a galopar en medio de una ventisca. Tienes...
Theo dejó la botella con excesiva fuerza.
—Este mes hará un año que perdí a mi mujer. ¿Qué coño esperas? ¿Sombreritos para fiesta y carracas?
—Lo siento —dijo Annie con una punzada de remordimiento.
—Y no maltrato a Dancer —aseguró sin hacer caso de sus condolencias—. Cuanto peor tiempo hace, más le gusta.
Pensó en Theo, desnudo de cintura para arriba, en medio de la nieve.
—¿Igual que a ti?
—Exacto... —respondió cansinamente—. Igual que a mí. —Tomó un rallador de queso que había encontrado en alguna parte y el pedazo de parmesano.
Annie bebió el vino. Era un cabernet delicioso, afrutado y con cuerpo. Era evidente que Theo no quería hablar, lo que la incitó a seguir.
—Háblame de tu nuevo libro.
—No me gusta hablar de un libro cuando lo estoy escribiendo —contestó pasados unos segundos—. Roba energía al texto.
Un reto parecido al que se enfrentan los actores que interpretan un papel noche tras noche. Observó cómo rallaba el queso en un bol de cristal.
—A mucha gente no le gustó nada El sanatorio. —Su comentario fue tan grosero que casi le dio vergüenza.
—¿Lo leíste? —quiso saber Theo a la vez que retiraba la olla hirviendo del fogón y vertía los espaguetis en un colador en el fregadero.
—No pude terminarlo. —No era propio de ella ser tan directa, pero quería que supiera que no era la misma timorata que cuando tenía quince años—. ¿Cómo murió tu mujer?
Theo pasó la pasta caliente al bol con los huevos batidos sin alterarse.
—De desesperación. Se suicidó.
Esa noticia la intranquilizó. Quiso preguntarle muchas cosas: ¿Cómo lo hizo? ¿Lo viste venir? ¿Fuiste tú el motivo? Esta última la que más. Pero no se sintió con ánimo para expresarlo en voz alta.
Theo añadió el beicon y el ajo a la pasta, y lo mezcló todo con un par de tenedores. Annie llevó cubiertos y servilletas a la mesa junto a la ventana voladiza que había en el salón. Después de dejar en ella las copas para el vino, ocupó su lugar. Theo salió de la cocina con los platos llenos y frunció el ceño al ver la silla con forma de sirena pintada de colores chillones.
—Cuesta creer que tu madre fuera una experta en arte... —comentó.
—No es peor que algunas cosas de las que hay aquí —repuso ella, e inhaló el aroma a ajo, beicon y parmesano—. Huele de maravilla.
—Espaguetis a la carbonara —anunció Theo, dejándole un plato y sentándose delante de ella.
El hambre debió de freírle el cerebro porque hizo una estupidez como una casa: alzó su copa.
—Por el chef —dijo.
Theo la miró a los ojos pero no levantó su copa. Ella dejó rápidamente la suya, pero él le sostuvo la mirada, y sintió un extraño cosquilleo, como si hubiera algo más que el aire que se colaba por la ventana. Solo tardó un instante en deducir lo que estaba pasando.
Algunas mujeres se sentían atraídas por hombres volubles, a veces debido a la neurosis; otras, si la mujer era romántica, debido a la ingenua fantasía de que su propia feminidad era lo bastante fuerte como para domar a uno de esos granujas. En las novelas, la fantasía era irresistible. En la vida real era una sandez absoluta. Evidentemente, sentía la atracción sexual de aquella peligrosa masculinidad. Su cuerpo había superado muchas dificultades últimamente y aquel despertar significaba que se estaba sanando. Por otro lado, su reacción le recordaba además que Theo todavía ejercía una fascinación destructiva en ella.
Se concentró en la comida, girando el tenedor en la pasta y llevándose un bocado a la boca. Era lo mejor que había saboreado nunca. Rica y jugosa, con el gusto salado del ajo y el ahumado del beicon. Delicioso.
—¿Cuándo aprendiste a cocinar?
—Cuando empecé a escribir. Descubrí que cocinar era una forma estupenda de resolver mentalmente problemas del argumento.
—No hay nada que inspire más que un cuchillo afilado, ¿eh?
Él arqueó la ceja sana.
—Puede que sea lo mejor que he probado en mi vida —añadió Annie, que decidió mostrarse menos mordaz.
—Hombre, si lo comparamos con lo que Jaycie y tú me habéis estado preparando...
—Nuestra comida no tiene nada de malo —repuso con escasa convicción.
—Ni nada de bueno tampoco. Lo mejor que puede decirse de ella es que es práctica.
—Me conformo con eso —soltó Annie mientras trataba de pinchar un trocito de beicon con el tenedor—. ¿Por qué no te cocinas tú mismo?
—Demasiado follón.
No era una respuesta del todo satisfactoria ya que disfrutaba cocinando, pero no estaba dispuesta a mostrar el interés suficiente para preguntar nada más.
Theo se recostó en la silla. A diferencia de ella, no engullía la comida, sino que la saboreaba.
—¿Por qué no hiciste un pedido de provisiones?
—Sí que lo hice... —contestó entre bocado y bocado—. Al parecer, alguien dejó un mensaje diciendo que lo cancelaba.
—Es lo que no entiendo —comentó Theo, acariciando la copa de vino—. No llevas aquí ni dos semanas. ¿Cómo has logrado cabrear a alguien tan rápido?
Habría pagado por saber si Theo sabía o no que podría tener algo valioso oculto en la cabaña.
—Ni idea —respondió, enroscando los espaguetis alrededor del tenedor.
—Hay algo que no me estás contando.
—Hay muchas cosas que no te estoy contando —soltó antes de llevarse el tenedor a la boca.
—Tienes tu propia teoría al respecto, ¿verdad?
—Sí, pero por desgracia no puedo demostrar que tú estás detrás de lo sucedido.
—Déjate de sandeces —replicó Theo con dureza—. Sabes muy bien que no destrocé esta casa. Pero estoy empezando a creer que tú puedes tener idea de quién lo hizo.
—Ninguna. Te lo juro. —Por lo menos esa parte era cierta.
—¿Y entonces qué? A pesar de la gente con que te relacionas, no eres idiota. Creo que sospechas algo.
—Puede ser. Y no, no voy a decírtelo.
La miró con una expresión inescrutable, imposible de descifrar.
—No confías en mí, ¿verdad?
Era una pregunta tan absurda que no se tomó la molestia de contestar, aunque no pudo evitar entornar los ojos. Lo que a él no le pareció nada gracioso.
—No puedo ayudarte si no eres franca conmigo —indicó con la voz de alguien acostumbrado a que le obedezcan al instante.
No iba a conseguirlo de ella. Una comida fabulosa y un vino excelente no bastaban para borrarle la memoria.
—Dime qué está pasando —insistió Theo—. ¿Por qué van a por ti? ¿Qué quieren?
—La llave de mi corazón —bromeó, llevándose la palma de la mano al pecho.
—Tus secretos no me interesan —repuso Theo con la mandíbula tensa.
—No tendrían por qué interesarte.
Acabaron de comer en silencio. Annie llevó el plato y la copa a la cocina. La puerta del armario sobre el fregadero seguía abierta de par en par, por lo que se veían las botellas que había dentro. Su madre siempre había tenido buen vino, gracias a los regalos que le llevaba la gente. Añadas escasas. Botellas muy buscadas por los coleccionistas. Vete a saber qué tenía guardado allí. Tal vez...
¡El vino! Annie se aferró al borde del fregadero. ¿Y si su legado eran aquellas botellas de vino? Se había concentrado tanto en las obras de arte que no se le había ocurrido pensar en nada más. Las botellas raras de vino alcanzaban cifras desorbitantes en las subastas. Tenía noticia de que se había vendido una por veinte o treinta mil dólares. ¿Y si Theo y ella acababan de pulirse parte de su legado?
El vino empezó a subirle por el esófago. Oyó que Theo entraba en la cocina.
—Tienes que irte —soltó—. La comida ha estado bien, pero hablo en serio. Ahora vete.
—Por mí, perfecto. —Dejó el plato en la encimera, sin mostrar ninguna emoción por ser echado.
Una vez a solas, Annie tomó el bloc, anotó la información de la etiqueta de cada botella de vino y las metió cuidadosamente en una caja. Encontró un rotulador, escribió ROPA PARA DONAR en la tapa y guardó la caja en el fondo de su vestidor. Si volvían a entrar en su casa, no iba a ponerles las cosas fáciles.
—No dejo de pensar que si esta habitación estuviera mejor, tal vez a Theo le gustaría relajarse en ella —dijo Jaycie, apoyándose precariamente en las muletas.
Lo que significaba que tendría más probabilidades de pasar tiempo con él, tal como quería. Annie sacudió los cojines del sofá del solario. Jaycie ya no era una adolescente encandilada. ¿Acaso no había aprendido a elegir mejor a los hombres?
—Anoche Theo no vino a cenar a casa.
Annie oyó la pregunta en la voz de Jaycie pero decidió que era mejor no contarle lo de la cena.
—Se quedó un rato para darme la lata. Al final lo eché.
—Oh. Puede que fuera lo mejor —comentó Jaycie mientras quitaba el polvo de los estantes.
El vino fue otra decepción. Annie buscó cada una de las botellas en internet. La más cara valía cien dólares, sin duda un precio elevado, pero la suma que alcanzaban todas juntas no podía catalogarse de legado.
Cuando cerraba la tapa del portátil, oyó a Jaycie en la puerta de la cocina:
—¡Livia! No puedes salir. ¡Ven aquí ahora mismo!
—Iré a buscarla —suspiró Annie.
—¿Tendré que empezar a castigarla? —se preguntó Jaycie, que salió cojeando al pasillo.
Al notar la duda en su voz, Annie se dio cuenta de que Jaycie era demasiado buena. Además, las dos eran conscientes de que no estaba bien tener encerrada todo el día a una niña activa. Mientras se ponía el abrigo y recogía a Scamp, Annie decidió que ser una persona decente era una lata.
Encontró a Livia en cuclillas junto al tocón. La pequeña había añadido algo a la doble hilera de ramitas clavadas en el suelo delante del tocón hueco. Un empedrado en miniatura formaba ahora un camino bajo el dosel de ramitas hasta la entrada al hueco del árbol.
Annie comprendió lo que estaba viendo: Livia había construido una casita de hadas. Aquellas moradas construidas para cualquier ser fantástico que habitara en el bosque eran comunes en Maine. Eran de ramitas, de musgo, de guijarros, de piñas... de lo que ofreciera la naturaleza.
Annie se sentó con las piernas cruzadas en el frío saliente de piedra y apoyó a Scamp en la rodilla.
—Soy yo —dijo el muñeco—. Genevieve Adelaide Josephine Brown, también conocida como Scamp. ¿Cómo te va?
Livia tocó el empedrado, casi como si quisiera decir algo.
—Parece que has construido una casita de hadas —comentó Scamp para animarla—. A mí me gusta construir cosas. Una vez formé las letras del alfabeto con palitos de polo, otra hice flores con pañuelos de papel, y hasta hice un pavo de Acción de Gracias con un recorte de mi mano. Tengo grandes dotes artísticas. Pero nunca he construido una casita de hadas.
Livia fijaba toda su atención en Scamp, como si Annie no existiera.
—¿Han venido las hadas?
La niña empezó a abrir la boca como dispuesta a responder. Annie contuvo el aliento. Pero la pequeña frunció el ceño, cerró la boca, volvió a abrirla, y pareció desanimarse. Encorvó los hombros y agachó la cabeza. Se la veía tan abatida que Annie lamentó haber tratado de presionarla.
—¡Secreto blindado!
Livia alzó la cabeza con los ojos súbitamente vivaces.
—Este es malo, pero recuerda que no puedes enojarte —dijo el muñeco tras llevarse las manitas de tela a la boca.
La niña asintió muy seria.
—Mi secreto blindado es... —bajó la voz y empezó casi a susurrar—: Una vez tenía que haber recogido mis juguetes, pero como no me apetecía, decidí ir a explorar, aunque Annie me había dicho que no saliera. Pero salí igualmente, y ella se asustó mucho porque no sabía dónde estaba —explicó, y tras una pausa añadió—: Te dije que era malo. ¿Todavía te caigo bien?
Livia asintió enérgicamente.
—No es justo. Yo te he contado dos secretos blindados, pero tú no me has contado ninguno —se quejó Scamp, recostada en el pecho de Annie.
Annie notó las ganas de comunicarse de la niña, la tensión que adquiría su cuerpecito, la tristeza que expresaban sus rasgos delicados.
—¡Da igual! Tengo una nueva canción. ¿Te he mencionado que soy una cantante increíble? Te la interpretaré. No cantes conmigo porque es un solo, pero puedes bailar si quieres.
El muñeco empezó a interpretar una versión entusiasta de Girls Just Want to Have Fun. Durante el primer estribillo, Annie se levantó y se puso a bailar mientras Scamp movía la cabeza sentada en su brazo. Livia la imitó enseguida. Cuando Scamp cantó el estribillo final, Annie y la niña bailaban juntas, y Annie no había tosido ni una sola vez.
Annie no vio a Theo ese día, pero la tarde siguiente, cuando Jaycie y ella seguían limpiando el solario, se hizo notar.
—Es un mensaje de Theo —anunció Jaycie tras echar un vistazo al móvil—. Quiere que limpie todas las chimeneas. Ha olvidado que no puedo hacerlo.
—No ha olvidado nada —replicó Annie. Theo encontraba siempre una nueva forma de atormentarla.
Jaycie la miró por encima del hipopótamo púrpura atado a la parte superior de la muleta.
—Es mi trabajo. Tú no tendrías que hacer estas cosas.
—Si no las hago, privaré a Theo de su diversión.
Jaycie chocó con la estantería, con lo que hizo caer de lado un libro encuadernado en cuero.
—No entiendo por qué no os lleváis bien. Quiero decir... Recuerdo lo que pasó, pero fue hace mucho tiempo. Solo era un crío. Y, por lo que sé, nunca volvió a meterse en problemas.
«Porqué Elliott lo encubriría», pensó Annie, y dijo:
—El carácter de una persona no cambia con el tiempo.
Jaycie la miró muy seria.
—Su carácter no tiene nada de malo. Si lo tuviera, me habría despedido —comentó. Era la mujer más ingenua del mundo.
Annie se tragó un comentario mordaz. No quería infligir su cinismo en la única amiga de verdad que tenía en la isla. Y puede que fuera ella la que tuviera un problema de carácter. Después de todo lo que le había pasado a Jaycie en su matrimonio, era admirable que siguiera siendo optimista con respecto a los hombres.
Cuando esa noche Annie entró cubierta de hollín en su casa, vio a Leo a horcajadas sobre el respaldo del sofá como un vaquero a caballo. Dilly estaba sentada en una silla, con la botella de vino vacía de dos noches atrás en el regazo. Crumpet yacía despatarrada en el suelo delante del libro de fotografías eróticas abierto, mientras que Peter se había deslizado tras ella para mirarle por debajo de la falda.
Theo salió de la cocina con un paño en la mano. Annie alzó la vista de los muñecos para mirarlo.
—Se aburrían —comentó él, encogiéndose de hombros.
—Tú te aburrías. No querías escribir y esta fue tu forma de dejarlo para más tarde. ¿No te había dicho que no tocaras mis muñecos?
—¿Me lo dijiste? No lo recuerdo.
—Podría discutir contigo, pero tengo que darme un baño. Por alguna razón, estoy cubierta de hollín de chimenea.
Vio que Theo esbozaba una sonrisa. Una sonrisa como Dios manda que no acababa de encajar en su rostro taciturno.
—Será mejor que te hayas ido cuando salga. —Se marchó con paso airado.
—¿Seguro que quieres que me vaya? —lo oyó decir—. Hoy he comprado un par de estupendas langostas en el pueblo.
¡Maldita sea! Estaba hambrienta, pero no iba a venderse por una comida. Por lo menos, no por comida corriente. Pero... ¿langosta? Cerró de golpe la puerta de su cuarto, lo que hizo que se sintiera como una imbécil.
—No entiendo por qué —dijo Crumpet, irritada—. Yo me paso el día dando portazos.
«Exacto», pensó Annie, y se quitó los vaqueros sucios.
Se dio un baño, se quitó el hollín del cabello, se puso unos vaqueros limpios y uno de los suéteres negros de cuello alto de Mariah. Intentó dominarse el cabello haciéndose una coleta, aunque sabía que pronto los rizos le asomarían como muelles de un colchón. Observó el escaso maquillaje del que disponía, pero se negó a aplicarse brillo labial siquiera.
La cocina olía como un restaurante de cuatro tenedores, y Theo estaba echando un vistazo al armario que había sobre el fregadero.
—¿Qué ha sido del vino que había aquí?
—Está metido en cajas a la espera de mi siguiente viaje a la oficina de correos —respondió Annie subiéndose las mangas del jersey. El valor de todas las botellas ascendía a unos cuatrocientos dólares; no era un legado, pero se agradecía—. Voy a venderlo. Resulta que soy demasiado pobre para beberme un vino que vale cientos de dólares. O para ofrecérselo a un invitado no deseado.
—Te compro una botella. Mejor aún, te la cambio por la comida que me sisaste.
—No te sisé nada. Ya te lo dije: te lo repondré todo la semana que viene cuando llegue el barco con los suministros. —Se apresuró a modificar aquella afirmación—: Salvo lo que te comiste tú.
—No quiero que me repongas nada. Quiero tu vino.
—Dale tu cuerpo —intervino Scamp.
«Maldita sea, Scamp. Cállate.» Annie miró los cacharros que había en los fogones.
—Hasta la botella más barata vale más que la comida que te tomé prestada.
—Estás olvidando la langosta de hoy.
—En Peregrine es más caro comer hamburguesa que langosta. Pero ha sido un buen intento.
—De acuerdo. Te compro una botella.
—Estupendo. Voy a buscar la lista de precios.
Oyó que murmuraba algo mientras ella se dirigía hacia su dormitorio.
—¿Cuánto te quieres gastar? —preguntó.
—Sorpréndeme —respondió Theo desde la cocina—. Y no podrás tomar ni un sorbo. Me lo voy a beber todo yo.
Sacó la caja del fondo del vestidor.
—Entonces tendré que añadir una cuota de descorchado. Te saldrá más barato compartirlo.
Oyó algo que podía ser una tos o una carcajada sorda.
Theo había preparado puré de patatas para acompañar la langosta, un puré cremoso con sabor a ajo, una prueba irrefutable de que su oferta de preparar la cena era premeditada, porque aquella mañana no había patatas en la cabaña. ¿Qué motivo tenía para estar allí? Desde luego no era altruista.
Puso la mesa, y provista de una sudadera para evitar la corriente de aire que se colaba por la ventana salediza, lo ayudó a llevar los platos desde la cocina.
—¿De verdad has limpiado todas las chimeneas? —preguntó él cuando empezaron a comer.
—Pues sí.
Theo contuvo una sonrisa mientras le llenaba la copa de vino y alzaba la suya para brindar:
—Por las mujeres buenas.
No iba a discutir con él, no mientras tuviera una langosta y un cazo con mantequilla caliente delante, así que fingió estar sola.
Comieron en silencio. Annie no lo rompió hasta haber terminado el último bocado, un pedazo especialmente sabroso de la cola, y haberse limpiado la mancha de mantequilla de la barbilla.
—Seguro que hiciste un pacto con el diablo: le diste el alma a cambio de saber cocinar.
—Y de poder ver a través de la ropa de las mujeres —añadió Theo a la vez que dejaba caer una pinza vacía en el bol para los restos del caparazón.
Aquellos ojos azules estaban hechos para el cinismo, y las chispas de sus iris la desconcertaron. Dobló la servilleta.
—Lástima que por aquí no haya nada que valga la pena verse.
—Yo no diría eso —la contradijo recorriendo el borde de su copa con el pulgar sin quitarle los ojos de encima.
Un ramalazo de electricidad sexual le recorrió el cuerpo, calentándole la piel, y por un momento se sintió como si volviera a tener quince años. Era el vino. Empujó su plato hacia el centro de la mesa.
—Es verdad —dijo—. La mujer más bonita de la isla vive bajo tu mismo techo. Me olvidaba de Jaycie.
Él pareció fugazmente perplejo; una auténtica farsa por su parte.
—No utilices tus habilidades sexuales con ella, Theo —pidió Annie mientras se sujetaba bien la coleta—. Ha perdido a su marido, tiene una hija muda y gracias a ti carece de seguridad laboral.
—Nunca la habría despedido. Y tú lo sabes.
No lo sabía en absoluto, y no se fiaba de él. Pero se le ocurrió algo.
—No la despedirás mientras puedas hacérmelo pasar mal. ¿Es eso?
—No puedo creer que realmente hayas limpiado todas las chimeneas. —La forma indolente en que Theo arqueó una ceja le indicó que le tomaba el pelo—. Si en lugar de vivir en Harp House lo hiciera en el pueblo, podría venir un par de veces a la semana —prosiguió—. Todavía puedo disponerlo así, ¿sabes?
—¿Dónde en el pueblo? ¿En una habitación en casa de alguien? Eso es peor que lo que tiene ahora.
—No tiene por qué haber problema mientras yo pueda trabajar aquí. —Vació su copa—. Y la hija de Jaycie hablará cuando esté preparada para hacerlo.
—El gran psicólogo infantil ha hablado.
—¿Quién mejor que yo para reconocer a un crío problemático?
—Pero Livia no es ninguna psicópata —soltó Annie, haciéndose la inocente.
—¿Crees que simplemente porque soy malo no tengo sentimientos?
Sin duda había bebido demasiado, porque aquella voz era la de Leo.
—Aquel verano tenía problemas. Me porté mal.
Su falta de emoción la enfureció, y se levantó de golpe.
—Intentaste matarme. Si Jaycie no hubiera estado paseando por la playa esa noche, me habría ahogado.
—¿Crees que no lo sé? —repuso Theo con perturbadora intensidad.
Detestaba la incertidumbre que él le provocaba. Tendría que sentirse más amenazada cuando estaban juntos, pero lo único que la amenazaba era la confusión. Claro que ¿no era lo mismo cuando tenía quince años? Entonces tampoco había querido creer que corría peligro. Hasta que casi se ahogó.
—Háblame de Regan —pidió.
—No viene al caso —dijo Theo, que dejó la servilleta en la mesa y se levantó.
Si hubiera sido cualquier otra persona, la compasión le habría hecho cambiar de tema. Pero necesitaba saber.
—Regan era una buena navegante —insistió—. ¿Por qué zarparía cuando sabía que se avecinaba una tormenta? ¿Por qué lo haría?
Theo cruzó la habitación y cogió su chaqueta.
—No hablo de Regan —espetó—. Nunca.
Segundos después, se había ido.
Annie se terminó el vino restante antes de acostarse.
Se despertó con una sed descomunal y con un dolor de cabeza más descomunal aún. No quería ir a Harp House. ¿No había dicho Theo que no despediría a Jaycie? Pero no se fiaba de él. Y aunque hubiera hablado en serio, Jaycie seguía necesitando ayuda. No podía abandonarla.
Tras dejar la cabaña, se juró que no iba a permitir que Theo le tomara el pelo exigiéndole que hiciera trabajos como limpiar las chimeneas. En Peregrine Island solo había sitio para un experto en la manipulación de muñecos, y era ella.
Algo le pasó zumbando junto a la cabeza. Con un grito ahogado, se tiró al suelo.
Se quedó tendida, respirando con dificultad, con la tierra fría bajo la mejilla mientras todo le daba vueltas. Cerró los ojos y oyó el palpitar de su corazón.
Alguien acababa de dispararle. Alguien que podría estar yendo a por ella con un arma.