“Nosotros, los terráqueos, podremos estar conectados al espacio que nos rodea de maneras que sólo apreciamos nebulosamente”, dice al final de un artículo del reverenciado New York Times. Reconozco que este gran periódico no se refería específicamente a la astrología, pero no tiene siquiera que emplearse fuera de contexto para hacer la conexión. Comencé a los catorce años a interesarme en la astrología. Mi madre me la presentó, y puesto que yo idolatraba a mi madre, me subí a ese caballo sin ninguna duda. Mi madre nació dentro de una prominente familia de intelectuales alemanes cuyas veladas con los artistas y políticos de principio del siglo pasado tan conocidas y recomendadas que el mismo Thomas Mann escribió un cuento dedicado a la historia de mi abuelo, amigo de infancia suyo. Mi madre se casó a los 16 años con uno de los poetas y dramaturgos más reconocidos de los años 30, Ernst Toller, y ellos a su vez hacían una pareja imponente en las mesas de personalidades como Bertrand Russell, Bernard Shaw, Sir Winston Churchill, etcétera. Ella, joven reconocida actriz de teatro a quien llamaban la pequeña gran Grautoff, y él, guapo, seductor, poeta y arriesgado. Mi madre vivió una vida abundante, maravillosa y totalmente original, llena de personalidades imponentes, cartas astrológicas impacientes y momentos de gran tragedia. Ella se convirtió en astróloga en los años 50 al ser discípula de uno de sus varios novios con quien posteriormente se casó, y de quien—como era su costumbre—se divorció poco después. No fue hasta que llegué a ser adulta que comprendí hasta qué grado la astrología ayudó a mi madre a salir de problemas impacientes. Ella falleció a los 57 años, demasiada joven, y tengo el legado de miles de hojas y cuadernos dictados por ella, escritos por mí en letra muy infantil al comienzo y madurando, enderezándose y tomando forma con el paso de los años. Guardo cartas astrales elaboradas por ella como tesoros, no simplemente por pertenecer a personajes, pero porque siempre aprendo algo nuevo puesto que su perspicacia era fuera de lo común. La mía no lo es tanto. Yo me baso en mi biblioteca de unos cuatro mil ejemplares de libros que contiene desde textos clásicos del año 1640, libros bellamente encuadernados del siglo XIX y unas joyitas de portada blanda y palabras mágicas. Libros que subrayo, llenos de marcas y sujetapapeles para poder encontrar tal o cual cosa, puestos sobre anaqueles de fácil acceso que catalogo por ideas muy fijas. La experiencia de haber podido leerlos, escribir artículos para periódicos y revistas, usar la magia moderna del internet, dar consultas y contestar preguntas—a veces banales pero siempre interesantes—es una gran alegría y me ha orillado a querer mostrarles como las leyendas del cielo pueden ser recompensatorias y gratificantes bajo cualquier punto de vista.
Tengo un estudio en mi ciudad natal de Cuernavaca, México, con vista a la mágica pirámide de Teopanzolco, de la cultura Tlahuica, y allí me doy tiempo para pensar—a veces—en el primer, libro que adquirí. Tenía quince años y descubrí una librería astrológica llena de polvo y olores extraños—alquimia pura—en el número 281 de la Avenida Lexington en mi segundo amor, la ciudad de Nueva York. Uno tenía que subir una larga escalinata muy empinada, sucia, cuyo último escalón era como una prueba de equilibrista. El señor Mason, astrólogo polaco y dueño de todo lo que allí se encontraba, se extrañó al ver una jovencita tan interesada y me regaló mi propia carta astral. Se abrió una puerta en mí, la astrología era algo que no le pertenecía solamente al legado maternal, sino que había personas, personajes y otros que sabían cosas que yo ignoraba. Él, tan gentil y hosco al mismo tiempo, me hizo jurarle que no haría interpretación alguna hasta no haber estudiado mi propio horóscopo durante otros 15 años. “¡Tienes que doblar tu edad”!, me dijo. Pensé que nunca llegaría tan lejos, ya que todo es tan inmediato a esa edad. Pero le hice caso, y no fue hasta cumplir los 32 años que me atreví a leerle un mapa del cielo y dar una primera consulta. Fue alguien que trabajaba como gobernador de un estado y llegó a ser alcalde de la ciudad más grande del mundo. Yo se lo había prometido por sus astros. Y corrió la voz; doña Andrea sabe lo que dice… y como dicen en los campos de Zapata, siguió la mata dando. Ahora, con varios libros escritos en idioma inglés y español, usuarios cuyos datos envío por correo electrónico, telefax y teléfono, si estoy presentando algún libro en ciudades lejanas, hacer conjeturas astrológicas se ha vuelto la segunda gran alegría de mi vida. La primera, por supuesto, es verme con mis cuatro hijos ya adultos, desarrollándose dentro de sus signos, ya que cada uno lleva el mejor: Tauro, Cáncer, Virgo y Escorpión. Creo en la fuerza cósmica de todo humano y de cada cosa, y apunto los datos de objetos—mi lap-top, mi pedazo de meteoro, mis ciudades preferidas—de momentos; desde hacerle rico postre al señor de mi corazón, hasta a qué hora saldrá el sol desde atrás del Popocatepétl extendiendo sus rayos por las viejas piedras de Teopanzolco para reencontrar sus antiguas fuerzas mágicas. Una vez fue centro de fuerza y ahora bajo su sombra, centro de luz y fuerza de la ciudad de la eterna primavera. He llegado a comprender que la palabra sí, no tiene la misma raíz que el yes, y que cada signo astrológico lleva su propia entonación. Los doce signos del zodiaco constituyen una pequeñísima porción del extenso y la expansiva historia astrológica. La palabra en sí tiene sus raíces en el griego antiguo astro y logos. La combinación de estas dos palabras puede traducirse como hablando con los astros. Inteligencia astrológica ha llegado a tus manos a través de un largo viaje histórico, por siglos y siglos de la mano con el arte y la poesía, dejando destellos por su paso de asombro y consideración. Las correspondencias entre patrones cósmicos y experiencias humanas han pasado por muchas manos desde hace por lo menos cinco mil años. Los innovadores babilonios, los sabios egipcios de antaño, los sagaces chinos, los matemáticos mayas y los determinados aztecas tenían en gran estima a los estudiosos del cielo.
Inteligencia astrológica podría haberse llamado Tu propio diccionario de pistas para saber escoger mejor bajo cualquier circunstancia. Buena idea, pero demasiado largo. Sherri Rifkin, editora de Random House, supo ayudarme a poner las seis palabras claves en un orden coherente, y acabamos divertidamente corrigiendo página tras página dejando una estela de polvo astral en risas, carcajadas, dolores de cabeza y buenos recuerdos. Dos mujeres del mismo signo con una misma meta: aclarar las cosas. Este, nuestro mundo creado, no es más que un pequeño paréntesis de la eternidad, dijo alguna vez Sir Thomas Browne. La astrología no tiene fecha de caducidad y nos ha acompañado desde siempre. Gracias por entrar a ésta, nuestra casa, la de la bóveda celeste. ¡Ahora continúen inspirados!