Cuentan los aficionados a la mitología que tan solo existen en el mundo dos historias, documentadas y registradas por pertinentes escribanos, en las que se recoge un verdadero ataque de dragón a un pueblo o ciudad. Una de ellas se sitúa en Tarascón, al sureste de Francia, debido a lo cual la terrible criatura pasó a tomar el sobrenombre de «la Tarasca». Una vez demostrados sus terroríficos efectos sobre el paisaje y la población gala, la bestia infernal solo podía ser aplacada, milagrosamente, mediante plegarias y oraciones a santa Marta. La otra, en un pequeño pueblo de la provincia de Teruel, donde aparece una curiosísima historia, registrada en viejos tratados y en la que nos detendremos para conocer sus detalles.
Sin dejarnos llevar por el romanticismo y la fantasía a la que todos estos relatos convidan, sí deberíamos analizar lo que aquellos antiguos habitantes consideraban la catástrofe más terrible venida de los cielos (curiosamente). Este cataclismo era representado, al no tener más explicaciones plausibles, con el monstruoso ofidio y las penurias y devastaciones que acontecían con su presencia, y estaba asociada a fenómenos que no dudaban en atribuir a tan maligna figura, idealizada hiperbólicamente. Pero ya se sabe, cuando el río suena…
En España se cuentan por doquier historias legendarias y fantásticas de dragones y ofidios terribles muy arraigadas en el acervo popular y en la mitología más arcaica de diversas regiones. A comienzos del siglo XX, Publio Hurtado hace alusión en su obra Supersticiones extremeñas, a cierto fabuloso dragón que se aparecía en la comarca de la sierra de Gata y que los paisanos del lugar denominaban «el Drago»:
A la mitad del camino que conduce desde Pozuelo a Santa Cruz de Paniagua, a unos doscientos metros a la izquierda de la vía y en el cerro de la Bardera, hay un enorme peñasco de forma cónica con un apéndice que figura el trozo de un puente, de un solo ojo, que mide tres metros aproximadamente de elevación por dos de anchura y de cuya clave pende una enorme argolla de hierro. Subiendo un poco por las sinuosidades de la peña, se ve una caverna medio oculta en las angulosidades de la pizarra, de regular profundidad, denominada el Horno del Drago.
Este drago o dragón era un gigante monstruoso que tenía la cabeza y brazos de hombre y el resto del cuerpo de basilisco. Cuando sentía hambre, daba unos bramidos tan fuertes que se oían a dos leguas a la redonda y atemorizaban a los habitantes de la comarca, quienes para aplacarlo llevaban una vaca o varios carneros que el monstruo mataba y colgaba de la argolla mencionada. Tal presente, que devoraba en crudo, no le duraba más que un día, y al siguiente se repetían los bramidos y ofrenda.
Esta voracidad acabó con la ganadería de la comarca, que entonces empezaba a desarrollarse; y no habiendo reses que engullir, acometió y se zampó a los habitantes de la Alta Extremadura. Cuando dio fin de ellos, bajó a la provincia de Badajoz e hizo lo propio. Luego despobló la Andalucía; y, por fin, siempre buscando alimento, pasó al África, de donde no volvió.1
La historia aquí citada, que sirve de ejemplo de otras con las que comparte más o menos los mismos arquetipos fabulosos, nos puede servir para analizar la figura de un ser muy temido por el pueblo llano. Incluso hay historiadores que quieren ver en esta leyenda la representación de una historia verídica: tan solo haría falta cambiar a los personajes protagonistas, que en la leyenda habrían pasado a ser la representación de los miedos de la comarca. De esta manera, el Drago no sería un ofidio descomunal y tenebroso, sino que su nombre provendría del vocablo «Drágut», el nombre de un malvado y cruel bandolero, tan corpulento que era tenido por un gigante, jefe de una cuadrilla de aguerridos bandidos de principios del siglo XI, según cita Mario Simón en su obra Historia lírica y amorosa de Santa Cruz de Paniagua.2 Se sabe que varios pueblos de las regiones de Extremadura y Andalucía, principalmente, fueron abandonados y quedaron deshabitados debido al acoso que ciertas bandas de malhechores ejercieron sobre ellos, hace muchos siglos, acechando e incomodando el plácido vivir de aquellos habitantes que no tuvieron otro remedio que dejar atrás sus hogares para buscar emplazamientos más seguros y sosegados donde no vieran mermar sus humildes posesiones ni peligrar sus vidas. Si el lector quiere ahondar en estas antiguas historias y en tan dramáticos despoblamientos, le recomiendo la lectura del magnífico artículo aparecido en Revista Folklore, número 342, escrito por José María Domínguez Moreno y titulado «Despoblados extremeños: mitos y leyendas».
Y como decíamos al principio de este capítulo, se cuentan fantásticas historias de dragones a lo largo y ancho de este mundo, por doquier, en diversas culturas y religiones. Incluso, países enteros se fundaron bajo la protección de estos entes monstruosos, mitad bestias mitificadas, mitad personalización de la valentía y el poder de todo un pueblo o civilización. Sin embargo, cuando se datan fehaciente y concretamente sucesos enigmáticos que dejaron huella en determinados terruños, la leyenda se torna aún más extraña e incluso inquietante. Y esto es lo que supuestamente ocurrió en el pueblo turolense de Valdealgorfa, muy cerca de la más conocida localidad de Alcañiz. El topónimo de Valdealgorfa proviene del árabe al-gurfa «parte alta de la casa», «pajar» o «granero», cosa que da fe de la proliferación de estas construcciones en el lugar. Desde 1624 es independiente de Alfoz de Alcañiz y, posteriormente, constituyó su propio municipio. Antiguamente poseía un insigne templo barroco en honor a Nuestra Señora de la Asunción, aunque en la actualidad se encuentra destruido. En el año 1700 los habitantes de Valdealgorfa decidieron reconstruir el antiguo templo y edificar en su lugar una nueva iglesia dedicada a la Natividad de Nuestra Señora que hoy en día es la parroquia de la localidad. Y muy cerca de esta fecha es cuando la catástrofe se cernió sobre el pueblo.
Hubo documentos escritos que explican lo que vamos a contar, pero fueron destruidos hace muchos siglos. Aun así, la tradición del pueblo logró hacer perdurar esta historia hasta nuestros tiempos. El raro acontecimiento es datado en una fecha exacta: el 11 de julio de 1748. Incluso la hora aparece concretamente anotada, y vendría a ser más o menos al mediodía de aquella veraniega jornada. Los vecinos de Valdealgorfa, alrededor de doscientas cincuenta almas por aquellos años, según dicen los viejos catastros, inmersos en sus labores diarias no podían ni tan siquiera sospechar lo que se les venía encima. Los recios labradores, cuyos cultivos estaban dedicados principalmente al trigo, la vid, el olivo, el azafrán o los almendros, iban a padecer irremediablemente las consecuencias de este suceso, junto a sus cosechas, reses e inmuebles.
Y hay que advertir que aquellos paisanos, por desgracia, no eran ajenos a las inclemencias meteorológicas brutales, violentas e impredecibles en ciertas épocas del año. Estaban ya acostumbrados, como ocurre en la actualidad por esas tierras, a sufrir en sus bienes el fuerte pedrisco, las sorpresivas tormentas devastadoras e incluso el paso de algún tornado que llegaba a acarrear desgracias personales. Un fenómeno meteorológico, el de los tornados, muy poco común en nuestra piel de toro, pero que al parecer en este valle se ha producido en alguna ocasión. Por eso llama la atención aún más en esta historia que lo que iba a suceder en la pequeña localidad de Teruel no fuera relacionado, en un primer término, con ninguna de estas anomalías climatológicas, de sobra padecidas y conocidas por los vecinos de la región. Quizás lo que sucedió en la aciaga jornada que nos ocupa escapa a la razón humana. Fue algo tan extraño y enigmático que pasaría a la historia bajo el velo de la presencia en los cielos valdealgorfanos de un animal fantástico, tan mitificado como temido, reflejo del terror, la oscuridad y el desconcierto que se apoderaría del pueblo.
El fenómeno celeste o, mejor dicho, aquello tan horrendo que vino de los cielos, fue descrito por los habitantes del lugar como una serpiente monstruosa y descomunal, que escupía por doquier llamas. Un fuego intenso y devastador acompañado de un fuerte viento huracanado. Los que tuvieron el dudoso honor de contemplar tan horrendo espectáculo hablaban de una presencia en forma de serpiente, incluso con cabeza, crin y cola, que era capaz de arrancar los árboles de raíz y devastar mieses abrasándolas con sus llamas.
El párroco del lugar, como solía hacer en otras ocasiones comprometidas semejantes a la que nos ocupa, intentaba aplacar lo que creía que era una tremenda tormenta mediante exorcismos desde lo alto del campanario de la iglesia. Era sabido desde tiempos ancestrales que el tañido de las campanas provocaba que las tormentas se desviaran de sus trayectorias, evitando así que el granizo y la ventisca dañaran los cultivos. De esta manera, el cura volteaba frenética y violentamente todas las campanas de la iglesia en un intento desesperado por apaciguar el temporal (como nota curiosa al respecto, hay que añadir que, tan en cuenta se tenía este proceder y el temor de las gentes era tal a las tormentas imprevistas en aquella comarca, que el ermitaño del templo de Santa Bárbara, próximo al pueblo de Valdealgorfa y situado enfrente del mismo en una pequeña elevación entre olivos, se encargaba de tañer la campana de la ermita cuando se preveía una tormenta. También solía tocarlas al mediodía y a las quince horas, excepto los domingos, para marcar el horario por el que se regían los agricultores, una acción que se realizó hasta bien entrado el siglo XX).
Pero ni mediante estos supersticiosos procederes llevados a cabo por el cura del pueblo, que al parecer daban buen resultado en ocasiones semejantes, se conseguía ahora aplacar aquel devastador fenómeno aéreo. Incluso daba la sensación, para horror de todos los habitantes de la localidad, que aquel cataclismo llegado de nadie sabía dónde aumentaba su intensidad y su poder destructor por momentos. Todo era fuego, oscuridad, viento huracanado y rumor ensordecedor.
Los vecinos, no sabiendo ya a qué atenerse ni cómo protegerse del desastre, acudieron entonces a suplicar auxilio al convento de las Madres Clarisas o de Santa Clara, donde una de las hermanas, considerada santa por su vocación y valía piadosa, asistió a aquellos desesperados demandantes de ayuda. Valientemente, la monja santa con el crucifijo en ristre se dirigió a las afueras del pueblo, al lugar conocido como El Cabezo (una pequeña loma de cierta altura sobre el terreno que rodea la localidad). En aquella elevación, mostrando firmemente la cruz que portaba al cielo, exorcizó a la bestia, o lo que fuera aquella maldita aparición, haciendo que desapareciera finalmente. Sus destructivos efectos aún serían palpables por muchos años en las casas y en las tierras del pueblo.
En esta antigua fotografía de Valdealgorfa se puede contemplar el cerro elevado a las afueras del pueblo, desde el cual, según cuenta la tradición, santa Clara aplacó la furia de aquel fenómeno celeste que atormentó a todos los habitantes de la localidad.
Se conserva un curioso testimonio anónimo en forma de coplilla, que un lugareño presente aquel mal día quiso dejar para la posteridad, y así nos ha llegado su terrible vivencia. Tal fue la importancia que se le otorgó a tan extraño suceso, que dicho relato fue llevado de pueblo en pueblo, en forma de pregón o en octavillas, y el vocinglero de turno se dedicaba a difundirlo por todo el territorio por ser un episodio singular vivido por sus convecinos. Y aquel viejo romance viene a ser este, de largo título, por cierto:
Verdadera relación y curioso romance en que se declara cómo apareció sobre el lugar de Valdealgorfa, distante dos leguas de la ciudad de Alcañiz, en el reino de Aragón, una criatura que formaba una serpiente con cabeza, crin y cola y la cual, por todos sus extremos que son boca, narices, crin y alas, iba arrojando llamas que arrasaban cuantas mieses y árboles hallaba. Y cuyo horrible y espantoso fenómeno se descubrió el día 11 de julio de este presente año de 1748.
Personas de distinción dicen
que su horrible aspecto era
una exhalación viviente
o especie de monstruo fiero
que al parecer demostraba
ser serpiente.
Y serpiente que al momento
por cabeza crin y cola
alas y pies esparciendo
iba con horrible saña
por todos los cuatro extremos
fuego convertido en ascuas
como hidra de siete cuellos.
Recibió un robusto cuerpo ígneo,
denso y renegrido y entumecido
y en efecto del todo formó excesivo
un gran huracán violento.
De fuego y aire.
Tan cruel, bárbaro, impetuoso y fiero
que arrancó cuantos nogales, olivos,
plantas y almendros halló en los alrededores
e aquel infeliz de pueblo.
Las mieses todas segadas se entregaron al incendio.
Otras muchas maravillas pasaron
que no refiero
por no molestar ya más a
auditorio tan discreto.
Por supuesto, para muchos lectores y conocedores de tan tremenda historia, lo que verdaderamente sucedió en aquel caluroso verano de 1748 en las tierras cercanas a Valdealgorfa fue, sin duda, la aparición y el posterior desarrollo de un violentísimo tornado, con los consiguientes efectos destructivos que se esperan de tan devastador fenómeno climático. La alusión constante en los viejos documentos a un fuego celeste puede ser explicada científicamente por pequeños fuegos u hogueras que hubiesen sido absorbidos por la manga del descrito tornado, cosa que haría que el viento huracanado esparciera chispas y llamas por todas partes, dando el efecto de que aquella descomunal formación alargada de nubes negras y tormentosas escupía fuego, cosa que provocó que fuera relacionada o representada como una descomunal serpiente aérea en las mentes de los lugareños. De hecho, a pesar de ser una inclemencia meteorológica relativamente poco frecuente en nuestro país, los tornados y vientos huracanados han sido descritos en diversas épocas y en distintos lugares de nuestra geografía, algunos de ellos incluso con resultados altamente catastróficos.
Podemos citar aquí lo acaecido el 12 de julio de 1935 en la pequeña población de Fuentes de Valdepero, en la provincia de Palencia, cuando sus habitantes padecieron el azote de vientos fortísimos, que no dudaron en relacionar con el fin del mundo. Los vecinos presenciaron atónitos y aterrados cómo una nube descomunal y de color rojizo que venía del norte se cernía sobre el pueblo. De pronto se comenzó a sentir una brisa que a los pocos momentos se tornó huracán, atravesó el pueblo y creó la noche cuando las tinieblas de un rojo sanguinolento cubrieron todo el lugar. La visión era tenebrosa: parecía que el cielo escupía fuego y esparcía el desastre por todos los rincones de la aldea. El ruido ensordecedor del tornado y la tierra roja en suspensión debido al incesante y violentísimo torbellino hicieron que la oscuridad se apoderara de Fuentes, así que los vecinos creyeron que el final de los tiempos había llegado y que una cortina de sangre envolvía sus hogares. Muchas viviendas acabaron derribadas mientras sus moradores intentaban refugiarse en sótanos y bodegas excavadas en el suelo. Numerosos árboles, arrancados de raíz, salieron volando a varios cientos de metros de distancia. Para que el lector se haga una idea de tal debacle, de las quinientas veintiuna casas que tenía el pueblo, solamente tres quedaron intactas. Ese fue el resultado del devastador suceso que asoló la población. Pero lo más lamentable estaba por llegar. Tras el paso del supuesto tornado se comenzó a auxiliar a los heridos rebuscando entre aquella calamidad. De entre los escombros se pudo salvar la vida de varios vecinos que, aunque malheridos, pudieron contar su experiencia. Sin embargo, un joven de diecisiete años llamado Tomás Pastor García murió aplastado por un muro que se desplomó sobre él. Hoy en día se pueden localizar vestigios de antiguos muretes que aún quedan en Fuentes de Valdepero como testigos mudos de la catástrofe que padeció el lugar.
Vieja fotografía de una calle de Fuentes de Valdepero que apareció publicada en la revista Mundo Gráfico en julio de 1935, pocos días después de la catástrofe.
Pero, retomando la interpretación puramente mitológica del relato turolense, hay que recordar que muchos estudiosos de la historia en general y de este tipo de controversias en particular tratan al territorio aragonés como un verdadero lugar de dragones. Incluso razonan que el nombre Aragón proviene de la derivación del vocablo «dragón» (dragón – d’Aragón). Curiosamente, los reyes de la corona aragonesa llevaban en su casco monárquico una cimera representando a un dragón y, por ello, eran conocidos a su vez como los reyes Dragón y su reino como el Reino del Dragón.
Sin embargo, otros historiadores razonan, aunque manteniendo aún reservas en cuanto a la veracidad de dicha etimología, que el nombre de Aragón proviene del río homónimo que cruza su territorio. Otro río que discurre por esas tierras y que nace en Navarra, el Arga, era conocido antiguamente como Aragus, el cual se convirtió a lo largo de la historia en topónimo, a su vez, de las tierras que bañan sus aguas.
Como claro ejemplo de estas discrepancias semánticas y toponímicas a las que estamos aludiendo, el periodista y escritor Chema Lera, autor entre otras de la obra Breve inventario de seres mitológicos, fantásticos y misteriosos de Aragón y, por lo tanto, persona válida y conocedora de los hechos que nos ocupan, ha manifestado en reiteradas ocasiones que:
Los dragones nunca se han llamado así en Aragón, salvo en el lenguaje culto. En el popular, en el que han sobrevivido muchas leyendas, a los dragones les llaman serpientes, culebras o sirpiéns grandes, como dirían en la lengua que todavía se hablaba por allí. Hablamos de grandes serpientes. Eso también influye en la manera de imaginarse a los dragones. En unos casos se habla de serpientes con pelo y en otros de serpientes voladoras […]. Una cosa es la leyenda culta del dragón de san Jorge y otra las leyendas populares que hemos dado en llamar leyendas de dragones, que en realidad son de serpientes gigantescas que atemorizan por esa carga de superstición negativa que acompaña a todas las serpientes y que las ha transformado en leyendas terroríficas de criaturas que atacan y devoran sobre todo los rebaños, que es el sustento de vida de los pastores. Ellos son quienes más serpientes y culebras encuentran por el monte, los más expuestos a ser atacados […]. Tenemos que hacer también un esfuerzo de imaginación y recordar que esos lugares en los que se produce el avistamiento de dragones en Aragón en las leyendas populares ya no son como ahora. Estamos hablando de bosques cerrados, antiguamente llamados selvas, como la de Oza, que todavía conserva esa denominación. Bosques oscuros, llenos de susurros, rumores, ruidos no identificables, de sombras que pasan, de agujeros y cuevas a los que nadie se atreve a entrar.
Buenos argumentos y magníficos tratados de mitología e incluso etnografía, como el estudio realizado por José María Caparrós, Bestiario ilustrado de Aragón, donde se pueden consultar este tipo de temáticas ocurridas en aquella región, quizás, a pesar de tratar del mismo territorio que nos ocupa, no logran explicar completa y fehacientemente el extraño acontecimiento vivido por los vecinos de Valdealgorfa. Creer en nuestros tiempos en la existencia de dragones o seres fabulosos con este tipo de características puede resultar entre hilarante y pueril. Pero aun así, como hemos referido, algunos detalles de esta historia continúan intrigando a muchos y hacen esbozar una amplia sonrisa de escepticismo a otros.
Sin embargo, los más osados defienden que no puede ser tan simple su explicación. Argumentan que resulta extraño que los vecinos no calificaran aquel enigmático suceso como un desastre ambiental ligado a fenómenos atmosféricos, ya que, como hemos comentado, conocían perfectamente lo que era una fuerte tormenta e, incluso, un tornado, ya que habían presenciado en otras ocasiones estas incidencias. Entonces ¿por qué en esta concreta ocasión estos fenómenos meteorológicos, relativamente familiares para aquellos paisanos, fueron tildados de seres voladores demoníacos, por describirlos de alguna manera? ¿Quizás lo que sobrevoló en aquel tiempo los cielos valdealgorfanos no era tan natural como los empiristas nos quieren hacer creer? ¿Por qué otras tormentas huracanadas han pasado a la historia en aquellos territorios descritas sencilla y objetivamente?
Lo cierto es que aquel día de julio de hace ya casi tres siglos algo muy extraño ocurrió en la aldea turolense, algo que ha sido capaz de pervivir en el ámbito de lo enigmático hasta nuestros días, de esto no cabe duda. Y aquí, como decimos, vienen las hipótesis de los más arriesgados: ¿pudiera ser que un objeto volante no identificado, de devastadores efectos, sobrevolara los cielos de Valdealgorfa? ¿Una tecnología totalmente desconocida para aquellos humildes vecinos de mediados del siglo XVIII que no supieron describir mejor que con las características fantasiosas de sus seres legendarios más extraordinarios? ¿En cuántos sucesos tildados en la actualidad de fábulas y relatos fantasiosos puramente mitológicos a lo largo de la historia de la humanidad no habrá ocurrido lo mismo? Dejemos al querido lector que refl exione sobre estas cuestiones, no sin antes mostrarle pasajes de la historia de lo misterioso que, increíblemente, parecen calcados a estos casos que nos ocupan y que en un primer término nos han podido parecer exclusivos de mitologías cercanas.
Viajemos pues en el tiempo y en el espacio para contrastar algunos sucesos de índole similar, como solemos hacer en nuestros trabajos. Nos situamos en el 7 de agosto de 1970, en la pequeña aldea de Sela-i-Dairo (Saladaro) en Etiopía, hoy en territorio de Eritrea, a unos quince kilómetros al suroeste de la ciudad de Asmara. Como podemos imaginar, este es un poblado mísero con economía de subsistencia, en el que los aborígenes se ocupan de afanarse en su día a día para lograr recolectar los escasos recursos que aquellos territorios ofrecen a sus habitantes. Justamente a las once y media de la mañana, los vecinos de la aldea africana sufrieron un sobresalto debido a un estremecedor sonido que se localizaba en un bosque cercano. De repente, en el punto más álgido de aquel ya ensordecedor ruido, una esfera de gran tamaño de color rojo intenso y resplandeciente se eleva sobre la arboleda. Aquella bola ígnea se dirigió a continuación lentamente hacia varias viviendas del poblado, las derribó a su paso, incineró árboles y tejados, y derritió el asfalto de la carretera. En un momento determinado, el objeto se estabilizó, se detuvo y retrocedió, en su devastador camino, para volver a destruir viviendas y muros. Más tarde, ya a las afueras de la localidad, se detuvo sobre otra zona boscosa y desapareció súbitamente en ese punto. Aquella aparición infernal había dejado un rastro de desolación, con muchas viviendas derruidas, ocho personas heridas y una muerta. El vuelo de aquel objeto había durado unos diez minutos, mientras emitía, según los testimonios recopilados en la época, un zumbido intenso que hacía daño a los oídos.
Dado el remoto lugar en el que se produjo este hecho y las escasas infraestructuras y medios de comunicación que había en la zona, el suceso no tuvo la repercusión y la divulgación que habría obtenido en nuestros días. Sin embargo, un médico que prestaba sus servicios por la zona al amparo de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) envió una misiva al doctor Hynek, miembro del Center for UFO Studies (CUFOS). En ella, el médico decía:
Algunos dijeron que el bólido tenía la forma del tronco de un árbol, mientras que los habitantes de una aldea vecina añadieron que el objeto los había sobrevolado, emitiendo un ruido ensordecedor, y que tenía forma esférica y con cola. La emoción era tal que visitamos la aldea en tres ocasiones y tomé unas treinta fotos de las cuales le adjunto algunas. Parece como si una bola de cañón hubiera sido disparada a través de las casas […]. Algunos piensan que se trataba de un meteorito, pero estos no pueden viajar de un lado a otro. No pudo tratarse de un tornado, porque los vientos no arrancaron los tejados de estaño, que permanecieron en sus sitios, aunque aplastados, derretidos y distorsionados. Hasta el momento no tenemos idea de lo que haya sido. El periódico Assis de Addis Abeba mencionó algo al respecto, clasificándolo como una tormenta. Le hago llegar el recorte de prensa. El periódico italiano le dedicó cinco columnas. Podemos desechar la posibilidad de vientos o relámpagos, el tiempo se encontraba claro y despejado. La aldea (al igual que Asmara) está a una elevación de 2.300 metros sobre el nivel del mar. Los relámpagos a veces se desplazan horizontalmente, pero como he dicho, el tiempo estaba despejado. Por otra parte, tenía una fuente de calor. Fundió el asfalto y los objetos de metal, dejando chamuscada la hierba y los arbustos, pero sin fuego ni llamas. Su impacto mecánico fue tremendo. Atravesó el muro de piedra del puente, que tiene medio metro de grosor, y tuvo suficiente fuerza para hacer más daño cuando vino de regreso.
Saladaro, Etiopía, el 7 de agosto de 1970.
Posteriormente, el destinatario de esta carta, J. Allen Hynek, explicaría en su libro The Edge of Reality, escrito junto a Jacques Vallée, lo siguiente: «El suceso destructivo de Saladaro es uno de los pocos casos documentados en los que algo que debemos considerar un ovni ha causado daño. Obviamente se trataba de un objeto, y ciertamente no identificado».
Por tanto, según estos testimonios, un objeto esférico, con una protuberancia o cola según algunos testigos, de color rojo intensísimo y que emitía un sonido ensordecedor, había abrasado todo el terreno y los inmuebles que encontró a su paso, sin fuegos o llamas perceptibles. Además, tenía tal poder calorífico que el asfalto de la carretera se había derretido. Al llegar a una elevación cercana, el objeto comenzó a mecerse de un lado a otro y emprendió un retorno en el que se desplazó nuevamente por el camino arrasado. El fenómeno recorrió en total tres kilómetros en ambos sentidos, tuvo una duración de diez minutos y dejó un saldo de ocho heridos y un muerto, así como media centena de edificios destruidos. Sin embargo, a pesar de las evidencias y de los testimonios, las autoridades etíopes zanjaron el asunto manifestando que se había tratado de un meteorito o bólido. Sin más explicación. Y el suceso pasó a dormir el sueño de los justos, entre peregrinas hemerotecas y archivos de algún estudioso del misterio.
Pero continuemos con el repaso de más incidentes similares. Y aunque el lector se sorprenda, estos hechos tan peculiares vienen recogiéndose desde el principio de la historia de las diversas civilizaciones del mundo. En muchos de los libros sagrados de las distintas religiones aparecen hechos sobrecogedores con estos detalles que estamos analizando. En la Biblia se pueden leer episodios en los que se describen mangas de fuego que llegan desde los cielos como castigo a los pecados del hombre (según se razonaba) o para destruir a ciertos grupos enemigos o contrarios a ciertas creencias religiosas. Igualmente, en viejos tratados de la América colonial en los que los aztecas recopilaban la llegada de los conquistadores y los acontecimientos más importantes al respecto, las referencias a estas anomalías aparecen con relativa frecuencia. En uno de estos pasajes, los indios de dicha cultura narran un incidente bien curioso: describen un fuego excepcional, por nadie conocido, de forma alargada y fijo en el firmamento, en el que se diferenciaba una llamarada que descendía y que tocaba el tejado de paja del templo del dios Huitzilopotchli carbonizándolo al instante. La población, al contemplar tal desastre, huyó despavorida y achacó la catástrofe a un castigo divino.
Como muestra, comentaremos ahora brevemente otros episodios de características semejantes y más cercanos a nuestros tiempos. Uno de los trabajos más ilustrativos al respecto es la obra del investigador Jacques Vallée, Pasaporte a Magonia, en la que se recopilan varios relatos de índole ufológica relacionados con posibles interpretaciones mitológicas, religiosas y, en definitiva, con creencias de antaño de distintas culturas. Por ejemplo, el citado autor nombra el archivo de otro insigne investigador norteamericano, Fort, en el que se dice: «7 diciembre de 1872. Una de la madrugada. (Banbury, Gran Bretaña.) En King’s Sutton, un objeto parecido a un pajar [sic] apareció volando caprichosamente. A veces alto, otras muy bajo, estaba acompañado por fuego y densa humareda. Produjo el mismo efecto que un tornado, derribando árboles y paredes. Desapareció súbitamente».
Así podríamos continuar con cientos de casos acaecidos en todas partes del mundo y con similitudes más que aparentes. Aludiremos ahora a un incidente ocurrido en la ciudad argentina de Londres de Catamarca. Esta noticia fue publicada en diarios nacionales de aquel país como Clarín y La Crónica. Corría el año 1982 cuando dos policías que se encontraban patrullando en su coche presenciaron el vuelo de un aparato de tamaño mediano, con forma de esfera alargada, que desprendía chispas y llamaradas. Posteriormente, un gran viento sería sentido por los oficiales, quienes comprobaron cómo los campos, viñedos y plantaciones cercanos al avistamiento habían sido totalmente abrasados.
No dejamos Suramérica para referirnos ahora a un caso acaecido en la localidad de Vilcún, en Chile. Un buen día de abril de 1977, los vecinos del lugar se sorprendieron al divisar en los cielos cercanos un objeto volador en forma discoidal que giraba sobre sí mismo violentamente a la vez que emitía un sonido ensordecedor y dañino, según los testigos del fenómeno. En los días siguientes, miembros del GIFOE (Grupo de Investigación del Fenómeno Ovni y Extraterrestre) recogieron informes de los lugareños y analizaron el lugar y los terrenos en los que supuestamente se habían desarrollado los hechos. Los análisis arrojaron datos desconcertantes, como un elevado nivel de radiactividad en la zona.
El 29 de junio de 1964, Beauford Parham había partido en su coche de la ciudad norteamericana de Atlanta y tenía como destino la localidad de Wellford, en el estado de Carolina del Sur. La noche era calurosa y el señor Parham llevaba el brazo apoyado sobre la ventanilla del coche, intentando refrescarse con el aire del exterior mientras conducía por la solitaria carretera 23. En cierto momento divisa a cierta altura un objeto en forma de peonza gigante o trompo descomunal, el cual se echó prácticamente sobre el techo del automóvil en una rápida e inesperada maniobra, sobrevolándolo sin llegar a impactar. El susto del conductor, como podemos imaginar, fue supino, y a punto estuvo de salirse de la carretera. Una vez hubo aparcado en la cuneta, más calmado después de la extraña experiencia, pudo comprobar que existía en el ambiente un olor penetrante, similar, según sus propias declaraciones al del «líquido de embalsamar los cadáveres que se utiliza en las funerarias». Descendió del coche intentando calmarse y entonces le sobrevino un fuerte dolor en el brazo que llevaba apoyado en la portezuela del vehículo mientras conducía y se percató de que lo tenía totalmente abrasado, como si se hubiese quemado. Al mismo tiempo comprobó el estado que presentaban el techo y el capó de su automóvil, con los mismos signos de abrasamiento y unas intrigantes manchas de aspecto aceitoso que se cernían sobre toda la carrocería. El asustado conductor, tras unos minutos intentando comprender el suceso, prosiguió su viaje hasta la siguiente población. Allí dio parte a las autoridades y presentó la oportuna denuncia de su caso. Asimismo, se informó a la base aérea cercana de Warner Robins, desde donde a los pocos días se pondrían en contacto con el señor Parham para informarle de que seguramente había tenido un encontronazo con un fenómeno conocido como «rayo en bola».
Parham, un tanto contrariado y molesto por esta fácil respuesta recibida de la autoridad militar, decidió enviarles a su vez una larga carta de contestación, expresando su desacuerdo con esas explicaciones y manifestando no sin poco enfado que «los relámpagos no giran por arriba y por abajo, como lo hizo este objeto».
Y dándole la razón, o al menos reafirmando más su vivencia, dos días más tarde, en la misma carretera y prácticamente en el mismo kilometro donde se produjo el hecho que acabamos de narrar, una vecina de una población cercana que conducía su automóvil de regreso tras realizar unas compras iba a tener el mismo incidente, con idénticas características. De hecho, tras el avistamiento del enigmático aparato volador ígneo sufrió quemaduras de tercer grado en las partes desnudas de su cuerpo. Curiosamente, y para que el lector se haga una idea de la energía o el poder calorífico al que se enfrentaron, supuestamente, estos testigos, las bolsas de la compra hechas de papel que esta señora llevaba en el interior del automóvil comenzaron a arder.