Sumiko

Prueba viviente

Mi madre murió cuando yo estaba en mi primer año de colegio. Era marzo, el último día del trimestre antes de las vacaciones de primavera. Estaba viviendo con mi abuelo en Meguro después del divorcio de mis padres. En un principio, mi madre se había venido conmigo, pero a las pocas semanas se había ido a buscar un piso para las dos. Estaba preparándolo para mí, me contaba, y pronto podría mudarme, así que se suponía que solo estaríamos separadas un tiempo. Sé que esas semanas estuvo muy ocupada, pero aun así hacía lo posible por verme a diario. Cuando volvía del colegio con los demás niños, todos con insignias y cintas en los sombreritos para que los del barrio supieran nuestras rutas y nos ayudaran si nos perdíamos, iba pensando en mi madre. La imaginaba abriendo la puerta con una mano y sujetando en la otra una bolsa de plástico con bollitos de cerdo al vapor o alguna otra delicia para mí. Ya en la casa, me quedaba en la ventana esperando verla llegar entre la verja blanca y el camino de entrada, a diario, hasta el día que murió.

Apenas recuerdo las semanas que siguieron; es un vacío en mi mente atravesado por un dolor que nunca he sabido cómo expresar. Sé que me fui de Tokio y que Hannae me llevó con ella a ver a unos parientes que tenía en el sur, pero no recuerdo mucho más, como si tras la pérdida de mi madre mi cerebro hubiera cortocircuitado y hubiera sido incapaz de asimilar nada más. Sé también que mi abuelo se encargó de todo, que no quiso exponerme al horror absoluto de su muerte, pero en cierto modo eso solo lo hizo más surrealista e incomprensible. Estuve años pidiéndole que volviera a contarme cómo había muerto, por qué no había venido a verme en Meguro como me prometió, y él siempre me decía lo mismo: un accidente de coche en una carretera con mucho tráfico. Unos años más tarde, le pedí que me enseñara el lugar donde había ocurrido y me llevó a Shinagawa. Yo sabía, por lo que me habían contado, que la culpa al volante la había tenido mi madre, y estando allí, contemplando aquel tramo en curva de la ronda, le pregunté a mi abuelo si había habido más heridos en el accidente, pero me dijo que no, que solo ella.

Cuando volví con Hannae a Tokio, el abuelo creyó que lo mejor era que volviera al colegio cuanto antes. Esas primeras semanas estuvo viniendo a recogerme él. Los días que no podía venir mandaba a Hannae, que me llevaba cogida de la mano todo el camino. No debía ir con nadie más, me decía el abuelo, ni siquiera con amigos. De ahí que el día que mi padre entró en mi clase me llevara una buena sorpresa. No lo veía desde el divorcio, y ya antes de eso su presencia volátil en mi vida siempre había sido, cuando menos, esporádica. Al igual que tantos otros salarymen, trabajaba numerosas horas, rara vez paraba en casa, y desde luego mi colegio no entraba dentro de su esfera vital; era otro lugar donde se definía por su ausencia entre los grupos con los que mi madre trataba antes y después de la separación; antes charlaba con las madres casadas en las funciones del colegio y después se unió a las madres solteras que hablaban de tener que ser «mamá y papá», que llevaban a hombros a sus hijos en Disneylandia porque no había hombre que lo hiciera. A mí solo me había subido a hombros mi madre, antes y después.

A mi padre le costó localizarme. Repasó con la mirada las mesas circulares y a los niños sentados en las sillitas azules y arrugó el gesto al no encontrarme, porque no estaba en ninguna mesa, sino de pie en una esquina, sola.

Esa mañana nos habían hecho un test, para evaluar cómo trabajaban nuestras mentes, nos dijeron. El ejercicio sustituyó a nuestra clase habitual de caligrafía, y me sentí sorprendentemente motivada y llena de curiosidad. Nos sentamos en nuestros sitios a la mesa, y yo me removí en el sitio intentando ponerme cómoda. Puse las rodillas sobre la silla y me incliné sobre el folio. Miré con interés a los demás niños y los tests que cartografiarían nuestras mentes, pero ahogué un grito cuando la maestra me levantó de la silla por una mano y me acusó de copiar.

En el recreo de media mañana me dejaron ordenar el colegio con los demás. Trabajábamos en parejas para barrer los pasillos y vaciar las papeleras antes de recoger los vasos de zumo del comedor. Todo el mundo seguía mirándome y, tras el recreo, me mandaron de nuevo al rincón. A partir de ese día se corrió el rumor por el colegio de que estaba convirtiéndome en una cría complicada. Fue la primera vez que experimenté lo que supone que los demás te juzguen.

Vi que mi padre hablaba con la maestra y me pregunté si lo habría llamado ella. ¿Sabría también mi abuelo que me había portado mal? Había visto a otros padres de niños traviesos postrándose repetidamente, igual que estaba haciendo mi padre, y contraje la cara. Él miró de reojo hacia donde yo estaba en la esquina de la clase y chasqueó los dedos para llamarme y hacerme señas para que recogiera la mochila y el abrigo. No me dijo nada hasta que salimos y llegamos al coche.

—No estaba copiando —susurré.

—¿El qué?

—Que no he copiado —repetí con más convencimiento.

Mi padre suspiró y giró la llave en el contacto.

—Intenta comportarte, Sumiko.

Me quedé callada mientras atravesábamos la ciudad y nos adentrábamos en una zona residencial de bloques bajos. Nos detuvimos ante un gran edificio de muros color crema y ventanas de cristal marrón. Me recordó al juku al que iba, la academia privada que te preparaba para entrar en el instituto adecuado. Todos los niños a los que conocía iban a algún juku —lo llamábamos el «club del futuro»—, y todos los días nos juntábamos en el gimnasio para los cánticos de la tarde. Nos poníamos en filas, los cientos que éramos, con unas bandanas rojas y blancas bien apretadas en la cabeza, gritando la misma frase al aire: «¡Voy a entrar en el Myonichi Gakuen!». Ese gakuen era el objetivo de todos, el mejor instituto de Tokio; el nombre significa la «escuela del mañana». De ahí esos gritos, todas las tardes del año, en ese gimnasio cavernoso, como si lo único que hiciera falta fuera perseverar. Si algo aprendí allí fue que la gente tiene necesidad de esas ideas y frases reiterativas; preguntan las mismas preguntas y repiten los mismos pensamientos, como si hallaran consuelo en ello.

Mi padre entró en aquel edificio conmigo pisándole los talones. En el mostrador principal había un muñeco de Pipo, la mascota del cuerpo de policía metropolitano, un duendecillo rechoncho y naranja perteneciente a una familia de duendecillos igual de naranjas. Tiene orejas grandes para poder oír al pueblo, grandes ojos para ver detrás de cada esquina y una antena para tomarle el pulso a la ciudad. El muñeco tenía esta última hecha de peluche y recubierta de fieltro, y yo estaba ya alargando la mano para tocarla cuando un agente se postró ante mi padre y abrió un panel del mostrador principal para dejarnos pasar.

La sala a la que nos llevaron contenía un mapa en escala de grises de Tokio que ocupaba una pared entera. Antes de irse, mi padre me cogió por los hombros y me dijo:

—Tú solo di la verdad, Sumiko. —Me miró atentamente, sus manos apretándome a través del algodón de la blusa—. La verdad —repitió.

Cuando me quedé sola, me puse a mirar el mapa que tenía encima y seguí la expansión descontrolada de la ciudad por la bahía, la madeja de calles que se alargaban como una tracería de la palma de mi madre. Me pregunté dónde estaba ella en el mapa, dónde estaría su cuerpo. Cuando el abuelo me contó que había muerto, me negué a creerlo. Como no me permitieron verla, mis sospechas no hicieron sino acrecentarse, y se desbocaron cuando Hannae y yo nos fuimos e hicieron el funeral de mi madre sin mí.

Me sobresalté cuando la puerta se abrió y entró en la sala una mujer con una blusa de seda blanca y una falda negra. Llevaba una chaqueta con hombreras que le quedaba grande. Unos pesados pendientes dorados le colgaban de las orejas y, al moverse, pude oler un perfume dulce y empalagoso que se intensificó y se me quedó en la garganta.

La mujer me pasó el brazo por los hombros y me sonrió; hablaba con una voz aguda y atropellada. Me llevó a una mesa baja y colocó una carpeta delante de mí. Era de cartón marrón y contenía fotografías de mis padres. Empezó a preguntarme por mi madre. Me aparté de la mujer y fui a sentarme a lo indio en el suelo, pero ella no dudó en imitarme, pese a que no era lo más cómodo con los tacones que llevaba. ¿Había conocido yo a alguien nuevo en casa? Sacudí la cabeza. Empezó a preguntarme por mi abuelo. ¿Era un buen abuelo? ¿Me gustaba vivir con él?

Cuando me quedé callada, ella empezó a pasar las fotos. Me enseñó un piso que yo no conocía y un dormitorio pequeño a medio decorar y pintado de rosa, con una cenefa de estrellas plateadas en las dos paredes terminadas. Había una cama individual y una estantería blanca, vacía salvo por un ejemplar de Donde viven los monstruos; mi madre me lo solía leer de pequeña, pero llevaba ya tiempo sin escucharlo.

La mujer me enseñó una fotografía de un hombre al que no reconocí y una de un hombre al que sí: era un amigo de mi madre. Se inclinó para acercarse y el olor de su perfume me provocó una punzada de dolor en la cabeza. No dije nada. La odiaba.

Pasado un rato, la mujer cogió papel y unos lápices de un armario que había en una esquina, me los puso delante y se quedó mirando mientras yo empezaba a dibujar las cosas que mi madre me había enseñado: círculos por caras, pétalos por orquídeas, las cosas que le enseñó a ella su propia madre. La mujer volvió a arrodillarse con la vista puesta en mis dibujos, pero, cuando empecé a esbozar las plantas de nuestro invernadero de Shimoda, la impaciencia pudo más. Empezó a enseñarme de nuevo las fotografías, una a una, y me preguntó si había visto alguna vez esa habitación rosa. Al final sacó una última fotografía, del mismo hombre al que había reconocido: aparecía al lado de mi madre, pasándole un brazo por los hombros. Lo señaló, apuñalándole la cara con una uña de manicura perfecta.

—¿Conoces a este hombre, Sumiko? Dime, ¿lo conoces o no?

Miré la fotografía, a los dos sonriéndose con restos de pintura rosa en la cara. Los observé con detenimiento y me hizo dudar de que mi madre estuviese realmente muerta. Costaba creer que me hubiese abandonado; de hecho, siempre la había sentido conmigo, toda mi vida. Siempre ahí, al alcance de la mano. El abuelo me había llevado a la tumba familiar y me había dicho que mi madre descansaba allí, pero yo no me imaginaba a mi enérgica madre en un tarro de cerámica, reducida a cenizas. La mujer siguió con sus preguntas, venga a clavar el dedo en la foto. Acabé llevándomelo a la boca y mordiéndoselo, la carne crujiendo entre mis dientes.

Después de eso me dejaron un rato en paz. Ni siquiera me llevaron a otra sala. Vino una joven con un vaso de agua y le pregunté si podía ver a mi padre, pero se limitó a sonreírme e irse. Conforme la tarde avanzaba, me hice un ovillo en el suelo y me quedé pensando en mi madre. Recordé su voz y la última vez que la había oído, cuando me había llamado por teléfono a la casa de Meguro; me habló acelerada, como con prisa y sin aliento, pero seguía siendo mi madre.

Llevaba esperándola desde que había vuelto de la escuela y recordé tener el auricular bajo la barbilla y escuchar el timbre cálido de sus palabras.

—Ya mismo estoy allí, Sumichan —me dijo—. Te recojo y nos vamos a Shimoda.

Pensé en los deberes del juku que tenía que hacer todavía y en los ejercicios de kanjis escritos que me habían mandado, pero me dio igual; estaba harta de vivir con el abuelo.

—¿Te vas a quedar conmigo, mami?

—Sí, Sumi. Te lo prometo. Voy a ir a por ti. —Hizo una pausa y pude oír que trasteaba con unas llaves—. Dile al abuelo que ahora voy. Llegaré dentro de una hora, ¿vale?

Asentí con la cabeza y luego, al teléfono, medio ahogada:

—Sí.

Qué emoción.

—Ya estoy allí, Sumi —repitió—. ¡Ya voy!

Me tendí en el suelo bajo el mapa en escala de grises y los minutos siguieron pasando. Me entró frío y antes se habían llevado mi abrigo. Me pregunté si mi padre me habría dejado un bento. Por fin entró otra mujer en la sala. Iba vestida con un sencillo traje pantalón negro y llevaba un maletín en una mano y un gran bolso de cuero en la otra. Se detuvo en el umbral, volvió por un momento la cabeza y la luz se le reflejó en las perlas, y luego se apresuró a cerrar la puerta.

Se me acercó despacio.

—Hola, pequeña —me dijo, su voz suave—. ¿No te han traído de comer?

Sacudí la cabeza y la mujer miró mis brazos desnudos en la camisa ligera del colegio, mis piernas con las medias blancas y finas y la falda de cuadros.

—¿Tienes frío? —me preguntó, y acto seguido salió y volvió al minuto con mi abrigo—. Es bonito —comentó mientras me envolvía en la lana beis y admiraba los lazos negros que tenía por delante—. ¿Te lo compró tu mamá? —Yo asentí, y luego ella se quitó los tacones altos que llevaba, los colocó pegados a la pared y se sentó a mi lado en el suelo—. Ten —me dijo rebuscando en el bolso y sacando una cajita—. Puedes comerte mi bento. Es casero. —Abrió la tapa y asomaron unos trozos de anguila a la brasa y encurtidos sobre un lecho de arroz con sésamo—. ¿Te gusta? —me preguntó, y cuando asentí me pasó unos palillos—. Son un poco grandes para ti, pero seguro que te las arreglas.

Los cogí, sentí la suavidad del lacado entre los dedos y sonreí cuando mordí la anguila y se me deshizo en la boca.

No me preguntó nada mientras comía y mantuvo el maletín cerrado. Cuando terminé, abrió el bolso y sacó un juego de viaje de shogi.

—Esta no es manera de aprovechar que no estás en la escuela, ¿no?

Abrió la caja y vi las piezas lisas y blancas del interior, con unos delicados caracteres negros grabados. Me gustaba aquel juego, se parecía al ajedrez, pero me pareció raro que ella fuera por ahí con eso en el bolso, así que le dediqué una mirada inquisitiva.

—Es magnético —me explicó levantando el tablero para demostrármelo y sacudiéndolo ligeramente para que viera que las piezas no se despegaban del plástico—. Me lo regaló mi marido, para poder practicar en el tren de vuelta a casa.

Lo colocó delante en el suelo y esperó. En realidad no me apetecía ponerme a jugar, pero la mujer se había portado bien conmigo. Me miró y sonrió, y al hacerlo pareció que estar juntas era algo tan ilícito y divertido que no quise negarme. Miró de reojo hacia la puerta y pensé que seguramente debía estar en otra parte, que quizá no tuviera tiempo para jugar conmigo. Empecé a colocar las fichas y escogí mi lado del tablero. Ella también se preparó para jugar, aunque estuvo un rato distraída, alerta a los sonidos que se oían desde fuera. Al final, jugó tan mal la primera partida que tuve que reírme.

Conforme la tarde avanzó, la mujer se fue relajando y hablamos sobre mi vida, sobre qué me enseñaban en el colegio, las actividades que más me gustaban, mi plato favorito en casa de mi abuelo. Empecé poco a poco a responder y hablamos de mi casa de Meguro. Me preguntó cuánto hacía que no vivía con mis padres. Me preguntó por los amigos de mis padres… ¿venía alguno de visita? Me encogí de hombros e intenté responder lo mejor posible, pero yo estaba más unida al abuelo y a mamá. Al mencionar a mi madre, se me quitaron las ganas de hablar.

—¿Cuándo fue la última vez que la viste, Sumiko? —me preguntó, pero yo sacudí la cabeza y se hizo un silencio entre nosotras—. ¿Cuándo fue la última vez que hablaste con ella? —insistió.

No dije nada y se me quedó entonces mirando. Al ver que me negaba a seguir hablando, se me acercó sobre la moqueta y me pasó un brazo por los hombros. Al final dejé que me abrazara y apoyara la mejilla en mi pelo. Olí el perfume que llevaba, un aroma ligero a almizcle, como el de mi madre.

—¿La última vez que hablaste con ella fue por teléfono, Sumi? —preguntó en voz baja.

—No vino —susurré al tiempo que el dolor que tenía en el pecho empezaba a inflarse y a expandirse—. No vino.

La mujer me cogió en brazos y me acomodó en su regazo para luego abrazarme y frotarme la espalda.

—Ya está, bonita, ya está —murmuró mientras yo boqueaba y sollozaba con fuerza, apoyada contra ella y empapándole de lágrimas el cuello de la camisa.

Seguía conmigo en brazos cuando mi abuelo entró por la puerta. En mi vida lo he visto tan enfadado como aquel día.

Lazos que atan

Recuerdo perfectamente en qué punto del estudio del abuelo estaba cuando recibí la llamada del Ministerio de Justicia. Todavía soy capaz de verlo todo tal cual estaba, en la casa donde había vivido casi toda mi vida. Me tiré un buen rato después de la llamada allí parada muy quieta, mirando la alfombra. Había volutas de cordel blanco desperdigadas por doquier y en revoltijos enroscados bajo el sillón del abuelo. Sentí un cosquilleo por los dedos y, en un acto reflejo, me froté las yemas entre sí, como para serenarme con el movimiento.

Esos cordeles están hechos de un papel muy fino y muy apretado que se te retuerce en los dedos cuando intentas atarlo. Para los exámenes finales de mis prácticas en el Tribunal Supremo había que llevar todos los trabajos manuscritos bien atados con ese cordel. Todos los abogados que conozco, cualquiera que haya ejercido la abogacía en algún momento, se habrán pasado horas y más horas atando y reatando cordeles, porque, si no eres capaz de atar debidamente los folios de los exámenes, no apruebas. Nadie pasa nada a limpio hasta el final; en el trajín de los últimos minutos se oye cómo se deslizan los papeles y se cuadran a la perfección hasta que se hace el silencio mientras todo el salón de actos se enfrasca en la tarea de sujetar sus respuestas con rizos y nudos, tensando bien el cordel.

Había pasado por todo aquello hacía tan poco que aún había rizos de cordel desperdigados por el suelo del estudio, aunque, sin duda, de repente aquella llamada de teléfono me había arrancado de cuajo de la vida que llevaba. Habían mencionado a mi madre, que llevaba veinte años muerta.

Todavía plantada ante el escritorio de mi abuelo, volví a coger el auricular. Le devolví la llamada al Ministerio de Justicia y me pasaron con Instituciones Penitenciarias. Me dijeron que mi nombre no aparecía en sus registros; no podían compartir ningún dato sobre el recluso. Le mencioné la llamada de teléfono que acababa de recibir y le conté que me habían colgado, pero se mostraron escépticos:

—Nuestro personal es de lo más profesional, señorita Sarashima. Si hubiera habido algún problema con la línea, habrían vuelto a llamarla.

No podía negarse que el Ministerio de Justicia era meticuloso en sus comunicaciones. La persona que había llamado había preguntado por mi abuelo, de modo que solo debería haber hablado con él. Pensé en llamarlo por un momento, pero luego me lo imaginé en el onsen, con sus amigos en las pozas de piedra calentada, todos con las toallas blancas en la cabeza mientras se contaban anécdotas y chistes, y me di cuenta de que no podía hacerle eso. Nunca me había mencionado nada parecido; nunca había insinuado, ni siquiera por un segundo, que hubiera algún tipo de conexión entre mi madre y un hombre preso.

Muy lentamente, fui hacia nuestras librerías, con la mirada clavada en los legajos atados de los casos legales favoritos de mi abuelo, que estaban al lado de mis manuales pequeños y blancos. Pasé las manos por los estantes de novelas, poesía y teatro, antes de detenerme ante una fila de archivadores. Contenían las partidas de nacimiento de los miembros de la familia, papeles del seguro médico, las cuentas del banco: un rastro de papel de nuestras vidas que iba directo de mi abuelo a mi madre y de ella a mí. Todo lo que éramos estaba en aquella habitación, y aun así nunca había habido ni rastro de Kaitarō Nakamura.

Me arrodillé en el suelo mientras localizaba la carpeta con las cosas de mi madre. Solo había una. Llevaba allí en la estantería todos esos años, seguía allí, bajo las capas de vida presente: «Rina, 1965-1994». El forro de cuero estaba resbaladizo al tacto cuando me coloqué el archivador en el regazo. Contenía los títulos escolares de mi madre y la carta de aceptación de Tōdai, que tenía el mismo formato que la mía. Los seguían el certificado de matrimonio y una copia de la escritura del piso de Ebisu donde había vivido conmigo y con mi padre. Detrás había un contrato de alquiler por un piso de dos habitaciones en Shinagawa; tenía el sello de mi madre y el de mi abuelo en la última página. Él la había ayudado a conseguir el piso nuevo, incluso tras el divorcio. La ayudó, como siempre me ha ayudado a mí.

Ese piso de Shinagawa estaba pensado para ser mi nuevo hogar, pero nunca llegué a verlo: contenía el último capítulo oculto de la vida de mi madre. No soy capaz siquiera de recordar el sonido de su voz, pero sí la última vez que la oí. Creo que estaba allí en ese piso cuando me llamó para decirme que venía a recogerme, cuando me dijo que nos iríamos juntas a Shimoda.

Me pasé horas esperándola después de hablar con ella. Esa misma noche el abuelo salió a buscarla mientras yo me quedaba en las escaleras, abrazada a mi tigre blanco de peluche. Estuvo fuera tanto tiempo que temí que la oscuridad también se lo hubiera tragado a él. Cuando regresó, Hannae le contó que yo no había querido cenar ni acostarme; él vio por mi cara que había estado llorando y asustada. El abuelo se sentó a mi lado y me rodeó con el brazo para abrazarme con fuerza. Su tacto era cálido y familiar; el ámbar y el jengibre de su colonia me cosquillearon la nariz cuando me hundí en el calor de su piel. El abuelo apoyó la barbilla en mi cabeza y me contó que mamá había intentado cumplir su promesa, que venía de camino a casa desde Shinagawa cuando su coche se había salido de la carretera. Viniendo de camino a casa, a por mí.

Al final de la carpeta estaba su certificado de defunción. Me detuve antes de alargar la mano para tocarlo. Todavía hoy dice lo siguiente:

Lugar de defunción: subdivisión de Shinagawa.

Causa de la muerte: hipoxia cerebral.

Todo cuadraba con lo que me habían contado sobre su muerte en el accidente de tráfico. Nada había cambiado. Eran hechos que no se habían alterado en veinte años. Esa tarde, sola en el suelo del estudio de mi abuelo, mirando esas palabras, comprendí que de todas las mentiras que nos cuentan, las mejores, son las que más se parecen a la verdad.

Partes olvidadas

Varias horas más tarde estaba atravesando las calles de Shinagawa, con la calzada girando ante mí en la luz del ocaso. El barrio estaba tranquilo y en silencio, lo único que se movían eran las hojas en los árboles. Una telaraña descolgada flotaba en la brisa cuando pasé por delante de unos bloques de pisos bajos y un campo de fútbol abandonado, sin tierra ya. Había leído no sé dónde que, cientos de años atrás, no muy lejos de allí, había existido un lugar de ejecuciones públicas y que, aunque lo trasladaron de sitio, el kegare permaneció en la tierra: el suelo mancillado por la corrupción moral, contaminado por la sangre y el crimen. En nuestros días, por supuesto, ha quedado sepultado hasta el propio dato. Solo existe el flujo constante de la cotidianeidad: gente nueva, casas nuevas, familias nuevas. Y nadie que le dedique un solo pensamiento a lo que hay bajo el polvo. Me pregunté si mi madre lo sabía cuando se mudó a Shinagawa, si habría caminado por el barrio a primera hora de la noche como estaba haciendo yo, si alguna vez fue allí en busca de ayuda.

La comisaría había conservado sus muros color crema y sus ventanas de cristal marrón, pero, con sus solo cinco plantas de altura, parecía ridícula en comparación con la arquitectura moderna de vértigo de la zona de la bahía. Por las puertas de vidrio vi al muñeco de Pipo, pero también él me pareció más pequeño.

Fui hasta el mostrador principal y me fijé en los agentes que estaban trabajando en sus mesas, con las chaquetas azules holgadas y mascarillas para mantener a raya los alérgenos del verano y la contaminación. Aquellos eran los leales omawarisan, «los honorables señores patrulleros», los custodios de nuestra paz. Cuando atravesé la solería gris y gruesa, varios agentes se percataron por fin de mi presencia. ¿Me encontraba bien? ¿Podían hacer algo por mí? Se mostraron solícitos, pero también sorprendidos de que hubiera ocurrido cualquier cosa que requiriera sus servicios.

Les entregué mi partida de nacimiento y el documento que confirmaba el cambio de apellido, de Satō a Sarashima. Necesitaba hablar con alguien en relación con un caso cerrado, dije. El hombre tras el mostrador de recepción vaciló y disimuló un bostezo. Era complicado, dijo. ¿Podría volver quizá el lunes?

Miré por detrás de él, hacia el fondo de la sala y la parrilla metálica y la cortina de terciopelo que preservaban los pasillos y las oficinas interiores. Había visitado varias comisarías en mis años de instrucción, pero en aquella había entrado una sola vez antes, cuando era solo una cría.

Creo que se produjo un crimen contra mi madre en este barrio, expliqué. Me gustaría ver cualquier documento relacionado con Rina Satō. El hombre tras el mostrador parecía reacio. Si pudiera usted volver en otro momento, sugirió, tal vez la semana que viene haya alguien de servicio que pueda ayudarla.

Pensé en la llamada de teléfono abortada, en que los de la dirección general de prisiones habían preguntado por mi abuelo, en que habían hablado de mi madre como si siguiera con vida. Sentí que la rabia me subía por dentro y miré a aquel agente, un funcionario con cara aburrida de viernes tarde, y dije una palabra que rara vez se utilizaba en la conversación diaria:

—No.

Me miró como si no me hubiera escuchado.

—Señorita Sarashima, si se trata de un caso antiguo, los expedientes se habrán trasladado a nuestro depósito nuevo.

—No —repetí.

Me sonrió como si hubiera dicho algo gracioso. Me incliné hacia él sobre el mostrador.

—Va usted a buscar a alguien, a quien sea que esté al tanto de un caso en el que estuvo involucrada Rina Satō… Y lo va a hacer ahora mismo.

—Señorita…

—He recibido una llamada telefónica del Ministerio de Justicia en relación con mi familia. Se cometió un crimen contra mi madre en esta subdivisión —insistí—. Si existe algún documento relacionado con ello, tiene que estar aquí.

Sentí con una ligera satisfacción que llenaba con mi voz aquel triste y minúsculo vestíbulo. La gente se me había quedado mirando, allí al lado de Pipo. Pensé en las fotografías que me había enseñado el abuelo de mi madre en la universidad, de ella riéndose y mirando hacia atrás, brava y joven, con el pelo teñido de color ocre en pleno centro de Tokio. Seguramente le habría hecho sonreír con el recuerdo.

El hombre desapareció a toda prisa tras la cortina de terciopelo para sumergirse de lleno en las profundidades de la comisaría. Me dejó una eternidad allí plantada delante del mostrador. Los demás agentes se cuidaron de mirarme. Estaba allí sola, paralizada por mi rabia, cuando una mujer mayor apareció ante mí.

—Señorita Sarashima, sígame, por favor. —Sostuvo la cortina para que pasara y acto seguido subimos juntas por una escalera—. No habría encontrado nada en el depósito nuevo —comentó mientras subíamos—. Los expedientes que usted necesita no se han trasladado. Todo lo anterior a 1995 ya no se considera necesario.

La seguí en silencio. Al otro lado de las paredes se oía el golpeteo de los pies y las piernas en los tatamis, la práctica diaria de judo obligatoria para todos los agentes del cuerpo.

—Hoy me saltaré la mía —dijo mi cicerone con una sonrisa.

—¿No está usted en activo? —quise saber.

—Me queda poco para jubilarme.

Proseguimos por un pasillo hasta una oficina de planta abierta. Me sujetó la puerta para que pasara y la seguí al interior, donde me ofreció la silla libre ante su mesa.

—Gracias por su ayuda —le dije mientras se sentaba a mi lado; miré la carpeta que teníamos ante nosotras, que era increíblemente fina, como si no tuviera nada dentro—. ¿Podría por favor confirmarme de qué acusaron a Kaitarō Nakamura en el crimen contra mi madre? —La mujer pareció ligeramente sorprendida por mi pregunta, como si no pudiera entender que no lo supiera ya—. En mi familia no tenemos claro cuál fue la acusación concreta.

La mujer asintió, abrió la carpeta y pasó la primera página.

—Según estas notas, el fiscal no pidió muchos años de cárcel, pero al final lo condenaron por homicidio.

—¿Homicidio? —pregunté; oía un martilleo sordo en los oídos, mi sangre a toda pastilla.

—Señorita Sarashima, ¿quiere que le traiga un poco de agua?

Levanté la vista para mirarla y negué con la cabeza.

—¿Esa fue la única acusación contra él?

La mujer asintió, pero seguí mirándola, a la espera de que me contradijera, de que me dijera que mi madre había muerto en un accidente de coche cuando conducía sola.

—Deme un minuto —me dijo la mujer, que me dejó allí con la carpeta abierta sobre la mesa.

Vi perfectamente el atestado policial con la denuncia. Aparecía el nombre de él, Kaitarō Nakamura, y, debajo, su oficio: wakaresaseya. Cuando leí la palabra y deduje mentalmente la etimología, empecé a comprender cómo había entrado en contacto con mis padres y el papel que había tenido en el divorcio. Volví a mirar los caracteres: wakaresase, «separar parejas» y ya, «profesionalmente». Por mucho que cueste creerlo, en nuestros días existen servicios de ese tipo por todo el mundo en la piel de seductores, buscones, artistas del engaño, amigos y familiares a sueldo. Donde hay un deseo, hay gente dispuesta a cumplir ese deseo por un precio. Las consecuencias no son necesariamente parte del trato. Me tembló la mano al coger el papel. Al final del folio estaba la acusación oficial: el homicidio de Rina Satō.

Se me cerró la garganta. La luz fluorescente era demasiado fuerte para mis ojos. Pensé en mi abuelo y en todas las historias que me había contado, en esas historias familiares que todo el mundo tiene y que acaban trascendiendo en mitos. Pensé en mi madre, en que no me la había arrebatado un accidente, sino otra persona.

Tragué saliva y quise preguntarle a la agente si había más información sobre el caso, pero supe que el resto de los documentos debieron de haberlos mandado a las oficinas de la fiscalía de Tokio para preparar el juicio. La policía no se queda con nada relacionado con la investigación, solo con los nombres de las personas involucradas y las acusaciones.

La agente regresó con un vaso de agua que me bebí a sorbos pequeños.

—¿Tendría usted el nombre del fiscal que llevó el caso? ¿O el del abogado de la defensa? —pregunté.

La mujer se acercó la carpeta sobre la mesa y la hojeó hasta el final. Había dos tarjetas de visita grapadas en la última página y, debajo, un artículo de prensa. El único recorte que no me había dado mi abuelo. La mujer se disculpó e hizo un amago de guardarlo, pero le pedí verlo con la mano tendida.

Se quedó mirándome mientras yo leía los párrafos. Aunque apenas tenía más de doscientas palabras, me definía a mí y a mí familia con mucho detalle.

—Quédeselo si quiere —me dijo antes de volver a la carpeta y apuntarme los nombres y las direcciones oficiales del fiscal y del abogado de la defensa.

—Es probable que hayan cambiado de domicilio —añadió tendiéndome el papel.

Asentí.

—Muchas gracias, se lo agradezco mucho. —Me levanté, le hice una pequeña reverencia que ella me devolvió y pareció querer decirme algo más, pero sacudí la cabeza y me alejé—. Por favor, no se moleste, ya encontraré yo sola la salida —dije, y me volví para encaminarme hacia las puertas, incapaz de soportar la compasión de sus ojos.

Una vez en el pasillo, apoyé la cabeza contra el cristal tintado y frío de la ventana. La noche caía sobre la ciudad y la subdivisión de Shinagawa se extendía a mis pies. Veía mi reflejo perfectamente delineado por las luces fluorescentes y, más allá, Tokio extendiéndose y titilando en la oscuridad. Me miré la cara en el cristal, una joven con ojos negros y grandes y pómulos marcados. Al cuello, una sarta de perlas que había pertenecido a mi madre. Bajo el resplandor de las luces las bolas opalinas relucieron cuando las toqué.

Cuántos años sin saber lo que era, ignorando que había un término que me definía, todavía hoy. La primera vez que me fijé en esa expresión estaba en la biblioteca de Tōdai, sin darme cuenta en el momento de que estaba estudiándome a mí misma: una «parte olvidada».

Durante la investigación de un crimen, el familiar de una víctima puede ser interrogado repetidas veces por la policía y los abogados que preparan el caso para juicio. En la época en que murió mi madre el ordenamiento jurídico establecía que, tras los interrogatorios, estas personas y sus descendientes debían ser «olvidados» para proteger a los acusados de los crímenes. A las familias no se les informaba del desarrollo del juicio para que no asistieran. No se les comunicaba el resultado de la sentencia ni la fecha en que salía de prisión el condenado. A mi abuelo y a otras personas como él se les pedía que enterrasen a sus muertos y siguieran con sus vidas sin tener la más absoluta idea del destino de la gente que les había hecho daño.

Hoy en día los allegados siguen conociéndose como partes olvidadas, pero tienen más derechos. Las familias pueden asistir a los juicios e incluso contratar a un abogado, como yo misma, para defender sus intereses ante el tribunal o influir en la sentencia, y tienen también un último privilegio a su disposición.

En el distrito imperial, donde las oficinas y los rascacielos de espejos rodean el parque real y el palacio que anida acurrucado en su centro, está la sede de la Fsiscalía del Estado. En la planta baja, fuera del alcance del sol, hay una habitación llena de mesas individuales y sillas. Durante los tres años que siguen a la sentencia de un criminal, los familiares de las víctimas pueden consultar los expedientes de los casos y las sentencias judiciales e incluso las propias actas del juicio. Yo misma había revisado varios casos durante mis prácticas con el Tribunal Supremo. Pero ya allí sola en el pasillo de la comisaría de Shinagawa supe que a mí nunca me permitirían acceder a esa sala por derecho propio, pues para aquellos que vivimos en el pasado, que tenemos seres queridos que fueron asesinados hace años, los viejos casos no pueden reabrirse ni su contenido revelarse. Todo lo que necesitaba saber —quién era Kaitarō Nakamura, qué había significado para mi madre, cómo había muerto ella— permanecería para siempre archivado y fuera de mi alcance, y nada, ni las reclamaciones emocionales ni las legales, me lo devolverían.

Soy una parte olvidada. Ese día comprendí que me habían olvidado por partida doble: por una parte, la ley y por otra, mi abuelo, que me había arrebatado mi historia y la había borrado de la vista.

Me estremecí en aquel pasillo solitario; la adrenalina de la tarde me había dejado una película de sudor en la piel que se me había condensado en humedades bajo la ropa. Estaba harta de historias. Quería los hechos tal cual, sin adulterar y bien cristalinos. Quería llegar lo más cerca posible de la vida de mi madre. Quería ser testigo de los acontecimientos que habían conducido a su muerte.

Con la vista perdida en la ciudad, supe que solo había una persona que podía conservar todavía el expediente del caso, pero no lo encontraría en la Fiscalía, ni podría apelar tampoco al Estado, a la policía ni a mi abuelo. Si quería saber cómo había vivido realmente mi madre y cómo había muerto, tendría que contactar a la última persona a la que quería ver: a la mujer que había defendido al asesino de mi madre en el juicio, Yurie Kagashima, abogada colegiada.

Defensa legal

La mañana estaba radiante y despejada; el viento había amainado y el aire parecía cristal al reflejar todo rayo de sol. En el distrito empresarial, los edificios brillaban en ocre contra el amanecer y una neblina de bochorno titilaba en el asfalto. Conforme el sol fue remontando el horizonte, las amplias avenidas, las circunvalaciones que pasaban por encima repletas de tráfico y las vías del tren rugían con el ruido, pero la oficina que yo buscaba estaba en todo el meollo de la ciudad, donde los edificios de oficinas se apretujaban separados solo por callejones diminutos cargados de cables de teléfono. Caminando por las sombras, me detuve a las puertas de un edificio con la fachada alicatada en gris claro y subí en el ascensor hasta la tercera planta. Una joven me condujo desde la recepción del bufete hasta la sala de juntas, donde había una mesa circular, una librería blanca y un ikebana de flores del paraíso en una ventana estrecha.

—La señorita Kagashima vendrá en breve —dijo la chica, que me puso por delante un botellín de té de la máquina expendedora.

La bebida estaba caliente al tacto y, al tomármela, sentí que el calor me calmaba, que era lo que necesitaba para serenarme y centrarme en el careo que me esperaba.

Cuando por fin entró, me puse de pie y sonreí, pero, pese a haber ensayado, no conseguí controlar la conmoción cuando la vi. Aquella mujer tenía cosas que me sacaron de quicio, como esas arrugas de reír por el rabillo del ojo y esos hoyuelos en las mejillas. No tenía ni una cana en el pelo, que relucía bajo las luces, negro azabache y peinado por profesionales. Cuando me tendió la mano, me la apretó con una calidez y una firmeza que contrastaban con su constitución delgada. Llevaba un pañuelo de lunares al cuello y un broche dorado de un fénix en la solapa (tenía licencia para vestirse elegante ahora que era socia del bufete).

Pocos licenciados en Derecho eligen trabajar como abogados defensores. Los de oficio suelen ser designados por el Estado, pero, incluso para esto, solo supone una fracción de su tiempo. Los fiscales se aseguran de que el 99,9 por ciento de los individuos que son llevados ante un tribunal anualmente acaben condenados y sentenciados. Si solo se presentan cargos contra culpables, entonces, por esa misma lógica, los acusados son casi con seguridad culpables. De ahí que a los abogados que defienden a tales criminales se los mire con recelo, se les pague poco y se los condene al ostracismo. Sin embargo, cuando tuve ante mí a la triunfante Yurie Kagashima, no vi nada de todo eso. Había madurado y prosperado desde la última vez que la había visto, no cabía duda.

Me pidió por señas que me sentara y destapó su botellín de té. Colocó una carpeta de cuero delante y se inclinó para mirarme.

—Señorita Mizuguchi —dijo utilizando el apellido falso que le había dado—, ¿en qué puedo ayudarla? Me ha dicho mi secretaria que quería hacerme una consulta con respecto a un divorcio. —Sonrió—. Parece usted muy joven, si me permite que se lo diga.

—Quería hablar con usted en relación con mi madre.

—Entiendo. ¿Viene de su parte?

—Sí —respondí.

—Por favor, no se corte —dijo señalándome el té.

—Mi madre se llamaba Rina. —Hice una pausa antes de decir su apellido de casada… el último que tuvo—. Rina Satō. Murió en 1994. —Yurie Kagashima me miró y en el acto la calidez se le disipó de la cara—. Defendió usted al hombre que la mató, Kaitarō Nakamura.

La abogada se quedó mirando la carpeta que tenía delante y extendió los dedos por encima, la carne oprimida en torno a la alianza de casada.

—¿Se da usted cuenta de que no puedo hablar sobre mis clientes?

—Pero ¿recuerda el juicio? —pregunté—. ¿Conserva los documentos?

—No estoy en posición de darle información sobre ellos.

—Pero ¿los conserva?

—Los conservo.

—¿Sigue representando a Kaitarō Nakamura? —pregunté.

Se quedó mirándome por un momento, repasando de reojo mi pelo estirado en un recogido en la nuca perfecto, con algún mechón ya suelto, y luego mis ojos y las sombras oscuras de debajo.

—Ya no lo represento.

Cogí el botellín que tenía delante y le di un sorbo al té.

—Hace poco que me he colegiado como abogada —dije mirándola con detenimiento—. Acabo de terminar mis prácticas en Wakō. —Se limitó a asentir con la cabeza y a recostarse en la silla, extendiendo la distancia entre ambas—. Yo siempre he querido ser abogada, como mi abuelo. —Vi que cerraba la mano derecha en un puño sobre la mesa—. ¿Lo conoció? ¿Se encontró con él? Me supongo que debió de hablar con él…

La mujer vaciló y miró de reojo la puerta.

—Señorita Satō, no puedo serle de ayuda.

—¿Jugó usted bien sus cartas? —pregunté—. ¿Consiguió negociar un jidan?

Era evidente que, hasta el momento, la abogada había intentado mantener la calma, pero se removió en el sitio cuando mencioné la compensación económica que se le podía ofrecer a la familia de una víctima, las reparaciones pagadas a cambio de perdón y, en ocasiones, de apelar por una sentencia menos severa ante el tribunal.

—Su abuelo se negó.

—¿A aceptar el dinero o a escribir la apelación?

—A todo.

Me incliné hacia ella y le sostuve la mirada.

—Yo lo único que quiero es saber lo que pasó.

—Por favor… no puedo serle de ayuda en esto.

—¿La mató él? —pregunté, pero ella torció el gesto y se miró las manos, que tenía ahora entrelazadas sobre el regazo; no era inmune ni a las emociones ni a mí, y eso estaba bien—. Me da igual lo que le pasara a él —dije lentamente—. Su destino quedó sellado hace mucho tiempo. No quiero hacerle nada más a Kaitarō Nakamura. Pero sí que quiero saber qué me hizo a mí, saber por qué entró en mi vida.

Esa vez conseguí que se inclinara y alargara la mano para cogerme la mía.

—Sigue siendo información privilegiada —musitó—. No puedo romper el secreto profesional.

Me enfureció con sus palabras, cuánta hipocresía, cuánta petulancia.

—Usted me conoce —dije envolviendo ahora sus dedos con los míos—. Nos hemos visto antes. —Le apreté con más fuerza la mano y tiré de ella por encima de la mesa—. ¿No se acuerda? ¿De que me acurrucó en su regazo?

—Señorita Satō, por favor…

—Sarashima —la corregí soltando la mano—. Me he cambiado el apellido.

Se retrajo en el asiento y clavó los ojos en la carpeta de cuero sin abrir ante ella y en la pequeña insignia prendida en el lomo. Le seguí la mirada y me fijé en los pétalos separados del grabado y en el pequeño artefacto que rodeaba: el girasol y la balanza.

Cuando un abogado se colegia, recibe esa insignia con su número personal grabado por detrás. La mía todavía no me había llegado. Me la imaginé en el almacén de la Federación Japonesa de Colegios de Abogados, destellando con su dorado sobre el estuche de terciopelo negro, aguardando en la oscuridad.

Al principio, estas insignias están relucientes y brillantes, con el baño de oro inmaculado, pero luego, con el tiempo, se van desluciendo, y lo primero que se borra es la balanza del centro, que deja a la vista la plata que hay debajo. Tenía amigos que habían pensado en guardarlas en el monedero para acelerar el proceso de envejecimiento y que adquiriera así la pátina de la experiencia, mientras que yo en ese momento ni siquiera sabía si alguna vez utilizaría la mía. Sin embargo, la insignia que tenía en la mesa ante mí, independientemente de cómo hubiera empezado su vida, estaba deslustrada solo por la edad, con el girasol que simboliza la libertad y la balanza, la justicia para todos los hombres y mujeres por igual.

Yurie Kagashima me miró e hizo algo inesperado: sonreír.

—El caso está cerrado —dije yo—. Si a mí me da igual lo que haya sido de él, ¿qué le importa a usted ayudarme? —No me respondió—. Sé que asume usted un riesgo al compartir esa información, pero yo jamás la denunciaría. —Se miró los dedos, la piel aún rosada por donde le había agarrado la mano—. Tiene que entender lo duro que es todo esto para mí, venir aquí a pedirle ayuda a usted… —Llegada a este punto no pude contener la vehemencia de mi voz—. ¿Tan monstruoso es él que sería capaz de negarme la verdad sobre lo ocurrido? ¿Querría él que yo viviera así?

La abogada volvió a bajar por un momento la vista hacia la carpeta y luego la atrajo hacia sí y cubrió la insignia con los dedos.

—Venga conmigo.

Salimos de la sala de juntas y atravesamos la oficina de planta abierta hasta su cubículo, donde se acumulaban las pilas de carpetas contra las endebles paredes y el escritorio estaba lleno de notas y documentos; me recordó al mío. Tenía en una esquina el maletín gris con ruedas. El mundo de la ley sigue muy apegado al papel; la información rara vez se transfiere o está siquiera en línea, de ahí que, si nos llevamos el trabajo a casa o a una cita con un cliente, utilicemos estas maletas para transportar nuestros expedientes. Yurie Kagashima abrió una caja pequeña que tenía en la mesa y sacó una llave.

—Sígame, por favor.

Recorrimos la oficina mientras ella iba saludando con la cabeza a los que iba viendo hasta que se detuvo para murmurarle unas instrucciones a su secretaria. Al pasar por la recepción recogí el maletín de ruedas que había dejado al entrar. Arqueó una ceja ante mi confianza y mi previsión y sonreí.

Al otro lado del vestíbulo había un biombo pintado que ocultaba unas puertas dobles. Apartó una y me hizo señas para que la precediera. La habitación en la que entré tenía una iluminación tan tenue que parecía prácticamente de tonos sepia. Contra la pared del fondo, filas de archivadores rodantes como los de las bibliotecas que llegaban hasta el techo. Respirando aquel aire fresco y húmedo, miré todas aquellas filas para luego pasar la vista por los armarios que había colgados de las paredes.

—¿Recuerda bien el caso? —quise saber.

—Bastante bien —dijo encendiendo las luces principales.

Me adelanté, mis pisadas amortiguadas por la moqueta marrón oscuro. Había infinidad de carpetas en aquella habitación, décadas de casos, todo ordenado por años y orden alfabético: 1994, A-J, K-R, S…

—Lo que necesita está aquí —me dijo, y se hizo a un lado para quedarse frente a varios armarios de pared seguidos—. En estas bandejas profundas de abajo. —Separó una llave del juego que tenía en la mano y abrió uno de los cajones—. Aquí están las cintas.

—¿Cintas?

—Kaitarō Nakamura se negó a firmar su confesión —me explicó—. Pasaron días tras la detención hasta que habló. Al final tuvieron que grabarlo.

Me sostuvo la mirada, desafiándome a apartar la mía. Tras ser detenido, un sospechoso puede permanecer bajo custodia policial durante veintitrés días sin que se le acuse o le asista un abogado.

—¿Cuántos días tardaron en acusarlo?

—Veintitrés —dijo, e hice los cálculos mentalmente: 552 horas, 33 120 lentos minutos en poder del Estado.

—¿Hay…? —Hice una pausa—. ¿Algo para lo que debería prepararme? —Volvió hacia los cajones—. ¿La firmó? ¿La confesión?

—Véalo por sí misma —dijo al tiempo que extraía varias cintas VHS y las colocaba sobre la mesa; la seguí con la mirada mientras iba hasta el fondo de la habitación y apartaba los archivadores para revelar un estrecho pasillo lleno de carpetas con papeles—. No lea nada de esto aquí.

—¿Puedo llevarme las cintas? —pregunté, y me respondió que sí sin apartar los ojos de mi cara.

—Le doy dos semanas. Pero debe devolvérmelo todo.

—¿Podría echarles un vistazo rápido a los papeles? Un minuto solo…

Asintió y, para mi repentino alivio, sonreí, y la tensión menguó en mí por primera vez desde que había entrado en el edificio. Me adelanté y dejé entrever mi gratitud.

—Gracias.

—Debería saber lo que pasó.

—Gracias.

—Y no puede hacerle daño a Kaitarō.

Me encogí al oír su nombre y el sentimiento que había detrás.

—Sumiko —murmuró mirándome como si viera a la niña que fui en la mujer en que me había convertido.

Me quedé mirándola mientras se dirigía ya hacia la puerta.

—Yurie —dije, y se volvió; todavía veo su cara bajo la luz fuerte de la barra de focos—. ¿Lo ayudó, lo que quiera que sacaras de mí?

Se quedó pensativa por unos instantes y luego abrió la puerta y me contestó:

—Decídelo tú.

Cuando el pestillo hizo clic a sus espaldas, me volví hacia los imponentes archivadores y la cantidad de documentos que contenían.

No tenía mucho tiempo, y podía llevarme conmigo los papeles, pero antes de nada había un documento que necesitaba ver. Después de tantos años viviendo sin mi madre, sin datos verdaderos sobre ella, necesitaba saber cómo había muerto. Quería los hechos fehacientes. De modo que busqué el procedimiento que deriva de la palabra griega para «verse con los propios ojos»: su autopsia.

No era la primera que leía. Durante las prácticas en el Tribunal Supremo, todo aspirante a abogado que se precie se pasa meses en el juzgado, ayudando al equipo de la Fiscalía en la investigación de los crímenes, redactando borradores de sentencias de prisión codo con codo con los jueces y, en todos los casos de homicidio, asistiendo a la autopsia. Siempre recordaré la primera a la que fui: allí en el sótano del hospital, con las narinas tapadas por el fuerte mentol del Vicks VaporRub y viendo mi palidez reflejada en las caras de los demás mientras esperábamos al patólogo con los guantes de látex blancos puestos.

Estos profesionales eran cuidadosos y diligentes e iban explicándonos con entusiasmo la anatomía humana y anunciando los descubrimientos conforme iban haciéndolos. Nos animaban a participar. En cierta ocasión una médico me señaló a mí y el resto de becarios se hicieron a un lado para dejarme llegar a su altura. Había dejado de lado la tradicional apertura con la incisión en Y por el torso y estaba centrándose en diseccionar la laringe y la garganta con la idea de explorar los daños que se habían producido en esa zona. Me incliné mientras me mostraba los ligamentos, la musculatura y el hueso, los tejidos de los que estaba hecha la persona por la que estábamos luchando. Yo había leído los archivos del caso, pero mi comprensión fue mucho más allá cuando me invitaron a tocar el cuerpo, a abrirme paso por la carne hasta exponer el blanco de la mandíbula.

Es un elemento fundamental en nuestra instrucción: mirar cara a cara tanto a la vida como a la muerte. Desde todas las perspectivas de un tribunal —como juez, fiscal o defensor—, todo abogado debe saber qué está en juego y saber decidir lo que es justo y lo que no. Estas lecciones nos hicieron apreciar nuestra vida y a nuestra familia. Estaban pensadas para animarnos a hacer lo correcto, para valorar a la gente que hacía cosas impensables y ser consecuentes con ellos y con aquellos a los que perjudicaban.

Allí plantada ante los archivos del bufete de Yurie Kagashima, me pregunté si ella habría asistido a la autopsia de mi madre, si la habría visto sobre una cama metálica y había entendido, en los términos más clarividentes, cómo había acabado allí. Me pregunté si la habría tocado con una mano enguantada y habría sentido en sus extremidades la vida que había vivido y perdido. Creo que así fue. Creo que, al final, cuando los ayudantes del forense terminaron y hubieron analizado todas las marcas de la piel, se quedó al lado de mi madre y observó mientras la abrían en canal y la cortaban hasta el hueso.

DEPARTAMENTO DE LA POLICÍA METROPOLITANA DE TOKIO

Comisaría Ōi Takanawa, subdivisión de Shinagawa,

caso #001294-23E-1994

Autopsia realizada por el doctor Hiroshi Matsuda, siendo jefe del Servicio de Patología el doctor Fuminori Asao

Fecha: 27/3/94

Nombre del fallecido: Satō, Rina

Edad: 30

Sexo: Mujer

Cadáver identificado por: Yoshitake Sarashima, padre de la fallecida

Hora: 08:30

Fecha de nacimiento: 28/3/65

Nacionalidad: Japonesa

Fecha de la muerte: 23/3/94

INFORME PRELIMINAR

Se trata del cadáver de una mujer japonesa de desarrollo normal de 160 cm de altura, 53 kilos y con un aspecto general que concuerda con la edad reconocida de 30 años. Los ojos se presentan abiertos, los iris son de color marrón oscuro, las pupilas de 0,3 cm, las córneas están nubladas. El pelo es castaño, sin teñir, cortado a capas y de aproximadamente 25 cm de longitud en el punto más largo. El cadáver está frío y no ha sido embalsamado.

El cuerpo presenta varias cicatrices. Se encuentra una incisión por encima del signo McBurney del abdomen que podría ser resultado de una apendicetomía (confirmado por la ausencia de apéndice en el examen interno). Presenta asimismo cicatrización quirúrgica en el bajo abdomen, lo que, combinado con la dilatación que afecta la cintura pelviana, indica que la fallecida fue sometida a un parto por cesárea. Quemaduras residuales en antebrazos cubitales derecho e izquierdo y muñecas, así como cicatrices superficiales en los dedos índices y pulgares de ambas manos. La consulta con los familiares sugiere que dichas heridas resultaron de cocinar y del trabajo doméstico.

Se constata rigor mortis en los músculos de la cara, el cuello, el torso y las extremidades. También presenta lividez en los tejidos de la espalda baja, las nalgas y las extremidades distales. Este tejido blanco compacto y la correspondiente decoloración morado oscuro —resultado de la sangre que se coagula en las extremidades— indican que el cadáver yació sobre una superficie plana varias horas tras la muerte antes de ser movido o aupado en posición sentada erguida. Las heridas en la cabeza incluyen magulladuras e inflamación en el cuero cabelludo sobre el hueso occipital y una contusión en la base del mentón. Existe asimismo decoloración sustancial y congestión en la cara de la fallecida, con petequias en la mucosa de los labios y el interior de la boca. Estas heridas se manifiestan por lo general en casos de estrangulamiento, cuando la presión en el interior de las venas del cuello, la cara y los ojos sube de forma repentina y forzada.

En el tejido del cuello de la fallecida se evidencian dos marcas de ligaduras que lo rodean y lo atraviesan hasta justo por debajo de la prominencia laríngea. El ángulo de estas marcas tiene forma de V superficial en el cuello anterior e indica que la cuerda o cordel se pasó por encima de la cabeza de la fallecida y fue tensado desde atrás. El examen interno ha revelado que la hemorragia de las ligaduras había penetrado en los tejidos subdermales del cuello. La anchura de estas marcas varía entre 0,3 y 0,5 cm y concuerda con la de la ligadura que sospechamos se utilizó (en el lugar de los hechos se encontró una muestra de cordel de uso doméstico). En las marcas de la piel también hay alojadas varias fibras blancas que se creen, asimismo, pertenecientes al cordel.

Si bien estas heridas apuntan a que la causa de la muerte fue la estrangulación por ligaduras, existen pruebas que sugieren que también se dio una estrangulación manual. El cuello está cubierto por una combinación de varias contusiones, en concreto, hematomas redondos difusos a ambos lados de la tráquea y marcas profundas de uñas en forma de media luna halladas a ambos lados del cuello. El examen interno del cuerpo ha revelado que existía hemorragia en los músculos del cuello y también que el hueso hioides y el cartílago tiroideo quedaron fracturados como consecuencia del trauma.

Existe una cantidad considerable de heridas defensivas en el cuerpo, incluidos hematomas en antebrazos y muñecas izquierdos y derechos, abrasiones en el dorso de ambas manos y una uña desgarrada en la mano derecha que se cree resultado de un forcejeo.

Se han tomado muestras de sangre y de células epiteliales del interior de todas las uñas de la fallecida y se han enviado a analizar, junto con hisopos de cara, cuello, torso y genitales.

El examen del aparato genital revela indicios de actividad sexual reciente (se han tomado los fluidos para su análisis). Con todo, no hay traumas presentes en el tejido genital ni nada que indique que el contacto sexual fue forzado y bajo coacción. La fallecida no está embarazada.

JUICIO MÉDICO FORENSE

Hora de la muerte: Tanto la temperatura corporal como el rigor y el livor mortis constatados en el lugar de los hechos indican que la hora estimada de la muerte oscila entre las 17:00 y las 19:00 del día 23/3/1994.

Forma de fallecimiento: Estrangulación.

Causa de la muerte: Hipoxia cerebral.

Observaciones: Tras el análisis de las muestras de sangre de la fallecida se ha constatado que pertenece al grupo 0 positivo. Otras muestras de sangre halladas bajo las uñas de la víctima han resultado ser AB positivo (poco habitual, solo en el 20 % de los hombres japoneses). El análisis inicial ha demostrado que esta muestra de sangre es coincidente con el ADN del supuesto agresor. Otros hisopos tomados de la piel de la víctima han revelado saliva de un segundo hombre. La viabilidad de estas muestras sugiere contacto con la víctima cerca de la hora de la muerte. Otros análisis esperan aprobación.

RELACIÓN DE OBJETOS, MUESTRAS Y PRUEBAS FORENSES

  1. Veinte fotografías forenses del cadáver vestido y desvestido
  2. Una camiseta blanca de cuello vuelto, talla pequeña
  3. Un peto vaquero azul marino manchado de pintura rosa, talla 38
  4. Unas bragas blancas
  5. Un sujetador blanco
  6. Dos calcetines blancos
  7. Dos pendientes de presión, en oro satinado, 0,5 cm de diámetro
  8. Un reloj de muñeca de oro con una correa metálica trenzada de 1,7 cm de ancho y 16 cm de longitud
  9. Huellas dactilares tomadas
  10. Diez uñas cortadas, limpiadas y mandadas a analizar
  11. Cincuenta muestras capilares de cuero cabelludo, cejas, pestañas y vello púbico
  12. Doce muestras recogidas del cadáver en hisopos y enviadas para análisis de ADN
  13. Cinco frotis vaginales y anales embolsados y analizados por posible presencia de semen
  14. Muestras de sangre, bilis, tejidos (corazón, pulmón, cerebro, hígado, riñón, bazo) debidamente embolsadas
  15. Sangre de cavidad pleural derecha y bilis enviada a análisis toxicológico. Contenido del estómago almacenado
  16. TAC postmortem
  17. Resonancia magnética postmortem

Firma, Dr. Hiroshi Matsuda

Oficina de Patología Forense de la Prefectura de Tokio

27 de abril de 1994

Hogar

Esa noche en Meguro, ante la verja blanca metálica de la casa que seguía compartiendo con mi abuelo, comprendí que llevaba un tiempo sin ver con claridad el hogar que compartíamos. La imagen que me había creado mentalmente se había generado años atrás, mientras que ante mí la realidad había cambiado. Vemos lo que esperamos ver; yo soy la prueba viviente.

En vida de mi madre el jardín delantero estaba lleno de guijarros blancos y relucientes y pequeños arbustos que bordeaban las losas del camino de entrada. Al abrir la verja, ese día me fijé en lo que el tiempo había hecho en su ausencia. Las pequeñas losas verdes seguían estando limpias y barridas, pero el magnolio que antes vivía arrinconado a un lado de la verja de entrada amenazaba ahora con estallar en el propio camino. La pasarela, en otros tiempos pulida, relucía del moho, mientras que las piedrecitas de los lados estaban recubiertas por una película gris moteada.

Abrí la puerta principal y entré en el pasillo. Por un segundo me sorprendí aguzando el oído para ver si oía a Hannae y el repiqueteo de los utensilios de cocina mientras preparaba la cena, pero ya no estaba; había dejado de trabajar con nosotros cuando yo cumplí los veinte, el día después de celebrar mi mayoría de edad, y se había mudado al sur con su familia.

En la casa reinaba el silencio mientras me puse las zapatillas y bajé la escalera poco iluminada hasta el sótano. Allí el olor familiar de la casa de mi familia dejó paso a un frescor húmedo. El sótano era nuestro refugio seguro durante los terremotos. Las paredes y los suelos estaban reforzados con hormigón y apuntalados por gruesos pilares en cada esquina. La pasión de mi abuelo por archivar y clasificar se extendía hasta allí. Todas las cosas que no necesitaba, pero que era incapaz de tirar, estaban almacenadas en cajas por categorías en los estantes. Una vez al año, contrataba los servicios de una empresa de limpieza para que lo desempolvara todo y luego bajaba en persona para comprobar que no hubieran robado nada. Tras respirar hondo aquel aire frío, fui a la sección de «Electrónica».

Con el reproductor en brazos, me detuve en el vestíbulo para recoger mi maletín con los vídeos y las carpetas del caso. En el estudio del abuelo la lámpara de techo arrojaba un haz de luz que iluminaba los libros. Había pasado tanto tiempo en aquella habitación que había empezado a considerarla mía, pero eso también había resultado ser una ilusión.

Desde donde estaba veía los estantes que había ido colonizando en los años que estudiaba para mi licenciatura y hacía las prácticas con el Tribunal Supremo en Wakō. En el tiempo que había estado trabajando con la judicatura, redacté el borrador de varias sentencias que dictaban penas privativas de prisión, y las que se aprobaron se ejecutaron. Había reunido manuales sobre el sistema penitenciario de Tokio y las prefecturas de alrededor. Eran en su mayoría textos académicos, aunque también había leído otras pensadas para un público general con curiosidad por el tema y estaban llenas de dibujitos, de los uniformes de verano e invierno de los presos, de hombres sentados en seiza esperando la inspección de su celda o arrodillados con sus cuencos de arroz en filas ordenadas. Yo los había leído todos, pero esa noche los vi con una perspectiva muy distinta a cuando los había estudiado; de haberlos cogido, también los habría notado distintos al tacto, los habría sentido como algo personal.

Mirando aquellos tomos en la oscuridad de mi hogar, tuve clara una cosa: no quería saber qué había sido de Kaitarō Nakamura; lo único que quería saber era lo que nos había hecho a mi madre y a mí.

Una vez arriba en el dormitorio, lo dejé todo en el suelo frente al pequeño aparato de televisión marrón que tenía en una esquina. Al menos aquella habitación estaba igual, aunque llevaba un tiempo sin verla. Recordé que de pequeña, por las tardes a la vuelta del colegio, cuando mi abuelo regresaba del trabajo, él subía corriendo a verme y ponía la mano detrás del televisor; si estaba caliente, sabía si yo había estado viendo series toda la tarde en lugar de haciendo mis tareas. Pronto aprendí a controlar las horas y los beneficios de darle una hora al aparato para que se enfriara.

Cuando coloqué el vídeo, vi mi habitación reflejada en la misma pantalla pequeña. Mi cama perfectamente hecha, la colcha gris con flores blancas doblada a los pies. El traje que había recogido esa mañana de la tintorería colgaba de la puerta del armario, mientras que en el poyete de la ventana había apiladas novelas, revistas y un viejo manual junto a mi desmejorado tigre blanco, Tora. Al lado, el espejo y el tocador blancos donde me pintaba y me cepillaba el pelo por las mañanas parecían los de siempre, solo que esa noche pude ver los años de disfraces, de fiestas de verano y conciertos escolares en su superficie lacada. Aquel mueble contenía capas de mi infancia, recuerdos que se habían aposentado en el fondo de mi vida, como el cieno.

Me senté ante el tocador y empecé a repasar el contenido del primer cajón: estaba lleno de pintalabios y pintauñas de supermercado resecos, un título de tiro al arco del instituto y, por último, una fotografía del equipo de béisbol; yo aparecía sentada al lado de Kimiko, a la que odié todo el quinto curso, y todavía verla me hacía recordar aquella irritación de mi infancia.

En el siguiente cajón encontré una fotografía de mis padres en una fiesta. Iban vestidos de piratas, estilo bohemio chic; mi madre llevaba un collar de cuentas por la frente. Todas las fotografías que tenía de ella estaban abajo en el álbum familiar, y había muy pocas de mi padre, de modo que me sorprendió encontrarme aquella allí. Mis padres parecían glamurosos, impenetrables, pero daba igual lo mucho que los mirase: jamás sabría decir en qué estaban pensando. Guardé la fotografía y seguí con una pila de libretas que tenía bajo mi pelota antiestrés de bola del mundo, que solía apretar y tirar de mano en mano mientras repasaba para los exámenes. Recuerdo el tacto de la gomaespuma contra la palma mientras memorizaba dato por dato. Había también una moneda romana, una réplica que me había regalado mi abuelo en Italia, así como fotografías de nuestro viaje. Por aquella época yo acababa de empezar en el juku que me prepararía para solicitar el acceso a Tōdai, y mi abuelo había decidido darme un capricho y llevarme de viaje al extranjero. Sonreí al ver una fotografía del abuelo emocionado en los escalones de la basílica de Asís y otra mía, limitada por mi adolescencia, cansada y aburrida, apoyada contra el autobús.

En el último cajón encontré una copia del himno nacional, una bandera de un desfile del colegio y una pila de tarjetas de cumpleaños de mi madre. Debajo del todo, un sobre.

Es común borrar hechos de nuestras vidas, vivencias que no encajan con las historias que nos contamos. Aun así, hay recuerdos que acechan en los márgenes. Un buen día alargan la mano desde otra época y transforman un momento de alegría en uno de vergüenza; a partir de ese momento esas evocaciones permanecen contigo y merodean por los bordes de tu visión para decirte: «Mira lo que eres».

Dentro del sobre había una fotografía. La cogí sintiendo la textura cerosa entre los dedos. Con una impresión granulada y antigua, retrataba a tres personas en una playa a finales de verano. El sol tenía un no sé qué suave y filtrado y el aire estaba tintado de calor. A lo lejos las olas se rizaban y se crespaban en la orilla, perfiladas con espuma blanca, mientras unos yates flotaban en un pequeño puerto abierto. En primer plano aparecía una familia.

La mujer llevaba un vestido de algodón con una rebeca ligera encima que tenía el cuello alto y estrecho y le perfilaba aún más unas líneas ya de por sí estilizadas. Reía mirando a las otras dos personas a su lado: una niña con pantaloncitos rojos y camiseta que daba patadas al aire y le sacaba la lengua al hombre que la tenía aupada por los aires. Él le sonreía a su vez. El sol estaba poniéndose tras ellos y, salvo por el destello de su sonrisa, la cara del hombre estaba a contraluz. Pero, si mirabas de cerca la fotografía, si centrabas la vista en el hombre y la pequeña, veías que estaban mirándose y estaban contentos. De pie junto a la cama en la que había dormido sola noche tras noche —sola todas las noches de mi infancia—, dejé caer la fotografía.

La carpeta del caso debía de haber sido beis en otros tiempos; bajo la luz de mi cuarto vi que estaba gris, por los dedos que la habían manchado con tinta barata. Contenía los informes forenses, las notas de los interrogatorios y las declaraciones de los testigos, todo cuidadosamente mecanografiado y en sus formularios oficiales, pero también había notas manuscritas, así como post-its o garabatos de papel pautado. Mientras las leía, empezaron a removerse y a fusionarse al tiempo que empezaba a formarse una imagen que me dejó atisbar al hombre al que mi madre había querido: porque debió enamorarse de él; solo me habría abandonado por algo así.

Una vez bajo custodia policial, puede retenerse a una persona hasta veintitrés días sin que se formalice una acusación o le asista un abogado, y durante ese tiempo el Estado puede decidir cuándo come, duerme o se baña. Los interrogatorios pueden ser interminables, conducidos por relevos frescos de policías. La violencia moderada, como una bofetada, está permitida, aunque las patadas se consideran ya pasarse de la raya. Yo sabía por las notas de Yurie Kagashima lo que pensaron los inspectores de Kaitarō Nakamura: lo veían como un monstruo y un asesino. Juzgaron su renuencia como desafío, su rechazo ante la confesión que querían hacerle firmar, como falta de remordimientos. Yo podía entender esa actitud y en ese momento la compartí incluso, porque, si ese hombre había matado a mi madre, no merecía compasión alguna.

Los fiscales tienen el deber de resolver los crímenes y llegar al fondo del asunto, a la verdad. Esto a menudo se logra obteniendo una confesión completa, que, una vez firmada, se transforma en prueba testimonial: la clave para un juicio fácil y rápido. Vi que redactaron varios borradores para Kaitarō Nakamura; los primeros eran de los inspectores de policía, y el último de puño y letra del propio fiscal. El sospechoso pasó muchos días negándose a firmar nada, pero acabó firmando la última. Esa noche, en mi cuarto, no podía imaginar sus razones.

A mi lado en el suelo tenía las cintas de los interrogatorios que había recibido Yurie Kagashima por mediación del fiscal, quien no estaba obligado a compartirlas, pero en su momento debió de pensar que eran pruebas contundentes a su favor. Me pregunté, sin embargo, qué habría visto Yurie en ellas porque había tres marcadas con un asterisco en bolígrafo rojo. Hacia el final de la instrucción del caso, el fiscal condujo en persona todos los interrogatorios a Kaitarō Nakamura. La primera sesión fue el 12 de abril de 1994, la fecha de la primera cinta marcada. La metí en el aparato de vídeo y me levanté para apagar las lámparas repartidas por el cuarto. Luego me senté ante la pantalla, sola en aquel baño de luz; más allá, la oscuridad.

La película parpadeó con puntos en blanco y negro hasta que, de pronto, la imagen se estabilizó. Nakamura apareció sentado en una silla, sin mirar a la cámara, como negándose a reconocer la presencia de esta. Tenía la cabeza caída hacia el regazo, el pelo largo y sin lavar. Distinguí los hematomas en su cara pese a la barba de varias semanas. Tenía una magulladura amoratada e hinchada en la mejilla, aunque tenía pinta de ser de antes del confinamiento porque ya se había curado por los bordes. Y luego, bajo todo eso, como una sombra, su antiguo yo, moreno, joven y vital: el hombre al que mi madre conoció. Me perdí el inicio del interrogatorio porque tuve que coger aire al ver que de pronto Kaitarō levantaba la vista hacia la cámara y sonreía.

—Me encanta mi trabajo. Se me da bien.

—Responda a la pregunta, señor Nakamura.

—A eso no se responde con una palabra.

—¿Ella era un trabajo para usted? ¿Un objetivo?

Kaitarō ríe.

—Era mi vida —dice mirando a su alrededor, de las paredes grises al espejo opaco, a los agentes de policía que hay detrás y por fin de vuelta al hombre que tiene enfrente—, y al final se va a quedar con ella.

—¿Cuándo fue su primer encuentro con la víctima? El señor Satō nos ha contado que la primera vez que habló con su mujer fue en un mercado de Ebisu. ¿Es cierto eso?

Kaitarō se inclina sobre la mesa y dice:

—¿Ha conocido antes a gente como yo?

—No, usted es el primero.

El detenido da una palmada y junta las manos por delante, unas manos largas y elegantes que podrían darle a una niña un cucurucho de helado.

—Hace unas preguntas absurdas —dice mirando a su interrogador, fijándose en sus uñas de manicura, en su traje—. Son todos ustedes absurdos.

El interrogador tuerce el gesto, pero no dice nada. Da la impresión de que en la sala hace calor bajo las luces porque a Kaitarō se le ha formado una pátina de sudor por las sienes y sobre los labios agrietados, aunque no hace ademán de querer enjugarse la humedad. Por un segundo mira de reojo la carpeta que hay sobre la mesa entre ellos y la insignia prendida del lomo. Es un crisantemo blanco con unas hojas doradas en torno a un sol rojo —los extremos climáticos de la escarcha del otoño y la luz abrasadora del sol—, pensado para recordarle al que lo lleva los principios inamovibles y los juicios severos que se esperan de aquellos que hacen cumplir la ley. Kaitarō tal vez no entienda lo que significa la insignia, pero sí sabe que el hombre ante él no es un simple inspector de policía.

—El señor Satō le proporcionó información sobre su mujer. ¿Se implicó él personalmente en el caso? —Kaitarō levanta la barbilla y por toda respuesta solo deja ver un brillo en los ojos—. ¿Pretendía que usted la matara?

—Que le den. —Lo ha dicho con una voz suave y baja, pero la cara se le ha puesto blanca bajo los moratones de la piel—. Sé lo que piensan de mí, usted y sus esbirros anónimos.

—Yo soy Hideo Kurosawa, fiscal del Estado.

—Usted tampoco va a escuchar nada.

—Yo lo que quiero es comprender.

—Demuéstremelo.

Bajo el calor blanco de las luces, los dos hombres se toman las medidas. Kaitarō mira de soslayo los papeles grapados en la mesa que tiene delante, la confesión cocinada por el fiscal. Kurosawa le sigue la mirada y luego alarga la mano hacia las hojas mecanografiadas y vuelve a meterlas en la carpeta y en el maletín, que aparta de la vista. Lo único que queda en la mesa es su libreta, abierta por una página en blanco. Vuelve a mirar al acusado y le pregunta:

—¿Cómo empezó todo?

Kaitarō se incorpora ligeramente en el asiento, pensando su respuesta. Luego parece que le cuesta respirar, hasta que al cabo de un momento su voz se filtra desde la cinta.

—Seguí a Rina hasta el mercado. Tenía una fotografía suya que me había dado su amigo Satō, pero salía muy joven, muy… —Hace una pausa como si no encontrara la palabra—. Me pareció que la foto tenía ya su tiempo. —Levantó la vista para ver si Kurosawa estaba tomando notas, pero no era así—. Por la descripción de Satō, me había imaginado a alguien mayor… una mujer más de su casa. Tal y como la describía, Rina daba la impresión de ser una mujer solitaria, aburrida de su vida. Mi jefe previó resultados rápidos y, siendo sinceros, yo también. Cuando llevas un tiempo trabajando en este oficio, como es mi caso, se vuelve bastante predecible… el amor, me refiero. —Kaitarō sonríe como retando a Kurosawa a interrumpirlo, pero el fiscal no lo hace y se quedan callados por unos instantes—. La gente se cree que lo que yo hago… a lo que me dedicaba, es raro. No se imaginan a sí mismos en esa profesión. Y eso que a diario todo el mundo hace por inercia lo que yo hago. Es tan natural como respirar. Analizamos a la gente que nos rodea, sus deseos, sus necesidades, y hacemos nuestra jugada.

—¿No le parece un tanto cínico? —pregunta Kurosawa.

—No hay un solo hijo de este mundo que no analice a sus padres —responde Kaitarō—. Todo pequeño calibrará las emociones de las personas que lo cuidan y actuará en consecuencia, para conseguir lo que quiere. Esa es la habilidad de vivir con los demás. Nos pasamos la vida entrenándonos, señor fiscal. Lo único que pasa es que usted utiliza su conocimiento de forma distinta.

—¿Cómo?

—Usted investiga a los criminales y sus crímenes, pero es capaz de ver lo que necesitan. Sabe qué hacer para conseguir que lo ayuden. Es usted capaz de todo tipo de cosas con tal de conseguir lo que quiere, tanto fuera de esta sala entre los burócratas como en casa con su mujer. Creo que operamos a niveles muy similares. —Kaitarō se inclina hacia delante—. ¿Podría darme un vaso de agua?

—No, siga con lo que estaba diciendo.

—Cuando llegué a Tokio no tenía nada, ni siquiera una cámara. ¿Qué más podía utilizar sino a mí mismo? —Kurosawa asiente, a la espera—. ¿Qué quiere la gente? ¿Aprobación? ¿Elogios? ¿Afecto? La atracción no es otra cosa que eso: me gustas porque yo te gusto a ti, y así son las cosas. Te conviertes en un espejo de la otra persona. Finges interés por sus problemas, trasmites aprobación, y reflejas a tu vez las cosas que quieren ver.

Kurosawa alarga la mano para coger el vaso de corcho blanco con su té y le da un sorbo; el líquido es oscuro y espeso como el tabaco.

—¿Cuántos trabajos de este tipo ha hecho? —pregunta el fiscal, pero Kaitarō lo ignora.

—Estuve siguiendo a Rina durante semanas. Siempre iba con prisas, una madre que hacía recados para poder volver a casa con su hija. Pero una noche capté algo en su expresión, una tristeza que no había visto antes. Parecía perdida y sentí que allí estaba mi oportunidad.

»Estaba en el mercado, mirando unas peras nashi y buscando dinero en el monedero. Aunque tenía el pelo caído sobre la cara cuando me acerqué, yo ya sabía que no era el ama de casa entrada en carnes que su marido había querido pintarme. Ni tampoco una mujer sencilla y sola. Cuando levantó la vista para mirarme vi que tenía una confianza que no me esperaba. Arqueó una ceja, desafiándome. Le pregunté si conocía algún puesto donde vendieran una buena tarta de queso. —Levanta la vista sorprendido cuando Kurosawa ríe—. Ya, sí. No sé, los postres son afrodisiacos, digo yo… —Kaitarō sonríe—. Rina también se rio. Me señaló un puesto que había por detrás… Seguía riéndose cuando la invité a tomar un café conmigo.

—¿Y lo acompañó?

Kaitarō sacude la cabeza y la sonrisa se le borra de los labios.

—Me dijo que estaba casada y que tenía una hija. Aquello debía espantarme, apelar a mi decencia. —Traga saliva—. Era una mujer decente, y yo lo único que podía pensar, después de leer sobre ella, de seguirla, de fotografiarla, era que la conocía. La conocía como no tenía derecho a hacerlo, y sabía con lo que se encontraba cuando llegaba a casa.

»Le señalé la alianza de casada y le dije que sabía que estaba casada. Aquello la descolocó. Estaba claro que nadie había intentado ligar con ella en mucho tiempo. Es increíble lo ciega que puede estar la gente.

»Le tendí mi tarjeta, le dije que me llamara si cambiaba de opinión, pero, cuando sacudió la cabeza, me fui aliviado. Estaba atravesando el mercado, pensando en mi jefe y en cómo convencerlo para dejar aquel caso, cuando ocurrió algo horrible. Me siguió.

»Se plantó ante mí muy entera, tímida y atractiva por partes iguales, y me dijo que sí que tenía tiempo para un café si seguía interesado. “Me llamo Rina, Rina Satō”, me dijo con una sonrisilla. Fue la ilusión en sus ojos lo que me desarmó. Le dije que se fuera a su casa, que su primer instinto había sido el bueno. Recuerdo cómo la miré y el dolor en su cara cuando me di media vuelta y me fui sin mirar atrás. Tardé semanas en volver a abordarla.

—Pero ¿lo hizo? —pregunta el fiscal—. ¿Volvió a abordarla?

—No tuve más remedio —responde Kaitarō.

—¿Lo presionaron desde el trabajo?

—No volví por eso —dice sacudiendo la cabeza.

—¿Fue por el otro agente, Haru?

—No le habría dejado tocarla.

—Entonces ¿qué pasó?

Kaitarō se mira las manos.

—Regresé por su barrio, pero ella siempre estaba ocupada. Intenté aparecer en sitios donde sabía que estaría, pero no podía ser yo quien la abordara. Me pasaba el día pensando en ella. De joven tuve una pareja. Me gustaba la compañía, disfrutaba del sexo, incluso cuando me mudé aquí a Tokio y acepté ese trabajo, pero después de un tiempo, con toda la gente del trabajo… empecé a mantener las distancias. Con Rina, en cambio, ya estudiando su caso, había sentido esa atracción hacia ella, como si quisiera que me descubrieran. Me entraban ganas de contarle lo de Satō, dejarme de bromas, de tapaderas. Podría haber sugerido que nos fuéramos a un hotel del amor y que nos echaran una foto, o podría haber pedido ella el divorcio, con sus condiciones. Luego podríamos habernos conocido como personas normales y haber empezado de nuevo.

—¿Y por qué no lo hizo así? —quiere saber Kurosawa.

—La química es algo muy poderoso —dice Kaitarō—, pero puede resquebrajarse. Si le hubiera contado por qué me habían contratado, la vida que yo sentía que podía esperarnos juntos jamás habría llegado a nacer.

—También podría haberse quitado de en medio sin más —dice Kurosawa, pero Kaitarō lo ignora.

—Cuando volví a cruzarme con ella, Rina sintió mi indecisión. Las emociones estuvieron siempre muy a flor de piel entre nosotros. Ella sentía lo que yo pensaba, pero interpretó mi reticencia como timidez, puede que por esa decencia que tanto deseaba. Supe entonces que nuestra amistad, por frágil que fuera, no sobreviviría a mi profesión. No habría un comienzo de cero. La habría asqueado todo y habría dado igual lo que hubiera podido haber entre nosotros. —Kaitarō se detiene—. Y tampoco podía dejarla a merced de Haru y Satō.

Kurosawa se queda callado y luego hace una seña hacia el panel de cristal tintado. Al poco un joven uniformado entra con un vaso de agua de plástico y lo deja delante de Kaitarō, que arquea la boca en una sonrisa, pero no bebe.

—Con Rina nunca tuve que actuar —dice en voz baja—. A ella no la habrían atraído ninguno de los papeles profesionales que había utilizado con otras mujeres. Rina habría visto que iba de farol; me leía como un libro abierto. Observaba a los demás con más detenimiento que ellos a ella. En ese aspecto éramos muy parecidos.

—Entonces, ¿le habló de usted?

—Yo era yo.

—¿Le habló de su infancia, sobre dónde se crio, de dónde venía? —insiste Kurosawa—. ¿Por qué arriesgarse a abandonar un blanco, a que luego se presentara en su ciudad natal una víctima de sus fraudes?

—Yo no abandoné a nadie.

—No —contestó en voz baja Kurosawa—, no lo hizo.

—Ella me conocía —dice Kaitarō mirando a los ojos de su interrogador—, no por mi trabajo, sino por mi yo real, y no la horrorizó lo que vio. —Se recuesta y lleva la mirada más allá de Kurosawa; por primera vez hay una ligereza en su expresión, una reminiscencia de las ilusiones—. Lo que yo sentía por Rina… Ella era mi hogar, una mujer que no solo me entendía, sino a la que también le gustaba. Era como yo.

—¿Quiso divorciarse?

La mirada de Kaitarō cambia.

—No, al principio no.

—¿Eso es algo habitual?

—La mayoría de la gente piensa solo en sí misma; les encanta tener la distracción de un nuevo romance en sus vidas, sobre todo cuando se aburren y están frustrados. Algunos están tan desesperados por que alguien les haga caso que se entregan a cualquier aventura sin pararse a pensarlo. Incluso quienes nos creemos buenas personas podemos ser crueles cuando nuestra supervivencia o nuestra felicidad está en juego. Rina era distinta, ella valoraba las promesas que le había hecho a su familia. Lo sopesaba todo: las necesidades de su padre, de su marido, de su hija. Para ella eran más prioritarias que las de ella misma, y no rompió con todo eso a la ligera. Una de sus principales fortalezas era ser amable, pero su forma de vida la asfixiaba. Necesitaba hacerse un sitio para sí misma y eso es lo que hicimos juntos. Nunca hicimos nada que ella no quisiera.

—¿Qué pasó tras el divorcio?

—Rina se mudó a Meguro una temporada y luego nos fuimos a vivir juntos —dice Kaitarō, que mira a la cámara y por un momento delata alegría.

—¿Siguió trabajando como agente?

—No, yo… —Kaitarō menea la cabeza—, me dediqué a lo mío, a la fotografía. Rina ayudó con algunos de sus antiguos contactos y estaba a punto de volver a exponer. Estaba trabajando en una serie, una que había empezado ese verano. Solo necesitábamos un pequeño colchón. —Hace una pausa cuando el fiscal le dedica una mirada inquisitiva—. Sumiko estaba viviendo con su abuelo. Él lo puso como condición, que la niña viviera en su casa hasta que Rina pudiera proporcionarle un hogar estable. Sumiko me conocía como amigo de su madre y no llegué a verla mucho. Rina me dijo que Yoshi estaba poniéndonos a prueba, pero queríamos que Sumiko viviera con nosotros, de modo que hicimos lo que nos pidió.

—¿Solía trabajar con niños? —pregunta Kurosawa.

—No.

—Pero en este caso involucró a la niña, la conoció.

—Muy simpática. —Hace una pausa y sonríe para sí—. Una niña precoz. Tiene unos ojos muy grandes y negros y una gran habilidad para salirse con la suya. Me gustaba eso.

—¿Cómo murió Rina?

A Kaitarō se le resbala la sonrisa y se queda un rato callado.

—¿Sabe lo que es encontrar a la persona que te completa? —pregunta—. ¿Que estés donde estés, decidas lo que decidas, te completa? Eso es lo que yo sentía por ella.

—¿Cómo murió, Kaitarō?

—Con un cordel. Estaba en nuestra mesilla de noche. Un cordel de cocina.

Su imagen se emborronó cuando pausé la cinta. Tenía marcas en forma de medias lunas en la palma de la mano, de clavarme las uñas. El fiscal Kurosawa se quedó congelado en mitad de la acción, las manos sobre la libreta, aunque no recordaba cuándo había comenzado a escribir. Justo en el borde de la página había un dibujo de un paquete bien atado con un cordel. Cerré los ojos. Seguía viendo la cara de Kaitarō tras los párpados. Oía sus palabras, claras y seguras. Quise entrar en el interrogatorio y detenerlo. Quise presionar los dedos contra su boca y detener el tiempo.

En algunos casos de homicidio hay vídeos de seguridad de tiendas o supermercados que graban los últimos momentos de vida de una persona. Cuando los ves, te entran ganas de gritarle a la silueta de la pantalla y avisarla de que no tomen el camino al que ya están dirigiéndose. Al detener el interrogatorio, creí que, si no le dejaba hablar, si no oía lo que pasó, entonces no sería real. Cuando volví a pulsar el Play, siguió inmóvil y callado, mirando directo a la cámara.

—Yo la quería… la sigo queriendo.

Perlas

Esa noche me quedé en mi cuarto con el collar de perlas de mi madre en la mano. Siempre había sido como un talismán para mí. Les daba vueltas a las perlas entre los dedos, disfrutando del suave chasquido, viendo mi reflejo en cada curva. Eran antiguas y pesadas, de las que deben pasarse de madre a hija. El día de mi duodécimo cumpleaños el abuelo se sacó aquel collar del bolsillo y me lo dio. Me las dejó en la palma y me contó que yo una vez había estado a punto de perderlas.

Habíamos ido a una fiesta y yo estaba sentada en el regazo de mi madre, al lado de una piscina poco profunda. Ella había estado charlando y atendiendo a unos compañeros del trabajo de mi padre. Mi abuelo me contó que de muy pequeña me encantaba la atención y quería ser el centro de todo, de modo que le tiré del collar y, al sentir las bolitas nacaradas entre mis deditos, volví a tirar. El hilo se partió y las perlas salieron volando por todas partes y rodaron hasta la piscina. Mi madre se puso en pie y corrió tras ellas, riendo, conmigo cogida en brazos. Las recogimos juntas una a una y sacamos de la piscina las que faltaban. Cuando estuvieron todas reunidas, mi madre señaló nuestro reflejo en el agua reluciente. Dos cabezas juntas, ojos negros y grandes y mejillas pálidas. Nuestras respectivas imágenes se ondearon y se fundieron: dos mujeres que fueron en ese momento solo una.