Sumiko
Siempre me cuesta imaginarme a mi madre de joven. Cuando pienso en ella, la veo como mi madre y soy incapaz de imaginármela de otra manera. ¿Vosotros pensáis en vuestros padres en esos términos? Como cuando eran jóvenes y acababan de conocerse y enamorarse, dos personas interesadas solo en sí mismas, ajenas a tu existencia, que llevaban vidas distintas. Mi madre llevó una vida sin mí; la diferencia es que ella lo hizo tanto antes como después de nacer yo.
La pregunta de quién era realmente mi madre me ha perseguido a lo largo de los años. Regreso constantemente a su vida. Todavía tengo la sensación de que, si pudiera mirar con la debida atención las pistas que dejó, quizá las viera de forma distinta, y entonces la vería a ella por lo que era: una joven dedicándose a lo que quería, una mujer enamorada, una madre intentando hacer lo mejor por su hija. Hubo tantos acontecimientos en su vida a los que no tengo acceso, vivencias que se guardaba para sí… Aun así, no puedo evitar preguntarme si, en caso de haber seguido con vida, las habría compartido conmigo llegado el momento y entonces nos habríamos podido ver reflejadas la una en la otra, como suele pasar entre madres e hijas.
No queda mucho. De pequeña atesoraba sus cosas, temerosa de que, al igual que la fotografía suya que teníamos en el altar familiar, me las arrebataran. Conservo, sin embargo, algo suyo, algo que me dio ella, un billete de vuelta desde Hokkaido para que lo guardara en mi álbum de recortes. Me compró otras cosas. Recuerdo una Baumkuchen, un tronco a capas recubierto de chocolate blanco y negro para semejar el corcho del abedul. Era una cosa fuera de lo normal. La primera vez que lo vi pensé que era una rama de un árbol, pero dentro estaban las finas capas de bizcocho, y me contaron que estaba tan rico y era tan suave, como un rayo de sol en la lengua, porque era de mantequilla de Hokkaido. Siempre he tenido debilidad por la Baumkuchen, pero no sé si empezó con aquella en concreto, que por supuesto nos comimos. Ahora no queda nada, ni rastro de lo que pudo ser.
En cuanto concluyó el divorcio, mi madre vino a vivir conmigo y con el abuelo a Meguro. Estuvo con nosotros tan solo unos meses, pero el billete de avión es de esa época, de un viaje breve que hizo por aquel entonces. Contaba que había sido una aventura, igual que encontrarnos el piso nuevo de Shinagawa, que ella iba a adelantarse para explorar un hogar nuevo para mí. Decía que Hokkaido sería muy especial para ambas y que pronto me llevaría, pero evidentemente no lo hizo.
Cuando murió, el abuelo trajo lo que quedaba de la vida de mi madre a nuestra casa de Meguro. Trasladó sus pertenencias y las metió en el que había sido su cuarto de pequeña… puerta con puerta con el mío.
Ya de pequeña noté que faltaban muchas cosas: no había libros, no había fotografías ni cámaras. Había tan solo varias prendas de vestir, sus zapatos, un kimono formal envuelto aún en papel, una cajita con joyas, los pinceles de caligrafía y, por último, unos sobrecitos con su fragancia: paquetes del polvo color café que usaban los monjes para purificarse antes del templo y que vendían en Ginza por cien yenes el paquete. Crecí conociendo ese olor en su piel, de modo que nunca lo he asociado con los hombres o los templos, solo con ella… y con el pinar que había por encima de nuestra casa de Shimoda.
Esas cosas fueron durante mucho tiempo lo único que tenía de ella, y las guardaba como tesoros. Cuando me fui haciendo mayor, las visitaba en secreto, cuidándome mucho de que no me viera el abuelo, pues estaba convencida de que, si no lloraba ni montaba un número, se olvidaría de que estaban allí y podría quedármelas.
Cuando Yurie Kagashima me dio el expediente del caso de homicidio de mi madre, me pasé unos días obsesionada con su contenido. Desplegué todos los documentos sobre la mesa del comedor, ocupando el espacio donde mi abuelo desayunaba y me recortaba las noticias del periódico para que las leyera antes del trabajo. Sin embargo, al cabo de unos días, a pesar de que en mi cabeza fue encajando un hecho tras otro, un detalle tras otro, seguían siendo sus pertenencias lo que más me atraía. Me llamaban desde su habitación hasta que abandonaba el expediente del caso en la planta baja y me sorprendía abriendo las puertas de su armario, clavando las rodillas en la moqueta.
Siempre me han encantado los zapatos de mi madre. Aquel día, cuando los miré en su lugar de descanso final, se me antojaron atemporales, cada par parecía poder sobrevivirme incluso a mí. Los zapatos estaban alineados sobre barras metálicas dentro de su armario, en un remedo de cómo los habría colocado ella en vida. Debieron de formar parte de una colección en evolución constante, como cuando ella pasó del instituto a la universidad siendo una joven adulta, cambiando, mudándose de una fila a otra cuando los pares viejos quedaban relegados al fondo y los nuevos ocupaban la delantera. Pero, cuando yo los miraba, la colección era ya estática, definitiva. Todo lo que quedaba de ella había acabado en Meguro, como yo misma.
Ya en vida de ella me maravillaban sus zapatos. Me preguntaba para dónde se los ponía: los de salón negro con los lazos plateados o dorados en las punteras; las zapatillas blancas abiertas por detrás; los de salón azul marino, gruesos y recios, como los que se pondría una pasante; y mis favoritos, unos tacones bajos en rojo oscuro, abiertos por delante, con tiras finas que cogían los tobillos. Eran las que yo escogía siempre de pequeña para probarme. Descubrí que, si rellenaba las punteras con pañuelos, podía meter los pies en las sandalias y sujetarlos lo suficiente para atarme las tiras. Conservaban la huella de su pie, unas líneas arrugadas en el cuero; a las dos nos volvían locas esos zapatos.
Arrodillada ante su armario, cogí una vez más las sandalias rojas, nuestras favoritas, compradas un año antes de su muerte. Se las puso una noche para salir a cenar en Shimoda el último verano que pasamos allí juntas, y luego otra vez cuando se fue con el coche a Atami ella sola. Y ese otoño, cuando volvimos a Tokio, se las puso cuando me llevó a ver al abuelo en Meguro. Sentada en el suelo, a lo indio, como una cría, apreté los zapatos contra la cara e inhalé el olor polvoriento del alcanfor, que me hizo evocar aquella tarde.
Al llegar, mi madre había dejado las sandalias rojas en el estante de los zapatos de calle que hay en la entrada, de donde se las robé antes de salir corriendo con ellas hasta su antiguo cuarto mientras el abuelo y ella preparaban el té abajo. Me senté en la alfombra y extendí a mi alrededor la falda de mi vestido nuevo, uno blanco estampado con peonías rosas. Después me tendí en el suelo y me quedé mirando las motas de polvo que flotaban en caída libre desde el techo. En la entrada estaban las bailarinas rosas que me había comprado mi madre a juego con el traje nuevo, pero esa tarde quería ser mi madre; quería ser igualita que ella y sabía que lo que nos separaba era mi edad.
Levanté las sandalias rojas en alto y repasé con los dedos las intrincadas costuras, sintiendo la seda suave del cuero contra la piel. Después me puse en pie y me las calcé. El talón solo me llegaba a la mitad de la suela, pero, si miraba de frente al espejo, los zapatos parecían míos. Me encaramé primero sobre un pie y luego sobre el otro antes de agacharme a fijar las tiras. Me gustaba cómo me quedaban y el aspecto que me daban: parecía más alta, me estilizaban las piernas delgadas, estaba elegante. Podía haber sido una dama, pensé, una dama con sandalias rojas y uñas pintadas de rojo.
Oí que el abuelo y mamá rondaban por el pasillo. Habían empezado hablando a susurros, pero las voces eran cada vez más altas. La puerta de la calle sonó mientras yo me volvía de un lado para otro. Mi abuelo pasó a los gritos y oí que mi madre iba hacia la puerta, huyendo de él.
—¡No pienso permitirlo, Rina! —le oí decir—. ¡En mi casa no!
—¡Sumi! —me llamó mi madre—. ¿Dónde estás?
Miré las tiras alrededor de los tobillos, esos lazos tan bonitos y simétricos; eran los mejores lazos que había hecho en mi vida.
—¡Sumi! Quítate mis zapatos y baja ahora mismo. Hay un amigo nuestro que quiere saludarte.
Arrugué la nariz ante el espejo. Sentada en el suelo, desaté los lazos, deshaciendo mi gran trabajo. Salí al rellano pensando en las aburridas bailarinas que me esperaban abajo en la entrada. El abuelo estaba plantado al lado de la puerta de la calle, paralizado por la rabia.
—En mi casa no —repitió.
—Entonces tendremos que irnos de tu casa, Yoshi —dijo mi madre.
Cuando bajé, le di sus zapatos y ella me tendió los míos. Después abrió la puerta de la calle y salimos a la luz del sol para encontrarnos con el amigo que nos esperaba en el jardín, el mismo que ese verano me había comprado el helado. Cuando salí tras mi madre, él se volvió y sonrió. Me gustaba su sonrisa.