Rina y Kaitarō

Careo

Ese año el frío estaba ensañándose con Tokio, colándose por todas las esquinas, hasta el punto de parecer manifestarse en los grandes edificios de cristal y los rascacielos, que semejaban témpanos de hielo. Kaitarō salió por la boca del metro y se adentró en el centro de Roppongi. Lugar de encuentro de extranjeros ricos y hombres de negocios, a él lo llamaba poco ese barrio, pero a veces tenía clientes que lo frecuentaban, y al ambicioso salaryman con aspiraciones empresariales le parecía que tenía beneficios. Últimamente era allí por donde paraba Satō, escuchando todo lo que quisieran contarle.

Kaitarō entró en el vestíbulo de un hotel y cogió el ascensor hasta el bar de la terraza. Estaba abarrotado de gente y estaban dejando pasar a más mujeres que a hombres; por suerte, el tipo de la puerta era un contacto suyo y le dejó pasar. No le costó encontrar a Satō; estaba en una de las mesas centrales, rodeado por sus compañeros de trabajo, un sitio destacado donde poder ver y que te vieran.

Kai se acercó a la barra con paso tranquilo, le hizo señas a un camarero y le pidió que le pasara un mensaje a Satō.

—Dígale que tiene una llamada.

Lo vio escrutar las sombras y moverse para entrar en su campo de visión y saludarlo con la cabeza. Kaitarō le señaló la puerta de entrada y fue hasta allí. Satō se excusó y lo siguió. Él sintió que llegaba a su altura y se dio la vuelta justo cuando el otro le ponía una mano en el brazo.

—¿Qué mierda quieres?

—Tengo información para ti.

—Yo no sé cómo explicártelo para que te enteres, pero es que resulta que te despedí, Nakamura, ya no te necesito.

Kaitarō miró hacia el bullicio del bar y la mesa de compañeros de trabajo que Satō acababa de abandonar.

—Pero aun así vienes cuando te llamo.

Por todo alrededor los altos ventanales procuraban una vista sin fin de Roppongi. Kaitarō miró la mano del otro, que tensó en torno a su brazo.

—Abajo en la calle. No quiero que nos vean.

—¿No eres capaz de reconocer una derrota?

Kaitarō se llevó la mano al bolsillo interior de la chaqueta y sacó un paquete de tabaco.

—Venga, te doy un cigarro. —Luego se zafó del agarre del otro y fue hacia el ascensor.

Una vez fuera, doblaron una esquina y se detuvieron en un callejón entre dos hoteles. Satō puso la mano para que le diera un cigarro y masculló algo mientras Kaitarō se lo encendía. Le dio una calada con los ojos entornados y soltó el humo al aire.

—Me he enterado de que te has agenciado una solicitud de divorcio —dijo finalmente Kaitarō—, pero no la has rellenado.

—No te necesito, Nakamura. Rina ya está haciendo ella solita todo lo que quiero.

—Tienes que parar de una vez con esto.

—Está asustada, ¿verdad? —Satō sonrió, confiado.

—No tienes ninguna prueba contra ella.

—Eso es lo que tú te crees.

—No es que lo crea, es que lo sé —respondió, y pegó más la cara a la del otro—. No tienes nada.

—Como he dicho, no puedes saberlo con seguridad. —Se rio—. Pero por lo menos te la has follado. ¡Por fin! —Le dio una calada al cigarro y seguía riendo cuando Kaitarō cargó contra él y lo cogió por la garganta.

Satō se vio impulsado hacia atrás, dio con la cabeza contra la pared, dejó caer el cigarro y apoyó las manos contra los antebrazos de Kaitarō. Sonrió.

—Ajá, ahí está el lado violento que había estado esperando. ¿Qué te crees que es esto? ¿Un careo, como en las películas?

—Vais a llegar a un acuerdo —dijo lentamente Kaitarō al tiempo que le presionaba la garganta con la muñeca—. Vais a llegar a un acuerdo extrajudicial y le vas a conceder la custodia de Sumiko.

A Satō le faltaba la respiración, pero aun así sonrió.

—No lo creo, Nakamura. —Intentó apartar el antebrazo que lo constreñía, pero no consiguió liberarse—. Yo diría que vamos a necesitar mediación. —Satō volvió a empujar y Kai por fin lo soltó—. Piensa en todo a lo que se expone si presenta batalla. Interrogatorios, declaraciones escritas miradas con lupa por miembros ilustres de nuestra comunidad. Toda esa gente leyendo sobre mi mujer, juzgando nuestro matrimonio. Y ella no va a negarlo, ¿verdad? No será capaz de negarlo ante ellos, y acabará teniendo fama de mujer que se va acostando por ahí con otros. ¿No es eso lo que eres tú?

—Rina no corre ningún peligro. Yo me cuidé de que no me fotografiaran con ella.

—Ya, pero quién sabe si no se te ha escapado alguna por ahí, así que te voy a decir lo que vas a hacer por mí…

—No, Satō, te voy a decir yo lo que vas a hacer tú por mí… —Kaitarō volvió a acercarse y vio la incertidumbre en la mirada del otro al pegar de nuevo la cara, así como un fogonazo de miedo—. Vas a llegar a un acuerdo extrajudicial. Te vas a quedar con el piso de Ebisu y acordarás aparte una suma de dinero con Yoshi Sarashima. Y luego le cederás la custodia de Sumiko a Rina.

—¿Por qué iba yo a dejar que mi hija viviera con esa mujer? ¿Y contigo?

—Porque, de lo contrario, le voy a enviar a tu familia fotos de tu amante de Nagoya. Revelaré los detalles de tus deudas. Iré a hablar con tu padre en persona y le contaré lo que me pediste que hiciera, y luego entregaré en el juzgado todas las pruebas que he ido reuniendo contra ti. Puede que Rina no haya estado preparándose contra ti, pero yo sí, y, a no ser que te comportes decentemente, no volverás a ser bienvenido en Tokio.

Satō estuvo un buen rato callado, y luego se sacó otro cigarro del bolsillo.

—Podría quedarme con ella —masculló antes de encender el cigarro y tirar el fósforo a la alcantarilla—. Ambos hemos cometido errores. Si quitamos el divorcio de la ecuación, podría evitarnos a ambos la vergüenza, y ella se quedaría conmigo.

—Pero no verías ni un penique —replicó Kaitarō.

—¿Y qué pasa con Sumiko?

—Podrás visitarla.

—Pero dependería todo de Rina.

—Ella tiene mejor corazón que tú.

—Si crees eso, es que no te has enterado de nada, chaval. —Satō rio.

Kaitarō no le quitó los ojos de encima, contemplando mientras aquel hombre al que tanto despreciaba le daba vueltas a su vida y a la de Rina en la cabeza.

—Jamás te aceptarán en esa familia —le dijo, pero empezaba a flaquearle la resolución—. Tú y yo somos más parecidos de lo que crees. Y tú no la harás feliz. —Se apoyó contra la pared del callejón, jugueteando con el cigarro—. Ella en realidad no necesita a nadie —prosiguió en voz baja— y, cuando se dé cuenta, desaparecerás de su vida.

Hasta ese momento Kaitarō no se había percatado del aliento a alcohol del otro, y tan solo por un momento se preguntó si no estaría más borracho de lo que creía.

—Nunca te querrá de verdad —siguió—. Cuando empecéis a llevar una vida normal, una rutina normal, nunca serás suficiente para ella.

Y Kaitarō se habría reído de no haber sido por lo que sintió en el pecho, un sentimiento que jamás habría esperado tener con respecto a Satō: compasión. Por un segundo, esa compasión se entremezcló con miedo. No podía imaginarse vivir sin el amor de Rina… pero entonces comprendió que no le haría falta. Sintió que se le aliviaban los ojos y se evaporaba la tensión cuando volvió a mirar a Satō.

—Lo que hubiera entre vosotros es cosa vuestra —dijo, y Satō levantó la vista.

—¿Ahora te vienes con remilgos, Nakamura? —Kaitarō se limitó a encogerse de hombros—. Dile que como me cabree con el acuerdo…

—Rina no puede saber que he venido a hablar contigo.

—¡Cómo! —Satō rio y su jocosidad mermó—. ¿Me estás pidiendo que no te delate?

—Lo que quiero es que no me metas en vuestras negociaciones. Recuerda lo que puedo hacerte, Satō. No quiero que Rina sepa ni que nos hemos visto. Mi silencio por el tuyo.

—¿Cómo sabes que me darán el piso?

—Rina le ha contado a su padre lo de nuestra aventura y que quiere divorciarse. Yoshi la protegerá y le dará su bendición al acuerdo.

—Veo que lo tienes todo pensado.

—Tengo ganas de acabar con todo esto.

—¿Y se lo contarás? ¿Acabarás contándole que…?

Kaitarō no dijo nada y miró al otro fijamente, que empezó a reír por lo bajo. Seguía riendo cuando una vez más lo empujó contra la pared, y ni por esas paró.

—No te olvides de lo que puedo hacerte —bufó Kaitarō, con la mano en torno a la garganta de Satō—. No te olvides nunca.

Sintió que el otro intentaba tragar saliva, pero lo único que hizo fue aumentar la presión contra la tráquea; sintió que intentaba empujarle, pero no cedió ni un centímetro. Satō sonrió al final y le susurró a la cara:

—¿Te crees mucho mejor que yo?

Kaitarō lo miró con saña y vio sus ojos inyectados en sangre, los capilares saltados en las mejillas y, por último, sus ojos y su risa.

—Pues sí —dijo, y le soltó la garganta.

Acto seguido salió del callejón, se alejó de las luces parpadeantes de Roppongi y se adentró en la noche.

Sin casa

Kaitarō estaba esperándola en su piso, tamborileando ocioso con un boli sobre el tablero de madera de la mesa, aunque apenas era consciente de su tic cuando ella entró y se quedó absorto al verla.

Estaba contenta, se notaba. Lo vio en el ladeo de la barbilla, en el giro de la cabeza al cerrar la puerta del piso y avanzar hacia él. El pelo, que tenía ya más largo, le rozaba la clavícula al mecerse contra los tirantes de seda que le unían la blusa por los hombros. Estaba hermosa. Incluso en ese momento, al final de una larga jornada, estaba hermosa y bien. No imaginaba que pudiera ser de otra forma.

Se acercó y se sentó en el filo de la mesa después de apartar una taza de té a medio llenar que había dejado marcas de agua en la superficie. Había papeles desperdigados por todas partes. Él era un desordenado, lo sabía, pero a ella no parecía importarle.

—¿Listo para salir?

—Podría quedarme mirándote toda la vida.

—¿Por qué no me miras mientras ceno?

Kaitarō sonrió y dejó en la mesa el boli con el que estaba jugueteando y que al rodar se quedó con el logo hacia arriba: INVERSIONES INMOBILIARIAS HONMA, la empresa de Satō. Y al lado, la mujer de Satō, aunque no por mucho más tiempo. Sabía que hacía unos meses la visión de aquel boli habría hecho que Rina se parara en seco y lo interrogara, que hubiese cuestionado su relación y lo que estaban haciendo. Pero esa noche sonrió y le buscó la mano. Satō estaba evaporándose de su vida y le daba exactamente igual.

—¿Cómo está Sumi?

—Deseando volver a Tokio. Yoshi dice que pregunta todos los días por mí, pero creo que lo que pasa es que echa de menos a sus amigas. —Rina sonrió cuando él la atrajo hacia sí.

—¿Cuánto tiempo tengo contigo?

—Solo esta noche. Vuelven mañana a Meguro y quiero ir a verlos.

—¿Tan pronto?

—Necesito estar con Sumi. La echo de menos.

Kaitarō le tendió el bolso, pero no soltó la correa hasta que Rina no le buscó la mirada.

—Ya queda muy poco —intentó razonar ella—, y vamos a vernos en Hokkaido.

—Un día te tendré para siempre y se acabarán los límites.

—Sí —contestó con un suspiro—, pero ¡ahora estoy hambrienta!

Kaitarō rio y soltó el bolso. Le pasó un brazo por la cintura y la escoltó hasta que salieron del edificio. Ya estaban casi; ya casi estaban sanos y salvos.

SALTOEsa misma noche más tarde, Rina estaba sentada al escritorio de Kai. Tenía delante una fotografía de los dos que había revelado en blanco y negro. La cogió entre las manos y la enmarcó entre el pulgar y el índice. Miró de reojo a Kaitarō, que estaba durmiendo en la cama. Por una vez estaba relajado, en reposo absoluto, sus rasgos tersos y flácidos.

Le encantaba lo franco que era con ella, que no se anduviese con miramientos, que estuviese dispuesto a vivir con una mujer que podía apuntarle con la cámara incluso mientras dormía. Había que ser valiente para eso, tener verdadera confianza. Era consciente del coraje que requería, sobre todo ante una cámara.

Apoyó la mejilla en la palma. Se deleitaba en esos momentos en la quietud de la noche, un don del que disfrutaban desde hacía poco, la oportunidad de pasar una noche juntos. En los últimos meses, siempre que estaban separados, ella se había dedicado a imaginarse en aquel piso, que vivía en el pequeño estudio, que sus fotografías tenían que estar colgadas de esas paredes y que en el mundo solo había ese hombre, esa mesa y esa cama. Ahora la fantasía se había convertido en realidad e iba a abarcar también toda su vida, a su hija. En cuanto encontraran un piso más grande, y no tardarían en hacerlo, podrían ser una familia. Podrían estar siempre juntos y no habría necesidad de que ninguno de los tres se separase.

Volvió a mirar la fotografía que tenía delante. Era un experimento, parte de una serie nueva que estaba planeando sobre la intimidad, sobre las capas entre la vida pública y la privada. La había hecho en ese mismo piso, con la cámara apoyada en esa misma mesa a la que estaba sentada ahora. Había apuntado el objetivo hacia la cama y había puesto el temporizador para que hiciera la foto diez minutos después. Luego se había sentado al lado de Kaitarō, que estaba mirando hacia la otra pared, envuelto en un capullo de sábanas. Seguía mirándolo cuando él se volvió y le rodeó la cintura con el brazo al darse la vuelta en la cama. Rina levantó la vista justo cuando saltaba el disparador y los congelaba en el negativo: ella mirando directamente a la cámara, con los ojos grandes y oscuros, las pecas de la nariz destacando en el fuerte contraste y titilando en sus mejillas; Kaitarō estaba desenfocado, relajado en el sueño, pasándole el brazo por la cintura.

A Rina le encantaba lo que había conseguido plasmar en la foto, que no estuvieran en guardia. Tenía también un punto rapaz que la entusiasmaba: cómo miraba ella al objetivo que estaba atrapándolo a él, ignorante en su sueño. También le encantaba que incluso en sueños se mostrara posesivo, cogiéndola con una mano y con el otro brazo echado por su cintura, porque ambos estaban en sintonía, entrelazados, cada uno con un asomo de sonrisa.

Siempre le había atraído la fotografía en blanco y negro, lo que revelaba. Veías más de una persona cuando te devolvía la mirada en esos dos tonos, sin nada que los distrajera de su naturaleza. Se quedó mirando la imagen de Kaitarō rodando hacia ella como una ola que se curva en la orilla.

Fuera amanecía sobre la ciudad. A lo lejos el monorraíl pasaba con gran estrépito y los rayos de sol se reflejaban en las aristas de su cristal tintado. Rina sonrió ante la idea de todos esos ojos y caras que estarían dentro y que ya no la asustaban. Que mirase quien quisiera su mundo, que a ella le daba igual. Se levantó de la mesa y buscó su bolso por la habitación. Abrió su libreta para ver si tenía que llevarle algo a Sumi antes de ir a Meguro. Cuando la guardó, se quitó la camiseta, hizo una bola con ella y la metió al fondo del bolso. Se quedó parada un momento, su silueta dibujada contra la luz, el sol perfilando las curvas de su espalda, sus pechos respingones y pequeños, los orbes de sus nalgas en las braguitas de encaje blanco, los pies descalzos en el suelo de madera. Alargó la mano hacia las cortinas que tenía delante, cuadrados de seda de colores vivos cosidos entre sí, como colchas de patchwork colgantes. Las había comprado ella en el mercado. Parecían buenas, decidió, y no se parecían en nada a la decoración que había elegido para Ebisu. Allí no había rastro de tapicerías beis o armarios lacados, solo los cuadrados de colores de las cortinas y el cesto de juncos lleno de negativos y fotografías. Cuando volvieran de Hokkaido y encontraran otro piso, se llevarían todas esas cosas con ellos.

Oyó el clic del disparador a sus espaldas. Levantó los brazos y entrelazó las manos por encima de la cabeza. El obturador volvió a sonar y, con la cara medio oculta por el brazo, miró hacia Kaitarō, que se había incorporado en el sitio, con el sol pegándole de tajo en la cara e iluminándole la barba con la primera luz de la mañana. Levantó una vez más la cámara y la apuntó hacia ella. Rina arqueó las cejas y sonrió.

Primer amor

Kaitarō pasó agachado bajo el dintel de madera y se sentó en un reservado. Se veía el mar desde allí, la franja inmensa y gris atravesada por los rayos de luz. Las nubes cargaban espesas y oscuras y pintaban el ambiente con un matiz de ocaso, a pesar de que apenas era mediodía pasado.

Había querido llegar temprano, quería estar preparado para no afectar sorpresa cuando la viera. Tenía recuerdos de ese lugar, recuerdos de lo que podía suponer para una mujer, pero a Megumi le encantaba aquel sitio y había querido quedarse. Pidió un té y una tempura de mejillones. Pensó en lo que le había dicho por carta, en lo mal que se había expresado, en lo breve que había sido su explicación de por qué volvía. Así y todo, había aprendido a ser distante en circunstancias íntimas. Era una lección que había aprendido en aquel mismo pueblo, donde las costumbres difícilmente cambiaban.

Pensó que Megumi le tomaría el pelo por la carta, pero pasado un momento se retractó: la antigua Megumi sí habría bromeado, la chica que amaba la naturaleza baldía de Hokkaido, la que quería ser mujer de pescador, y le costaba creer que la mujer con la que iba a encontrarse ahora no se pareciera en nada a esa Megumi suya. Cabía la posibilidad de que la carta la hubiera desconcertado, que incluso la hubiera molestado. Ella podía pensar perfectamente que él era irrelevante en su vida; pero había querido advertirla, ahorrarle cualquier sorpresa cuando llevara allí a Rina. La recordaba como una amiga, y si en algo podía herirla, prefería ahorrarle el disgusto.

Kaitarō levantó la vista, asombrado, cuando de pronto se cerró un paraguas junto a la ventana. Echó un vistazo fuera y allí estaba ella bajo la lluvia, mirándolo en el bar en el que quedaban siempre antes. Tenía la misma cara, con arrugas en torno a los ojos y una piel más curtida que le afilaba los pómulos, pero seguía siendo ella, y cuando cruzaron la mirada sus ojos eran amables.

Le hizo una seña con el dedo, sugiriéndole que saliera y dieran un paseo por la playa, como hacían antes, por la arena que se extendía a sus espaldas, agujereada ahora por la lluvia. Él levantó el plato de tempura para enseñárselo, y el nudo que había sentido en la garganta se le deshizo al momento; aquella era una batalla que siempre habían tenido.

Ella se encogió de hombros y él tragó saliva, aliviado al verla entrar en el local. Dejó el paraguas en el perchero y fue hasta el reservado. Tenía el pañuelo en la mano cuando se sentó y lo dobló con cuidado en un cuadrado para luego guardárselo en el bolsillo del anorak. Era un gesto muy de señora, pero en cierto modo no desentonaba con ella.

—Señor Nakamura —dijo.

—Señora Honjima. ¿Te pido algo?

—Ellos ya saben lo que me gusta. Ahora me lo traen.

Lo miró relajada, aunque él sabía que eso no podía ser todo.

—¿Te casas? —le preguntó ella.

—Tú estás casada.

—Sí.

Megumi se arremangó la rebeca y le dio así tiempo para aclararse las ideas. Era impropio de él tardar en la respuesta y ser incapaz de templar una situación. Aun así, no pudo evitar mirarla de hito en hito y repasar su cara, desde la naricilla respingona hasta las cejas claras. Se fijó en los bonitos mechones blancos que entreveraban el moreno de su pelo. Llevaba un carmín demasiado fuerte para su piel. Cuando eran novios no se pintaba los labios.

—No hay necesidad de sentirse mal, Kaitarō —dijo ella al rato.

—¿Cómo está Tsuji?

—Soy feliz con él, muy feliz. Era el hombre para mí.

—¡Nunca lo dudé! —Kaitarō rio y luego calló al ver que se ponía tensa.

Por un momento la vio tal y como estaba en su último encuentro, de pie en la extensión de arena que tanto amaba. Él acababa de decirle que se iba, que no estaba hecho para llevar una vida con ella en Hokkaido. Se había preparado para que ella le gritara, le tirara cosas a la cara, pero lo que quedó grabado en el recuerdo fue su quietud. Deseó que buscara su consuelo, quiso abrazarla, a la chica que había sido su única amiga, pero ella le hizo señas para que se fuera y la dejara en paz. Se quedó un buen rato inmóvil, con los brazos cruzados sobre el pecho, mirando el mar. Él la llamó cuando empezó a alejarse, pero siguió andando. Fue hasta el borde del agua y luego siguió, se adentró en las olas hasta que le empaparon la falda. Era la última imagen que se llevó de ella, allí parada en el ocaso, con las aguas, grises, por todo alrededor.

—Gracias por quedar conmigo, Megumi.

—¿Para qué has vuelto? —le preguntó por fin, apretando los labios entre sí y pintándose la piel de carmín.

—Te echaba de menos.

—¡Pues me alegro! —dijo, y ambos rieron; ella siempre había sido muy sincera con él, y la admiraba por ello—. ¿Has visto a tu madre? —le preguntó al cabo de un rato.

—Sí, he llegado esta mañana.

—Es una mujer muy fuerte.

—Ya lo sé —respondió con cierta brusquedad, pero al momento inclinó la cabeza a modo de disculpa—. Y ahora está sola.

Megumi no dijo nada, y le hizo preguntarse si todavía desaprobaba su comportamiento, si pensaba que había hecho mal en irse y dejar a su madre allí sola, dejarlas a ambas allí.

—Tienes buen aspecto. La ciudad te sienta bien.

El camarero se acercó con una bandeja de bombones que parecían piedrecitas, té y una toalla húmeda. Le sonrió a Megumi y se puso a charlar con ella sobre las capturas del día y le preguntó si vendría Tsuji más tarde. Kaitarō pensó que en circunstancias normales se lo habría presentado, pero Megumi parecía tener la impresión de que no se quedaría mucho tiempo, de que él no quería dejar demasiada impronta allí.

—A mí no me gustaría vivir en Tokio —comentó cuando se fue el camarero—. Lo he visto en las series y eso… Mucha gente rica en pisos enanos.

Kaitarō sonrió.

—No todo lo bueno sale de una casa al lado del mar con tres cuartos cuadrados y una cocina que parece un pasillo.

Megumi se encogió de hombros y le dio un mordisco a un bombón.

—¿Cómo es tu chica de ciudad?

—Es muy atenta. Fuerte. Es fotógrafa y tiene una niña.

—¿Es guapa?

—Sí, es guapa.

Megumi asintió y jugueteó con el pelo, estirando los mechones entre los dedos.

—¿Cuándo llega?

—Mañana.

—¿Cuánto tiempo os quedáis?

—Solo quiero enseñarle unas cuantas cosas de por aquí.

—¿Queréis venir a cenar a casa con Tsuji y conmigo?

—No, gracias, ya…

—Me alegro —dijo con una sonrisa serena.

—Te caerá bien, Megu, ya verás.

—Seguro que sí.

—¿Y si quedamos mejor para una merienda? —sugirió Kaitarō.

—Ya me la encontraré, este pueblo es muy pequeño, ya lo sabes. —Le sonrió abiertamente, sabiendo lo que él pensaba al respecto.

—Me alegro por ti y por Tsuji —dijo—. ¿Dónde vivís ahora?

—Tenemos una casita junto al muelle. Me tiene enamorada —admitió, y esa vez sonrió con más libertad.

—¿No será la que me señalabas a mí siempre?

—Pues sí, justamente. —Lo dijo riendo—. Tsuji le construyó un porche alrededor. —Volvió a sonreír al hablar de su marido, ya sin apenas carmín—. En verano nos tomamos el té fuera por las noches.

—Suena idílico.

—Y lo es… por lo menos para mí.

—¿Quieres que pida la cuenta?

—No, no, ya me lo cargan en la mía.

—Pero, Megu…

—Insisto. Yo invito.

Cogieron los abrigos y salieron del local.

—No te he preguntado… ¿Tenéis hijos? —indagó Kaitarō con una sonrisa mientras se abrochaba el abrigo y echaban a andar por el camino de la playa.

—No. —Megumi se detuvo—. No podemos.

Kaitarō hizo una pausa, incómodo en el silencio.

—Lo siento —dijo por fin intentando recuperar la naturalidad que acababan de conseguir—. Pero ¿eres feliz, Megu?

—Lo soy.

La amabilidad que había visto cuando lo había mirado por la ventana había vuelto a sus ojos, a pesar de mostrarse también atribulada. Le apretó la mano y le dijo:

—Me gustaría que tú también fueras feliz, Kai.

—Pues ¿sabes qué? Que podría ser que también lo fuera —dijo sonriéndole.

—¡Eso está bien! —Su respuesta fue enérgica, como cuando eran niños—. Ya nos veremos —dijo.

Acto seguido se alejó por el camino del litoral que seguía la curva de la bahía, con el paraguas verde balanceándose, como si le diera su bendición. Jamás podría agradecérselo lo suficiente, se dijo Kaitarō.

Último amor

Sapporo no era como Rina se lo había imaginado cuando se acercaron desde el aire. Al empezar el descenso y volar bajo sobre Hokkaido, Rina miró por la ventanilla deseosa de ver la tierra de los osos negros, las vastas llanuras heladas y las fábricas de cerveza invernales. Pero la capital de la isla resultó ser una ciudad más; se extendía como una mancha de aceite gris y sobrepoblada para afilarse luego en dedos de extrarradio hacia el norte y el sudoeste. Con todo, al contrario que con las vistas al aterrizar en Haneda, donde la inmensidad de Tokio llega hasta el horizonte, Sapporo se fue agotando y dio paso a llanuras y bosques de pinos brumosos y erizados de verde.

Escrutó desde la recogida de equipajes a la gente al otro lado de la puerta, buscándolo. Mientras esperaba, se ciñó la bufanda de lana multicolor al cuello, se la remetió por el abrigo y aspiró la esencia de su hija. Sumi había salido a la puerta de la casa de Meguro cuando se iba para el aeropuerto. Yoshi la había despedido con un gesto de cabeza, pero no le había dado un beso, mientras que Sumi la había hecho agacharse para darle un abrazo y prestarle la bufanda.

—Para que estés calentita —le había susurrado a su madre cuando se arrodilló ante ella; acto seguido le puso un Oso Amoroso en las manos—. Le encantará el viaje —le dijo, y Rina se rio y apretó con fuerza a su hija.

—Vuelvo dentro de nada, ¿vale? Son solo unos días, pero es importante que vaya.

Sumiko asintió mientras Yoshi llegaba a su altura y le cogía la mano a la niña.

—Anda, que vas a perder el vuelo.

Ahora, mientras esperaba la maleta, su familia parecía muy lejana. Los minutos se le hicieron largos allí sola… hasta que por fin lo vio. Caminaba hacia ella, con una bandolera cruzada al hombro. Qué raro, pensó, esa vez no lo había sentido llegar ni lo había visto por el rabillo del ojo, pero allí estaba, andando en línea recta hacia ella, por fin abiertamente, y cuando se encontraron en medio de la explanada, la luz en los ojos de él era algo digno de ver.

—Rina —dijo mirándola y sonriendo antes de que sus labios se rozaran, tomándose su tiempo, saboreando la novedad de poder besarse en público.

A Rina se le fueron las manos hacia el pelo y se lo acarició, y al sentirlo, a su amante y su calor contra ella, sonrió.

Pusieron rumbo al norte por la carretera de la costa, la gélida brisa marina contenida por las bocanadas esporádicas que emanaban de la calefacción del coche. Condujeron unas dos horas, dejaron atrás el río Rumoi y el puerto de la desembocadura, hasta que por fin pararon en medio de un conjunto de casas agrupadas en torno a una bahía. Rina se quitó el cinturón de seguridad y se volvió para mirar. Había una tienda justo delante y, más abajo, en la misma calle, una cafetería. Por fin se volvió y vio que Kaitarō estaba mirando la casita que había a su derecha. Un hilacho de humo gris salía moroso de la chimenea.

—Está dentro —dijo, y giró la llave en el contacto y esperó a que se apagara el sonido del motor.

Rina le puso la mano en el brazo y le dijo:

—¿Puedes creerte que estemos aquí, Kai? ¿Tú creías que lo conseguiríamos?

—Tenía la esperanza —dijo él con una sonrisa serena—. Aunque me diste un buen susto.

—¡Eso está bien! —dijo Rina, que cogió el bolso, se apeó del coche y esbozó una sonrisa socarrona mientras llegaba a su lado—. Estoy nerviosa —le confesó con la vista puesta en la casa, que tenía los estores bajados y no dejaba ver nada del interior.

—No hay por qué. —Kaitarō le cogió la mano y se la enroscó por el brazo para atraerla hacia él—. Estamos juntos.

Su madre no dijo nada mientras los hacía pasar. Le hizo una inclinación profunda a su invitada, le cogió el abrigo y le ofreció unas zapatillas de estar en casa. Rina también se postró ante la mujer y observó disimuladamente la casita. Era pequeña, como él le había advertido, y con los estores bajados estaba muy oscuro dentro. La señora Nakamura fue hasta las ventanas y tiró de las cuerdas para dejar entrar la luz. El destello invernal de la tarde le iluminó el pelo, con mechones que le sobresalían del moño, y el cuello del vestido de casa que llevaba sobre los pantalones. La habían despertado cuando habían llamado a la puerta, pensó Rina mientras la seguía hasta el cuarto de Kaitarō, dejando atrás la ventana, que también daba al mar y que no tenía entonces ni tiestos ni plantas.

Más tarde se sentó de cara a esa ventana. Tenía un bol de agua fría delante y estaba limpiando el arroz que se había quedado en el fondo, arremolinando los granos hasta que el agua se nubló con el almidón. La señora Nakamura estaba a su lado y no hablaba mucho mientras ellos dos trabajaban, aunque a ella la miraba de vez en cuando por el rabillo del ojo, supervisando sus avances. Rina sonrió. Esperaba que su técnica se ganara la aprobación de la mujer; se sentía bien allí en casa de Kaitarō con su madre, preparando arroz para la familia.

Era evidente que esa noche tendrían un festín, a la vista del bonito despliegue de productos otoñales que había en la cocina. Rina lo comentó señalando los gruesos champiñones matsutake, una calabaza y un filete de salmón tan fresco y tan salvaje que tenía la carne de un rojo intenso. Recibió un pequeño gesto de asentimiento y la mujer le pasó un delicado kabosu verde para que rascara la piel del cítrico y oliera la peladura. Le contó que iba a hacer los matsutake a la parrilla aliñados con kabosu, nabe de salmón, calabaza glaseada y arroz glutinoso. Rina sonrió con tal alegría que su entusiasmo derritió un poco más a la madre, que la invitó a tutearla y llamarla Shinobu.

Esa noche comieron los tres en una mesa baja al lado de la estufa de la habitación principal, con mantitas en el regazo. Shinobu fue abriéndose poco a poco y contándoles más cosas de sí misma mientras Rina disfrutaba viendo las sonrisas que le dirigía a su hijo. Este también estaba relajado, la tensión le había ido desapareciendo de la rigidez de los hombros ahora que estaban todos juntos en su casa. Al principio Rina no quiso intervenir mucho, pero luego empezó a participar en las historias y habló de Sumiko y de Tokio. Kaitarō acabó también contándole a su madre los planes de vida que tenían juntos, hablando por los dos.

Cuando pasaron al té, Rina fue a la maleta a por el regalo que le había traído a la mujer. Una vez de vuelta, se sentó de nuevo en el suelo, con la manta por las piernas, levantó la caja y se la tendió formalmente.

—No es nuevo, pero lo he traído de casa —le explicó, y se quedó a la espera, entre ansiosa y emocionada, observando mientras la mujer apartaba el envoltorio y dejaba a la vista un antiguo cuenco de miso—. Perteneció a mi madre —contó Rina viendo que Shinobu sonreía.

Muy lentamente la mujer se apartó la manta de las rodillas y se levantó a su vez.

—Yo también tengo algo para ti —dijo—. Bueno, para los dos.

Fue a su cuarto y volvió con una llave que tenía una pequeña etiqueta de plástico colgada del llavero.

—Esto perteneció al tío de Kaitarō. Me lo dejó a mí cuando murió. Es la llave del cobertizo que utilizaba como cuarto oscuro. —Esbozó una ligera sonrisa—. Significaba mucho para Kai cuando vivía aquí. Quizá quiera enseñártelo.

Su hijo alargó la mano para coger la llave y se quedó con ella en el cuenco de la palma. Después se acercó a su madre y le dio un apretón cariñoso en la mano.


—¿Cuándo murió tu padre? —le preguntó Rina al día siguiente mientras caminaban por la carretera de la playa.

—Hace un par de años.

—¿Y cómo lo lleva ella? —Rina vaciló—. Ahora que él no está…

—Por lo que me ha contado, al parecer a mi padre se le ablandó un poco el carácter hacia el final. —Kaitarō caminaba a paso rápido y la llevaba a remolque en dirección al bar y el muelle, donde los pescadores estaban ya sacando la captura del día—. Me parece increíble que haya muerto él primero —murmuró—. Siempre creí que…

—Ya me imagino. ¿Y es verdad? ¿Eso de que se le suavizó el carácter?

—Me lo habrá dicho para hacerme sentir mejor.

Rina se detuvo en el camino; quiso preguntarle más, pero habían llegado al mar y Kaitarō estaba ya llamando a los jóvenes de los barcos. Algunos de más edad se volvieron también y lo saludaron cuando se les acercó y se puso a regatear con ellos.

—¿Qué vas a hacer con todo eso? —le preguntó Rina al verlo volver con las manos llenas de bolsas de plástico empapadas de pescado.

—Prepararte la comida. Anda, venga.

Pararon en la tienda del pueblo para comprar yuzu, yesca y un par de cosas más. Rina merodeó por los pasillos admirando las familiares filas de ingredientes; vendían hasta bentos combinados en el frigorífico grande que había a un lado. A cada tanto sorprendía a alguien observándola, pero se limitaba a sonreír y darse media vuelta. Al final salió a esperar fuera y se quedó mirando por la carretera, hacia los pescadores y sus barcas y más allá, a la vasta llanura de arena que se extendía hasta el mar. En ese momento unas bolas aireadas, como nubes varadas, se perseguían por la playa: espuma de los mares profundos batida con plancton y arena.

—Vamos allí —le dijo Kaitarō señalando la llanura húmeda y el rompeolas batiente.

—¡Pero ahí tiene que hacer un frío que pela!

—Merece la pena, te lo prometo.


Rina le puso mala cara cuando echaron a andar por la calle y sintió los granos de sal que alguien había repartido por la acera. El camino resbalaba en algunos puntos, no podía negarlo, y el viento que soplaba directo desde el mar le helaba la cara.

—¡Quiero volver con Sumiko de una pieza! —gimió.

—Tranquila, que volverás —le dijo Kaitarō sonriendo al cogerle de la mano—. Ven aquí, anda, chica del Salvaje Hokkaido. —Rina hizo una mueca cuando dejaron atrás la carretera y empezaron a andar por la arena—. Hay una cala no muy lejos de aquí.

Al final tenía razón; las rocas los protegían del frío y albergaban la entrada a una cueva donde no llegaban los vientos. En el interior había una vieja parrilla de hierro apoyada en la pared, envuelta en una lona.

—Es comunal —dijo Kaitarō cuando entró detrás de ella a la cueva.

Rina lo observó mientras desenvolvía la parrilla y quitaba las cenizas viejas del fogón en el suelo. Fue haciendo el fuego poco a poco, parapetándolo con la lona, disponiendo con cuidado el serrín y los palitos que había comprado en la tienda. Por fin colocó la parrilla sobre las llamas y sacó una tabla y un cuchillo de la mochila, así como el contenido de las bolsas, gambas y un pescado entero con una piel aceitunada y moteada del que Rina no conocía el nombre.

—Ahora vuelvo —le dijo Kaitarō, que cogió el cuchillo y el pescado y fue hasta la orilla.

Algo preocupada por dónde acabaría su almuerzo, Rina lo siguió con la vista hasta la orilla, pero pronto sonrió y admiró su habilidad para abrir la barriga del pez como si cortara una costura invisible, limpiaba con destreza las entrañas granate y rojo oscuras y enjuagaba la sangre con el agua. Más allá, el sol empezó a ponerse en la corta tarde de invierno y los pescadores de calamares encendieron los faros de sus barcas, que puntearon con sus luces el horizonte.

El fuego estaba ardiendo estable cuando Kaitarō regresó y trajo una brisa que avivó las llamas y las cimbró por un milisegundo para luego, al momento, volver a arder hacia arriba. Cuando la luz fue disminuyendo, empezaron a partirse trozos de leña que quedaron convertidos en brasas al fondo de la hoguera. Había comprado varias cosas en su regateo con los pescadores, incluidas ama-ebi, las gambas dulces que estaban de temporada allí en el norte. Rina las había visto en fotos, pero aquellas eran enormes, de al menos un palmo de largas, con un color naranja pálido teñido de rojo, y tan gruesas y carnosas que ya podía imaginar su sabor intenso cuando estuviesen asadas a la brasa. Le rugió la barriga mientras Kaitarō pelaba la corteza de un yuzu con el cuchillo y ponía varias gambas en unas brochetas antes de cubrirlas con tiras de la nudosa peladura amarilla. Hizo otro tanto con los trozos traslúcidos de pescado. Rina lo miraba trabajar embobada, y estaba preguntándose por el pescado, sobre qué sería, cuando él se lo dijo: hirame de mar, un falso halibut del Japón. Lo había probado en Tokio, pero cuando él se lo tendió en la brocheta alucinó. Nunca le había sabido así, tan sustancioso y firme en la boca, con ese olor a licor dulce que rezumaba, lo que, en combinación con los jugos del yuzu, dejaba un sabor ligeramente chamuscado y amargo en la lengua. Extasiada, Rina se relamió el jugo de los dedos y luego le dio un bocado a las gambas y saboreó el umami intenso. Qué maravillosas las habilidades que demostraba él, qué sencillas y naturales.

Con el calor del fuego, Kai se quitó el chaquetón y se quedó con tan solo la lana gruesa del jersey y la bufanda de lana. A Rina no le sonaban esas prendas, debía de haberlas cogido del cuarto de su casa. No se lo habría imaginado con esa ropa en Tokio, pero allí le sentaban bien, en aquel paisaje inhóspito y elemental. Tenía también cangrejos, vivos aún, en la bolsa y les había echado el chaquetón por encima.

—Eso lo voy a hacer cuando lleguemos a la casa —le dijo a pesar de que ella no le había preguntado nada.

Sonriendo para sí; Rina disfrutó de ese lado de él, de ese hombre que era capaz de cocinar cangrejos, y probablemente también langostas, que conocía las mareas del año entero y dónde colocar las redes para las ostras en primavera. Allí parecía a gusto, y más se lo pareció mientras ella devoraba el pescado porque estaba riquísimo, y fresquísimo, apenas tenía unas horas. Al final se acurrucaron y, aunque no llegaron a entrar en calor, se sintieron satisfechos, juntos los dos.

—Le tienes que preparar esto mismo a Sumi —le dijo ella después de un rato.

Él la miró allí acurrucada en sus brazos.

—¿En Tokio?

—En Shimoda, en la playa al lado de casa. ¿O la podríamos traer aquí? Le encantaría —musitó—. Es una auténtica salvajilla.

—Como su madre —dijo Kaitarō inclinándose para besarla.

—Como su padre, que le enseñará a pescar.

Rina sonrió por la fuerza de la emoción en la cara de Kai, que estaba a la altura de la suya.

—Si nos quieres en tu vida…

Él la aplastó contra el suelo de piedra de la cueva y la besó y la besó. Más allá, en la otra punta de la playa, la marea estaba bajando y había dejado a la vista una extensión de piedrecitas por donde merodeaba un correlimos solitario en busca de comida.