Rina
Rina estaba en el jardín de Washikura con la vista puesta más allá, en las laderas y las montañas que se extendían hacia el monte Fuji, en las sombras profundas que se formaban sobre las colinas boscosas. Pensó en las placas tectónicas que crearon aquella península y que hacía millones de años habían convergido en el Fuji-san y habían hecho surgir del mar una tierra de volcanes, terremotos y fuentes termales.
El volcán seguía activo, era bien consciente. En los días despejados se veían el vapor y el humo que se arremolinaban por encima del pico nevado, insinuando las nuevas islas, llanuras y penínsulas que esperaban en su interior. Ese verano, sin embargo, mientras contemplaba las laderas ante ella y el cambio gradual de colores, del verde lima al óxido pasando por el granada, no estaba pensando en lo que estaba por venir, sino en su hija, allí arrodillada junto al abuelo Yoshi en el jardín mientras cavaba con su pequeña pala en la tierra oscura de las azaleas, resentida, sin querer mirar a su madre. Rina dirigió la vista hacia las montañas que velaban por ellos y, bajo la mirada serena de estas, se subió en el Nissan rojo y condujo hasta Atami.
Llegó hasta la playa llena de gente y buscó aparcamiento. Atami se había convertido en lugar de peregrinación para los hedonistas. Los salarymen acudían en bandadas a sus playas, deseosos de complementar su existencia en Tokio con urbanizaciones de verano, centros comerciales y karaoke. Los hoteles sacaban rédito de las fuentes termales naturales y hacía tiempo que los edificios habían sustituido a los árboles. Habían talado los bosques de alcanfores y helechos que rodeaban en otros tiempos el pueblo, hasta el punto de que apenas quedaba rastro de ellos. Rina dejó el coche en una punta de la playa y caminó por el paseo marítimo, con la mano a modo de visera contra la luz cegadora del sol al reflejarse en el cemento.
—¡Has venido!
Se volvió al oír su voz. Kaitarō avanzaba por la playa hacia ella, caminando descalzo sobre la arena. Rina le sonrió y contempló sus pasos lentos y largos.
—Ya me temía que me hubieras dado plantón —le dijo él cuando llegó a su altura.
—Tú no temes nada.
—Sí, tengo miedo cuando no estás conmigo.
Rina rio y echaron a andar hacia los yates que cabeceaban en el azul del mar. Se detuvieron ante un puesto donde vendían helado de sabor a azuki, las judías rojas. A su lado, Kaitarō se cambió las sandalias de mano y se sacó unas monedas del bolsillo.
—Solo uno, gracias.
Rina le sonrió.
—A mi hija le encantan —comentó mientras le hincaba el diente al helado y saboreaba la dulzura acaramelada de las judías.
Sintió entonces la mirada de Kaitarō y clavó los ojos en el suelo.
—Podríamos traer a Sumiko aquí —propuso él.
—Imposible.
Rina se removió en el sitio cuando él se le acercó por detrás y sintió su calor por la espalda, su aliento en la oreja.
—Tu padre no se va a dar cuenta si la sacamos una tarde.
—¿Y qué le voy a contar cuando esto acabe?
—Es que esto no va a acabar, Rina —dijo atrayéndola de espaldas contra su pecho.
Ella hundió los dedos de los pies bien profundo en la arena blanca, sintiendo que los granos diminutos se le colaban por las sandalias rojas y la piel.
—No debería haber venido… —dijo, pero la frase acabó en un chillido cuando él la levantó del suelo y la aupó por los aires—. ¡Ay, quieto! —protestó mientras le pegaba con los puños—. ¿Qué haces? —Ahogó un grito cuando se le cayó el helado en la arena.
—Aquí hay demasiada gente. No podemos hablar.
—¿Qué eres, un crío?
Kaitarō rio contra su cadera.
—Sacas lo peor de mí.
—Nos está mirando la gente.
—Me da igual.
Y era cierto, pensó Rina, no le importaba nada.
No la bajó al suelo hasta que no llegaron al coche de él. Rina sintió el rubor que le subía por las mejillas; todavía había gente mirándolos. Kaitarō le puso una palma a cada lado de la cara y le dijo:
—Rina, hoy estás conmigo. Intenta concentrarte.
Ella respiró hondo y levantó la vista para mirarlo a los ojos.
—No tengo mucho tiempo.
Mientras subían con el coche por las colinas que bordeaban la ciudad y seguían por una carretera estrecha que serpenteaba por los pinos, se atisbaban de tanto en tanto las vistas. El mar refulgía con un azul muy intenso contra el cemento de la bahía, y por las laderas se veían los cipreses y los cedros que empezaban a hallar acomodo por los márgenes de Atami, como si pensaran reclamarla de vuelta algún día.
Condujeron hasta un aparcamiento donde un camino de piedra subía el monte. Rina se protegió del viento el pelo a lo garçon con un pañuelo y luego se reunió con Kaitarō en la subida. Remontaron juntos un buen trecho hasta un naranjal de natsumikan; las naranjas estivales colgaban en el árbol bajas y pesadas entre las lanzas verde oscuro de sus hojas. Kaitarō buscó un sitio en la hierba y extendió la gabardina que había traído del coche y que era beis, como de detective neoyorkino. Rina sonrió, le gustaba tomarle el pelo con el tema. Unos minutos después, sin embargo, cuando el frescor de la brisa le caló en la nuca, sintió un asomo de intranquilidad. Al quedar con él se había puesto en una posición delicada. Él quería más de ella, mucho más, eso al menos no podía negarse. Rina se apartó un poco y se bajó la falda hasta las rodillas. Se sentó algo más alejada en la gabardina mientras él rebuscaba en la bandolera que llevaba.
Cuando él levantó la vista para mirarla, debió de notar sus nervios, pero aun así se limitó a sonreír y meter la mano derecha al fondo de la bolsa mientras Rina se clavaba las uñas en la palma de la mano.
—Te he traído esto —le dijo él.
Se volvió para ver lo que tenía entre las manos: una Canon EOS 3500. La sorpresa superó a la angustia. Había visto una por los callejones de Akihabara, la había mirado en los catálogos, pero nunca había tenido ninguna en las manos.
—Venga, cógela. Se me ha ocurrido que podíamos trabajar un poco aprovechando que estamos aquí.
—¿Trabajar?
—¿No crees que ya va siendo hora?
Rina volvió la cara. Él se empeñaba en sacar el tema, la posibilidad de que ella retomara la carrera como fotógrafa que había planeado en otros tiempos. Pero tenía miedo: si descuidas algo durante demasiado tiempo, ¿no acaba muriendo?
—Encontré tu artículo, el que publicaste en Exposure —comentó Kaitarō.
Rina se mordió el labio.
—No fue más que un experimento.
—A mí no me lo pareció cuando lo leí.
—Lo escribí justo antes de abandonar la carrera de Derecho en Tōdai. Mi padre tiró todos los ejemplares que teníamos en casa.
—Puedo conseguirte uno.
—No hace falta —dijo, y luego, mirándolo, añadió—: Me lo sé.
Él le tendió la cámara sin decir nada más.
Se adentraron en el naranjal y se tendieron sobre las capas de hojas. Rina se quedó observando y siguiendo con la mirada la velocidad de los movimientos de él, la destreza de sus dedos al deslizarse por el bisel del objetivo para seleccionar las aperturas que acentuarían la paleta natural de la colina. Permaneció media hora quieta a su lado, disfrutando de los clics raudos del disparador, sintiendo el peso de la cámara en la palma. Luego, lentamente, levantó el visor de su Canon para ver lo que estaba viendo él.
Terminaron de hacer fotos en color y luego, viendo la luz y las sombras de la tarde, cambiaron a un carrete de blanco y negro, que habría de dibujar el contorno de las hojas con su escala de grises. Cuando se volvió se encontró con Kaitarō apoyado sobre el codo, mirándola; estaba esperando a que disparara. Rina entornó los ojos y él rio mientras le quitaba el objetivo a su cámara. Ella se acercó y se quedó mirando mientras él rebuscaba en su bolsa para sacar otro objetivo, se lo tendía, le explicaba cómo podía captar la luz que se filtraba desde arriba hasta ellos.
Más tarde, sentados y descalzos en la hierba, Rina alargó la mano y cogió una naranja de una rama. Kaitarō se acomodó a su lado mientras ella separaba la piel brillante y la parte blanca de la fruta con el pulgar, salpicando al aire trocitos diminutos de peladura. La partió en dos y le tendió una mitad antes de enjugarse el líquido amargo de la palma. Mientras el sol se hundía aún más en el horizonte, Rina se apoyó contra el hombro de él. Reposó la mejilla en el saliente de su clavícula y contempló los parpadeos de la luz entre los árboles.
Una gotita de agua cayó en el pelo de Rina, seguida de cerca por otras dos. Hasta que el aguacero no atravesó las hojas no se puso en pie. La tormenta los había sorprendido con su sigilo. Era típico en aquellas montañas; el sotobosque llamaba a la humedad del aire. Kaitarō echó la gabardina por encima de ambos y ella cogió las sandalias mientras bajaban la pendiente inundada de hojas mojadas, como podían, hasta el coche. Ríos de agua caían en cascada por las ventanillas y una niebla blanca se materializó por encima de las colinas, aplastando las montañas a solo dos dimensiones antes de volverlas invisibles. Ninguno quiso encender la radio; se quedaron en silencio mientras Kaitarō le cogía la mano y entrelazaban los dedos.
—He quedado el tercero en el premio de fotografía Fukase-Isono —le contó—. Voy a exponer en una colectiva. ¿Vendrás?
—¿Dónde es? —preguntó Rina volviendo la cabeza para mirarlo.
—En un local de Akihabara. Si el arte no es de tu gusto, siempre puedo llevarte al Yabu Soba.
Rina sonrió; se había dado cuenta rápido de su obsesión por la comida.
—No me hables de los soba con pato —dijo con una seriedad fingida.
—Significaría mucho para mí que vinieras.
Se quedó mirándolo y la risa se le desvaneció de los ojos.
—Entonces iré.
El aguacero se desinfló hasta quedarse en llovizna y se detuvo justo cuando se abría paso el atardecer. Salieron del coche y se acercaron al quitamiedos de la carretera; vieron el mar salir entre los jirones de bruma que remoloneaban por la ladera de la montaña.
Kaitarō la rodeó con los brazos y le frotó los hombros para quitarle el frío.
—Debería irme ya —dijo ella, pero ahora le costaba irse—. Kai… —se volvió para encararlo—, lo de hoy…
—No hace falta que digas nada.
—Gracias.
Él le apartó el pelo de la cara y le desató el pañuelo mojado que se lo había protegido. Rina lo vio guardarlo en el bolsillo y dejó que se lo quedara.
—Te quiero —le dijo él, y ella se removió entre sus brazos e hizo amago de decir algo, pero él sacudió la cabeza y le puso los dedos en los labios, la piel áspera al rozarle la boca—. De corazón.