HUBO EN TIEMPO DE LOS ÁRABES —nos cuenta Fernández de los Ríos— un soldado que se convirtió de repente en escalador —de murallas— ayudándose con una daga. A quienes le vieron les pareció casi un gato, y desde entonces los madrileños heredaron el apelativo para siempre.
Los «gatos» saben desde siempre que viven bajo una de las más hermosas visiones de los cielos del mundo. Recibieron el nombre de velazqueños por quien mejor los recreó en sus pinturas. Pero el animal emblema de la ciudad también estuvo siempre en el cielo nocturno, la Osa Mayor, cuyas siete estrellas son hoy el símbolo de la Comunidad Autónoma, y quizá la razón de que ésta sea la villa «del oso y del madroño».
Es posible que el punto desde donde mejor se puede practicar la observación celeste sea el elegido por los árabes para construir el primer alcázar durante el reinado del emir cordobés Muhammad I, muerto en el año 886, cosa que decidió tras acampar en el hoy llamado Campo del Moro. Por tanto, al ser el lugar más antiguo de la Villa, es el que más memoria tiene de otros tiempos, además de haberse convertido en el centro político y espiritual de un reino. Sería el ombligo del mundo u omphalos, desde el que emanara la legitimidad del poder. Un axis mundi, alrededor del que todo pivotara, podríamos decir también.
Tratemos de situarnos aquí, en las puertas del Palacio Real, en la mañana del día 2 de mayo del año 1808. Ante las verjas de la mansión regia se concentra un grupo de gente. Madrid entonces era pequeño y con límites bien definidos. El ambiente que se respira es tenso, como un resorte a punto de ser liberado bruscamente. Gestos crispados…, cuchicheos airados y entrecortados, que de vez en cuando suben de volumen. Anuncian la tempestad…, ojos chispeantes que denotan que la sangre latina hierve dentro de sus venas. Alguno incluso musita lemas que poco a poco van corriendo de parte a parte sin convertirse aún en un grito airado.
¿Qué está sucediendo?
Algo que venía gestándose desde algún tiempo atrás, cuando una corriente convulsa, agitada y liberalizadora empezó a galvanizar toda Europa, haciendo temblar los restos del Antiguo Régimen, caracterizado por el poder absoluto e ilustrado de los monarcas. Con él ejercían un control total sobre haciendas, voluntades y pensamientos. Alexis de Tocqueville elevó el concepto a la categoría de paradigma político en su ensayo El Antiguo Régimen y la Revolución.
La Revolución Francesa de 1789 fue el gran salto que terminó con todo resto de feudalismo medieval en aras del futuro capitalismo. De paso, el fin también de formas intermedias como el absolutismo y la ilustración, que consiguieron abrir una brecha abismal entre quienes estaban en posiciones privilegiadas y una ingente masa popular que sufrió duramente miserias y enfermedades.
Las clases dirigentes ejercían un centralismo feroz y excluyente, legislando siempre a favor de sus intereses. De repente, perdieron el poder político y económico a manos de los oprimidos. Monarcas, aristócratas y funcionarios cayeron estrepitosamente al norte de los Pirineos como naipes aventados por un huracán. Fue una revolución distinta de la de Madrid. Sin embargo, no es difícil encontrar algún paralelismo con la concentración de parisinos ante La Bastilla, símbolo indiscutible de ese modelo del mundo cuyo último representante francés fue Luis XVI.
Algo parecido estaba a punto de suceder aquí, en otra escala y con otros antecedentes y resultados. El paralelismo de la revuelta popular es evidente, sin embargo, mientras que aquellos buscaban ideales como libertad, igualdad y fraternidad, aquí se buscaba algo distinto, resumido en una frase emblemática: «Vivan las caenas». Lo predecía una canción que cantaban los majos:
«Viva España
Viva España y muera Francia
Que ha quemado la bula
Y niega la fe.
Viva España.»
España era un país que había ido poco a poco perdiendo su identidad a la par que decayendo su monarquía tras la muerte de Carlos III en 1788, a quien llamaron «El mejor Alcalde de Madrid».
Dos coches
Amanece el 2 de mayo de 1808. Los días anteriores habían sido muy tensos y complicados. La noche del 30 de abril no hubo más remedio que reunir a la Junta de Gobierno en sesión permanente. A ella asistieron diversas personalidades como los decanos de los Consejos de Castilla y de Indias, el Ministro de Hacienda, representantes de las Órdenes y algunos magistrados.
Se trata de evitar que el infante, su alteza real don Francisco de Paula Antonio de Borbón y Borbón-Parma, hijo de Carlos IV y María Luisa, duque de Cádiz, sea llevado a Bayona junto con Fernando VII, que fue engañado por Napoleón con un burdo artificio. Tratan de convencer a Joachim Murat, máximo jefe militar francés y cuñado de Napoleón, de que la medida iba a producir altercados entre el pueblo de Madrid, ya escamado por muy diversas razones. Habría graves e imprevisibles consecuencias.
Murat era el gran Duque de Berg y Clèves, un hombre ambicioso que pretendía en secreto la corona de España. Su gran soberbia le decidió a seguir adelante. Además, despreció claramente a los peticionarios mandando como interlocutor al embajador de Francia, Laforest, con un «mandado»: «No voy a consentir que nadie tuerza mis planes aunque tenga que emplear al ejército a fondo e incluso terminar con el gobierno legítimo de España». La Junta se da cuenta rápidamente de la determinación del francés y termina por aceptar que el infante parta a Bayona y se reúna con su familia, con lo cual España quedaría descabezada.
En palacio hay mucho ajetreo para organizar la marcha de la reina María Luisa de Borbón. Su esposo Carlos IV estaba ya bajo la «protección-control» de Murat. El infante, que a la sazón contaba con catorce años era un símbolo, pero también diana de habladurías maledicentes que señalaban con picardía su gran parecido físico con Manuel Godoy. Incluso no faltaba quien decía abiertamente que era su padre natural.
Un grupo de madrileños vigila atentamente la puerta de palacio. Más o menos a las siete es cuando observan la llegada de dos carruajes. Saben perfectamente que éstos serán los vehículos donde se consumará la infamia. Efectivamente, una hora y media después uno es ocupado por María Luisa de Parma, reina de Etruria, un estado satélite y oportunista creado por Napoleón en la Toscana y el Ducado de Parma. Su nombre evoca a los etruscos. En el otro coche sube el resto de la familia acompañados de sus servidores.
Rincón en los jardines de Sabatini.
La salida de las caballerizas es el momento más enervante, pero el primer coche puede partir y alcanzar la calle del Tesoro.
En ese momento llega un agitador exaltado, el cerrajero José Blas de Molina. Era este hombre un defensor acérrimo del rey Fernando y se había caracterizado en diversas ocasiones por su capacidad para arengar a la gente, habilidad que había mostrado ya durante la revuelta ribereña de Aranjuez.
Vehemente y agresivo alcanza el segundo carruaje, aún parado junto a un zapatero y varias mujeres. Mira en el interior y, volviéndose a los presentes grita apasionadamente: ¡Traición, se han llevado al rey y ahora a su familia! ¡Mueran los franceses!
Su proclama es efectiva. De hecho parece preparada de antemano, y posiblemente fue así, como veremos. La gente se arremolina y empieza a crecer la agitación. El ruido llega al interior de palacio. Un balcón se abre y el Mayordomo de Semana, Teniente Coronel de Infantería Rodrigo López de Ayala y Varona se suma a José Blas y da gritos invitando al pueblo a armarse con lo que sea para impedir que los franceses consigan su propósito.
RETROCEDAMOS EN EL TIEMPO para entender como se llegó hasta aquí. Y quizá el punto de partida hay que encontrarlo durante el traspaso de poder de manos de Carlos III a Carlos IV, tras el fallecimiento del monarca de la «nariz de águila».
En la cúpula del poder se estaban produciendo algunos movimientos impopulares. Prueba de ello es el atentado que sufre el conde de Floridablanca en 1790. Un año después, empeñado en filtrar las noticias que llegaban de la Revolución en Francia, suspende la publicación de prensa diaria y manda espiar a todos los ciudadanos extranjeros.
A todo esto se une la encarcelación de Francisco Cabarrús o el descrédito de ilustrados como Campomanes o Gaspar Melchor de Jovellanos. Le sucede el conde de Aranda, a quien sustituiría Manuel Godoy, llamado el «Príncipe de la Paz», título ganado tras firmarse la de Basilea, en el año 1796. Como ya sabemos, la creencia popular es que el poderoso Godoy ha tenido un ascenso meteórico por ser amante de la reina María Luisa.
Su caída tiene lugar como consecuencia del motín de Aranjuez, el 17 de marzo de 1808. El desastre de Trafalgar había influido negativamente en los más pobres, que ya empezaban a estar hartos de ser los afectados por el desgobierno. Las esperanzas se dirigieron entonces al Príncipe de Asturias, Fernando VII.
La familia real se había retirado a Aranjuez por varias razones, pero la principal era la presencia en España de unos sesenta y cinco mil soldados llegados gracias al Tratado de Fontainebleau, con la excusa de entrar en Portugal. La razón era evidente. Según se desarrollaran los acontecimientos, desde allí podrían huir a Sevilla y cruzar el Atlántico siguiendo el ejemplo del rey vecino, Juan VI. Con esta maniobra Godoy se puso en contra de Napoleón, que a partir de entonces apareció ante los españoles como principal apoyo de Fernando VII. Esto explica el apoyo que recibieron las tropas francesas al principio.
Manuel Godoy, por Antonio Carnicero.
En Aranjuez los fernandinos, con el apoyo popular y del clero enemigo del Príncipe de la Paz por su liberalismo y conducta licenciosa, sublevaron al pueblo ribereño y asaltaron el palacio del valido. Éste tiene que esconderse dentro de una alfombra, pero le descubren y será el futuro rey quien evitará que le linchen, con lo que crece su prestigio. Poco después su padre abdica, y pasa momentáneamente el poder a Fernando VII. No olvidemos que las gentes consideraban a «El Deseado» el defensor de la fe en contra de los liberales afrancesados y ateos.
El cronista liberal conde de Toreno, reconocería años más tarde que Godoy había tenido mucha razón con la medida que había tomado y apunta que esta revuelta de Aranjuez fue la causa principal de envalentonamiento de Napoleón que trata de hacer de España un país satélite. Los hechos del mayo madrileño fueron un revés importante, sobre todo porque le obligaron a desviar gran número de tropas en un frente que creía tranquilo.
El gran corso vio en el motín una excusa para poner orden en una España que empezaba a impacientarse. En este sentido mandó sus tropas a Madrid, que se constituyeron desde el primer momento en fuerza de ocupación con escaso disimulo y, desde luego, muy malas formas. Además, intentó convencer al resto de que la iniciativa había sido tomada a petición de los propios madrileños, lo que en principio fue aceptado, pero con reservas.
La maniobra siguiente fue, aprovechando el revuelo, neutralizar a la familia real, a quien consideraba un atajo de idiotas sin capacidad para estar al frente de ninguna nación. Esto le permitiría situar como rey a su hermano José. Todo esto se hizo de un modo discretísimo. Napoleón no quería un conflicto armado, así que quiso evitar que conocieran sus verdaderas intenciones, ni siquiera sus propios generales. En este sentido se utilizaron subterfugios muy bien construidos. Murat por ejemplo, detenido en Somosierra cuando se dirigía a Cádiz para reforzar la defensa frente a los británicos, decide entrar en Madrid con un salvoconducto popular. El 18 de marzo se publica un bando que anuncia su llegada y el deseo del rey de que sean bien recibidos, como buenos aliados. Uno de los héroes del 2 de mayo, Velarde, es quien le habría de cumplimentar correctamente.
En la reunión, Murat niega que quiera ocupar la capital y acepta que su estancia sea bajo el mando de la Junta de Gobierno.
Seis días después del levantamiento de Aranjuez, llegan las tropas a los alrededores de Madrid. Después penetran en la capital donde son recibidos sin mucho entusiasmo, pero también sin recelos ni algaradas. Además, constituyó un gran espectáculo que no se había visto nunca. La Primera división del general Musnier de la Converserie y el destacamento de la Guardia Imperial, con todo su colorido y disciplina, causaron admiración. No hubo vítores, pero sí alguna expresión de asombro. La prensa se atreve a hablar de la «gran alegría» de los madrileños ante la llegada de las tropas, una gran mentira. La verdad es que algunos se sintieron inquietos ante los brillos de los coraceros y el aspecto de los mamelucos, armados hasta los dientes y famosos por su crueldad.
El duque de Berg y Clèves había ascendido prácticamente desde la nada, como consecuencia de la Revolución. Así empezó una carrera meteórica que le llevaría a ser rey de Nápoles. Los cronistas le definen como valiente y arrojado que venía avalado por un gran prestigio ganado en la carga que protagonizó durante la batalla de Eylau. Tenía facilidad para enfadarse explosivamente cuando se excitaba su soberbia, momentos en los que se mostraba despiadado. Su cabello era muy rizado y abundante y no tenía mal porte. Vestía de un modo excesivo, incluso hortera. Al parecer, tras su caída y condena a ser fusilado, fue el mismo quien mandó disparar al pelotón de ejecución.
El 24 de marzo llega Fernando VII, procedente de Aranjuez. La Guardia de Corps escolta al nuevo rey, que es recibido con gran entusiasmo por una masa abigarrada y esperanzada que grita vivas y vítores sin cuento. Se lanzan flores. Se agitan pañuelos. Se llora. Se siente en él a España de un modo especial, como mandan los cánones nacionalistas del siglo recién estrenado. Pero también comienzan los agravios cuando la gente ve que los franceses desprecian y se burlan del monarca (del que luego se burlarían ellos también con todo tipo de epítetos). Así surgen las primeras peleas. Murat no le irá a recibir; otro desplante más.
Joachim Murat, Gran duque de Berg,
por Jean Baptiste Wicar.
Los generales franceses Musnier, Gobert, Morlot, Grouchy, Dupont, Harispe, dirigidos por el mariscal Moncey, se convierten en objeto del recelo popular. Entre otras cosas, las tropas tienen que alojarse provocando muchas molestias. La caballería y la Guardia Imperial se acuartelan en El Retiro, pero el comportamiento indecente y pendenciero de los oficiales obliga a un traslado a El Pardo. Llegados allí, talan los bosques reales para hacer los barracones.
En la capital las cosas no pintarían mejor, porque se produce la ocupación de algunos cuarteles españoles, como el del Conde Duque, casas particulares, conventos e iglesias. En estos últimos se producen abundantes rapiñas, tanto de tesoros como de objetos de culto. Se destruyen libros y se deteriora el mobiliario con las culatas y bayonetas de los fusiles.
También se acantonan tropas en los pueblos cercanos, dando la sensación de un verdadero estado de sitio. Ocuparon la Fuente de la Reina, en la Carretera de Castilla; Chamartín; las huertas de Leganitos, entonces fuera de la ciudad; Carabanchel; Fuencarral, Canillejas, Villaverde; Getafe, Leganés y Aranjuez, amén de otros más pequeños. Los cerca de doscientos mil madrileños están cercados y sin salida ante su lógico estupor.
En cuanto a edificios emblemáticos podemos citar el mencionado palacio de Grimaldi, donde se afincó Murat en las mismas estancias que había vivido Godoy, el convento de San Bernardino, el cuartel de la calle Alcalá y el de la Puerta de Santa Bárbara.
Entretanto, las tropas españolas fueron relegadas y controladas dentro de sus alojamientos habituales, de los que no podían moverse sin permiso, en principio de la Junta de Gobierno, pero en realidad del duque de Berg.
Mi amigo Napoleón
Fernando VII, a quien el populacho pasó de desear a llamar «El Narizotas», un canalla necio y sin escrúpulos, seguía considerándose aliado del emperador, a pesar de que éste sólo reconocía como rey a su padre. Hacía gala continuamente de su buena sintonía con él. Incluso le había devuelto la espada de Francisco I el 31 de marzo a través de su cuñado, que además fue obsequiado con seis caballos.
Había rumores de que Napoleón vendría a Madrid, incluso la Gaceta lo anunció para el 2 de abril. La sensación es que así sería, visto que se engalanaban y limpiaban los edificios a la vez que se confeccionaba un programa de festejos. Sería una buena ocasión para que le reconociese como sucesor. Pura estratagema para hacerle prisionero.
El infante don Francisco de Paula, pintado por Goya en 1800.
Mientras tanto, los majos, manolos, chisperos, pícaros y rufianes (según los invasores) asisten cada vez más alterados a las impresionantes paradas militares de los franceses, en las que mostraban lo peor de si mismos, sobre todo su insufrible arrogancia, que se sumaba a robos, agresiones y violaciones. El mosqueo era generalizado, y los incidentes frecuentes, que se saldaban con heridos por ambas partes, como reflejan los documentos del Hospital General, que tuvo un aumento evidente de trabajo. Incluso hubo tres soldados franceses muertos en la plaza de la Cebada. Todo esto lleva al decreto del 2 de abril, en el que se establecen diversas restricciones. Quedan prohibidos los corrillos, y las tabernas y tiendas donde se venda alcohol cerrarán a las ocho. El malestar crece y empiezan a aparecer pasquines anónimos en contra de los invasores y de quienes colaboren con ellos.
El 7 de abril llega a la capital el general Safari, ministro de Policía. Anuncia que Napoléon viene hacia Madrid y expresa su deseo de que Fernando le reciba en Burgos. El rey no lo duda y parte hacia allí, tras anunciarlo en la Gaceta. El viaje empieza el día 10, acompañado de varias personalidades entre las que se encuentra su consejero, el canónigo Escoiquiz. Los franceses le escoltan durante todo el camino, porque ya es prisionero del corso. De hecho, una vez en Burgos el viaje continúa hasta Bayona.
En la capital ha quedado al mando la Junta Suprema de Gobierno, presidida por el infante Antonio, auxiliado por Cevallos, Gil de Lemos, Azanza, Piñuela y O’Farrill, ministro de la Guerra. Las órdenes son tajantes, hay que colaborar con los franceses en todo…, son los aliados y Napoleón…, el amigo. Lo que más importa es el orden público, garantizado por la censura impuesta sobre todo escrito público a partir del 20 de abril. Se obliga a las tropas españolas a hacer las guardias sin munición alguna. Murat exige a la Junta la entrega de Godoy, que se niega en redondo para terminar cediendo a la presión del francés, que sólo reconocerá como rey a Carlos IV. Éste y Godoy viajarán a Bayona el 21 y 22 de abril.
Sólo quedan María Luisa de Parma y el resto de la familia. La reina anuncia el día 28 que también irá a reunirse con su familia para dilucidar la cuestión dinástica, acompañada del infante don Francisco de Paula.
La cesta de los agravios, cual caja de Pandora, estaba llena…, y a punto de rebosar.
PARTE DE LAS SEIS DOCENAS de exaltados entra en palacio con la intención de llevarse a Francisco de Paula y ocultarlo en algún lugar secreto. Son aproximadamente las ocho de la mañana. Pedro de Torres, jefe de los Guardias de Corps les sale al paso y es empujado violentamente contra la pared. Es el propio infante quien tiene que rogarles que se calmen y se vayan. Se asomará al balcón y dirigirá unas palabras a la gente conteniendo sus ganas de llorar.
El duque de Berg estaba a la sazón alojado en el cercano palacio de Grimaldi, por lo que escucha el griterío que va creciendo en volumen. No le sorprende lo más mínimo. De hecho, Blanco White, en su carta duodécima, escrita el 25 de julio en Sevilla, afirma que todo había sido urdido por él para hacer una demostración inequívoca de fuerza.
El mariscal empieza a realizar movimientos tácticos, como enviar al coronel Lagrange como espía. Mientras tanto manda pertrechar un batallón de granaderos dispuestos a poner orden.
El Palacio Grimaldi, junto al Palacio Real.
Había sido sede de Godoy, y ahora de Murat.
Cuando el militar aparece, la reacción es ir a por él con muy malas intenciones. Coupigny, capitán del regimiento de Guardias valonas, tiene que acudir en su auxilio, y puede rescatarlo gracias a una partida de soldados.
Gonzalo O’Farrill y Herrera, general de origen cubano y miembro de la Junta, se enfrenta a José Blas Molina y le acusa de agitador que va a conseguir que estalle el motín. Y así es, puesto que ya hay varios centenares de madrileños reunidos que se dedican a perpetrar los primeros sabotajes, como cortar las riendas y aperos de los carruajes y dispersar a los caballos.
Un soldado aislado que se dirigía al lugar está a punto de ser linchado y es salvado también por Coupigny. La misma suerte corren otros militares franceses. Uno de ellos cae apuñalado en la puerta de la iglesia de San Juan. Ya no hay marcha atrás.
Los granaderos que han sido movilizados sitúan dos pequeños cañones, que apuntan contra la gente y empiezan a dispararlos a la vez que descargan sus fusiles. Como resultado, el suelo se cubre con los primeros muertos y heridos, que vienen a sumarse al soldado «gabacho». Algunos huyen, pero otros buscan con que armarse. Pronto darían las nueve en los relojes de la ciudad. El pueblo se ha levantado y comienza uno de los días más duros que Madrid ha conocido a lo largo de toda su historia.
Algunos tipos aguerridos, armados con piedras y palos, pretenden entrar en el palacio de Grimaldi para terminar con Murat, pero no son enemigos para los franceses, mucho mejor pertrechados y adiestrados, que reciben además refuerzos de tropas que estaban esperando en San Nicolás.
Molina sigue siendo el cabecilla y el motor de la agitación. Sobre todo cuando sugiere que hay que ir a por armas al Parque de Monteleón. Para ello organiza la primera partida, que habrá de hacer un recorrido discreto por el laberinto madrileño. Convendrán en ir en silencio y despacio para no alertar.
La «guerrilla» alcanza el convento de las Clarisas, avanza por la calle del Espejo, luego llega hasta Herradores e Hileras. Ascenderán hasta atravesar el Postigo de San Martín. Luego marcharán por Hita, Tudescos y la corredera de San Pablo. El pasar por San Ildefonso aceleran el paso hasta llegar a la calle de la Palma. Por fin llegan ante el convento de las Maravillas.
Mientras tanto, las noticias van corriendo como la pólvora, animando a muchos voluntarios al levantamiento. Cualquier cosa vale como arma. Se organizan brigadas de exaltados al mando de algunos líderes, como el arquitecto Alfonso Sánchez, de la Real Academia de San Fernando, partida en la que hay varios profesores.
Pero la confusión y el desorden son generales. Hay quienes buscan las calles como campo de batalla, otros prefieren buscar armas en los cuarteles para unirse a las tropas españolas. La Guardia Española entrega algunos fusiles. Los franceses ya han conseguido neutralizar algunos grupos que marchan hacia Monteleón. En la periferia empiezan a levantarse trincheras y barricadas ante las tropas acantonadas en los pueblos de alrededor.
Se espera una orden para oficializar el combate por parte de las autoridades legítimas, pero el Capitán General de Madrid, Francisco Javier Negrete, manda que los soldados estén alerta en espera de directrices, pero acuartelados. Esto hace que el levantamiento sea protagonizado principalmente por el pueblo, que será masacrado, tal y como saben las autoridades y los más pudientes, que se esconden en espera de cómo se desarrollen los acontecimientos.
La única facción del ejército que participará en los hechos serán los artilleros de Monteleón, a los que se sumarán soldados aislados que escapan de sus cuarteles vestidos de calle.
Ya no se puede evitar lo que hubiera convenido que no sucediera. Los más sensatos saben que Murat será firme, implacable y especialmente cruel, tal y como ya había demostrado sobradamente. Además, posiblemente todos habían caído en la trampa puesta por el soberbio duque de Clèves.
EL LEVANTAMIENTO DEL 2 DE MAYO no fue sino una explosión frenética e irreflexiva por parte de lo más humilde de la sociedad madrileña, a quienes se sumaron unos cuantos notables. Pero en realidad fue una revolución mucho menos espontánea de lo que se piensa. Ya hemos visto la memoria de agravios. En un caldo de cultivo como ese, es lógico pensar que ya existiera una cierta agitación interior protagonizada por algunos notables.
El clima social en el que esto sucede es bien conocido. Dos facciones enfrentadas. De una parte los modernos franceses, con su carga revolucionaria de laicismo y progresía sazonada con excesos arrogantes, mostrando un gran desprecio hacia los españoles y sus instituciones. De la otra un pueblo demasiado inmerso aún en ideas antiguas y conceptos retrógrados en gran medida procedentes de las costumbres y creencias religiosas.
Por lo tanto, hay que suponer para empezar que el clero no era precisamente afrancesado, y que trató en todo momento de introducir argumentos en contra de los invasores, que habían masacrado anteriormente a muchos de sus compañeros en el país vecino. Ciertamente la Revolución había convertido a clérigos en funcionarios, siguiendo un principio que llevaría a la separación absoluta Iglesia-Estado. Aquí había mucho miedo a que sucediera lo mismo.
Jose María Blanco y Crespo, que firmaba como Blanco White. Testigo
de excepción de los hechos del 2 de mayo, desde el
periódico El Español. Militó en el fernandismo, pero a la vuelta de El
Deseado, fue perseguido por sus ideas liberales.
El duque de Montijo había participado en el motín de Aranjuez y también había comisionado a dos personas para convencer «monetariamente» a un trapero y un zapatero para que reclutaran una partida de tres o cuatro centenares de hombres dispuestos a armar bulla. En medios de la inteligencia francesa se ordenaba vigilar al duque del Infantado como sospechoso de ser un importante soliviantador de masas. Esto también reza para Escoiquiz. Incluso existe constancia de la interceptación de correspondencia que incitaba a la rebelión. Por otra parte también se incluye un supuesto encargo francés de carteles con textos como «¡Viva Carlos IV! ¡Viva Godoy! ¡Muera Murat!», lo que demuestra que había agitadores en ambos bandos a quienes interesaba el enfrentamiento por diversas causas. Los de un lado para molestar a los invasores, y los otros para justificar tropelías, brutalidades y desmanes en nombre del orden público. Ni era la primera, ni la última vez que se emprenderían maniobras semejantes. Quizá algo así pasó un siglo y pico después cuando se produjo el famoso incendio del Reichstag, el parlamento alemán. Oficialmente había sido un comunista llamado Marinus van der Lubbe, pero hay que fijarse también en a quien benefició en última instancia: los nazis, que a partir de entonces se hicieron con el poder y lo ejercieron brutalmente.
También sabemos de las adhesiones obtenidas hasta entonces por Daoíz y Velarde entre los militares españoles dispuestos a sublevarse. A saber: don Joaquín de Osma, don Juan de Azeo y Fernández de Mesa, don Juan Nepomuceno, don César González, don Francisco Novella, don Francisco Dátoli, don José de Córdoba, don Francisco J. de Carasa, don José Dalp, don Rafael Valbuena y don Felipe Carpegna.
Así que esa idea romántica de que la Guerra empezó a las ocho de la mañana del día 2 de mayo casi como un hongo brota tras la lluvia, es únicamente lo que hoy día llamaríamos una «leyenda urbana». Sobre todo porque quien conozca la idiosincrasia de los españoles saben que no hace falta mucho para que aquí se líe un follón. Basta con una «palabra de más» para que corra la sangre y la pólvora a raudales.
El pasadizo de San Ginés, uno de los rincones
más típicos del Madrid antiguo.
LA VOZ CORRIÓ COMO UN VENDAVAL por un Madrid dividido en dos facciones. De un lado quienes estaban dispuestos a dar la batalla, y del otro quienes se quedaron quietecitos sin saber que era peor, si los invasores o la revuelta. Un dilema frecuente. Porque el llamamiento a las armas tenía tintes de algarada popular, desordenada, deshilachada y destinada al más rotundo fracaso. Las tropas francesas no eran damas de la caridad, sino todo lo contrario, miembros de un ejército bien preparado y mejor pertrechado que estaba obteniendo éxitos en toda Europa.
Y ¿cómo se arma a quienes se suman a un levantamiento de estas características? Pues con lo que se tiene a mano. En ese momento piedras, palos, aperos de labranza, instrumentos de trabajo, cualquier cosa capaz de romper un cráneo o reventar un estómago. Desde luego, en principio así fue. Pero eran conscientes de que el método no era excesivamente eficaz, así que necesitaban armas, y el problema era donde encontrarlas.
Por lo tanto, el primer movimiento táctico, como ya sabemos, fue organizar una partida que pudiese llegar sin mucha ostentanción hasta el Parque de Artillería de Monteleón, y conseguirlas allí, puesto que los franceses habían almacenado en él las requisadas días atrás. Dicho y hecho.
Podemos imaginarlo, con la ciudad como escenario imprescindible. Incluso podemos recorrer el mismo camino que hicieron ellos por los mismos sitios a doscientos años vista. Recreémoslo.
Salieron de la Plaza de Oriente, lugar símbolo y llegaron hasta la plaza que hoy llamamos de Isabel II o de la Ópera. Tomaron la calle de la derecha, la de la Escalinata, para despistar. Llegaron hasta la plaza Mayor, disimularon un rato, y retomaron la ruta bajando por Hileras. ¿O fue por Bordadores? ¿O por la serpenteante San Ginés? ¿O por las tres? No importa.
Cruzaron Arenal y ascendieron hasta el convento de las Descalzas. Pasaron el Postigo de San Martín y llegaron a lo que hoy es la Gran Vía.
FUE GODOY QUIEN INSTALÓ AQUÍ el complejo militar en 1807, sólo un año antes. Y eso a pesar de que no resultaba un buen emplazamiento, rodeado de casas por todas partes y sin unos muros acondicionados para realizar una defensa eficaz ante un asalto de una fuerza organizada.
A la sazón era compartido por soldados españoles y una compañía de los franceses que se había instalado provisionalmente. Los oficiales españoles eran el capitán de Artillería Luis Daoíz, a quien acompañaba Pedro Velarde. Ambos estaban convencidos de que había que expulsar a los invasores de Madrid. En este sentido, el segundo marchó a primera hora hasta la calle de San Bernardo, al cuartel de Voluntarios del Estado para pedir refuerzos. Su jefe, el coronel Esteban Giráldez, marqués de Palacio, se negó a ayudar al motín. Pero Velarde era tozudo y al final consiguió una compañía de treinta y tres hombres con fusiles, dirigida por el capitán Rafael Goicoechea y los tenientes José Ontoria y Jacinto Ruiz de Mendoza. También estaban en ella el subteniente Tomás Bruguera y los cadetes Andrés Pacheco y Juan Rojo. El teniente de artillería Rafael de Arango intentó la rendición de los setenta y un franceses de Monteleón, argumentando que tras él vendría el pueblo y la situación podía resultar muy complicada.
El francés, que escuchaba todo el ruido que venía de las calles, además de las noticias confusas que corrían, optó por acceder, desarmar a su tropa y llevarlos a un lugar más seguro, en las caballerizas, donde quedaron como prisioneros.
Efectivamente, la gente llegó a las puertas reclamando armas, y las puertas fueron abiertas. Por supuesto entraron en tromba, presos de un furor patriótico extraordinario que les llevó a aprovisionarse con las requisadas a los franceses. Espadas, bayonetas y otras armas blancas fueron las preferidas. Los madrileños no eran excesivamente diestros con los fusiles, pero con las elegidas resultaban muy peligrosos y eficaces.
Por una de las calles apareció una brigada de franceses que pretendían acceder al interior. Fueron rechazados por tiradores desde las ventanas, mandados por Goicoechea. Pero sólo era el principio. El batallón de Westfalia ya estaba en Fuencarral, además de otras tropas que iban de camino al ritmo del tambor.
La parroquia de los santos Justo y Pastor es el templo del anterior
monasterio de San Antón, que fuera de carmelitas recoletas. Lo
llamaban de Las Maravillas (nombre que lleva el barrio), por unas
flores que llevaba la imagen de la Virgen.
La noticia llegó al cuartel y, en un arranque de lealtad propio de aquel aturdimiento general, juraron que obedecerían hasta la muerte a sus capitanes Daoíz y Velarde. Se trataba de liberar la patria de unos extranjeros especialmente odiados. No es de extrañar pues que recibieran a los franceses con un ímpetu extraordinario y les causarán multitud de bajas. Pero los enemigos eran muchos más, y atacaban desde tres puntos.
Entretanto, en el palacio Grimaldi, Murat era informado de la dura defensa de los de Monteleón. Dispuesto a terminar con el problema, mandó a la brigada Lefranc dirigida por el general Lagrange y a la división Goblet con distintos apoyos. Su orden fue tajante: ¡No volváis sin exterminarlos! ¡No quiero oír ninguna otra noticia!
Vistos desde hoy, los hechos pueden parecer brutales. Pero lo cierto es que hubo mucha violencia por ambas partes. Tanto que han llegado a nosotros imágenes épicas, ornadas de heroísmo por el tiempo, que debieron impactar poderosamente a quienes las contemplaron y luego describieron con orgullo. Sabemos que Velarde murió de un tiro y cuando apareció su cuerpo, no tenía ropa. Daoíz fue herido en una pierna y tuvo que apoyarse en el cañón que tenía al lado, aún echando chispas por el último disparo. Dicen que el indigno Lagrange quiso vejar al héroe tocando su sombrero con la punta de la espada. Instantáneamente, el sevillano se revolvió con las últimas fuerzas que le quedaban y blandió la suya, provocando un grito histérico de alarma en el francés. A él acudieron multitud de soldados que atravesaron al capitán de Monteleón con sus bayonetas, convirtiéndole en un acerico humano.
El teniente Ruiz, Jacinto Ruiz de Mendoza, estaba enfermo aquella mañana. Eso no le impidió sumarse a la lucha. Fue herido en un brazo. Se vendó y siguió peleando hasta que, ya muertos los capitanes, asumió el mando en los últimos momentos antes de la caída del cuartel. Lo derribó una bala que se alojó en su pecho.
Quienes sobrevivieron se ocultaron como pudieron hasta la noche, incluyendo al propio teniente que pudo ser escondido hasta que lo llevaron a Extremadura a finales de mes. No le sirvió de nada porque terminó muriendo en los primeros días de 1809.
No pudo el marqués de San Simón, capitán general de los españoles, salvar la vida de estos héroes, a pesar de que lo intentó cuando acudió en ayuda de un criado. Días después tuvo que sublevarse para defender la Puerta de Bilbao. Cayó prisionero, y fue el propio Napoleón quien le libró de ser fusilado a petición de su hija, que se presentó en Chamartín para evitar su muerte. No se atrevió el francés con un héroe tan insigne.
De los mártires populares, han quedado algunas anécdotas, de las que la más destacable es la historia de Manuela Malasaña y Oñoro, que a la sazón contaba con diecisiete años. Venía de su taller de bordado al 18 de la calle de san Andrés, su casa, cuando la registraron los soldados del Emperador y le encontraron las tijeras que usaba para trabajar. No dudaron en fusilar a tan peligrosa muchacha. No es cierto pues que estuviera en Monteleón suministrando cartuchos a su padre, porque era huérfana. Hoy día aquel barrio la recuerda habiendo adoptado como nombre su primer apellido. Malasaña desde entonces es equivalente a Maravillas.
Sabemos de una tal Clara Rey, esposa de Manuel González Blanco, que fue muerta junto con sus tres hijos; de una tal Benita Pastrana, artillera por necesidad, que murió junto al cañón que nunca antes había disparado; y la amante de Velarde, doña María Beano, a quien mató una bala perdida mientras iba a ver qué pasaba en Monteleón, dejando huérfanos a sus pequeños en la calle de El Escorial.
Así recreó Joaquín Sorolla en 1884 los hechos ocurridos en el Parque
de Artillería de Monteleón.
Detalle de la famosa carga de los mamelucos en la
Puerta del Sol, de Francisco de Goya.
¿Qué pasaba mientras tanto en otros lugares de Madrid?
Goya nos ha dejado un testimonio gráfico de primer orden con su cuadro La carga de los mamelucos, que se produjo en uno de los lugares simbólicamente más importantes, no sólo de Madrid, sino de toda la península Ibérica, la Puerta del Sol.
Lo primero que llama la atención en la pintura son dos puñales. Uno en manos de un mameluco, señalando el centro geométrico de la composición, y el otro en manos de un majo que acaba de herir a uno de sus compañeros. Se ven otras armas, como sables y palos…, pero lo más llamativo es que hay allí multitud de mundos simultáneos.
De una parte el de los caballos, protagonistas y víctimas inocentes de aquellos hechos tan violentos. Dicen que las mujeres pasaban por debajo y rasgaban sus panzas sin más armas que las tijeras de costura. De otra, el odio en las caras de los madrileños que contrasta con el estupor de mamelucos y franceses, asombrados de una reacción tan visceral e intempestiva. No se lo esperaban.
Pero también la ciudad es protagonista. En el cuartel superior izquierdo no hay más que edificios difuminados de un Madrid mágico que se pierde en el esfumato preimpresionista goyesco. Se recortan contra un cielo plomizo y triste.
Si se contempla el cuadro en su totalidad, nos habla mucho mejor que cualquier descripción de cómo pudo ser aquel terrible día del que Goya nos enseña algunos muertos: un francés, un mameluco, un madrileño pisoteado. Como muestra basta.
No olvidemos que la pintura se hizo en 1814, con lo que el sordo de Fuendetodos bien pudo idealizar muchas cosas. Pero ¿para qué está la pintura si le quitamos sus funciones simbólicas y abstractas? En realidad es un cuadro que representa emociones y sentimientos más que otra cosa. Él no participó en los hechos, pero sí un discípulo suyo, León Ortega, herido el día de autos.
LOS HÉROES DE MONTELEÓN
Luis Daoíz Torres nació en Sevilla el 10 de febrero de 1767, y murió en nuestro día en el Parque de Monteleón. En su honor uno de los dos leones que dan acceso al Congreso de los Diputados, lleva su nombre. El otro el de Pedro Velarde.
De origen aristocrático, su madre fue doña Francisca Torres Ponce de León, hija de los condes de Miraflores. Su padre fue Martín Daoíz (por la navarra Aoiz). A los quince años estudió en la Academia de Artillería de Segovia, de donde se licenció como alférez. Destinado como jefe en Monteleón, fue quien suministró las armas del levantamiento.
Pedro Velarde y Santiyán, capitán Secretario de la Junta Superior Facultativa del Cuerpo de Artillería, nació en Muriedas (Cantabria), en la casona-palacio de la familia, actual Museo Etnográfico de la región.
También estudió en Segovia, pero a los catorce años. Después formó parte de su cuerpo de profesores como experto en balística. Admiraba mucho a Napoleón, lo que movió a Murat a intentar ganarle para su causa, cosa a la que se negó.
Fue uno de los que participaron con más entusiasmo en las gestas del 2 de mayo. Lo mató un oficial polaco de la Guardia Noble mediante un disparo.
Los restos de ambos héroes fueron llevados al fin de la guerra a San Isidro el Real. Luego fueron trasladados a la Plaza de la Lealtad.
Estuvieron acompañados por los compañeros del arma de Artillería capitanes Juan Nepomuceno Cónsul, José Dalp y José Córdoba de Figueroa; tenientes Gabriel de Torres y Felipe Carpegna; escribientes Manuel Almira y Domingo Rojo Martínez, más dieciséis artilleros. Además, José Pacheco, de la Real Guardia de Corps; Andrés Rovira de las Milicias Provinciales de Santiago de Cuba; los alféreces de fragata Juan Van Halen y José Hezeta y el coronel Francisco Javier Valcárcel. Los Voluntarios del Estado fueron: el capitán Rafael de Goicoechea; los tenientes Jacinto Ruiz Mendoza y José Ontoria; el subteniente Tomás Bruguera; los cadetes Andrés Pacheco, Juan Rojo y Juan Manuel Vázquez Afan de Ribera; el asistente Francisco Alvero; más 33 fusileros granaderos.
EL PUESTO DE MANDO en el palacio de Grimaldi es un caos. Mensajes que vienen, órdenes que parten en distintas direcciones. Murat piensa a toda velocidad. Porque aunque sabía lo que iba a pasar, e incluso era el diseñador, la realidad le ha sobrepasado. Sus despreciados «gatos» tenían las garras mucho mejor afiladas de lo que había previsto. Había que reaccionar rápido. Además, tenía bien presente las órdenes de su cuñado, recibidas en una carta fechada el 10 de abril: «neutralizar toda oposición». Por otra parte ese era también su propio objetivo, así que no cabían dudas ni vacilaciones ante los hechos. La posibilidad de ser regente de un vasto territorio como España y Portugal resultaba muy apetecible.
Como buen militar, manda que las tropas avancen hacia los lugares de la rebelión. Primero será la artillería la que se encargará de los primeros «trabajos». Luego será la caballería quien recorrerá las calles acabando con toda resistencia. Ya ha mandado tropas a Monteleón. Poco después traslada su cuartel general al Campo de Guardias, un poco más allá, junto al barranco de Leganitos. Para estar más seguro manda llamar a la Primera División, que custodiará todo el puesto de mando.
El general Rosetti recibe órdenes para desplazarse hasta El Retiro para transmitir órdenes a las tropas acuarteladas allí. Le acompaña el coronel Daumesnil, jefe de la Guardia Imperial, que había sido soldado no hacía mucho, cuarenta mamelucos y dos escuadrones de cazadores. Les cuesta cruzar la Puerta del Sol cargando con dureza contra la multitud que allí pelea. Al llegar a la Carrera de San Jerónimo, los francotiradores madrileños hacen su trabajo, sobre todo desde la casa de don Eugenio Aparicio y desde el palacio del duque de Híjar. Tienen que pasar deprisa bajo el fuego, pero su propósito será volver más tarde para dejar testimonio del rencor que van acumulando.
Al mediodía, los amotinados controlan algunos lugares, aunque, como es lógico, son victorias efímeras, porque el enemigo es muy superior en todo. El ruido empieza a crecer: tambores, cañones, disparos..., y el canto de los madrileños.
Virgen de Atocha, dame un trabuco, pa matar franceses y mamelucos.
Las cureñas se afianzan sobre los adoquines y vuelan balas y granadas entre el fragor de los cascos de los caballos y el siniestro chirriar de las fanfarrias.
Son los marineros los encargados de acudir al palacio de Grimaldi. A su lado, Friederichs comanda dos batallones de fusileros que llegan al Palacio Real. Grouchy sube desde el Prado por Alcalá. Se instalan baterías en Atocha y Antón Martín.
Poco a poco van cayendo la Plaza Mayor, la de Santa Cruz…, Arenal. La resistencia va cediendo.
No hay piedad para nadie. Las tropas entran en las casas desde donde salen disparos, y al rato se hace el silencio porque ya no queda en ellas nadie vivo. Se marcan algunas puertas para volver más tarde a rematar a los escondidos. De la sangre que corre por las calles no se puede distinguir cuál pertenece a combatientes rebeldes, cuál a inocentes asesinados sin piedad ni consideración alguna y cuál a soldados de las tropas napoleónicas. Ambas, pongamos las de «Los Mil», corrieron cuesta abajo hasta la actual Plaza de la Lealtad, regando El Prado.
Así sucede siempre que entran en conflicto dos intereses contrapuestos. Aunque en este caso ni siquiera podríamos hablar de dos bandos. Porque los verdaderos oponentes al francés estaban por llegar a partir de entonces. Todo empezó ahí, pero no olvidemos que fue una guerra que duró seis años y que ha dejado huellas en toda España que aún pueden contemplarse.
CUANDO EL SOL ESTABA EN LO MÁS ALTO, los sublevados empezaron a saborear las primeras angosturas de la derrota.
Al principio es de modo aislado, a manos de vigilantes apostados en las esquinas atentos a cualquiera que se asome. Matarán sin pena a mujeres, ancianos y niños que pasaban por allí.
Pero sus oponentes tampoco son mancos y cuando encuentran franceses aislados, no dudan en terminar con ellos, sobre todo porque muchos habían quedado en casas particulares y no habían podido unirse a sus destacamentos. También se perdona a algunos, como al general Rivoissière. A los que no, es a los odiados mamelucos, quizá reminiscencia de la Reconquista, que por otra parte son crueles como pocos.
¡Ciudad heroica que ve morir a sus hijos y a sus atacantes por doquier! No sabemos quien lo dijo, pero era una idea compartida por muchos. Algún vate popular inspirado en tanto horror.
Y las curiosidades inevitables. Los presos también se sublevaron, aunque parezca mentira. De los noventa que estaban encerrados, cincuenta y seis pidieron permiso para unirse al motín con la promesa de que volverían cuando terminara.
Se lo concedieron, con lo que rápidamente ascendieron hasta la Plaza Mayor, donde realizarán la gesta de conseguir la rendición de los artilleros franceses. Con sus propios pertrechos atosigan al resto de las tropas enemigas. Luego marcharían a seguir luchando por las calles aledañas.
Al día siguiente cumplieron su promesa y volvieron a la prisión. Faltaron sólo tres, un herido que fue registrado en el Hospital, un muerto y otro del que no se tiene noticia. Tanto podría haberse escapado como ser una de las víctimas no identificadas.
También se unieron al motín distintos obreros, como los que reparaban los tejados de la iglesia de Santiago, que atacaron a los polacos con las herramientas y los materiales que estaban usando. Y es que el mobiliario se constituyó en munición. La ciudad de nuevo como protagonista indiscutible de tantas peripecias.
Cuando se les terminó la improvisada intendencia fueron apresados. Como también sucedió con distintos paisanos que intentaron unirse a la revuelta. Varios de ellos son asesinados en el interior de la iglesia del Buen Suceso, donde se habían refugiado, así como también en el Hospital General, donde el personal de servicio intenta disuadirles sin éxito.
Los leones de las Cortes españolas recibieron los nombres de Daoíz y Velarde, en honor a los dos oficiales muertos el 2 de mayo de 1808 en Monteleón.
Y las mujeres. Las manolas se encargaron de Caulaincourt y sus coraceros, un general asombrado que conseguiría a duras penas atravesar la Puerta de Toledo camino de la almendra central, mientras que en la del Sol el coronel Dausmenil pierde varios caballos tras varias cargas que fueron minando a los oponentes que estaban tras barricadas hechas con cualquier cosa.
La resistencia va cediendo. Hacia la una, una hora después de que Murat emplace al Consejo de Castilla para que calme a los amotinados, se va notando el cansancio y el gran desequilibrio entre unos y otros luchadores. Todos empiezan a saber que la derrota está próxima.
Para tratar de evitar males mayores, O’Farril, acompañado de otras autoridades intentan poner orden. En principio junto a Palacio, incluyendo un bando del infante Antonio exigiendo paz a los madrileños a quienes amenaza con castigos.
A esa misma hora llegan las noticias del desastre de Monteleón, con la consiguiente desmoralización. Se cuenta que el cuerpo desnudo de Velarde ya estaba en la parroquia de San Martín, donde se le vistió de franciscano terciario. Murió con veintiocho años. Daoíz no había muerto todavía, pero pronto llegaría su fin en la calle Ternera número 12. También fue llevado a San Martín. Tenía cuarenta y un años. Nadie sabía donde estaba Ruiz, aunque nosotros sí: «escondido por sus hombres».
Algunos oficiales se salvaron, entre ellos Arango, último que quedó en el Parque hasta las seis de la tarde, hora en que fueron evacuados todos los heridos.
De entre los casi mil heridos de los franceses (sesenta oficiales y unos novecientos soldados), la mayoría lo fueron en el Parque de Artillería.
A LAS DOS DE LA TARDE, con un cielo encapotado en el que las nubes oscuras se confunden con el humo de los fuegos, se publica el bando del duque de Berg, taxativo y claro. Se prohíbe cualquier tipo de reunión. Queda prohibido terminantemente llevar cualquier cosa que pueda servir de arma. Será tenido por enemigo quien no denuncie a un espía extranjero, sobre todo si es inglés. Comisiona a los Alcaldes de Corte para que requisen cualquier cosa que pueda ser utilizada contra los franceses…, y promete falsamente que no tomará represalias en contra de los que se rindan.
Realmente su intención era la de escarmentar duramente a los madrileños para que sirvieran de ejemplo al resto de España. Eso aseguraría una cierta tranquilidad a las tropas invasoras en los futuros avances. Se equivocaría, porque sucedería exactamente todo lo contrario.
Las tropas se aprestan a cumplir las órdenes del mando sin escatimar entusiasmo y celo profesional, podríamos decir. Con lo que sucede que realmente empieza la venganza en desagravio por la humillación sufrida.
Muchos lugares que habían sido «apartados de momento» son visitados de nuevo y el resultado siempre es el mismo, sus habitantes muertos o apresados. No consienten que nadie lleve nada en las manos. Las capas deberán ir sobre el hombro para que se vean bien las caras, porque los soldados saben que cuanto más pobre parezca el paisano, más será un posible culpable. De hecho, acompañan a las tropas francesas los Guardias de Corps, puesto que al mando de la represión y como parte de la comisión militar figuran el Capitán General Negrete y el general Sesti.
A la vez que avanza el día crece el número de detenidos, porque los objetos considerados peligrosos son cosas como martillos, agujas de coser, cuerdas, paletas de albañil, los escalpelos que llevaba un cirujano, líquidos inflamables, bebidas alcohólicas, todo tipo de vasijas que, rotas, podían usarse como armas blancas, barreños, cristales de ventanas, palos, ramas de árbol, tablas de planchar o lavar, barreños, horcas de labranza…, un sinfín. Todo vale con tal de que se entienda bien quién tiene la fuerza y se sepa sin dudas que está dispuesto a utilizarla sin contemplaciones. Es tiempo de terror, sobre todo porque se adivina que la cosa va a ser, a pesar de todo, mucho más dura de cuanto se ha conocido hasta entonces.
No les faltaba razón a quienes lo temían, como quedaría demostrado poco tiempo después.
… Y EL BANDO DE LA INDEPENDENCIA
«Ya estaba cerca de mi casa, cuando un hombre cruzó a lo lejos la calle, con tan marcado ademán de locura, que no pude menos de fijar en él mi atención. Era Juan de Dios, y andaba con pie inseguro de aquí para allí como demente o borracho, sin sombrero, el pelo en desorden sobre la cara, las ropas destrozadas y la mano derecha envuelta en un pañuelo manchado de sangre.»
PODEMOS CONSIDERAR que la última baja producida como consecuencia de las luchas de aquel día aciago se produjo hacia las seis de la tarde, y fue entre la resistencia que había quedado en los alrededores de Monteleón.
Once horas habían trascurrido desde que empezó la agitación, y el resultado era evidente para todos a esas horas. Ya no se oían casi gritos ni algaradas, sustituidos por un batir lúgubre de tambores tocados de un modo capaz de amedrentar a cualquiera. También se oían de vez en cuando campanas tocando lúgubremente, no se sabe si para contribuir al amedrentamiento o como expresión de duelo de algún valiente que se arriesgaba a ser detenido. Más cerca, los cuchicheos y cuentos entre los madrileños, a la espera de la reac ción de Murat.
Los rumores y noticias habían llegado ya a los pueblos cercanos. Andrés Torrejón y Simón Hernández, alcaldes de Móstoles publican el llamado Bando de la Independencia, documento con el que comienza oficialmente la Guerra contra Napoleón. Fue redactado por Juan Pérez Villamil, un aristócrata de la población, y partió raudo hacia el Oeste para ser difundido por los pueblos. De Extremadura se envía a Cádiz y a Sevilla. Se trataba de llamar a la movilización para oponerse a los invasores. Tuvo su corolario en el bando del 6 de junio de 1808, promulgado por la Junta Suprema Central de Sevilla.
Uno de los más famosos bandos de la Historia de España fue este:
«Señores Justicias de los pueblos a quienes se presentase este oficio, de mí el Alcalde de la villa de Móstoles:
Es notorio que los Franceses apostados en las cercanías de Madrid y dentro de la Corte, han tomado la defensa, sobre este pueblo capital y las tropas españolas; de manera que en Madrid está corriendo a esta hora mucha sangre; como Españoles es necesario que muramos por el Rey y por la Patria, armándonos contra unos pérfidos que so color de amistad y alianza nos quieren imponer un pesado yugo, Después de haberse apoderado de la Augusta persona del Rey; procedamos pues a tomar las activas providencias para escarmentar tanta perfidia, acudiendo al socorro de Madrid y demás pueblos y alentándonos, pues no hay fuerzas que prevalezcan contra quien es leal y valiente, como los Españoles lo son.
Dios guarde a Ustedes muchos años.
Móstoles dos de Mayo de mil ochocientos y ocho.»
EL PRINCIPAL LUGAR elegido para celebrar los juicios sumarísimos fue la Casa de Correos, en la Puerta del Sol. Se nombró al efecto una comisión militar que preside el general Grouchy. A partir de ese momento empiezan a traer a los prisioneros, que son sentenciados en pocos segundos tras un sucinto interrogatorio en ¡francés! (¡qué importancia podían tener las respuestas!). Pero también se improvisaron otras cortes de ¡justicia! en la Puerta de Santa Bárbara, el cuartel del Conde-Duque, en San Gil, en El Prado, Cibeles…, realmente fueron consejos de guerra para con quienes no eran militares.
Los procesos duraron mientras los soldados iban registrando las casas señaladas por las bayonetas, las tabernas y otros lugares donde pudiera haber gente escondida, entre ellos las iglesias conventos y hospitales. Se formaron varias cuerdas de cautivos que eran conducidos bajo las ventanas. Los captores fueron abucheados en bastantes casos, y sus voces acalladas a base de tiros. Algunos vecinos fueron capturados por protestar.
No tenemos un testimonio gráfico fiable, pero podemos imaginar la Puerta del Sol llena de todo tipo de soldados vigilantes cargados con todos sus pertrechos…, y al otro lado gentes desaliñadas y aterrorizadas temiendo ser los siguientes que pasaran a formar parte de los reprimidos.
No es necesario insistir mucho en que la mayoría de las sentencias se produjeron sin presencia de ningún tipo de letrado defensor, ni siquiera por parte de las autoridades de la Junta de Gobierno del reino de España. En muchas ocasiones se condenó a muerte a personas ausentes a las que se consideró autores o instigadores de la revuelta en base a testimonios sin documentación alguna ni testigos. Bastó con una mínima mención para dictar una orden de búsqueda.
Las tropas de Napoleón no buscaban hacer justicia, sino dejar bien
claro lo que les podría pasar a los disidentes en las próximas fechas,
cuando ya estaba decidida la ocupación de España y la puesta a su
frente de José Bonaparte, hermano del emperador.
gando cartuchos y disparando. En realidad la investigación apunta a que era huérfana, y por lo tanto esto no pudo suceder, a pesar de una ilustración tan bella y terrible como la que hizo sobre el hecho Eugenio Álvarez Dumont en 1893 en el semanario ilustrado Nuevo Mundo, con el título En una encrucijada del Madrid de 1808, que podemos apreciar en un detalle en la página anterior.
La cacería además se extendió al interior de las casas madrileñas, que fueron testigos mudos de algunas carnicerías a la vista de los familiares más cercanos, que en muchas ocasiones les siguieron en el turno. No sólo entraron en las casas marcadas, sino en cualquiera que tuviera delante un cadáver de un soldado o un arma abandonada. Se incendiaron varios edificios tras desvalijarlos sin contemplaciones, cosa que también sucedió con iglesias y capillas, donde también se expoliaron objetos de arte o sagrados. Incluso hoy, doscientos años después podemos apreciar desperfectos que tuvieron lugar aquel día.
En concreto, edificios significados fueron el palacio de los duques de Híjar, en la Carrera de San Jerónimo y los del Marqués de Villescas en Alcalá. Pero toda casa de buen porte era susceptible de ser «visitada» y arrasada a gusto de los franceses.
De parte a parte corrió una orden. Se va a proceder a los fusilamientos masivos. Los soldados deberán llevar a testigos que luego cuenten lo que han visto a los demás como advertencia.
La figura que más presente se hace en las calles de la tarde del 2 de mayo son los tamborileros encargados de los redobles que precederían a la muerte traspasando el humo de las hogueras con las que se propiciaba un aspecto aún más terrorífico. Son cortos. No se han apagado sus ecos cuando suena una detonación seca. Un instante breve pero infinito entre la vida y la muerte, tal y como nos lo va a contar dramáticamente Benito Pérez Galdós.
Así pintó Joaquín Sorolla a Benito Pérez Galdós.
Detalle de la pintura.
ASÍ TERMINA ESTE CAPÍTULO de los Episodios Nacionales del genial canario Galdós, uno de los más grandes y prolíficos novelistas en lengua española.
Las sensaciones de Gabriel ante su muerte, una descripción maestra donde las haya, debieron ser las de muchos de quienes cayeron ante los numerosos pelotones de ejecución que empezaron a «trabajar» a la caída de la tarde y durante toda la noche en un Madrid atenazado por la tragedia.
Fueron numerosos los lugares donde se fusiló a los madrileños. Algunos directamente en la Puerta del Sol, a la salida de la Casa de Correos. Otros contra las paredes del Hospital del Buen Suceso, un poco más allá, y otros contra las puertas de uno de los lugares más sagrados de Madrid, la iglesia de Jesús de Medinaceli. También hubo ejecuciones en El Prado y en algún que otro punto de las afueras.
Los vecinos de la ciudad masacrada pasaron la noche entre disparos, los que segaban vidas, y los que iban destinados simplemente a advertirlos y asustarlos. Pero lejos de conseguir este efecto, la indignación iba creciendo en intensidad y pronto los franceses empezarían a tener problemas que, como ya hemos apuntado, significaron la distracción de gran cantidad de efectivos y medios que podían haberse utilizado en otras partes. Como en otras ocasiones, la soberbia y el desprecio se pagaron muy caros. Aunque desde luego los que más alto precio dieron fueron los que pusieron en la balanza sus vidas.
Aquella noche tuvo muchos protagonistas, como hemos visto, entre ellos también las luces de faroles y fogatas que iluminaron los rincones de todas partes con sus juegos de luces y sombras. Fueron apagándose poco a poco hasta que despuntó un amanecer, que lo fue también de la España moderna.
Algunos fueron fusilados en las paredes de Jesús de Medinaceli, uno
de los centros espirituales donde acuden más devotos madrileños.
ESTE PÁRRAFO, escrito dieciocho años antes de que el genial pintor sordo asistiera a los acontecimientos que vamos conociendo, revela un pensamiento conservador, sin duda ninguna. Aboga así por restaurar de manera que se conserve el alma de lo antiguo. Un modo de pensar muy propio de su tiempo, con el que no es difícil estar de acuerdo, porque encierra gran sabiduría.
Es un retazo del alma de aquel hombre que creó el más terrible icono de lo que fue el levantamiento madrileño. Aunque fue pintado al final de la Guerra de la Independencia, y con cierta lejanía de los hechos, no cabe duda que los hechos impresionaron vivamente al artista, y seguramente forzaron sus más terribles sueños. Los fusilamientos del 3 de mayo constituye un hito en la historia de la pintura por muchísimas razones, tanto de tipo histórico como artístico y filosófico.
Se trata de una imagen impactante donde lo que más importa es la luz como protagonista de la historia y de la infamia a la vez. Un rayo amarillento que llega a ser blanco, pero muy brillante, ilumina la cara de los condenados en el último momento desde un extraño farol cúbico que funciona como un reflector sin que sepamos gracias a qué mecanismo. Un artificio para representar el horror simbolizado en una camisa blanca desplegada como si fuera un crucifijo en el instante que va a mancharse con la sangre del fusilado. También la iluminación nos muestra el rostro de los asistentes en su de sesperación, y de los ya muertos en su olvido. El segundo siguiente lo podemos imaginar perfectamente.
De los soldados del piquete, no vemos más que los uniformes, de los que cuelgan los sables, y los fusiles en «apunten» que emplean para realizar su mortífera tarea. Sus rostros permanecen en la ignorancia, quizá porque el genial pintor no encontró la forma de pintar el odio violento e irracional de sus rostros. O lo que es peor, la indiferencia y el desprecio ante la muerte de unos pobres desgraciados que quizá no son los más culpables.
Cuando hoy paseo por las tapias de la casa del Príncipe Pío, no puedo evitar un cierto estremecimiento. Porque allí fueron fusilados a las cuatro de la madrugada la mayor parte, en la Plaza de los Afligidos, donde estaba el convento de San Joaquín. Fueron cuarenta y tres vidas segadas de golpe, como acto final dramático y terrible de un sainete violento que había empezado pocas horas antes.
Hay algo que se nos olvida de esta obra maestra. En la parte superior, tal y como sucedía en el otro cuadro que ya hemos comentado al hablar de la carga de los mamelucos, la ciudad, insisto de nuevo, es también protagonista. Allí aparecen unas casas y santuarios indefinidos que arañan el cielo oscuro. No hay mucho que decir de ello porque ya todo se ha dicho, pero simplemente anotar algo obvio que se olvida a menudo. Todo edificio, toda ciudad, todo lugar donde el hombre ha vivido emociones intensas, queda impregnado de un último estertor, y permanece en forma de espíritu hasta que es olvidado. Por eso el mayor respeto y reconocimiento a nuestros antepasados es reservarles un sitio en nuestra memoria. Madrid conserva muchos rincones que nos llevan a aquel día.
Francisco de Goya y Lucientes, el reportero gráfico del 2 de mayo.
AQUELLA MAÑANA no se escuchaba el canto de los pájaros en los plátanos del Paseo del Prado. Parecían entender que aquel chirrido era entonces lo más importante. El chirriante sonido de los ejes sin engrasar de los nueve carros que llevaban a los muertos.
Recogieron su carga cerca de la Cibeles, en un lugar conocido como el «canapé», linde entre el Retiro y el Prado. Hoy día es la Plaza de la Lealtad o de los Mártires, donde se guardan las cenizas y el recuerdo de algunos de los protagonistas de aquella gesta, alumbrada permanentemente por una llama con vocación eterna. Allí llevaron los restos de los héroes de Monteleón años después.
En cuanto a los cuarenta y tres ajusticiados anónimos de la montaña de Príncipe Pío, Murat ordenó que sus cuerpos quedaran allí durante varios días para que se les pudiera ver bien, y dada la época del año, su olor se extendiese por Madrid. En otros sitios estuvieron expuestos hasta cinco días después: el convento de Jesús, la cripta de San Sebastián, Trajineros, donde fueron enterrados.
Los que pintó Goya acompañaron a sus famosos frescos en un hoyo en el cementerio de la Buena Dicha, en la Florida, hasta que llegó el día 12 de mayo.
El resto lo cuenta la historia. Un nuevo rey, José I, hermano de Napoleón, vino a reinar a España durante unos pocos años y le dio su primera Constitución. A pesar de que el pueblo se burló de él con diversos epítetos, y de que le llamaba descaradamente borracho, no fue mal gobernante. Quizá su hermano debiera haber confiado más en sus buenos oficios.
Al arma, españoles,
al arma corred,
salvad a la patria
que os ha dado el ser.
Haciendas y vidas
todas ofreced,
si os llamáis sus hijos
mostradlo otra vez.
Viva nuestra España
perezca el francés,
mueran Bonaparte
y el duque de Berg.
(ANÓNIMO)