Sumiko

Ruinas temporales

Al día siguiente me desperté antes del amanecer, cuando algo en la luz que se colaba por las persianas y me daba en los párpados me hizo abrirlos. En cuestión de segundos estaba completamente despierta. En el ambiente flotaba cierta urgencia cuando me despegué del revoltijo de sábanas. Últimamente me costaba conciliar el sueño y se me disipó en un abrir y cerrar de ojos.

Incapaz de enfrentarme a las cintas y al expediente del caso, me fui a una cafetería. La presencia de la gente, cada uno con su rutina diaria, me serenó. Me senté a la barra con una gruesa tostada de pan blanco con crema de cacahuete, viendo cómo iba cobrando vida aquella cafetería de una zona comercial al lado de la bahía de Tokio. Seguía siendo temprano, el mar al otro lado de las ventanas tenía un gris cambiante, pero, cuando se aclaró un poco, me levanté del taburete, dejé unas monedas en la barra y cogí el trasbordador que atravesaba la bahía hasta la isla de Odaiba.

Una vez en la playa, caminé por el rompeolas y me arrodillé para pasar los dedos por los surcos de la arena. El agua estaba fría y espesa, como amodorrada por el frescor inesperado de la noche. Las noches así son engañosas en verano; al día siguiente suele hacer un calor horrible, con neblinas que rizan el aire al evaporarse la superficie del mar. Sabía que ese día sería así.

Fui caminando por la estrecha franja de parque que miraba a la ciudad y trepé a una roca para ver el amanecer sobre Tokio. Empezó por encima de los rascacielos y la aguja de la Torre Tokio para luego extenderse por la bahía e iluminar el arco blanco del puente Rainbow.

En japonés «paisaje» se dice fūkei, que combina los caracteres de «fluir» o «viento» y «vista»: una vista que fluye, algo pasajero y efímero que no se detiene nunca.

La vista ante mí no era la misma que debía de haber visto mi madre cuando venía aquí, de universitaria, a echar el rato en el parque o en los centros comerciales recién construidos. Para ella el agua debió de ser una extensión de azul ininterrumpida, con los ríos —el Tsurumi, el Tama y el Arakawa— desembocando en la bahía. No había puente.

Puede que en esos meses embriagadores que compartió con Kaitarō viera los pilones atravesando el aire y la carretera en obras entre ambos. Pero no llegaría a conocer el puente Rainbow, tan querido en nuestra ciudad, porque terminó de construirse a finales de 1994, el año que ella murió.

El aire conservó la frescura cuando el sol remontó el cielo, y una brisa vigorosa soplaba por la isla y levantaba un muro entre Tokio y yo. Con todo, conforme pasaron las horas, la ciudad empezó a relucir, y vi cómo la calima salía lentamente del cemento abrasador hasta que me llegó incluso con el viento: un bochorno sulfuroso.

Sabéis que mi madre era fotógrafa. Quién sabe si, quizá, si no se hubiera casado y no me hubiera tenido a mí, habría llegado lejos. Una vez me contó que, cuando salía con la cámara, su objetivo era captar la esencia de una escena, de un momento de un día concreto. Sin embargo, exposición tras exposición, sus fotografías solo tomaban prestadas cosas de la naturaleza: representaban una parte de la vista, un mero fragmento de lo que ve el ojo.

La luz del sol era tan fuerte que escocía y, mientras contemplaba la ciudad, que se ondeaba en la distancia, me preguntaba si realmente se puede fotografiar el calor y cómo lo habría hecho mi madre. Hay cosas que es posible tomar prestadas de la vida e imprimirlas sobre el negativo, pero desde luego lo que yo sentía ese día era imposible de plasmar, ni tampoco el calor asfixiante que tenía en la piel, el sudor que me salía por debajo del pelo y me caía por el cuello, la luz cegadora de Tokio en agosto.

Miré al agua y hacia los edificios que mi madre habría conocido, los bloques bajos de la década de los ochenta, codo con codo con los rascacielos con elegantes nombres de la época de la burbuja financiera, como el Plaza Dorada o las Torres Rayos de Sol, de cuando Japón era un país próspero.

Se me hacía raro mirar mi ciudad natal con los ojos de mi madre. Los edificios antaño modernos, con sus ventanas tintadas, estaban ya pasados de moda, mientras que los bloques de oficinas que llenaban el centro de la ciudad empezaban a desmoronarse, con su capa negra de contaminación incrustada.

En Tokio hay huellas del pasado que permanecen, pero nada existe por mucho tiempo. Si quieres ver los ríos, los fosos y los canales desaparecidos del periodo Edo, tienes que buscar los puentes, las autovías y los pasos elevados ubicados en sus lechos.

Fue en vida de mi madre cuando se aceleró la evolución de la ciudad. Se casó con mi padre entonces y al poco tiempo me tuvo a mí, y la riqueza propulsaba nuestro hogar hacia el futuro. Le ganaron terreno al cieno de la bahía, y los antiguos muelles pesqueros, tan populares antaño, se perdieron. El puerto se transformó. Las vías del tren y las autovías serpenteaban por los cielos mientras la tierra se erizaba de rascacielos. Se arrancaron de raíz bloques de pisos de ladrillo y edificios art déco que habían sobrevivido tanto al gran terremoto de Kantō como a los bombardeos de la guerra. Con la fiebre del redesarrollo urbanístico, se hizo todo de nuevo, subordinado a un mundo limpio y luminoso. Con el paso de los meses desmantelaron un nivel tras otro de historia, pasado y presente; ni siquiera les dio tiempo a deteriorarse. En Tokio no hay nada permanente, solo ruinas temporales.

La gente suele pensar que los edificios tendrán una vida más larga que un individuo. Parecen indestructibles, pero lo cierto es que son tan frágiles como las personas. Reliquias de una ciudad de descarte y construcción que puede demolerse y borrarse fácilmente, igual que una madre.

Esa tarde, mientras la brisa me daba en la cara y me levantaba los mechones de pelo del cuello, vi los destellos de las torres nuevas de la bahía —una ruina temporal reflejada por otra—, y supe que todo lo que me había precedido pronto desaparecería.

El viento era racheado y batía el mar hasta formar una espumita blanca en las crestas de las olas, y me pregunté si, dado que las trasmutaciones de nuestro mundo no eran visibles de golpe a simple vista, a lo mejor sí podían conservarse en una historia. El sentido de la memoria de la ciudad y el mío entrelazados. Pensé en las cintas y los documentos que me esperaban en casa. Solo ellos sabrían decirme qué quedaba todavía en pie.

Juicios de papel

A la gente le gusta creer que eres «inocente hasta que se demuestre lo contrario», pero, si os toca ser el acusado en un juicio, no caigáis en ese error. Sois culpables desde el momento en que os arrestan. Incluso los medios alientan esa visión: los artículos en los primeros compases de un caso, mientras la policía estrecha el círculo de sospechosos y se hacen las acusaciones pertinentes, son extensos y ricos en detalles, mientras que en cuanto empieza el juicio estos mismos cronistas apenas redactan un párrafo o dos de resumen, una frase sobre el probable destino del acusado.

Os lo puede decir cualquier abogado, en especial los defensores. Porque, en cuanto pisas el calabozo, tus probabilidades de recobrar la libertad van mermando con los días. Esto se refleja incluso en el lenguaje. Nada más producirse el arresto, a veces antes incluso de que se impute un delito, desaparecen los tratamientos de cortesía que se posponen a los apellidos, como el san, nuestro equivalente a «señor». En la prensa nacional el san se sustituye por yoshiga, mientras que en los pasillos del poder y las salas de interrogatorios de la policía pasa a higisha. Estos términos, sean coloquiales o legales, significan lo mismo. Y así, de golpe y porrazo, una persona se transforma y deja de ser un ciudadano corriente para convertirse en higisha Nakamura: el sospechoso Nakamura.

DEPARTAMENTO DE LA POLICÍA METROPOLITANA DE TOKIO

Comisaría Ōi, subdivisión de Shinagawa

caso #001294-23E-1994

PARTE POLICIAL

Fecha del delito: 23 de marzo de 1994

Hora del aviso: 20:42 (hora local)

Nombre de la víctima: Rina Satō

Alcance de la herida: Fatal

Reclamante: Sr. Yoshitake Sarashima

Filiación con la víctima: Padre

Llegada de los efectivos policiales: 21:18 (hora local)

Agentes presentes:

Agente que subscribe: Inspector Ichiro Soma

Forense policial: Akihiko Ito

Agente de refuerzo: Masashi Hikosaka

Agentes de la Científica: Keigo Miyabe, Natsuo Murasaki y Akio Ogawa

Ubicación: 03-08-20 Higashioi, Shinagawa-ku, Tokio

20:45 Se ordena al inspector Ichiro Soma que se persone en el domicilio arriba indicado.

21:28 A su llegada el inspector Soma establece contacto con el reclamante, padre de la víctima, el Sr. Sarashima, que ha sido quien ha descubierto el cuerpo de su hija, Rina Satō.

El señor Sarashima informa de que su hija debía encontrarse con él esa tarde en Meguro. Viendo que no llegaba, su nieta, la hija de la fallecida, que vive actualmente con el señor Sarashima, se fue poniendo cada vez más nerviosa y angustiada. El señor Sarashima ha esperado unas dos horas y, tras verse incapaz de contactar con su hija por vía telefónica, ha decidido desplazarse hasta el domicilio de la víctima en Shinagawa. Ha accedido a la vivienda haciendo uso de un juego de llaves que le había dado su hija y, nada más entrar, se ha encontrado la casa en un estado caótico, con muebles volcados y varios objetos tirados por el suelo. El señor Sarashima ha informado de que encontró a su hija sentada contra una pared del salón, pero en una postura flácida y poco natural, con la cabeza colgando hacia delante. El señor Sarashima confirma que el novio de su hija, Kaitarō Nakamura, estaba de pie junto al cuerpo de la víctima, sujetando en la mano una bolsa de deporte con pertenencias tanto de él como de la fallecida. Según el señor Sarashima, tenía un aspecto muy desaliñado: con el pelo despeinado y sudoroso, y las ropas desgarradas. Sangraba de una magulladura en la cara.

El señor Sarashima informa de que corrió hasta su hija para comprobar su pulso, pero no consiguió encontrarlo y llamó a una ambulancia antes de realizar un arresto civil de Kaitarō Nakamura, quien confesó haber matado a la víctima.

A las 21:38, se personan los técnicos de las urgencias médicas y declaran oficialmente la muerte de la víctima. Se acordona el perímetro y se toman fotografías del exterior y del interior. Los contenidos y la posición de todos los objetos del interior también han sido documentados. Las condiciones ambientales del lugar de los hechos eran: temperatura ambiente exterior 15 °C, humedad relativa 70 %, temperatura ambiente interior 21 °C, humedad relativa 40 %.

A las 22:00, el forense de la policía Ito examina visualmente a la fallecida y repara en que, si bien aún no hay evidencias de rigor mortis, sí que existen indicios precoces de livor mortis en manos, piernas y zonas distales de las extremidades, lo que indicaría que la muerte sucedió probablemente en un intervalo de dos a cuatro horas antes. El forense de la policía Ito afirma que las heridas y marcas que presenta el cuerpo concordarían con una estrangulación manual y una estrangulación por ligadura y establecerían que se trata de un caso de homicidio.

A las 22:30 el fiscal del distrito Kurosawa llega al lugar de los hechos y conferencia con el inspector Soma, el forense policial Ito, y el testigo, el señor Sarashima.

22:45, el señor Sarashima explica que su nieta está esperándolo en casa y pide permiso para abandonar el lugar de los hechos, después de acceder a personarse al día siguiente en la comisaría para prestar una declaración completa.

A las 23:15, se levanta el cuerpo de la fallecida del lugar de los hechos y se transporta al hospital de Tokio-Shinagawa para su autopsia e identificación oficial.

A las 23:20, higisha Nakamura pasa oficialmente a custodia policial. No se resiste al arresto.

DEPARTAMENTO DE LA POLICÍA METROPOLITANA DE TOKIO

Comisaría Ōi, subdivisión de Shinagawa,

caso #001294-23E-1994

INFORME DEL LUGAR DE LOS HECHOS

Fecha del delito: 23 de marzo de 1994

Hora del aviso: 20:42 (hora local)

Nombre de la víctima: Rina Satō

Alcance de la herida: Letal

Reclamante: sr. Yoshitake Sarashima

Relación con la víctima: Padre

Llegada de los agentes: 21:18 (hora local)

Agentes presentes:

Agente que subscribe: Inspector Ichiro Soma

Forense policial: Akihiko Ito

Agente de refuerzo: Masashi Hikosaka

Agentes de la Científica: Keigo Miyabe, Natsuo Murasaki & Akio Ogawa

Ubicación: 03-08-20 Higashioi, Shinagawa-ku, Tokio

Fiscal: Se notifica al fiscal Hideo Kurosawa un presunto homicidio a las 22:03 y llega al lugar de los hechos a las 22:30, acompañado de agentes de la Científica de guardia.

ANÁLISIS PRELIMINAR DEL INSPECTOR ICHIRO SOMA

Hallé el cuerpo en posición sentada sobre el suelo del salón, con la parte superior apoyada en la pared. Los brazos de la víctima colgaban hasta el suelo, con las palmas hacia arriba, mientras que las piernas estaban extendidas por delante. El examen ocular reveló que la víctima vestía una camiseta de cuello vuelto blanca, un peto vaquero y una sola zapatilla de deporte blanca (la otra estaba volcada de lado en el suelo a 1,23 metros del cadáver). La víctima presentaba varias heridas que eran visibles a simple vista: surcos de ligaduras en la piel y varios hematomas en el cuello y la garganta que sugieren que fue estrangulada de forma manual y también con algún tipo de cordel o cuerda. Postergué una inspección más pormenorizada de las heridas para cuando se proceda con la autopsia; no obstante, las abrasiones en brazos y manos indican que hubo forcejeo físico. Aunque lo más probable es que la víctima muriera en el lugar de los hechos, no la mataron en la posición en la que fue encontrada.

Se evidencia que parte de la agresión tuvo lugar en el salón. El secreter junto a la puerta principal estaba volcado. El reclamante, el señor Sarashima, afirmó que, cuando él entró en el piso, el teléfono fijo estaba tirado en el suelo junto al secreter volcado y fue este mismo el que utilizó para llamar a la policía. Afirmó que el teléfono solía estar en lo alto del secreter. Se han hallado huellas dactilares de una mano en el suelo del salón, bajo la ventana (de varón, talla 9). Desde entonces se ha determinado que el señor Sarashima gasta una talla 8, y el higisha Nakamura, una 11.

La mesa de centro negra del salón estaba ladeada y se encontró tirado a los pies el contenido de una caja de bento con salmón y huevas. Quedaba un bento sin volcar sobre la mesa. Asimismo, se halló el bolso de la víctima junto a la mesa de centro, con el contenido —monedero, cartera, pañuelo, libreta y dos juegos de llaves de distintos domicilios— desperdigado por el suelo. Al otro extremo de la mesa había una bolsa de viaje abierta con ropa de mujer adulta, cepillo del pelo, artículos de aseo, una cámara y un obi formal de niña. Hay que diferenciar esta bolsa de otra de deporte que contenía varios montones separados de fotografías y que le fue confiscada al higisha Nakamura y registrada como prueba material. Junto a la entrada de la cocina, se encontraron volcadas de lado una caja de manjū de judías rojas y una bolsa de caramelos de sakura; el recibo indica que ambas cosas se compraron en una panadería del barrio.

Hay indicios que llevan a pensar que el forcejeo entre la víctima y su agresor se extendió al dormitorio principal. Se hallaron tres manchas de sangre fresca de entre 3 y 5 mm de diámetro respectivamente en la colcha de la cama (se han encargado análisis de ADN). El resto de la habitación se encontraba en estado de caos: los armarios estaban abiertos, así como una cómoda con cajones, mientras que en el suelo había tres libros, un reloj despertador blanco con la esfera resquebrajada y dos cajas de cartón llenas de ropa sin doblar.

El análisis forense ha revelado que las marcas de la mano y huellas dactilares halladas en el marco de la puerta del salón pertenecen a la víctima. La altura, densidad y distribución de la grasa de dichas huellas sugieren que en algún punto la víctima se agarró a la madera, posiblemente para evitar que la empujaran o la arrastraran hacia atrás. Había más huellas dactilares de la víctima en el suelo del salón. El ángulo y la distribución de la grasa de estas últimas sugieren que, durante el forcejeo, la víctima, o bien intentó huir a gatas de su agresor, o bien dirigirse al teléfono que estaba en el suelo. Un trozo de cordel de cocina blanco yacía parcialmente deshilachado a 33 cm de la última huella registrada.

A la hora en que se redacta esto, se han trasladado las pruebas que han quedado en custodia de los forenses a los laboratorios criminales de la prefectura para su análisis, y se les distribuirá una relación de los objetos confiscados como pruebas a los miembros del grupo de investigación dentro de cinco días a partir de la fecha del presente informe. Por favor, véase el Anexo A para consultar el plano de planta del lugar de los hechos, los diagramas de la ubicación de los objetos y las dimensiones exactas.

Me temblaban los dedos, allí bajo la luz tenue del comedor. Pasé las manos por el contenido del expediente. Leí todos los documentos una y otra vez, como si fuera a quedarme presa en la mesa hasta que pudiera verle el sentido a lo ocurrido. Sabía que Kaitarō Nakamura había acabado firmando la confesión, aquella última redactada por el fiscal Kurosawa. Sabía también que se había declarado culpable del homicidio de mi madre. Pero de lo que me di cuenta, sentada allí bajo esa luz suave de mi casa, fue de la importancia que aquella confesión les había dado a los documentos que tenía ante mí. Si en su momento esos informes y relatos de los hechos se habrían debatido ante una audiencia pública, de pronto eran los documentos en sí mismos, frase por frase, los que debían hablarme.

La confesión de Kaitarō alteró la naturaleza de su juicio hasta el punto de reducir su duración a solo dos días. Cuando compareció en el tribunal del distrito, su caso fue juzgado por un jurado de tres jueces, entre ellos, el que preside, el saibanshō. No hubo jurado popular. El fiscal debía dirigirse a la magistratura y entregar el expediente del caso. Es posible que incluso discutiera el contenido de cada documento y leyera su recapitulación ante el tribunal, pero, una vez que tanto él como el abogado defensor dieron su opinión del caso, cada juez se llevaría los expedientes y todos los documentos que contenían para evaluarlos en privado. Ellos solos debatieron el caso entre sí, y fue el proceso privado de lectura —la relación entre un lector y la página— lo que acabaría siendo más determinante.

En Japón el homicidio solo está regulado por un único artículo del Código Penal, el 199. En él se afirma que «una persona que mata a otra debe ser castigada». Así fue aquel día. Qué clase de asesinato se cometió, el móvil tras el crimen, los remordimientos que pudiera tener o no el acusado, el castigo apropiado, todo ello lo decidió un jurado de tres jueces, solos en sus despachos.

Dicen que el deber de un fiscal es sacar a la luz la verdad, acercarse todo lo posible a los acontecimientos acaecidos, incluso aunque no puedan verlos con toda claridad. En su alegato escrito el fiscal Kurosawa debió de presentar ante el tribunal su comprensión de los hechos, pero fueron las pruebas reunidas, los expedientes y los interrogatorios en vídeo en sí los que hicieron que cada juez se metiera en el caso y, en última instancia, en la mente de Kaitarō Nakamura.

Nuestro procedimiento judicial gira en torno a la cuestión del móvil. Quién, cómo, dónde, cuándo no son igual de importantes que el porqué. Deben examinarse y demostrarse los deseos que residen en el fuero más interno de nuestra mente antes de decretar una sentencia. Incluso en el más brutal de los crímenes, el estado emocional del sospechoso está en primer plano. Se tiene en cuenta el concepto de amor: hatsukoi, «primer amor»; miren, «apego»; kataomoi, «deseo unilateral»; aishiau, «amor mutuo»; fukai aijō, «amor profundo». El tribunal evaluará la intensidad del amor y actuará en consecuencia. Y así es como el destino de una persona puede llegar a depender de ese valor intangible, el amor, algo que para muchos es una cuestión de vida o muerte.

Vida o muerte

¿Sabéis lo que es una «pregunta de mentira»? Los psicólogos les dedican mucho esfuerzo mental; las crean para las pruebas de los polígrafos que en Japón, lejos de ser una simple reliquia televisiva, siguen en uso. A menudo el fin de estas pruebas es descartar a algún sospechoso, pero siguen siendo importantes, y la primera pregunta de verdad, la que toma el pulso, el ritmo de la sangre, es la que cuenta por encima de todas: es la diferencia entre la persona que uno es y la persona que le gustaría ser.

Imaginaos en un careo con el entrevistador. Él conoce vuestro nombre, vuestra edad, vuestro oficio, estilo de vida. Cabría esperar que fuera poco a poco, pero no es así. En una investigación por homicidio, irá directamente al grano y pondrá a prueba tu naturaleza con una pregunta del tipo: «¿Alguna vez ha pensado en matar a alguien?». Y ahí, en la antesala de la mente, entre pensamiento y habla, está la verdad. Todos hemos pensado en matar a alguien. La respuesta a algo así no da pie a hacer ostentación de virtud o a faltar a la verdad. Todos somos capaces de pensarlo. Matar es un impulso que está en todos nosotros.

Me encontraba una vez más en mi cuarto, intentando ignorar todas las huellas de mi infancia y centrarme en la cinta que estaba reproduciendo en el pequeño televisor. Kaitarō entra esposado en la sala de interrogatorios. El fiscal Kurosawa lo espera ya sentado y no hay nadie más con ellos, ni siquiera una mecanógrafa para ir dejando constancia de lo hablado. Sin embargo, da la impresión de que Kaitarō es consciente de la presencia de los hombres tras el falso espejo y todos los que esperan su testimonio, puesto que, cuando el fiscal rodea la mesa para quitarle las esposas, se cuida de que sus movimientos sean escuetos. No se frota las muñecas y adopta en cambio una postura relajada, con un brazo apoyado en la mesa por delante de él, creándose un espacio propio.

Kurosawa le acerca un vaso de agua de plástico, y el gesto le granjea una sonrisa muda de labios alineados. El fiscal mira de reojo la cámara apenas unos segundos y el sospechoso ladea el cuerpo para mirar de frente al visor. Le veo ahora la cara con más claridad, las líneas, los surcos de la boca por donde los labios han aprendido a curvarse hacia abajo.

—¿No le di ya lo que necesitaba? —pregunta Kaitarō.

El fiscal se encoge de hombros.

—Esto es una cuestión que va más allá de los hechos.

—¿Qué quiere, mi alma? ¿Para eso han venido, usted y su panda de burócratas de circo, para hurgar en mi cabeza?

—Me gustaría entrar en un terreno más personal.

—¿Otra vez con los sentimientos? —El sospechoso se relaja y le da un sorbo al agua.

—El amor.

—¿Qué quiere, una definición? —El fiscal no responde y Kaitarō vuelve a alargar la mano para coger el agua, pero deja el vaso a medio camino de los labios—. ¿Quiere saber si realmente la amaba?

—Sí. —La expresión en la cara de Kaitarō es impenetrable—. Me gustaría ser justo. No es el primer crimen pasional al que me enfrento.

—¿Y eran todos como yo?

—No.

Kaitarō se recuesta en el sitio y se queda pensativo.

—¿Pretende argumentar que nunca estuve enamorado de ella?

—Hábleme de su trabajo —dice el fiscal.

—¿Usted también, Kurosawa? ¿Usted también quiere ver cómo me cuelgan?

—Cuénteme —dice en tono suave—, hábleme de su trabajo, le pido. —Kaitarō se inclina hacia delante y apoya la cara entre las manos—. ¿Es que no le importa lo que le pase?

—Ya poco importa lo que me pueda pasar a mí.

—Yo creo que lo ayudaría —insiste el fiscal.

Frotándose todavía las sienes con los dedos, Kaitarō sacude la cabeza.

—Nada puede ayudarme ya.

—Pues entonces cuénteme la verdad y ya está.

Se hace un silencio entre ambos. Son apenas unos segundos en el temporizador que va pasando en la esquina inferior de la pantalla, pero parece una eternidad.

—A veces es más fácil estar en el pellejo de otro. —Mira de reojo a Kurosawa—. ¿Usted siempre se ha caído bien a sí mismo? ¿Se siente cómodo en cualquier situación? En un oficio como el mío y en una vida como la suya, donde hay que intimar con gente ajena, hace falta ser un poco camaleónico. —El fiscal parece asentir con la cabeza, aunque no está claro si para mostrar su desconcierto o su aprobación—. Hay trabajos que no quieres hacer, gente a la que no quieres conocer. Pero, como seguramente usted sepa bien, es peligroso hacerle ver a alguien, sea hombre o mujer, que no te cae bien. Quizá haya veces en las que no hay peligro, veces en las que incluso es oportuno dejar entrever tu desagrado, pero en mi mundo, y es probable que en el suyo también, está prohibido mostrar tus verdaderos sentimientos.

Kurosawa se inclina hacia delante.

—¿Rina Satō no era de su agrado? ¿Quiso rehuirla al principio?

—Lo intenté.

—¿Y eso no era «peligroso»? ¿No iba en contra de sus instintos?

Kaitarō sonríe.

—Iba en contra del sentido común y de las instrucciones que tenía, sí, pero no de mi instinto. —Hace una pausa—. He trabajado en muchísimos casos, y siempre hay gente necesitada que lo que quiere es hacer más emocionante su vida, o quienes quieren renunciar a la responsabilidad de sus decisiones, buscar como sea una escapatoria a sus traumas emocionales. La clave es ser profesional, mantener las distancias entre uno mismo y el papel que interpreta. Trabajar el caso como si fuera una estrategia social cualquiera. A mí eso se me daba bien, y me procuraba cierta satisfacción.

—¿Y no le pasaba factura en su vida personal? —pregunta Kurosawa.

Kaitarō sonríe.

—Yo no tenía vida personal, y al principio ni siquiera la necesitaba. Me dedicaba a tomarle las medidas a la gente, a ponerme retos, pero al final lo que antes me parecía interesante y nuevo acabó volviéndose agotador. Salir de tu propio pellejo y aprender a ser otra persona exige mucha energía.

—O sea que nadie lo quería y no quería a nadie.

Kaitarō suspira y dice:

—Le pasa a la mayoría de los agentes. Recelan de los demás, les cuesta una enormidad confiar en alguien. Y, si no te fías de nadie, ¿cómo vas a amarlos? Los agentes de este negocio acaban solos, pero en esta vida no estamos hechos para estar solos, ¿no le parece?

—O sea que ¿necesitaba usted compañía?

—Quería ser yo mismo.

—Entonces, digamos que ¿coincidieron los tiempos? Que justo cuando conoció a Rina necesitaba ya usted un cambio.

—¡No! —Kaitarō se adelanta en el sitio—. Yo sé lo que sentí. Permítame al menos saber lo que yo mismo creo.

—Perdone, pero tenía que preguntarlo. Es lo que pensará la mayoría, que ella le vino al pelo.

—Pues se equivocarán.

El fiscal guarda silencio y luego hace una seña hacia el cristal del fondo de la sala para que traigan más agua.

—Entonces, si no fue por oportunismo ni por agotamiento, ¿qué le hizo cambiar? ¿Qué fue distinto?

—Ella —dice Kaitarō—. Cuanto más la conocía, más claro tenía que era la mujer que siempre había estado buscando.

—¿Era guapa? —pregunta el fiscal, y el sospechoso ríe por lo bajo.

—Mucho, pero a su manera muy personal. Tenía una fuerza interior que me desarmaba.

—Y al principio, entonces, ¿quiso apartarla?

—Eso intenté, sí. Quería conocerla como una persona real, no a través de mi trabajo. Pero, cuanto más tiempo pasaba con ella, más… encajábamos. Nos entendíamos el uno al otro, y no podía consentir que siguiera viviendo la vida que llevaba.

Kaitarō hace una nueva pausa cuando le colocan otro vaso de agua delante y después le sonríe irónicamente a Kurosawa, dando a entender que se ha dado cuenta del cambio en el trato.

—Me veía reflejado en ella, era mi amiga en todos los sentidos. Luchamos el uno por el otro y buscamos la manera de estar juntos. Confié en ella como nunca he confiado en nadie.

—¿Y ella en usted?

—Así es —contesta Kaitarō sin vacilar.

—¿Y creyó que con eso era suficiente?

—Eso esperaba.

—Entonces, ¿ella no era una simple presa? —insiste Kurosawa, que coloca una fotografía en la mesa ante él.

Es una instantánea de Rina en el mercado nocturno, a punto de lanzar una manzana al aire.

—No —dice Kaitarō señalando la foto—, no era ninguna presa.


Sola en mi cuarto, pensé en las relaciones de causa y efecto. Un juez puede tener a su cargo más de doscientos casos a la vez, y la mayoría de los alegatos que atiende son de culpabilidad, con sus confesiones mecanografiadas y firmadas. Aun así, la culpa está lejos de ser una cosa sencilla y lo mismo pasa con los acusados. La función de un juez es establecer hasta dónde llega esa culpa, identificar la verdad y aplicar un castigo que haga escarmentar e imparta lecciones. Y debe hacerlo rápido, pues la velocidad con la que despacha sus casos afecta directamente a su estatus, sus oportunidades de ascender, su futuro. Su capacidad se mide según la cantidad de casos que asume, y no puede permitirse darle muchas vueltas a ninguno.

Yo no había solicitado ver la sentencia de Kaitarō Nakamura, y para mi frustración, cada vez mayor, no la encontré en el expediente. Sí encontré en cambio una lista manuscrita de las posibles consecuencias a las que se enfrentaba. Iban desde las distintas formas de encarcelación hasta la pena capital. Yo había dado por hecho que le habrían impuesto una pena de prisión, puesto que no es nada común que los homicidas sin antecedentes reciban el castigo capital, pero Yurie Kagashima había dibujado un asterisco al lado de esta opción final, como si tuviera que prepararse para esa posibilidad y para defender la vida de su cliente. Con lo único con lo que podía seguir mi investigación era con lo ocurrido durante los dos días que duró el juicio de Kaitarō —el primero de audiencia y el segundo de sentencia—, aunque ya con eso supe que, independientemente de lo que acabaran dictando, la decisión no les llevó mucho tiempo.

Una vez más, la mente se me fue hacia los documentos que tenía extendidos abajo, sobre la mesa del comedor, a la huella dactilar que se mencionaba en el lugar de los hechos y a los análisis de ADN del informe médico-forense de mi madre; a la saliva que hallaron en su piel y que sugería un contacto con otra persona poco antes de su muerte. Recordé ese detalle y pensé en Kaitarō Nakamura y en su sentencia, en toda la gente que estuvo en el piso de mi madre con ella el día que murió y en todas las decisiones que pueden acabar con una vida.