¡Quién diría que este espectacular templo y sus dependencias poseyeron un negro pasado relacionado con las personas que hasta aquí peregrinaban y que se creían presas del mismísimo demonio! Este edificio, que se encuentra suspendido casi en el aire más cerca, a primera vista, de los cielos que del mundo terrenal, destila un halo de misterio que siglo tras siglo se ha labrado entre las rocas y los altares cavernícolas que se contemplan en sus entrañas.
A este lugar, como a tantos rincones mágicos del mundo, no se accede de manera casual: a Balma se llega, a Balma se va. Hay que ir expresamente a Balma, allí donde el río Bergantes y la sinuosa carretera CV-14 —que une las localidades de Morella, en Castellón, con Mas de las Matas, ya en el Maestrazgo turolense— juegan a hacer meandros y curvas en un laberíntico recorrido entre tierras áridas y polvorientas y profundas gargantas. Y sepa el viajero que no debe acceder al santuario de cualquier manera. Existe un ritual para entrar en Balma que le será explicado por el ermitaño de turno, si así se lo solicita:
— Ir andando desde La Cruz Cubierta que se encuentra en la carretera de acceso al santuario.
— Lavarse manos y cara en la fuente de la entrada antes de iniciar la ascensión por la escalinata que conduce a la Balma.
— Beber nueve sorbos de la fuente.
— Dar nueve vueltas alrededor de la reja donde se halla la imagen.
— Arrojar como ofrenda nueve monedas de curso legal dentro de la reja (una en cada vuelta).
— Colocar un cirio rojo encendido con la petición escrita que se desee.
— Raspar un poco la roca que forma el techo, guardar el polvillo que se desprende en una bolsita roja y llevarlo siempre como amuleto.
Habíamos dejado atrás la localidad más próxima al santuario, Zorita del Maestrazgo, cuyos habitantes conocen muy bien la historia de su insigne y sacro lugar. Incluso existen hoy en día paisanos del pueblo que fueron protagonistas y testigos directos de los espectáculos dantescos que, de manera multitudinaria, se celebraban en el templo para intentar, supuestamente, arrancar los demonios de las almas de muchos visitantes que hasta allí acudían para ello. En ocasiones, esparcidos por aquellos riscos y parajes, se llegó a calcular la presencia de más de diez mil peregrinos que aguardaban los prodigios para la curación de familiares o amigos. Recordemos al lector que nos encontramos en tierra de leyendas sobre endemoniados, brujas y oscuros rituales que parecen adquirir un matiz primordial entre los muros y las rocas de Balma.
Tras desviarse de la mencionada carretera entre las provincias de Castellón y Teruel hacia el santuario, el viajero se encontrará cada vez más cerca del barranco Rosell, donde hay un sendero que lleva a la pequeña Capilla de Barraquet. Todo ello nos vuelve a recordar que nos encontramos en un lugar sagrado que ha sido escenario de ancestrales ritos paganos desde tiempos inmemoriales. Continuando la ascensión por nuestro camino hacia Balma, encontraremos la denominada Cruz Cubierta, una majestuosa cúpula cuyo interior fue pintado por J. Francisco Cruella en 1687. Retomando el camino llegaremos por fin a nuestro destino, que ya oteamos colgado en la roca. En la actualidad, al llegar a Balma el visitante asciende por las escaleras que suben hasta la hospedería que ofrece sus servicios en este enclave para traspasarla y discurrir por pasadizos y miradores a través de la roca, desde los cuales se divisan bellas estampas de la zona, con el río Bergantes a sus pies y el amasijo de casas del pueblo de Zorita en el horizonte. Dicha pasarela acaba en una imponente puerta que da paso al templo propiamente dicho, en cuyo interior, recogida en su capilla tras una decorada reja, se puede contemplar a la Virgen de Balma. Cabe advertir que esta escultura no es la original, ya que la genuina desapareció durante la Guerra Civil.
Labrado en la piedra del monte Tossa, Balma fue construido aprovechando antiquísimas grutas, eremitorios y recovecos entre precipicios.
Dentro de este inusual templo se respira humedad, el humo de docenas de cirios encendidos y aparece incluso una sensación claustrofóbica y, por qué no, también de misterio. No es de extrañar que los ermitaños que sucesivamente han tenido la misión de guardar el templo sean reacios a permanecer allí por la noche: prefieren ir a sus domicilios aunque en la hospedería haya camas libres. Si se tiene suerte y se logra la confianza de uno de ellos, se conocerán de primera mano hechos inexplicables que bien podrían ser catalogados de sobrenaturales.
Aunque nosotros quisimos visitar el templo planificando el viaje con antelación y a conciencia, otros muchos viajeros en peregrinaje por estas comarcas, al sorprenderse con el majestuoso cuadro que presenta el santuario medio escondido entre las rocas de aquellos precipicios, sienten la necesidad de desviarse de su camino y visitarlo, aun desconociendo su misteriosa historia. No hay que olvidar también que por aquí discurre uno de los Caminos de Santiago, señalizado debidamente en la entrada a Balma.
Hasta aquí llegaban miles de personas que, tras ser desahuciadas por los médicos, tan solo podían justificar sus males como posesiones demoníacas. Acudían en masa, sobre todo los días 7, 8 y 9 de septiembre, creyendo que solamente Dios podría curarlas. Llegaban hasta Zorita del Maestrazgo y allí comenzaban una aterradora procesión hacia Balma repleta de gritos, blasfemias y revuelo, mezclados con oraciones, súplicas, cánticos y plegarias. En tiempos más cercanos, estas tremendas comparsas han desembocado en una concurrida romería, no exenta de reminiscencias paganas relacionadas con brujerías, aquelarres y, por supuesto, con el mismísimo demonio.
Los antiguos exorcismos que aquí se realizaban estaban dirigidos por unas mujeres consideradas brujas y procedentes de la localidad de Caspe. Los paisanos de Zorita las recuerdan como mujeres viejas, de mirada amenazante, totalmente enlutadas y a las que se conocía con el sobrenombre de «caspolinas» debido a su pueblo de origen.
Pero, dejando ya atrás fórmulas retóricas para describir tan noble emplazamiento, pasemos a analizar los orígenes del santuario. La palabra «balma» significa cueva. Aprovechando las grutas del lugar del monte Tossa y las concavidades pétreas que aquí se disponen, la iglesia y demás dependencias se enclavaron en la roca, a más de setecientos metros de altura. Ya en tiempos anteriores al siglo XIV se tienen noticias de que existía una humilde ermita, hogar de monjes y anacoretas que buscaban la paz y el recogimiento para sus oraciones. Y es por aquellos siglos cuando comienzan las leyendas sobrenaturales de Balma.
Al parecer, la Virgen se le apareció a un pastor allí mismo y le solicitó que se construyera una ermita para que mostraran su devoción los habitantes de los pueblos cercanos. La historia narra cómo el campesino, vecino de Zorita, dirigía su rebaño por las cercanías del paraje de la Balma un buen día del ya lejano siglo XIV cuando al llegar a la cueva decidió descansar de sus quehaceres y, en un saliente de la roca, oteando el idílico paisaje que desde allí se contempla, se sentó. Pero inmediatamente quedó sobresaltado por un fogonazo, un resplandor muy vivo que surgía desde el interior más recóndito de la cueva. Al acercarse, no sin cierto temor, pudo contemplar a una señora de gran belleza que le dijo: «Ve al pueblo. Avisa al cura y a los vecinos que es mi voluntad y la de mi hijo que en este mismo lugar y cueva se edifique un templo».
La visión desapareció y dejó en su lugar una imagen negra de la Virgen. Al mismo tiempo, un brazo que el pastor tenía inútil recobró su movilidad y sanó completamente. Se hizo lo que dijo la Virgen y, mientras los paisanos realizaban las obras del templo solicitadas por su Señora, brotó un manantial cuyas aguas puras, según la tradición, poseen propiedades curativas e incluso milagrosas, el cual hoy en día se localiza en la entrada a la hostería.
Una de las primeras leyendas que hablan sobre los orígenes sobrenaturales de la estatuilla aparecida dice que los habitantes de Zorita, recelosos de que alguien pudiera robar la imagen del templo por estar este tan apartado decidieron traerla a su pueblo para guardarla en su iglesia parroquial, más cerca de los vecinos. Pero al día siguiente de dicha acción, cuando acudieron a la iglesia del pueblo para orar a la recién traída Virgen, vieron que había desaparecido del altar donde la habían colocado la víspera. Muy alarmados, comenzaron a buscarla por los alrededores. Casas del pueblo, calles, caminos, montes, tierras de labranza…, ningún lugar quedó sin explorar en busca de su querida Señora. Pero todo fue en balde. Al atardecer, un labrador que venía de las cuevas de Balma dijo muy excitado que la Virgen se encontraba en aquel lugar, en la pequeña ermita donde al principio se halló. Pensando que habían sido víctimas de algún bromista, los vecinos acudieron de nuevo a recoger la imagen para llevarla a la iglesia del pueblo. Pero, como había ocurrido la vez anterior, cuando al amanecer abrieron la iglesia comprobaron que de nuevo la Virgen había desaparecido. Con curiosidad, fueron directamente hasta Balma y, como en la anterior ocasión también, allí encontraron la estatuilla. Y por tercera vez la volvieron a llevar a su pueblo.
Ya en el templo, la oscuridad y el olor a humedad y cirios quemados dan la bienvenida al viajero, que sin duda percibirá cierta sensación claustrofóbica.
Pero aquella noche iba a ser distinta, ya que, recelosos ante tales desapariciones, acordaron vigilar las inmediaciones de la iglesia para poder sorprender al responsable de aquella mofa. La noche transcurrió tranquila, sin que se observara ningún pillaje, y al alba entraron en la iglesia para dar gracias a la Virgen. Pero todos los presentes, totalmente sorprendidos, pudieron observar que el altar se encontraba otra vez vacío. Tras comprender que aquello era un hecho sobrenatural, se decidió dejar a la Virgen por fin en Balma, lugar donde, como no iba a ser de otra manera, había de nuevo aparecido milagrosamente por voluntad divina.
Durante el resto de la Edad Media esta devoción fue en aumento y concurrían en Balma ya no solamente los paisanos más cercanos al templo, sino también peregrinos venidos de tierras lejanas, muchos de ellos acompañando a personas que se creía que estaban malditas, poseídas por el diablo. Y es que la Virgen de Balma había adquirido a través de los siglos gran fama de milagrera, sobre todo para este tipo de males, y se había convertido en una verdadera ahuyentadora de demonios. Y tal fue la fama que llegó a tener, y tal la cantidad de peregrinos y devotos que llegaban para que intercediera con ese fin, que las multitudes que allí se llegaron a agolpar fueron inmensas, hasta el punto de que las autoridades, tanto gubernativas como eclesiásticas, llegaron a prohibir dichas visitas masivas bajo pena de excomunión o de cuantiosas multas.
Después de la Guerra Civil, y hasta no hace tantos años, la prohibición continuaba en vigor. De hecho, los miembros de la Benemérita advertían por aquellos años a los clérigos y ermitaños de la cueva: «A la primera endemoniada que llegue, le pegamos un tiro y se le quitan los demonios».
Pero a pesar de esta amenaza, muchos acudían hasta Balma con la pretensión de curar sus supuestas posesiones e incluso llevaban a sus familiares «enfermos» a escondidas, durante la noche, y realizaban los supuestos exorcismos a puerta cerrada.
Al analizar otros antiguos documentos sobre el santuario, se puede observar cómo su negra estela comenzó a fraguarse muchos siglos antes, como recopiló el padre franciscano Gil de Zamora:
Tiene en su término tres ermitas, la primera dedicada a Nuestra Señora de la Balma [...] y se celebra en ella una gran fiesta todos los años el 8 de septiembre, a la cual acuden de toda la provincia centenares de familias, unos por la gran devoción y otros por el deseo de que alguno de sus hijos o parientes sea curado con los exorcismos que le dice el cura en aquella ermita, cuya imagen goza de antigua fama para curar a los endemoniados [escribió Bernardo Mundiana en su obra Historia, geografía y estadística de la provincia de Castellón, en 1873]. Acuden de lejanas tierras el día de la función, algunos se creen poseídos de malos espíritus y cuentan singulares maravillas obradas en presencia del numeroso concurso que allí se reúne.
El temor a que cualquier documento sobre los procederes que se seguían con las personas supuestamente poseídas cayera en manos de las autoridades que los habían prohibido taxativamente originó que pocos testimonios escritos hayan llegado hasta nuestros días. La última referencia fidedigna data del año 1934 y fue recopilada por el historiador Manuel M. Mestre. En este archivo se refleja lo siguiente:
«Uno de los últimos casos de endemoniada fue el de la filla de la Dallera de Barcelona. Había enloquecido y la llevaron a Balma. Entre rezos y exorcismos debía repetir siete veces cada día la siguiente oración: “Si Dios me deja salir / de esta maldita pelea. / A la Virgen de Balma, / misa cantada y novena”».
Pero aparte de estas leyendas que se pueden incluir dentro del folclore religioso de muchos pueblos de España, hay que especificar el carácter misterioso y sobrenatural que se percibe en Balma. Estas cuevas, a pesar de la imagen bucólica y relajante que a primera vista puede inspirar tal emplazamiento, han sido escenario de los más duros acontecimientos, de terroríficas luchas del Bien contra el Mal que el lector quizás no pueda imaginar; lugar de reunión de brujas desde tiempos ancestrales, escenario de rituales demoníacos, exorcismos, comunicación con los muertos y levitaciones: una gran gama de fenómenos que, según cientos de testimonios, ocurrieron entre las penumbras de aquellas grutas.
Uno de los trabajos mejor realizados sobre los misteriosos sucesos que supuestamente ocurrieron en la cueva de Balma fue escrito en 1929 por el reportero del periódico Libertad, Alardo Prats. «Tres días con los endemoniados» fue el título que eligió el autor para resumir sus vivencias en el santuario de Balma. Con los artículos publicados bajo este título posteriormente escribiría un libro que recogía los sucesos de los que fue testigo directo y que tan marcadamente dejaron huella en él. Así describía uno de aquellos tremendos episodios a los que asistió personalmente:
Había caído ya la noche. Rosario Uso Petit, vecina de la aldea de Alquería del Niño Perdido, detuvo sus pasos frente al portalón del santuario. Una muchedumbre se agolpaba a la entrada. La multitud, en un ambiente asfixiante donde resonaban carcajadas histéricas, como una masa amorfa, no se movía y asistía al espectáculo jadeando y coreando extraños rezos.
Las caspolinas, brujas venidas desde la localidad aragonesa de Caspe, enlutadas con negras galas, de rostros cadavéricos, manos huesudas y tez cetrina, emprendieron el ritual, frente al enrejado que protege la imagen, resguardadas de las inclemencias meteorológicas bajo la fría piedra del santuario. Mientras la joven blasfemaba y escupía contra las imágenes sagradas con los ojos en blanco, estas hicieron su particular diagnóstico: está poseída.
Los brazos de las viejas, tan firmes como ajados, sujetaron con firmeza las piernas y hombros de la endemoniada. Rociaron su cara con agua bendita, a la par que emitían cantos ancestrales y plegarias al buen Dios. Aquel líquido cristalino hizo retorcerse a la adolescente en el suelo, como si la abrasase el cielo en la boca [sic]. Las velas presenciaban los gritos al unísono de las mujeres: «¡Que le salgan por las manos! ¡Que le salgan por los pies! ¡Por los ojos no, que se quedará ciega! ¡Por la boca no, que se quedará muda!».
La sierva del Maligno se revolvía en aquella superficie considerada santa. Las cintas de color azul —anudadas en los dedos de los pies y de las manos bajo la creencia de que por ellas saldrían los demonios que la poseían— se habían tornado azulgranas por la sangre y se rompieron finalmente.
La joven cayó desfallecida. En ese preciso momento, la endemoniada, la maligna —como llamaban popularmente a los poseídos, els malignes, en aquel tiempo en blanco y negro—, estaba sana y salva. Ella se llamaba Rosario Uso Petit, tan solo tenía doce años de edad […].
Parece que todos los demonios de los ejércitos infernales se han desatado en la montaña, convertida en infierno —oigo decir—, y que se están vengando de los exorcismos y malos tratos que han recibido durante todo el día. Eso parece. Y a medida que avanza la noche, los demonios, sin duda, han ido desatando este torbellino de locura en que nos encontramos aprisionados. En el escenario de pesadilla que forman las montañas, parece que hasta las piedras y roquedales han cobrado una vida insospechada y misteriosa. No hay un rincón donde no tiemble un grito, una copla o una música […].
De las cuevas y oquedades de la roca, resplandores de fuego dan la impresión de que las llamas salen del interior de la montaña del diablo coronada por un radiante halo de incendio. Magnífica estampa del infierno, tal como lo concibe la supersticiosa imaginación popular [...].
En el semicírculo de la angustia, otra endemoniada. Se llama Carmen Jordá, de treinta y un años, natural de San Jorge (Tarragona). «Está endemoniada desde hace cinco años», me había dicho su marido. Ha venido a la Balma en un taxi con la matrícula de Tarragona. «No tiene idea de los gastos que me han ocasionado estos demonios. Cinco años de médicos, creyendo que se trataba de una enfermedad. ¡Ahora resulta que son los demonios! Y la verdad es que no puede ser otra cosa.» ¡Estas palabras en la boca de un hombre que viste chaqueta y que no es un campesino, que vive en un pueblo próximo a las grandes vías por donde discurre el progreso! Carmen Jordà, ante la imagen de la cueva, comienza rasgándose sus vestiduras en un acceso de furor. Chilla y se revuelca en el suelo, la mirada extraviada. Las caspolinas se obstinan en cubrir las desnudeces de la desgraciada mujer. No pueden. Vencido el ataque a fuerza de agua bendita e intervenciones de las brujas, tratan de vestirla. En torno a la endemoniada forman un círculo varias mujeres. Con sus amplias faldas hurtan a la curiosidad de la multitud el cuerpo desnudo de la enferma. Sale vestida de la cueva. «¡Ya está bien! —dicen las caspolinas—. ¡Curada del todo!» Lleva un vestido nuevo. El que rasgó y las prendas interiores que llevaba antes del exorcismo han quedado ante el altar de los milagros. «Si se le pusiera el mismo vestido que rasgó cuando salieron los demonios, éstos se apoderarían otra vez de ella», aseguran. La ropa endemoniada no sale de la montaña. El ermitaño, después de lavar sus manos en agua bendita, la arroja a la Cueva del Diablo.
Si el lector es curioso y decide consultar más bibliografía al respecto, otra de las obras indispensables sobre Balma es el libro escrito en 1912 por Ruiz de Lihory, barón de Alcalalí, donde se describen momentos terroríficos de brujas y poseídos.
Como decíamos antes, estos espectáculos iban atrayendo cada día a más personas, deseosas en su mayoría de contemplar lo extraño, cuando no de dar rienda suelta a sus más bajos instintos. Se organizaban en las inmediaciones del santuario romerías y reuniones de personajes de dudosa reputación que pretendían comunicarse con el más allá, realizar rituales satánicos o intentar curar con sus peculiares procedimientos a visitantes que se tenían por poseídos. Todo este disparate de lo absurdo llegó a su fin en el año 1932, cuando el gobierno republicano cortó de raíz todo tipo de manifestaciones en el lugar dando las oportunas órdenes tanto a las autoridades religiosas como a la Guardia Civil para que tomaran cartas en el asunto y erradicaran lo que según su opinión eran representaciones fraudulentas. En el año 1936, el comandante de la Benemérita José Pitarch fue la persona encomendada de llevar a cabo estas instrucciones radicales.
Como se puede apreciar en esta vieja fotografía, los momentos sobrecogedores en Balma se producían cuando ciertas personas, supuestamente poseídas por el Maligno, eran llevadas al sacro lugar con la intención de ser curadas milagrosamente.
Y es que muchos creían que tras estos rituales de sanación que se practicaban a los desgraciados supuestamente poseídos por el demonio se ocultaba un verdadero fraude. Pensaban que algunas personas avispadas intentaban sacar pecunia de sus semejantes supersticiosos, incultos en su mayoría, que se creían posesos o enfermos del mal de ojo, cuando en muchas ocasiones esos padecimientos bien los podría haber catalogado la ciencia actual de trastornos de la psique humana. De ahí que, según fueron pasando los años y las autoridades adquirían más conocimientos lógicos y médicos al respecto, quisieran acabar con aquellos tremendos rituales tildándolos de supercherías y fruto de la ignorancia del pueblo llano. Sobre todo las autoridades eclesiásticas, que veían todo aquello como una manifestación contra los fundamentos de la Iglesia, ya que observaban a sujetos impíos, que se valían de aquellos alborotos y confusiones para ofrecer sus supuestos poderes de comunicación con los muertos, realizando prácticas espiritistas y haciendo aparecer de manera ilusoria supuestos entes para atemorizar a las gentes y, en la mayoría de las ocasiones, aprovecharse de ellas económicamente.
Como ejemplo de lo dicho, los presentes en aquellos actos tan estrafalarios cuentan una anécdota muy curiosa. En el edificio hoy destinado a la hostería había una gran mesa octogonal que poseía una serie de cajones a cada lado. Los supuestos espiritistas que allí se reunían sentados alrededor de la citada mesa, charlatanes en la inmensa mayoría de los casos, hacían que se abrieran y cerraran a su voluntad los cajones, de manera que parecían moverse por fuerzas desconocidas convocadas allí por sus poderes sobrenaturales, cosa que provocaba miedo e incluso terror entre los congregados más cándidos.
Por todo ello, está claro que la mayoría de los que se presentaban en Balma como endemoniados eran víctimas o enfermos, tanto de sugestiones colectivas como de verdaderos padecimientos físicos o psíquicos, a pesar de que, erróneamente, estos males eran reconocidos como trastornos sobrenaturales.
Pero si es justo exponer el componente de fraude que, como en casi todos los fenómenos de esta índole, existe, también sería imperdonable para que el lector obtuviera sus propias conclusiones no citar aquí episodios verdaderamente enigmáticos y no explicados que ocurrieron en tan pintoresco templo. En efecto, a pesar de ser bastante reducidos los casos a los que, a día de hoy, aún no se ha podido encontrar explicación, en el santuario de Balma se dieron perturbaciones que poco o nada tenían que ver con delirios o sugestiones colectivas. Algunos investigadores, como Àlvar Monferrer en su obra Els endimoniats de la Balma o José Soler en su libro Leyendas y tradiciones de Castellón, nos hablan de al menos dos docenas de casos, ocurridos tanto a personas adultas como a niños, que continúan siendo un misterio y un desafío para la ciencia y la medicina actual.
En dichos trabajos, estos autores recogen los testimonios y las turbulentas horas en Balma de individuos con extraños padecimientos no catalogados por los galenos. Eran llevados hasta el altar del santuario a duras penas por fornidos hombres que se encargaban de postrarlos ante la imagen de la Virgen entre exclamaciones, gritos y blasfemias, que solamente eran acallados o que disminuían en su agresividad cuando se rezaba, se les hacía besar la cruz o se realizaban conjuros contra los malos espíritus. A estas personas que, como ya hemos referido, podían ser tanto hombres como mujeres o niños, supuestamente poseídos y que habían pasado el filtro de muchos exámenes médicos y psiquiátricos, se les ataba de pies y manos, se les colocaban cintas bendecidas en los dedos de los pies y de las manos y se rociaba sus cuerpos con agua bendita. Estos ritos podían realizarse durante varias jornadas y, si la cura se llevaba a cabo correctamente, se observaba cómo las blasfemias, los gritos, los vómitos y espumarajos en la boca, los golpes y las convulsiones iban paulatinamente en descenso, cosa que acreditaba que la sanación se estaba logrando. Cuando al supuesto poseso se le creía curado de estos misteriosos males, se le retiraban las ataduras y se quemaban sus vestiduras frente al altar con la intención de que los espíritus malignos ardieran con ellas.
La mayoría de estos rocambolescos casos sucedieron en la primera mitad del siglo XX y, como decíamos anteriormente, estuvieron rodeados de incidentes de difícil explicación. Ocurrieron a personas con nombres y apellidos, cuyos expedientes o historias han podido salvarse de la censura que las autoridades en general aplicaron a los asuntos del santuario de Balma. Así, podemos citar a Rosario Uso Petit, entre cuyos poderes se aseguraba que podía ver el futuro, hablar con los muertos o leer el pensamiento, todo ello gracias a un extraño espíritu que la poseía. O a Mariano Oliver, el conocido como «el endemoniado de Caspe», quien, según varios testigos que estuvieron presentes en sus exorcismos, en distintas ocasiones llegó a levitar. Josefa Monterde, Manuela Monzón o Joaquin Fontcuberta fueron otros de los poseídos cuyas acciones y episodios de carácter sobrenatural dejaron atónitos a muchos asistentes directos de tales experiencias. Al parecer, los citados recobraron la salud y volvieron de sus desquiciadas vidas a la total normalidad una vez pasaron ante el altar de la Virgen de Balma.
En una de nuestras entrevistas con vecinos de Zorita del Maestrazgo tuvimos la fortuna de localizar a doña María, una señora de cierta edad que tuvo la deferencia de conversar con nosotros sobre aquellos terroríficos acontecimientos que se desarrollaron en el santuario. Así, mientras lucía un sol de justicia en aquellas tierras del Maestrazgo, sentados a la sombra en la entrada de la hospedería de Balma, comenzó su narración. María recuerda que cuando era niña acudían al pueblo muchos forasteros para solicitar la presencia de niños en los exorcismos que se realizaban, ya que los pequeños inocentes eran, al parecer, los indicados para ayudar al supuesto poseso en su lucha con el Maligno. La señora María rememoraba para nosotros una de aquellas tétricas noches en la que ella y su hermano fueron testigos y protagonistas de un tremendo episodio en Balma:
Aún recuerdo que una noche, ya muy de madrugada, estábamos durmiendo y mi padre nos sacó de la cama a mi hermano y a mí porque habían llegado unos señores con su hijo, a quien creían poseído por los demonios. Habían venido desde Barcelona y era habitual que las personas se llegaran hasta el pueblo de Zorita a buscar a niños que los ayudaran en los rituales de exorcismo. Entonces los acompañamos hasta la cueva, en medio de la noche, atravesando todo el camino junto a nuestro padre y esos forasteros. Nosotros estábamos muertos de miedo debido al estado de aquel joven supuestamente poseído que no cesaba de maldecir, gritar y correr mientras los mayores le intentaban agarrar y evitar que se lastimara. ¡Imagínese usted el cuadro… y nosotros tan pequeños… lo asustados que debíamos estar!
Cuando llegamos a Balma, medio en secreto —ya que los guardias habían prohibido estos rituales— fuimos hasta la iglesia, frente al altar de la Virgen, llevando cirios encendidos. Una vez allí, ellos se disponían a realizar el exorcismo, mientras que a nosotros nos pedían que rezáramos y que rogáramos por la salud de la persona en cuestión. Lo que yo pude ver no se lo creería nadie. El muchacho parecía que se quería subir por las paredes de la cueva, blasfemando, gritando e intentando zafarse de las personas que lo retenían. Se le ponían los ojos en blanco, de repente se tiraba al suelo, se convulsionaba, echaba espuma por la boca… En fin, un espanto. Poco a poco, después de unas horas, estas acciones fueron disminuyendo hasta que nos dijeron que ya podíamos volver a casa. Nos dieron unas monedas y, después de colocar junto a la cruz unos exvotos que los familiares del joven nos habían dado para honrar a la Virgen y darle gracias por el favor concedido, que supuestamente era la curación de aquel hijo, nosotros agarramos el dinero y salimos corriendo hacia el pueblo sin volver la vista atrás y muertos de miedo, como usted se puede imaginar. De vez en cuando, mientras estábamos bajando desde el santuario hasta la carretera que va a Zorita, aún podíamos escuchar los últimos gritos que daba aquel pobre desgraciado y que retumbaban en la noche. Mi hermano y yo pensábamos que nos podían perseguir los demonios, por lo que entramos en casa, cerramos inmediatamente la puerta y nos metimos en el catre cubriéndonos con la manta hasta la cabeza, aterrorizados.
Es imposible imaginar hoy en día el trasiego incesante de visitantes entre estos túneles y caminos practicados en la roca viva, en busca de un milagro que curara a parientes que se creían endemoniados o simplemente de una señal que reafirmara su fe.
Aunque el lector pueda pensar que estas costumbres tan tenebrosas han cesado en los tiempos actuales, aún hay personas que peregrinan hasta Balma en busca de una sanación milagrosa de los supuestos males de origen desconocido que, según sus propias convicciones, padecen. Y al parecer algo prodigioso ocurre o les inculca fuerzas entre aquellas paredes de piedra del santuario, ya que en la sala de exvotos se exhiben cientos de objetos traídos aquí por los peregrinos y creyentes como forma de agradecimiento por los favores concedidos. En los trozos de papel arrojados entre los barrotes que protegen el altar de la Virgen, y al lado de las cruces que allí hay, la frase escrita más recurrente es la siguiente: «Gracias a la Virgen de Balma por liberarme del mal».