Don Andrés Gómez Serrano era un hombre honesto y consecuente. Es decir, según la definición que da de estos adjetivos el Diccionario de la lengua española de la Real Academia, era un hombre recto, honrado y que obraba acorde a sus principios. Exactamente así era. Y llevó estas virtudes a tal extremo, fiel a sus convicciones, pesaran a quien pesaran, que su vida llegó a convertirse en un infi erno. Incluso tuvo que abandonar su puesto de trabajo como policía municipal de Algeciras. Y es que en ciertas épocas, creer o simplemente hablar de objetos volantes no identificados, de supuestos seres de origen desconocido que nos visitan o de otras «chifl aduras» semejantes era prácticamente una herejía que podía comportar, en ciertos círculos sociales conservadores, el ostracismo e incluso el rechazo más agresivo por parte de personas y autoridades que se incomodaban al escuchar tan disparatadas historias.
Y este hombre era Andrés Gómez Serrano. Para los profanos en estas lides quizás su nombre no signifi que nada. Pero para los que llevamos ya ciertos años en estos mundos de lo enigmático, Andrés representa un maestro, un pionero, un referente a seguir por su dedicación, entusiasmo y trayectoria en el mundo de la ufología nacional. Ya a mediados del siglo XX, cuando apenas se oían en España relatos sobre esta temática, Andrés Gómez comenzaba a investigar y analizar los primeros casos que llegaban a su conocimiento, con escasos medios y gran humildad, pero lleno de ilusión y perseverancia. Y, también, antes de que todo esto sucediera, se erigiría como protagonista sin quererlo de un encontronazo con lo absurdo que le llevaría a dedicar su vida a la busca de la verdad, como más tarde veremos.
En aquellos primeros años Andrés era un muchacho avispado y trabajador, que más tarde desempeñaría un puesto destacado como policía en el municipio algecireño. Cuando estaba prestando el servicio militar, una extraña experiencia le iba a marcar para siempre y a partir de ese momento se dedicaría íntegramente a intentar esclarecer aquello que le ocurrió. El chico aún no podía imaginar que esa inquietud suya por conocer los entresijos del misterio de los no identificados le iba a llevar a un verdadero calvario, tanto en el ámbito personal, como en el profesional, pues iba a ser relegado al aislamiento y a la exclusión prácticamente absoluta. Este abandono y dejación fue permitido, en ocasiones, a la vez que ignorado, por colegas investigadores y periodistas de este mundillo de lo desconocido que colaboraron junto a Andrés en diversos trabajos, muchas veces aprovechándose de su gran labor, para omitirle a la hora de su reconocimiento. Todo esto, a la vez que otros infortunios más personales, hicieron que a nuestro buen amigo le sobrevinieran diversos apuros, llegando en algunos momentos a carecer de recursos para cubrir sus necesidades básicas. Y esto que escribo, querido lector, no es ninguna exageración, ya que desgraciadamente he conocido el caso de primera mano e incluso he intentado, como no podía ser de otra manera si nos atenemos a nuestros principios cívicos, que siempre deberían predominar, ayudar a este querido compañero de la mejor manera posible y dentro de lo que mis posibilidades me permitieron. Al mismo tiempo, me lleno de estupefacción y de rabia al ver cómo otros que se decían amigos apenas visitaban en los últimos años al expolicía, si no era para intentar recabar información sobre tal o cual asunto y consultar los inmensos archivos y apuntes del bueno de Andrés, aprovechándose, en definitiva, de su gran labor divulgativa. ¡Qué hipócritas e ingratos somos a veces los humanos!
Aún recuerdo cuando visité su casa. Estaba sita en un barrio humilde de Algeciras. Su escasa economía no daba para más después de las adversidades con las que se había enfrentado a lo largo de su existencia, agudizadas aún más en los últimos años. Era una travesía ciega, sin salida y un tanto sombría y sucia. Allí, en la calle Perú de Algeciras, el señor Gómez mostraba a todo aquel que se lo solicitaba lo que él mismo no llamaba su hogar, sino su museo: paredes repletas de fotos, dibujos, esquemas y planos de los casos más sobresalientes de la ufología, algunos de ellos investigados por él mismo; docenas de carpetas con documentos y escritos repartidas por aquel viejo saloncito que hacía las veces de comedor, de despacho y de recepción de visitantes; un viejo magnetófono obsoleto y arrinconado que había utilizado como grabadora en sus trabajos de campo; una antigua máquina de escribir con la cual pacientemente escribía declaraciones, testimonios y hechos para nutrir su extenso archivo; y, sobre todo, su pequeño hogar estaba repleto de recuerdos e inquietudes. Inquietudes que significaban toda una vida persiguiendo aquel misterio que representaban los ovnis, un fenómeno que Andrés tenía muy presente y del que, según su criterio, no existía la más mínima duda acerca de su existencia y de los contactos que realizaban en ocasiones con nosotros aquellos seres venidos de otras dimensiones u otros mundos.
Andrés Gómez Serrano, un auténtico caballero y pionero en el campo de la ufología nacional. La tremenda experiencia que padeció le llevó a dedicar toda su vida a intentar resolver ese misterio apasionante que representan los no identifi cados.
Sentados frente al maestro, alrededor de una modesta pero cálida mesa camilla repleta de folios y reportajes desordenados, Andrés nos dio la bienvenida y, enseguida, como hombre de verbo fácil y abundante, comenzó a narrarnos aquella primera experiencia suya que iba a desembocar sin duda en su pasión por conocer qué había de cierto en esta fenomenología tan excitante, a la vez que muchas veces desconcertante y absurda para todos aquellos que la investigamos. Encendiendo su enésimo pitillo, como buen fumador empedernido, entre la humareda de una profunda calada inició el relato de aquella parte importante de sus recuerdos:
Yo hice la «mili» muy joven, a los dieciocho años. Fui voluntario y estuve en un cuartel cerca de aquí, de Algeciras, en la Almoraima. Todo transcurría normalmente. A mí me gustaba el asunto militar y aquella disciplina castrense, ya que teníamos muy buenos superiores y compañeros.
Pero un día, nunca se me olvidará… ¿Cómo se me va a olvidar? El 17 de junio de 1949 recibo instrucciones para custodiar, junto a un soldado de reemplazo, el compañero Francisco, de Granada, una gasolinera que se encontraba cerca del destacamento, en una carretera solitaria y estrecha a escasos dos kilómetros, repletas sus orillas de chaparros y alcornoques que daban una buena sombra a los pocos viandantes y automóviles que por allí pasaban. El día transcurría sin novedad, aburrido, sin incidencias que destacar.
Cuando llegó la hora de cenar, mi compañero Francisco se dispuso a acercarse hasta el cuartel para buscar el «condumio», como hacíamos habitualmente por turnos a la hora de las comidas. Y aquella noche le tocó a él. Solíamos tardar unos veinticinco minutos o media hora en ir y volver. Aquella concreta noche recuerdo que hacía un fuerte viento y las ramas de los árboles se movían mucho, muy agitadamente. Yo, sentado en una gran piedra en una de las esquinas de la gasolinera, miraba al cielo pensando que después de aquel vendaval, como solía ocurrir en otras ocasiones, seguramente iba a llover. Creo que no me estaba equivocando, porque me di cuenta de que el cielo estaba nublado. Era la típica tarde anochecida calurosa que presagiaba tormenta. Los grillos y otros insectos parecían estar como locos, sonando por todos lados, entre el rumor del viento. Y en estos pensamientos me encontraba, intentando que el rato se pasara lo antes posible, cuando de repente se hizo la nada. Y te lo digo porque, al parecer, todo esto que te describía desapareció. Yo ya no escuchaba nada. Parecía que el viento había parado y que los bichos se habían quedado mudos. Todo estaba en silencio, y yo, dándome cuenta, me quedé un tanto extrañado. Era una experiencia que nunca había vivido. ¡Era un silencio de iglesia, en medio del campo… Increíble!
Cuando todavía estaba preguntándome qué demonios ocurría, veo en la lejanía una luz que se acerca. Al principio, absorto por lo que te acabo de decir, no le presté mucha atención, la verdad. Después pensé que se trataba de una moto o un coche, aunque pocos automóviles circulan por allí y, en aquellos años, aún menos. Pero la luz poco a poco se iba acercando. Ya la veía más claramente, venía por medio de la carretera. Era una luz muy extraña, pulsante, y se podía entrever en su centro una forma opaca, como si se viera a través de ella, como si fuera un aro enorme luminoso. Cuando de repente, ante mi sorpresa, se divide en dos. Eran blancas, con el interior anaranjado. Cuando ya estaban a escasos doscientos metros de donde yo me situaba, las luces comenzaron a unirse de nuevo, separándose y volviéndose a unir… Parecía que estaban bailando. Iban flotando a un metro del suelo aproximadamente. Entonces, a mí me dio un miedo tremendo, porque desconocía qué era aquello que estaba presenciando. No lo comprendía, no sabía a lo que me podía enfrentar. A una distancia de menos de cien metros puedo recordar que medían como un metro de diámetro. ¡Era tremendo…!
Y aquí ocurrió lo que puedo decir que más me asustó: sentí que no me podía mover, que estaba paralizado. Veía lo que ocurría, era consciente de todo… pero no podía mover ni un dedo. De repente sucede lo más increíble: todo a mi alrededor, el aire, se vuelve de un tono verdoso. ¡Y cuál es mi sorpresa cuando me doy cuenta de que puedo ver a través de los objetos sólidos que tenía a mi alrededor! Las paredes de la gasolinera, los árboles cercanos que allí se encontraban… parecía que se habían convertido en cristal, totalmente transparentes… Podía ver los enseres dentro del edificio, las sillas, la cocina… ¡todo!
Tan alucinado estaba con todo aquello que no había reparado en las evoluciones de la dichosa luz. Ahora me doy cuenta de que estaba situada muy cerca de mí, a escasos diez metros. Y yo seguía paralizado y quería huir de allí. Estaba aterrado. Y en ese momento aparecen muchas luces de colores alrededor de mí… Aquello era increíble. Te puedo asegurar que no había bebido, ni tomado droga ni nada semejante. Era algo inaudito.
Y de nuevo, en ese momento, busco la luz original, la que vi en un primer momento acercándose. Ahora la tenía al lado, a no más de dos metros. Yo seguía sentando, sin poder moverme, sobre la piedra. La luz ya se encontraba a mi lado en ese instante y… ¡Agárrate! ¡La piedra en donde estaba sentado comienza a moverse y a subir! ¡Levitaba! Así lo hizo, y yo sobre ella. Llegó a subir a más de un metro del suelo. Tanto, que la escopeta que llevaba en el brazo, un Mauser del año 1928, una reliquia, un auténtico armatoste, se me resbaló, cayó al suelo y se disparó. Y lo más curioso, si cabe: no oí el disparo. A pesar de que estas armas hacen una detonación ensordecedora, solamente vi la llama por el cañón y sentí como me rozaba la bala, que incluso me quemó la mejilla.
En esa situación tan increíble y tan poco ortodoxa me encontraba cuando, mirando hacia arriba, observo que el cielo se estaba abriendo. Las nubes, que parecían moverse muy deprisa, habían formado un círculo por el cual se podía ver parte del firmamento y, a través de él, podía apreciar las estrellas. Al momento, la extraña luz comenzó a dar una suerte de giros, a hacer espirales mientras ascendía. Y a gran velocidad se marchó por aquel agujero redondo que se había formado entre las nubes. A los pocos instantes ya había desaparecido en el cielo. Justo entonces, caímos la piedra y yo bruscamente, hecho que me provocó un buen golpe. Y una vez recobrada, a duras penas, la compostura, pude comprobar que todo había cesado. Ya me podía mover y el viento y el sonido de la noche, con los insectos incluidos, volvían a oírse.
Como te digo, una vez incorporado, e intentando calmarme, preguntándome qué había ocurrido allí, alzo la vista y veo a mi compañero Francisco que se aproxima por la carretera a lo lejos trayendo los recipientes con la cena. Y cuando llegó a mi altura, aún yo casi aturdido, le pregunté si había escuchado un disparo por el camino. Él me dijo que no, y yo, no queriéndole explicar todo lo que había sucedido por miedo a que me tomara por loco, solamente le respondí que se me había disparado la escopeta. Y comprobamos que era cierto, porque al abrir el arma allí estaba el cartucho detonado: la vaina solamente, sin la bala.
Entonces, en ese momento, mientras hablábamos y yo intentaba quitar hierro al asunto, reparé en otro detalle curiosísimo. Mi reloj, que hasta ese momento siempre había funcionado perfectamente, que era suizo, de cuerda, de buena calidad, marcaba ahora las once y diez y estaba parado. Tan parado que jamás volvió a funcionar.
Andrés da por terminado su relato en este punto. A pesar de todo el tiempo transcurrido, aún se puede apreciar en su penetrante mirada el interrogante y la incertidumbre. Nerviosamente apaga el pitillo en un cenicero sucio, aplastando con vigor la colilla consumida. Parece que con sus afi lados ojos nos intenta pedir una explicación, una ayuda que de alguna manera alivie su recelo e incluso su angustia, me atrevería a decir.
Una fotografía que guardo con gran cariño de cuando entrevisté a don Andrés en su casa museo de Algeciras.
A partir de aquí, procurando rebajar la tensión, la charla se desvía hacia otros derroteros menos dramáticos. Nos habla de sus primeros casos investigados, de sus viajes por toda la comarca algecireña y por el resto de España en busca de respuestas… y, cómo no, de sucesos similares al suyo que ocurrieron dentro de esta vasta fenomenología de los ovnis, con detalles que se asemejaban en exceso a lo vivido por él mismo. Andrés no cree en las casualidades, pero sí en las coincidencias. Y en el mundo de los UFO, a pesar de los hechos desquiciados o inauditos, estas coincidencias abundan sospechosamente. De esta manera nos pone al corriente de fenomenología similar acaecida en lugares tan dispares como Granada, Yurre (en Vitoria), Rivera Oveja (en Cáceres), la comarca de El Pardal (en Albacete) o Cayón (en Cantabria), donde docenas de asustados testigos reportaban muchas experiencias similares a la de nuestro querido amigo. En ocasiones, los relatos hablan de luces que parecen jugar con los extrañados observadores, convirtiendo además las dimensiones espacio-tiempo en algo intrascendente y despreciable. Parece ser que estas condiciones no afectan a aquellas luminarias y objetos que transitan por nuestro mundo sin saber nosotros su origen, intenciones y naturaleza, preguntas claves a responder en un verdadero enigma.
Comentamos con Andrés, al mismo tiempo, lo duro que era en España hablar por aquellos años de su juventud de tan rocambolescos planteamientos. Nos recuerda que él prácticamente había sido uno de los pioneros en el ámbito nacional, a principios de los años cincuenta, junto a otros grandes investigadores dentro de la ufología española como fueron Antonio Rivera, Pedrajo o Manuel Osuna, quienes sentaron las bases para que muchos otros curiosos de esta problemática continuaran con su primigenia labor y empeño. No hay que olvidar que Gómez llegó a publicar un minucioso tratado, Ovnis: 50 años de investigación en el campo de Gibraltar, en el que recoge su extensa y paciente labor recopilatoria a pie de campo de los casos más destacados de esa comarca gaditana.
Sin embargo, a pesar del orgullo justifi cado y de su tenaz perseverancia, en sus últimos años Andrés se encontraba un tanto abatido, desalentado, desanimado por sus, según creía, estériles rendimientos en todas aquellas pesquisas. Le parecía que toda una vida dedicada a intentar aclarar aquel misterio no había servido para nada. Hasta tal punto, que en varias ocasiones nos había confesado su intención de comenzar poco a poco a destruir sus apreciados archivos hasta acabar paulatinamente con todos ellos antes de dejar este mundo. Quizás intentaba así apartar de su mente aquellas historias que habían trastocado de manera cruel su vida.
Andrés Gómez en plena tarea de investigación de campo, recogiendo muestras y posibles evidencias en uno de los muchos casos en los que trabajó.
Andrés Gómez Serrano moriría el 23 de enero de 2016, a los ochenta y dos años de edad. Detrás dejaba un gran legado: una pasión por encontrar la verdad que le hizo recorrer el país en busca de personas que en un instante determinado se dieron de bruces con lo desconocido. Lo mismo que le ocurrió a él. Pero Andrés siempre vivirá en nuestro recuerdo, eso intangible que nunca perece. Y ahora, frívolo e injusto mundo, se le ofrecen homenajes y aplausos por parte de autoridades y estamentos. A lo mejor un poco tarde para reconocer su cometido y memoria, ¿no creen?
Porque, ante todo, él era un hombre honesto y consecuente. Descanse en paz, querido maestro. Quizás, allá donde se encuentre, ya conozca usted el secreto que nosotros, los que aguardamos de momento en esta orilla, ignoramos.