III

 
 
SÍ. FUIMOS a ver al ortopédico quien dijo que Príamo había procedido en forma correcta. No ameritaba un collar de yeso, pero el que tenía funcionaba muy bien para prevenir movimientos violentos (no podía hacerlos de puro dolor) mientras me reponía del trauma. Luego, el bochorno de contar cómo me había sucedido, con toda veracidad:

—Me dieron un bofetón con la mano abierta, yo en esta posición y la persona en esta otra.

—¿Pues qué le hiciste a la persona?

El ortopédico nos conoce mucho, mi jefa ha tenido fracturas y como fui con ella, ni modo de mentir.

—No sé exactamente. Hasta ahora no lo entiendo.

El infeliz se carcajeó, como suena, yo me sentí ridículo. No dije más, a la mejor era peor contestar que le había devuelto el golpe.

—Quédate unos días con el collar ese y te voy a dar un desinflamatorio junto con un calmante cada seis horas.

Triunfo absoluto de Príamo. ¡Qué típico de ciertos médicos aprovechar recursos inesperados para sus curaciones! Como si uno fuera mecánico con la mecánica de la cosa y sin humana. Bájale, Celso, tampoco eres tan exquisito. Dignidad.

Mi jefa salió confortada pero yo tenía preocupaciones muy justificadas. Me acosté en mi cama a hacer una meditación: tenía el cuello tan sensible que no digamos moverlo, tensar el músculo era inaguantable y volver la cabeza, fuera de toda posibilidad. Además estaba furioso, Micia me había fregado el pescuezo y agujereado el cachete, carajo. Pues ¿qué chingaos?

Pasamos en silencio por la puerta del cuarto de Teresa. Mi madre no había visto a don Filiberto después del incidente del día anterior, a pesar de la repetida insistencia de él, quien, según Nicolasa, cada vez se irritaba más. Mi jefa entró conmigo hasta mi cuarto y vio que tomara las medicinas, como si se me fueran a olvidar. Toda la mañana estuvo lacónica, seria, con esa vocecita como las que anuncian los horarios en los aeropuertos. Temible la cosa. A pesar de su reacción a mi favor, yo no me consideraba a salvo, el collar de perro me restaba autoridad.

Además, ella estaba en conflicto; no aprobaba que le hubiera pegado a Micia; pero si no lo hubiera hecho me saca a patadas de la casa, por mandilón. Su conflicto era filosófico: quería definir los límites de la hombría y no quería ver a don Filo porque no daba con la actitud adecuada. Además mi jefa tiene un concepto de sí misma muy perfeccionista y pretende aparecer ante los demás como una persona justa y equilibrada; todo el mundo quisiera, por supuesto, pero no todos lo intentamos; a mí en particular eso me importa una chingada. Justo y equilibrado, de ningún modo. Y luego con los Fabila, por Dios Santo. Con ellos quiero ser injusto y delirante, como se merecen.

Me tocó la cara a ver si tenía fiebre y no tenía; sólo el cachete conservaba la huella de la mano miciana. A pesar de todo, y esto es lo curioso, el episodio seguía dándome risa, lo cual significa que no me importaba pagar caro el placer de sonarle a Micia. Todavía tenía en la mano la sensación: era como haberle pegado a un lomo de puerco con una astilla, o sea, su diente.

Desde entonces, desde aquella fiesta de inauguración, tenía nostalgia de haberlo hecho, ahora caía en la cuenta de que era una especie de logro; ni remedio, así es la especie humana.

—Celso, ¿crees que podrás comer?

—Sí, ma. Lo que no puedo es bajar la cabeza para acomodarme la comida en la boca.

—Qué te dé de comer Clemen, tengo una junta —enojada.

Pobres de sus compañeros de junta si es que caían en enfrentamientos con ella. Se fue por la puerta de atrás. Desde que está aquí Filoctetes usa zapatos de suela de goma; no para no molestarlo sino para pasar inadvertida cerca del cuarto. Todos lo comprendemos sin comentarlo.

Vino Clemen a prodigarme cuidados y favores. Le pedí que me comunicara con Oscar Trueba.

—Oye, Drácula, llegó Miranda, está en el Hotel del Prado y si no en el de enfrente y no puedo ir a verla porque estoy enfermo. —Me dio coraje conmigo mismo y con Leonardo, por estar tan ocupado condescendiendo a su loca.

Yo no quería que Oscar se enterara, ¿por qué? Porque no. Siempre ha sido así; de primer intento me guardo las cosas, me chocan sus intervenciones y… me chocan sus intervenciones.

—¿Miranda? Qué buena onda, yo creí que no iba a volver nunca.

—¿Por qué? —Segundo error. No hay que preguntarle la razón de sus ideas, creencias y sensaciones.

—Porque todos teníamos mala impresión de ella.

—¿Ah sí? Y por eso no iba a venir cuando le diera su regalada gana. Ya sabes por donde se pasa las impresiones del prójimo.

—Sí. A eso me refería. Sí. Cómo no. Le voy a decir que me invite a comer al restaurante del Prado, me gusta mucho.

—Gracias. —Le di un colgón: hasta después entendí lo alivianado que estaba de no explicarle la enfermedad, aunque hubiera muerto de envidia porque el pegón no fue él, siempre le ha tenido ganas a Micia. De pegarle, claro. Volvió a sonar el teléfono casi enseguida.

—Oye, ¿puedo llevar a Miranda a tu casa hoy en la tarde? Digo, si ella quiere.

Lo pensé un instante, eso tenía sus pros y sus contras.

—Por todos conceptos, tráela.

—Oye, no te oyes bien, tienes la voz estrangulada.

—Vete al carajo. —Por supuesto, el collar. En la tarde, con calor y todo me pondría una bufanda para dar la finta de no sé qué.

—Don Fabila le escribió un papelito a tu mamá, pero no me he atrevido a dárselo —Clemen.

—A ver.

—No se leen los escritos ajenos.

—Todo el mundo lo hace. A ver.

Me lo dio. Lo traía muy doblado en la bolsa de su delantal. La letra de Filoteo era muy preciosa, barroca y exquisita.

 
Mi querida Estelita:

Nadie como yo lamenta el incidente de ayer. Nuestros hijos indudablemente perdieron el dominio de sí mismos, pero son jóvenes y, por ello, merecen ser perdonados en su debilidad.

Estoy a tus pies

Filiberto Fabila

 

La firma y la rúbrica eran de coleccionista o, más bien, de persona que no tiene obligación de escribir su nombre treinta veces al día.

Así es que este Tartufo de mierda me perdonaba la debilidad y quería que mi madre le perdonara a Micia la suya, que no existe.

—Chistoso ¿y ahora qué hacemos?

—Callarnos, no decía nada indispensable —pinche Filomeno—. ¿Cuánto le paga mi mamá a Nicolasa?

—Lo sé, pero no te digo —barrera infranqueable.

—Ah.

—Él dice que Nicolasa no es necesaria.

—Ha de querer que lo bañe mi jefa.

—La señora Estela no va a andar bañando viejos.

—Pues no. Ahora falta que te ofendas. Todo el mundo anda muy mal en esta casa.

—Pues sí. Mírate nomás al espejo.

—Mira, Clemen, no le hagas. Dame de comer en la boca, antes de que venga alguien, pero primero cierra la puerta con llave. Me voy a hacer famoso por consentido, ¿no crees?

—No. Será por pegón.

Levanté las cejas en un gesto mundano y ella fue a la cocina a traer mi comida. Estaba deprimido, rabioso y satisfechísimo, ¿se podrá eso?

El proceso no fue desagradable, reminiscencias de infancia. Bien o mal, Clemen me dio de comer los primeros años de mi vida y queda un reflejo. A ella también: no habla y se concentra en cada bocado, que me importa.

Luego, tuve un recuerdo más y me dormí profundamente.

Apenas estaba despertando como tres horas después, cuando entró Clemen a toda prisa.

—Ahí está Oscar con esa muchacha italiana muy puta.

—Cállate, Clemen, no es el caso.

—¿No? Qué raro. Yo en eso no me equivoco.

Me levanté y busqué mi bufanda; un pedazo de tela de rebozo comprado al ambulantaje en la universidad. Tapaba la correa perfectamente.

Entró Miranda como un ciclón. Es un ciclón con momentos plácidos, no muchos.

—Celso, caro. —Me echó los brazos al cuello y me besó en la boca, lo cual para ella no quiere decir nada. Para mí tampoco, uno baila al son que le tocan.

—No me sacudas, Miranda. Tengo mal el cuello.

—Perdón. —El español de Miranda es casi perfecto, dice palabras en italiano por posturosa y cuando la embargan ciertas emociones. Se sentó en el sofá descuidadamente, se le veían los calzones color vino, Oscar a su lado, yo enfrente. —Raconta.

—Mm. Nada en especial. Ya perdí el trabajo porque gracias a la crisis cerraron los departamentos de investigación en las secretarías de Estado.

—¿Amores y pasiones?

—No francamente.

Oscar venía con cara de bien comido. Pero traía un ligero fruncimiento de cejas, esos que le avisan a los domadores de tigres.

—¿Qué traes en el pescuezo?

—Torcedura, un aire. No sé la verdad.

Mi voz sonó falsa y también mi redacción; apenas lo dije caí en la cuenta de que yo así no hablo. Además estaba resentido porque no pude ir por Miranda al aeropuerto, ni comer con ella, ni pasearnos por la Alameda como a ella le gusta, parándose cada seis metros a discutir una incoherencia.

—Oye, ¿por qué no me habías dicho que Miranda y tú se van a Cozumel? —Era el zarpazo, allí estaba. Y su voz vibraba de ira. Yo también tengo mal carácter.

—No tengo obligación de decírselo a nadie, que yo sepa.

—A mí no me importa que lo digas —intervino Miranda muy contenta—. Ya pasaron los tiempos en que una mujer no podía salir sola con un hombre.

—Yo quiero ir.

No me explico cómo alguien puede ser tan encajoso y tan pendejo. Miranda me miró a la cara con cierta alarma. Yo no contestaba, no sabía qué decir; estaba odiando a este pinche creaturón de papá. El silencio se hizo pesado.

—Me puedo pagar mis gastos.

Ése era un detalle evidente, esperar qué lo mantuviéramos era inconcebible. Aún así no respondimos.

—Yo manejo.

Entonces se me vino encima con toda crudeza un detalle básico en esta situación: yo, con el pescuezo tieso, no iba a poder manejar de cualquier modo. El puro hecho de viajar sentado tantas horas ya era suficiente esfuerzo. Suavicé la expresión: no iba a ponerle las cosas tan sencillas.

—No cabes en el Volkswagen. Si tú vas Miranda tiene que ir sola atrás, yo tampoco quepo. —Miranda es una chaparra que cabe en cualquier lado.

—Pero yo quiero ir adelante para mirar el paisaje —protestó ella.

Me sonreí, con un fino gesto de traidor florentino.

—¿Ves, Oscar?

—No seas ojeta, Miranda, el paisaje puede verse muy bien de todos modos.

—Atrás no. Yo tengo que ir sentada adelante.

—Pero ¿no ves mujer de qué tamaño somos? Vamos en un Volkswagen, querida —dijo Oscar, casi seguro de que iba y convidándome de tamaño.

—No importa, ser demasiado grande es tu problema, no el de Celso.

—Bueno. Pues que Celso se siente atrás. Él ya conoce el paisaje.

—Yo voy a manejar —dije con refinada hipocresía.

—Entonces, Oscar —siguió Miranda con una terquedad muy suya—, encoges las patas y vas de perfil en el asiento de atrás.

—Ésa es una solución —dije como quien no ha caído en la cuenta de que con esas palabras ya lo admitía en el viaje. Oscar se iluminó.

—Bueno, Miranda, podemos discutirlo después. —Eso, con Miranda, no se hace. Además, estaba planteada una controversia difícil de resolver. Claro, yo, con tal de no manejar, hubiera sido capaz de sentarme en cualquier lugar. Siempre que no moviera la cabeza.

—¡Yo no viajo sin saber dónde voy sentada! —declaró ella, ya empezando a subir la voz.

—No grites, Miranda —dijo Oscar pausadamente, como todo.

—Si no te gusta que grite, ¿para qué vas? Yo siempre grito.

—Voy porque quiero ir.

—Pero yo no quería ir contigo sino con Celso y ahora resulta que por ti tengo que viajar incómoda.

—Así es la vida.

—¡Así no es la vida! Así eres tú, estúpido.

A Oscar Trueba nunca le ha afectado que le digan estúpido porque su papá, desde el día de su nacimiento, le dijo al oído que lo era. Decidí no meterme, a estas alturas el único que necesitaba de Oscar era yo y sólo yo lo sabía.

—Miranda, ¿por qué no podemos hacer el viaje en paz?

—Porque quiero ir sentada adelante.

—¿Cuánto mides, Miranda, uno cuarenta?

—Uno cincuenta y tres, stronzo.

—No me adjetives en otros idiomas. —Para Oscar los “otros idiomas” no existen, aprendió a hablar mal español cuando tenía cinco años—. Muy buena estatura para ir atrás.

—No. ¡Qué no! Quiero ir adelante.

—No es justo ni lógico.

—La vida no es justa ni lógica.

—Pero hay que usar el sentido común.

—Yo no tengo sentido común. —Me encantó la declaración. Claro que no tiene. Tiene otros, sin embargo. Oscar sacó un paliacate y se secó la cara. Lo usa desde que supo lo más que ha llegado a saber de los muralistas mexicanos: usaban paliacate.

—Celso, ¿no tienes unas cheves?

—No —mentí como un árabe de la Lagunilla—. Tengo refrescos, ¿quieren?

—Si están helados.

Miranda no se dignó a contestar. Quizá pensó, acertadamente, que yo recordaba lo peligrosa que era con una cheve de más; seguro que ya habían fumado antes de entrar. Ella desprecia el agua.

Me levanté con trabajo, cada paso me rebotaba en el pescuezo. Aproveché para tomar otra pastilla y el desinflamatorio. Estaba jodidísimo, ni hablar podía a gusto y quería que se fueran. Quería dormir más, no sé si por odio a la realidad o por efecto de las medicinas. Les traje unas cocacolas de medio litro, casi congeladas. Miranda puso la suya en el suelo y Oscar empezó a chupetear la propia como un maldito bebé.

—¿No tomas nada, Celso? —Me preguntó ella muy cortés como si estuviera en una fiesta de la embajada.

—No, cara, al rato. —Jamás hubiera podido echar atrás la cabeza, con trabajo pude beber agua para tragar la pastilla y no encontré popotes. No estaba Clemen.

Oscar nos miró.

—¿Así se tratan ustedes?

—¿Qué quieres decir, cretino? —Esa palabra en una boca italiana es de especial efecto. No para Oscar.

—Con tanta cortesía y elegancia.

—Por supuesto —muy tajante ella—. Celso es un caballero.

Oscar se puso a meditar si él también lo era. Yo sencillamente no manejo ese concepto, es obsoleto, desde hace mucho tiempo desapareció de la sociedad mexicana… si es que existió alguna vez. Los mexicanos no somos caballeros y los italianos, pese a la idea que tienen de sí mismos, son unos cabrones en todas las ocasiones apropiadas para poner en funcionamiento las leyes de la caballería. Lo único que hacen como caballeros es servir comida y bebida, por eso ponen restaurantes.

—Bueno. Yo voy sentada adelante —dijo Miranda. Oscar me miró, pidiendo auxilio, yo bajé los ojos. Volvió a mirarme muy bien mirado.

—Oye, maestro Chango, ¿qué traes en el cachete?

—Ah, ¡una herida! —gritó la pinche Miranda, como quien descubre una mosca en su sopa.

—Son dos puntadas superficiales —dije con precisión y resequedad.

Oscar, automáticamente, volteó a la puerta y no vio la barra.

—¿A poco tú también? —Yo no pude permitir que alguien me adjudicara las torpezas de Scuderi, a quien seguía yo invocando. Su presencia hacía falta.

—No, la quité por Leonardo.

—Pero ¿qué te pasó, carajo? —En eso se fijó bien en la bufanda que acababa yo de ajustarme—. Te sonaron.

—¿Qué es eso? Sonarse la nariz ¿no?

—No, Miranda, también quiere decir que te pegaron.

—Ah, yo sueno, tu suenas, ¿así?

—No, Mirandolina, si dices yo sueno es que haces ruido.

—¿Cómo?, ¿pedos?

Miranda es naturalista en español, en italiano, no.

—Podría entenderse, por eso no se dice. Yo te sueno quiere decir que te pego, muy vulgar, claro. Si dices yo me sueno, es que te limpias la nariz. Yo sueno no se dice… —Cómo no, Celso el didáctico.

—Siempre yo me sueno es la nariz.

—Sí, cara. El culo es yo me limpio, nada más.

—Ah. Grazie.

Ya estábamos recobrando la relación anterior; cómodos con nosotros mismos y aconsejando al prójimo. Pero Oscar no es didáctico y me odia cuando me pongo así. Y sus escatologías no son simpáticas sino parte de la conversación si viene al caso.

—Bueno, pero te sonaron.

—Híjole, Boris, no me pongas de mal humor.

—Pero te sonaron y hasta te descompusieron el pescuezo.

—Me… asaltaron. —Me vi obligado a ser mentiroso, yo no quería.

—¿Quién? A poco los pelaos.

—No, ésos son personas decentes.

—Pero cómo, ¿un asalto? —gritó aquélla en un agudo, qué sopranos ni que nada—, Celso caro. —Se levantó y me vino a acariciar el afro natural. No hay mujer que no quiera estirarme y encogerme los chinos, particularmente cuando los traigo mojados y pegaditos. Todas son iguales. Miranda se dio un atracón, me los estiró y me los encogió como acordeones. Oscar meditaba.

—Fue la vieja de Leonardo —dijo de pronto—, la huérfana cabrona esa que conoció últimamente.

—¡Huérfana! Pobrecita —dijo Miranda como si sus padres le hubieran servido para algo alguna vez.

—Huérfana porque no tiene madre. No tiene origen, es bastarda del mundo. Insulto mexicano.

Miranda se dobló de risa.

—¡Qué gracioso!, ¡pero qué gracioso!

—No. Yo ni la conozco. —Tenía que decirlo, me reí cautelosamente. Oscar ya había captado que se trataba de un golpe de mujer con el séptimo sentido. Ese que tienen los animales.

—¿Por qué Leonardo anda con huérfanas si es casado con Eva?

Estaba atrasada de noticias y la pusimos al día. Para Miranda, sólo Dios sabe por qué, en el sentido más literal, el matrimonio es un sacramento. Por eso desfigura sin casarse. Dice que la fornicación no es pecado, sino una equivocación de la Iglesia católica; lo dice y lo sostiene con los calzones rojo vino bien amarrados. Cuando sus padres invitaron al arzobispo de México a cenar en la embajada, para presumir de católicos, ella lo dijo tal y cual.

—Arzobispo, la fornicación no es pecado.

Él la miró muy amablemente, con la sonrisa en los labios, gentil y suave. Es una fiera, tiene fama.

—En todo caso, lo perdonamos.

Miranda no se atrevió a decir más y se arrepintió de ello. Estuvo varios días hablando de la misma cosa.

—¿Cómo no le dije que no busco perdones y ni siquiera confieso?

—¿Para qué se lo ibas a decir? —Eso decíamos todos, uno por uno.

—Por mi honor, caraco, por mi honor.

—Carajo, cara, no caraco.

—Como sea, caraco, porque si nadie protesta, la Iglesia seguirá viendo con malos ojo una cosa que no vale más que mear o cagar.

Esta posición de Miranda nos ofendía profundamente porque era la nuestra y la de casi todos los hombres del mundo, menos los pendejos, quienes se distinguen por sobrevalorar una cogida; claro, callábamos. No nos iba a demostrar Miranda lo que hemos estado diciendo toda nuestra vida.

—¿Por qué se callan, estúpidos?

—Porque en efecto, es así, no hay nada que se preste a discusión. —Nos miraba uno a uno, con los ojos verdes oscurecidos de rabia.

—No es posible hablar de sexo con mexicanos.

—¿Por qué? ¿Porque estamos de acuerdo?

—Porque lamentan mucho estar de acuerdo. —Idiota no es. Capta. Ahora discurría sobre el abandono de Eva.

—Era una mantenida, una sinvergüenza. Se llevó al hijo.

—Así es. —Miranda por lo menos no es mantenida; eso, por lo menos, es una verdad tangible. Trabaja y gana, no importa que su familia sea acomodada. Y no es díscola con su dinero. Puras cualidades. Digo.

En eso llegó Scuderi. Me alegré mucho, pero me duró poco el júbilo. Miranda le brincó al cuello y también lo besó en la boca y él sí tiene el pescuezo en buen estado, pudo levantarla y aprovecharse un poco. Salvo que Miranda, para Nardo, es un puro objeto curioso.

—Pero cómo, tú también tienes puntadas, ¿los asaltaron juntos?

Leonardo me lanzó una mirada mientras le daba la mano a Oscar y se acomodaba en el equipal. Nardo es discreto, gloria de la humanidad. Algunas veces, claro.

—No. Yo me rompí la madre en la barra dos veces. No sabía nada de Celso. —lo dijo como si tampoco quisiera saberlo, lo cual en lenguaje nardino implica que se había encontrado a Clemen en la puerta y ella se lo había explicado con detalle.

—¿Por qué hablan de tantas madres? —dijo Miranda.

—Porque en este país es la figura dominante. En sentido figurativo.

Miranda frunció las cejas. No comprendía, ni modo. Se han escrito libros enteros al respecto, cosas de filólogos y de filósofos, aquí no somos. Hubo un silencio de esos desorientaditos, donde se pierde el hilo de las conversaciones y puede retomarse en forma peligrosa. Lo peligroso era nombrar a Micia, nada más, lo demás, la soledad con Miranda y el romanticismo de los rucos, eran causas perdidas. Si yo tuviera el pescuezo sano, Oscar no va a ese viaje aunque se muera. Qué triste, me deprimí mucho, de verdad, aunque suene mal, fue como cuando el Chivo me robaba las bicicletas. No es lo mismo, ya lo sé, sólo el sentir es igual.

Bueno, pero ya estaba aquí mi apreciado Leonardo Scuderi; daba ligereza al ambiente, qué diferencia. Si tuviéramos una nave grande y él fuera, habría equilibrio y yo no sentiría que Oscar Trueba me robaba algo, y lo peor, que era culpable de ese despojo. Pero la nave de Nardo es estrictamente urbana, no la hace hasta Cozumel.

La historia de la nave de Oscar, después del viaje con las cantantes de ópera, es nefasta. La chocó tres veces, la abandonó otras tantas por intratable en cualquier calle y por fin la vendió casi regalada. Su papá le prestaría la suya, pero él no la pide porque ruco Trueba la usa todo el día.

Nardo venía barbón y cansado. Nada comunicativo.

—Me cuentan que estás viudo —dijo Miranda con solicitud. Nardo negó con la cabeza.

—No, Miranda —intervine yo—. Está separado, muy distinto.

—No hay mucha diferencia. —Miranda sacó su cepillo y se peinó las mechas con reflejos rubios, pero no rubias.

—Hay diferencia —dijo Oscar muy displicente.

—Claro, la misma que existe entre la vida y la muerte —dije yo.

—¿Qué es “separado”?

—No viven en la misma casa, es todo.

Nardo estaba agarrando cara de mártir cristiano, y yo iba a perder la cabeza, como dicen en esta casa.

—Cambia de conversación —dijo Oscar, más sensible que ella.

—¿Por qué? ¿Quién manda en mis conversaciones?

Nardo fue al baño y meó largamente con la puerta abierta, luego se lavó las manos y hasta el final tiró del excusado. Todo se oía perfectamente bien sobre el silencio después de la pregunta de Miranda. Regresó Nardo.

—Nadie manda en tus conversaciones, pero se trata de asuntos que no te conciernen porque pertenecen a mi vida privada.

Oscar afirmó; yo también. Ella se quedó callada mientras se cepillaba pelo por pelo; eso del cepillo es una manía muy premeditada, porque, al fin y al cabo, un cepillo con el lomo de metal (ella dice plata) es un arma contundente. Además subió un pie sobre la rodilla con full view del famoso calzón.

Nardo se relajó y buscó algo de tomar; poner los puntos sobre las íes siempre le resulta un esfuerzo mayor, pero es prudente. Miró primero las cocas heladas. Fue el pobre a traer la suya, luego me miró el cuello; yo le dije con los ojos que, por el momento, mi pescuezo era una causa perdida. Él sacudió la cabeza levemente, lo cual equivale a decir en el lenguaje de Nardo macomme.

Oscar ya tenía en el cerebro un miserable rock y seguía el compás con las manos sobre sus piernas.

—Nardo, caro, ¿ya sabes que vamos los tres a Cozumel?

—¿Quiénes tres? —preguntó él, alarmadísimo.

—Oscar, Celso y yo.

Hubo un silencio conradiano, lleno de presagios y, de pronto, despacio, se hizo la luz en el cerebro de Leonardo.

—No sabía —dijo con amabilidad de chef—. ¿Y de quién fue la idea?

—En principio de Celso y mía, pero Oscar se animó. Y por eso surgió un problema.

—¿Cuál? —Nardo contemplaba como seis, igual que yo.

—Que Oscar no quiere sentarse en la parte trasera del Volks.

—Ah. —Nardo nunca se ha llevado especialmente bien con Oscar, pues si bien él tiene la inteligencia frívola, Oscar la tiene enmudecida. Se le ocurrió a Nardo que ése no era el punto: Oscar estaba destinado a manejar; el verdadero problema estaba entre Miranda y yo.

—Pero comme, ¿no tienes nada que decir? —preguntó ella, con la voz ya alta, como suele—. ¿Te parecería bien que yo vaya atrás, acostada en el asiento?

—No sé, Miranda, es cosa de ustedes; una opinión más sale sobrando. —Éstas eran las filigranas de ruco Scuderi, heredadas. Oscar seguía con la batería imaginaria.

—Vamos a oír música. —Como si siguiendo sus ritmos propios el asunto quedara descartado.

—Nadie oye música mientras no quede claro dónde voy a sentarme —dijo la Fabri blandiendo el cepillo—. Celso, quieto; música, niente.

Se veía curiosísima, con el cepillo en alto, como un Delacroix del siglo XX: La libertad y el triunfo de la Mujer. Nardo le miraba los calzones y los aledaños.

—Tú, Celso, tienes que resolverlo, el coche es tuyo. ¿Por qué no me das mi lugar?

Eso no era figurativo. Su lugar era enfrente.

—No quepo atrás —repitió Oscar, meneando el farol que tiene en lugar de cabeza y sin dejar de marcar el rock.

—Para eso que estás haciendo, Oscar —lo amenazó con el cepillo.

—¿Qué?

Stop, caraco.

A Oscar, nadie, ni su madre, ni su padre, ni su hermana, le hablan en ese tono y mucho menos lo amenazan con un objeto. Nunca le han pegado. Primero por adoración y luego por respeto a su tamaño, me imagino. En esta ocasión se sorprendió mucho, miró el cepillo, lo juzgó insignificante y siguió con el rock. Le agarré la mano a Miranda cuando ya el cepillazo iba a los nudillos creadores de Oscar y, por hacer eso, estuve a punto de gritar de dolor en el cuello. Nardo lo notó y se paró.

—¿Qué? ¿Piensan abusar de mí entre los tres? ¿Estamos en la época de las cavernas?

¡Cavernícolas! —estaba aprestándose a largarme una patada y Nardo me quitó con las manos famosas, con cuidado, por los hombros—. Oscar veía todo como de muy lejos pero dejó por fin de llevar el ritmo. No es que Miranda le pareciera amenazadora, es que no podía comprender un cepillazo, no estaba en su experiencia vital.

—Miranda, guarda el cepillo y contrólate —dijo Nardo con la voz bien entrenada por hablarle a Eva, su distante esposa—. Y bájate las faldas.

Miranda se las subió hasta la cintura, parecía una trapecista, puro músculo. Yo ya sabía lo de los músculos; tiene bicicleta para ejercitarse en su recámara. Luego hizo el movimiento clásico de las europeas: se volvió de espaldas y enseñó las nalgas, pero no se bajó los calzones, lo cual es un paso hacia la civilización del fin del siglo.

—Muy bien, Miranda —intervine como para establecer la paz y en buena onda falsa—. Yo voy atrás, Oscar maneja y tú vas adelante, junto a él.

Cuando oyó eso volvió a sentarse y guardó el cepillo. Oscar, en cambio, mostró sorpresa.

—¿Me vas a dejar que maneje tu nave?

—Pienso que sí. Es la solución, ¿no? —Me oí falso y Nardo de pie junto a mí me dio un ligero codazo.

—Pero si no me dejas ni tocarla.

—En esta ocasión nada más.

—Pero, maestro Chango, ¿y si la choco?

—Matas a la señora. Ella va adelante.

Miranda buscaba algo en su bolsa, luego la cerró.

—Están de acuerdo para quitarme el asiento. No soy estúpida.

—Te juro que Oscar y yo no estamos de acuerdo. —Esta vez con sinceridad. Y agarré la mecedora, que por fortuna tiene el respaldo alto. Me compuse la bufanda y me recosté. Oscar y Miranda me veían con ojos críticos y una marcada desconfianza. Leonardo intervino para cambiar la polución ambiental.

—A lo que parece, se acabó el problema. Ya Celso les dio la solución.

—No es ninguna solución. Es una cabronada de éste —dijo Oscar—. Es… es… como el principio de una cadena de nuevos problemas. —El instinto, claro; el séptimo sentido, el oscuro meollo de la víscera.

—Pero ¿por qué? —preguntó Nardo muy tranquilo, casi verídico, ya en el equipal.

—Porque Celso es incapaz de no ser cabrón. ¿Verdad Miranda?

Miranda será muy ítala y de mucho arranque y hará muchas vulgaridades, pero hay en ella una furbería ancestral, de antepasados campesinos que se hacen trampas con las cosechas y los animales, muy de notarse en ciertos casos. Así me miró.

—Celso es mi mejor amico —dijo como si la lealtad hacia mí le impidiera opinar, aunque fuera un cabrón de marca.

—Gracias, Miranda —dije riéndome, no mucho por el cuello.

Oscar se quedó quieto, con los codos sobre sus piernotas, echado hacia delante, casi fúnebre. Quería ir a Cozumel, era evidente.

Nardo decidió hacer una remembranza.

—¿Te acuerdas cuando dejamos a Gervasio abrazado de su mochila en la sala de Celso y nos largamos a Veracruz?

Oscar asintió. Mi jefa estaba muy enojada; ya eran las once de la noche y el pobre Gervasio insistía en que íbamos a venir por él. Oscar, de pronto, se dio por aludido.

—Pero a mí no se me ha quemado la azotea.

—No, claro. Precisamente. No es el caso.

Yo no hablaba porque me dijo cabrón y hay que darse a respetar.

—Entonces, Nardo, estás previniéndome de que podrían largarse sin mí.

—No, por supuesto que no. —¡ah, Scuderi!, ¡qué joya has sido siempre!—, ¿cuándo se van?

—Mañana a las seis —se apresuró a decir Miranda—. A las seis de la mañana, para avanzar mucho antes de tener el sol de frente.

Loca, tendríamos eso, el sol de frente, pero lo tendrían ellos, no yo. Oscar se agitó como un elefante marino cuando oye un disparo: olas de movimiento físico no organizado.

—No van a pasar por mí. Me quedo a dormir.

Otra nochecita de ésas. Olvidé mi dignidad enteramente.

—No se trata de eso. Mira, aquí está la lana; pasa por el Volks al taller, llevas a Miranda a su hotel y luego guardas el Volks en tu casa. Tú vienes por nosotros.

Oscar no podía creerlo. Tampoco podía creer que yo no le tuviera desconfianza de llevarse mi coche. Oscar me taladraba con los ojos. Miranda, muy tranquila, veía mis cuadros, dos retratitos de ella clavados con tachuelas, ningún otro retrato salvo una postal de La primavera de Boticelli. Oscar aceptó al fin muy poco convencido.

—Órale —dijo.

A estas alturas hubiera dado algo por no ir. Me dolía hasta la punta de los dedos con todo y pastilla. Además, si es que había olvidado el carácter y la personalidad de Miranda, ya ella se había encargado de avivar mis recuerdos.

—Pero tienen que irse antes de que cierren el taller.

Se pararon y Oscar agarró el dinero. En ese taller lo conocen. Me levanté con esfuerzo y soporté el estrujón de Miranda, el beso también; desde su punto de vista se portó con mucha consideración. Oscar me miró francamente con odio. Nardo se apresuró a sacarlos por el patio y regresó enseguida.

—Híjole, Celso. Estás desencajado. ¿Te duele mucho?

Me quité la bufanda, tenía calor además de todo. Si hubiera estado solo, lloraría, como dice el Filoso en un párrafo novelístico genial. Nardo será como mi hermano, pero no le gustan los llorones.

—¿No podrás tomarte otra pastilla?

—Todavía no.

—Siquiera se arregló que manejara el pendejo éste. ¡Qué impertinente es! ¡Qué ganas de pegarle me estaban dando!

Me fui a mi cama y el cambio de posición me ayudó.

—No sé cómo te va a ir con éstos. ¿Ya pensaste bien lo de ir sentado atrás y sin poder apoyar la cabeza?

—Sí, coño. Ya lo pensé.

—¿Ya pensaste lo que ha de ser pasar quince días con esta vieja atroz, aunque sea en Cozumel y tú estuvieras sano?

—Eso no lo había pensado, para que veas. Fue un lapso, lo admito: se oía como bonito, pues; como si no la conociera de antes.

Nardo meneó la cabeza. Hasta ahora, sólo él era famoso por esas distracciones. Lo de la Cabrona fue pasión, caso distinto. A Nardo las viejas no le dan tiempo de apasionarse, se lo comen vivo.

—¿Y qué pasó contigo? ¿Le hallaste solución a la cosa?

—Pues sí. —Se la había hallado, pero no era de su gusto, evidentemente—. Es que me da un coraje, apenas puede creerse que me pasen estas cosas. Me pregunto ¿por qué no le pasan a Oscar Trueba?

—No me hagas reír, que me duele. Por razones obvias. ¿Quién va a correr detrás del criaturón? Al contrario, les tiene que ofrecer casa, comida, sirvientes, padres, dinero, ropa… y le duran una semana. Las mata de fastidio.

Leonardo se quedó muy poco convencido. Para él siempre había sido lo contrario.

—Lo más chocante es la prisa. Todo me pasa aprisa y a mí, por dentro, siempre me falta tiempo. Si sigo así voy a morirme joven, en un accidente. —Estaba de verdad deprimido. Nunca antes había hablado de su propia muerte sino de la del ruco Scuderi, ahora, ni ésa lo beneficiaba.

—Bueno ¿qué?

—Pues que me voy de jefe de meseros en un crucero al Ártico. Dos meses. Sales por Acapulco y vas recogiendo pendejos por todo el Pacífico hasta llegar a unas emputecidas nieves eternas, hasta allá arriba, cuando ya llenaste el barco de viejos neuróticos que quieren perder de vista el mundo. Ya que ves color blanco hasta joderte el alma, regresas por el mismo camino. Se trabaja de ocho a doce horas diarias, pagan tiempo extra, te alimentan, tu cabina es decente. Aparte, al bajar te dan veinte mil dólares. Sólo que bajas loco.

Estaba furioso. Nardo nunca ha expresado deseos de viajar por mar, seguramente porque llegó a México en barco cuando tenía un año y su subconsciente ha de haber registrado todos los horrores y, si no, debe de habérselos contado la madre Scuderi, quien jamás olvida sus primeros cinco años en México, cuando ruco Scuderi estaba “colocándose”; horrible, diario los maldecía a él y a su madre; por supuesto, ella no se quedaba corta, es una napolitana de pura cepa.

Y esto que al mio caro Scuderi no se le había ocurrido que era casi seguro que en ese crucero iba a encontrarse con otra insana y allí no iba a poder escapar para ningún lado… ni bajarse en San Francisco, ni en otra parte porque jamás, jamás soltaría esos veinte mil dólares. No se lo dije, pero mientras lo contemplaba compasivamente con los ojos entrecerrados pensaba que iba a terminar trabajando en un barco para puros hombres: de esos que bajan a tierra, pecan y se largan esa misma noche. Pero si en ese barco se apasionaba de él un puto iba a convertirse en asesino, porque Scuderi es genética e irreprochablemente macho. Como diría Fenio: nada más la vejez. Como si siguiera mis pensamientos estaba en el equipal, con la cabeza baja y los ojos fijos en el suelo, muy, pero muy enojado.

—¿Ya hiciste arreglos en el restaurante?

—Ya. Llevé un tipo que trabajó con nosotros y lo aceptaron mientras estoy fuera. Ya sabe que se va cuando yo regrese.

Nardo casi no podía soportar la idea de irse, menos la de mencionar lo de las letras italianas, iniciativa mía, pero todavía menos traer a cuento la vieja, la culpable de todo este desequilibrio. Pero pensaba en ella, moviendo la cabeza como él hace, muy equino.

Yo también estaba triste, ya no quería ir a Cozumel. No quería ver a Miranda ni a Oscar Trueba y quería que los Fabila murieran en una epidemia hereditaria y que Nardo no se largara al Ártico.

—Ah. Y te dan presupuesto en San Francisco para comprar prendas de ropa térmica. —Híjole, Leonardo iba a parecer modelo. Y yo nunca he parecido eso y ahora menos. Miranda iba de vacaciones con los dos hombres más ridículos de México, hasta humilde y conforme era, podía haberse traído algún maniquí italiano amigo de su familia. Pero ella tiene fuertes inclinaciones al mal vivir. Eso es.

—Oye, Celso. Voy a hacerte tu maleta, no vas a poder.

—Gracias, de veras no voy a poder.

—Dice Clemen que tampoco puedes comer. ¿Cómo le vas a hacer?

—No sé. —No sabía; además, estaba poniéndome muy neurótico.

—Oye, ¿no será más digno de ti ponerte un collar de yeso, como se debe?

—Dice el ortopédico que no vale la pena porque se me va a quitar en unos dos días. O cuatro, pon tú.

—Pero es más digno.

—Sí, maestro Nardo, pero yo no soy digno. Ni de presencia, ni de actitud, ni de intenciones.

—Ya te pusiste de malas, maestro Celso. Te vas a enfermar del estómago. Párale ahí.

—¿Dónde está mi jefa?

—Pues… está en el cuarto de don Filiberto, sentada con su tejido como si hubiera ido de visita al hospital. Se oye la voz de él. Nada más.

—La ha de estar hipnotizando.

—Cómo crees.

—Quién sabe qué porquerías quiera hacerle. Como las de su libro.

Nardo se alarmó, cada que me pongo nefasto se alarma. En vez de decirme cinismos, como Fernando, o de hacerse chiquito, como Gerardo, fue a buscar a Clemen y trajo la escalera plegadiza para bajar la maleta del clóset. Clemen vino; ella es psicóloga nata, eso es lo bonito. Eso le ha de haber pasado a los pinches iberos durante la conquista cuando ya no querían saber de sus viejas gritonas, manipuladoras y prepotentes: se desaparecían con sus indias, o no habría tanto mestizo. Naciones enteras de esperpentos, porque son unas razas que no pegan; vea usted a los centroamericanos, por favor, y sin contar con los nuestros: si aquí duelen los ojos, allá se le saltan a uno… sin contar con los revueltitos negros que funcionan bien si ninguna otra raza participa en la mezcla entre ellos y los europeos; pero si aparece un indio, un chino o un árabe… Ave María Purísima, decía mi abuela.

Bueno, pues Clemen venía callada, con un vasote de leche (con popote de doblar, precioso) y… pastel de yema, mucho. Eso ha sido desde mi infancia, sanación para todas las heridas del cuerpo y del alma.

—Oye ¿pues qué estoy tan horrible?

—Yo digo. —Empezó a darme de comer, con Nardo no me da vergüenza.

—¿Qué hace mi jefa en el cuarto de esa mierda?

—Tejer. Ya no lo aguantábamos, quería pararse y, según dice, ir a buscarla para presentarle disculpas por la impertinencia de su hija. Cuando fueron al doctor quería venir a ver cómo estabas.

—Qué hipócrita ¿Y mi jefa cree todo eso?

—No. Pues no.

—¿Y por qué está allí?

—Porque se le quería subir a su cuarto, ya te lo dije. Nicolasa no lo dejó, lo asustó con eso de que se le iba a desatar la costura que tiene en el…

—No lo digas, estoy comiendo.

—Esa costura, pues.

—¿A poco es tan grande?

—Ocho puntadas, pero en el…

—Cuidado.

—Digo que allí todo parece más grave.

Yo en este momento no estaba de acuerdo. Contra mis anteriores creencias en ese momento pensaba que el centro del cuerpo era el pescuezo.

—Clemen, quiero desaparecer.

—Pues sí. Ya te vas.

—Quiero desaparecer completamente.

Ella tocó madera, la de mi mesa de noche.

—Ya te vas a aliviar y vas a querer hacer puras apariciones y no lo contrario.

—¿Tú crees?

—Sí.

—Nardo, dice Clemen que cuando regreses y yo me alivie vamos a asesinar a don Filatélico.

—Ojalá —dijo Scuderi, muy perturbado por la revisión de mi ropa de playa—. ¿Dónde está tu traje de baño?

—Lo tiré por deshonesto.

—¿Con qué te vas a meter al agua?

—Con esos shorts de rayas y abajo mis calzones, llegado el momento.

—Los calzones, en el mar, se caen.

—Que se jodan.

—No se van a joder, se van a reír.

Abrí el pico para que me dieran pastel de yema, divino. Modisto Scuderi siempre tiene razón.

—Estás mal, Celso. Se puede andar con traje de baño debajo del pantalón, pero con calzón de algodón en el mar no se recomienda… o lo haría todo el mundo.

—Me estás regañando.

—Para nada. Cómprate un traje de baño muy caro, Celso; lo demás puede ser barato pero… todo el aparato debe verse bien, porque si no… parece que está uno mal hecho.

—Claro, es por razones estéticas, como dice este viejo gargajiento; hay que verse como si nos hubiera creado Miguel Ángel, ¿no?

Nardo se rio. Habló Clemen, distraídamente.

—Don Fabila está muy bien de los bronquios.

Nos atacó la risa boba y Clemen terminó por compartirla.

—¿Quieres algo más?

—Ya tragué azúcar y mantequilla como para tres meses. Oye, Clemen, ¿te cae bien Miranda?

Hubo un silencio muy largo. Clemen me quitó los zapatos y trajo unas chanclas.

—Pues —dijo al fin—. ¿Cómo será la gente de Cozumel?

—Te pregunté…

—Sí. Por eso. Yo iba a contestarte que estaba bien para ir a Cozumel, pero no, no me atrevo. Nunca he ido.

Esta declaración nos paralizó un momento. Miranda, por supuesto, estaba bien apenitas para desenvolverse en el cubilete, ni al cine puede ir porque empieza a hacer comentarios en voz alta no necesariamente relativos a las películas, la gente la calla y ella se molesta. Termina mal la cosa, insultos y una vez le dio una tremenda patada a Gervasio porque fingió no conocerla… y eso que tiene la azotea invadida por el marihorno. El comentario de Clemen nos hubiera matado de risa si yo no estuviera en la inminencia de ese viaje.

—¿Por qué no dijiste antes lo que piensas de ella?

—Lo dije muchas veces y no haces caso.

—A ver ¿qué piensas de este señor a quien tan curiosamente llamas don Fabila?

—No seas necio, Celso. Te va a doler el cuello. Ya te lo he dicho. Tu mamá ha de haber tenido sus motivos para recibirlo porque siempre los tiene y yo no soy quien para hacerle preguntas. Sólo te digo una cosa, así nada más, gratis: no sé cómo vas a aguantar ese viaje.

Salió muy estirada, con la charola en la mano, como La Noche no sé en qué tragedia.

—¿Sabes por qué te hizo tanto perjuicio la chava esa? —dijo Scuderi para aprovechar el mal ambiente.

—Sí. Porque estaba mal sentado y no me lo esperaba.

—Y además porque tomó clases de karate y autodefensa con una mujer ex policía que tiene una academia.

—Otra lesbiana, se colige. ¿Así es que me dio un golpe de experta? ¿Quién te contó eso?

—Su papá. Está muy orgulloso, dijo que todas las mujeres jóvenes deben estar preparadas para defenderse, de otro modo ven mermada su independencia.

—Entonces se ha de haber deprimido mucho cuando le contesté el bofete y le resonó el hocico. ¿Ves esto? —Le mostré mi mano derecha, cerca de la muñeca, tenía yo una heridita roja, más bien rectangular—. Es un diente de Micia.

Scuderi se asombró. Eso, muy su estilo, no se lo comentó Clemen; nada más habló de los daños pero no de las represalias.

—Ándale —dijo—. Pues está mal don Filo, no le sirve para defenderse, al contrario.

Callé, Micia, tal como se veía ahora, me había volteado la cara al revés, sin metáfora alguna. Así, en forma sencilla y evidente. Y yo no iba a poder disfrutar el viaje en ningún aspecto: se había salido con la suya.

—¿Por qué dices que fue?

—No te lo he dicho. Fue cuando se habló del viaje a Cozumel con Miranda. —Scuderi ató cabos, otros cabos pero del mismo hilo—. De pura envidia. Miranda, en una época anduvo con gente de teatro, una vez la vimos en el cine con Micia y unos putos; ellos muy arreglados y ellas zarrapastrosas… quiere que Miranda no vaya conmigo y este pinche golpe se llama “no vayas a Cozumel”. Y ojalá se hubiera salido con la suya; me sentiría más tranquilo. Bajo vigilancia médica, como quien dice. —Me quedé callado.

Acababa de caer en la cuenta de que no era absolutamente imposible desistir del viaje, pero no podía enfrentarme con los tres pinches viejos: con mi jefe ruco Viale, con Fernando Palomares, quien con tan buena onda me dio sus quintos y se hacía ilusiones de que yo era un joven galán capaz de navegar en su coche a través de las selvas inexploradas, y con Filomierda, quien se hubiera alegrado pero no tanto, porque si yo me iba, mi madre quedaba indefensa (no tanto, ella no sabe karate pero no hay que confiar; si le hubiera hecho falta, lo hubiera aprendido como aprendió todo lo demás).

Y Micia. A Micia le vibraría de dicha todo lo indecentemente vibrable que pueda tener una vieja de ésas si yo no iba, o sea, todo. Y yo, Celso, no podía, debía, ni quería darle ese gusto a Micia. Lo triste, lo muy triste, es que el viaje había perdido todo atractivo, pero por muy necio que yo sea, debí reflexionar que Oscar Trueba hubiera insistido en ir aunque no estuviera yo jodido. Y una cosa más, Miranda será cuata pero es vieja y luego se larga a Italia. Oscar Trueba es mi amigo desde que tenía unos seis años y él parecía de diez. No hay comparación. (Aquí me vi muy mexicano.)

—¿Qué hubieras hecho en mi lugar? —Nardo ya iba a cerrar mi maleta—. Faltan el cepillo y la pasta. No le hace, los compro en el camino. —Mi cepillo de dientes era una varita de plástico con un zacatito—. A ver, ¿qué hubieras hecho?

Scuderi cerró la maleta y se sentó.

—Yo no le hubiera dicho a Micia que me iba. Por pura prevención, ¿sabes? Tampoco le hubiera pegado porque la mato y voy a la cárcel. —Me mostró los puños scuderianos—. Mi papá es capaz de matar un becerro de una trompada, son puños de feria.

—Y si se te presenta Oscar y estuvieras sano, ¿qué hubieras hecho?

—No hay coche en donde quepamos los dos.

—¿Por eso no quisiste ir?

—No. Entre ir con Miranda a Cozumel y quedarme trabajando en el restaurante, prefiero lo segundo.

Bueno, no somos iguales. Yo ni a putas me iba a las nieves eternas a ver cabrones glaciares por una vieja pegosteosa como Queta, primero le pongo un cohete en el culo. Ésas son las diferencias en este mundo.

Nardo estaba plácido y triste, como poema de Octavio Paz. Los ojos se me cerraban. Vino mi jefa, oí su voz baja, muy clarita.

—Nardo, ¿va a poder Celso ir a ese viaje?

—Oscar Trueba va con ellos, él lleva el coche.

—Ay, pobre coche. Y pobre de mi hijo, ya se le echó a perder. Dice el doctor que el dolor es molesto, pero se le va a quitar si descansa. Yo hubiera preferido que no fuera, francamente. Pero no es posible tomar decisiones en estos casos.

—Yo quería decirle que me voy dos meses al Ártico, trabajando en un crucero.

Oí como mi jefa cayó en el sofá, literalmente tirada de risa.

—Pero Nardo, no es posible que seas tan menso. ¿Cómo vas a dar al Polo Norte nada más así, porque se te pega una loca?

—Pues sí. No es poca cosa, doña Estela. Una loca es una loca y ya usted la oyó.

—Pero el polo es el polo. Bueno, puedes tener razón, las mujeres endemoniadas son peligrosas desde los tiempos bíblicos. Ya sabes que cuando regreses te esperamos, ésta es tu casa.

Acababa de decir lo de las endemoniadas bíblicas, cuando sonaron en la calle tres balazos, uno detrás del otro. Muy cerca, pero no enfrente. Ni de la tira, ésos suenan distintos. Mi jefa se puso en pie, yo le grité desde mi cama.

—No te asomes, ma. Espérate, Nardo.

Mi experiencia es que nunca hay que acudir inmediatamente, es mejor esperar un lapso de tiempo prudente, el suficiente para que se oigan voces y si es posible suene alguna sirena, patrulla o cruz roja. Quien llega primero se jode. Casi enseguida se escucharon gritos de mujer, muy fuertes; yo, desde mi cama, no entendía.

—Dice que llamen a la Cruz Roja.

—Pues que la llamen, ustedes no salgan.

Los dos respetaban mi conocimiento profundo de la dinámica Roma Sur. El que sabe, sabe; no hay de otra.

—¿Dónde estará Clementina?

—En el desayunador. Desde aquella vez, hace como quince años, que la llevaron de testigo a la delegación, aprendió el comportamiento adecuado.

Scuderi era todo oídos. De pronto se rio.

—Oigan a don Filo.

En efecto, Filito gemía, mugía, clamaba por Nicolasa, por Clemen, por mi madre, pero no vendía trama y no se paraba de la cama. A mí que no me vengan con que una costurita por allí le iba a impedir pararse, aunque tenga cien años. Él estaba aferrado a la cama de mi hermana, fiel a sus designios.

—La Sagrada le dio dos balazos a Gerardo, aunque disparó otro más. Y luego se quedó allí, pegando de gritos. Ella pedía la Cruz Roja. No lo mató, pero dicen que perdía mucha sangre. —Clemen estaba pálida y se sentó en mi cama—. Ya se la llevó la patrulla. Nardo se fue en la ambulancia con Gerardo porque el papá de Gerardo se desmayó y la señora tuvo que quedarse a atenderlo. —Típico del Ciudadano Respetable, viejo culero.

Así es Clemen, cronista, debería trabajar en un periódico, nada de morbo, nada de interpretaciones ni enjuiciamientos, exageración ninguna y comprensión rápida. Cuántas vocaciones se pierden en este país. Mi jefa estaba llorando, sin aspavientos, nada más con lágrimas.

—¿Estás segura de que no es grave? —pregunté como estúpido.

—¿Yo? —dijo Clemen—. Pues si no soy médico y además no lo pude ver bien. Pero sí oí que dijo: “Leonardo, vente”, y se le oyó la voz clara, normal. Leonardo me hizo señas de que hablaba por teléfono. —Clemen se fue a contarle a don Filomiento, que seguía molestando.

Yo puse al día a mi jefa sobre los posibles motivos de la agresión de la Sagrada. Ella oía con atención mientras se secaba la cara con un clínex.

—Pues sí, era muy previsible. —Luego dijo algo que me aterrorizó—. Nadie sabe quienes son las parejas perfectas.

—¿Qué?

—Eso. Gerardo y la Sagrada se veían como un razonamiento lógico: causa y efecto. Hay mujeres que buscan a ciertos hombres y hay hombres que hacen el oficio requerido. Pero lo otro es la vida.

—Ma, ¿tú has visto bien a Esperanza?

—No, hijo, no bien. Le he visto las nalgas, como todo el mundo, no soy ciega

—No te esponjes. Gerardo dice quién sabe qué alabanzas de ella.

—¿Y qué? No ha dicho que es la Reina de la Belleza, ¿o sí?

—No, para nada.

—Bueno, pues ahí tienes. Su modo de ver es objetivo, digo. Nadie se ha ocupado de verle las cualidades a la muchacha. Salvo la señora esa y su sobrino horroroso.

—Será.

—Además esos hombres sienten que para belleza basta con la propia. No es cómodo ser bello, es más bien una lata.

La vi con atención. Ella es mi ma y no le veo fealdades, es forzosamente bella. Pero quizá es bella y por lo tanto sabe. Bueno, la Nena se le parece y es muy bella, de eso sí me doy cuenta: los novios en hilera y ella juega y juega, no paró hasta que se acomodó con el Minotauro apropiado. No, no es cómodo ser bello.

Nardo no llega a ser bello total y va a dar hasta el Polo Norte, tiene razón la jefa.

Sonó el teléfono y ella me lo pasó; no es tan avorazada como para atragantarse con detalles de nota roja, carajo, ahí iban a parar la Sagrada y Gerardo, segurísimo.

—Celso, soy yo. Aquí hay mucho ruido y por eso no me dejan hablar. Una bala le llevó un pedacito del lóbulo de una oreja, por eso tanta sangre. La otra le entró en el hombro y lo van a operar; quién sabe si es grave, pero no se le quitó lo bonito. Adiós. Nada más que salga del quirófano me regreso. Ciao.

—Ya colgó, ma. Un pedacito de oreja y una bala en el hombro. No va a perder la incomodidad ni las fuentes de trabajo. La Sagrada no tiene puntería, se ve.

—Por fortuna. Pero si hubiera tenido un poquito, un poquito más, le da un balazo en la cara y otro en el corazón. Te das cuenta de que quería matarlo.

Yo cerré los ojos porque se me llenaron de unas lagrimitas que se me escurrían hasta el pelo. No lloraba por Gerardo, aunque siempre nos hemos querido bien, lloraba por la Sagrada, porque de veras quería, con toda su alma, matarlo. Como yo, como yo cuando todos los días, de día y de noche, quería matar a la Cabrona porque ella estaba matándome a mí y quería sobrevivir. Pero yo no soy una vieja salvaje, ni cargo pistola, ni mato; ahora me daba cuenta, pero no por eso dejaba de entenderla, de imaginarme todo lo que había en esos gritos, cuando empezó a pedir que alguien llamara a la Cruz Roja.

—Duérmete —dijo de pronto mi jefa—. ¿Ya no te hace falta algo para tu viaje?

—No, ma. Gracias.

—Beso.

Me besó en la frente y se fue, muy quedo, como de luto, de luto por… lloré más, un resto. Luego me sentí mejor y me dormí hasta que llegó Nardo, como a las cinco, con una charola de sándwiches que le había dejado Clemen en la puerta de la entrada, con dedicatoria y todo: “Para nardo y que alcanse para celso”. Clemen no cree en las mayúsculas ni en la ortografía. Cree en el hambre, adecuadamente.

Enseguida se presentó Fenio, a esas horas. Furioso, no sé exactamente con quién. Dijo pestes de la Sagrada, de los jefes de Gerardo y de Gerardo mismo, claro. Pero ni a él se le ocurrió como arreglar decentemente el rollo con la Sagrada. No el actual, el otro, el que dio lugar a la agresión, como dice el ministerio público. Fenio dijo que él echaba trompetillas cada vez que hablaba el ministerio público, hasta que el hombre se enojó y le preguntó “qué le pasha”. Fenio dijo que lo disculpara, el suceso le había descompuesto la digestión. El otro aceptó, peores cosas habrá oído.

—¿Y Gerardo?

—Salió de la sala de operaciones (el quirófano, dicen) con cara de difunto, ahora sí parecía de Michelangelo, como dices tú por joder, de mármol blanco, horrible, como si allá adentro le hubieran crecido las pestañas. Y se fue despertando. Y ahí estaba el ministerio esperando su declaración.

—¿Y declaró?

—Dijo que fue un accidente. Que la Sagrada y él estaban jugando y la pistola se disparó sola. El ministerio nada más se rio y luego dijo: “Mire joven, así son ustedes, siempre defienden a esas viejas, hasta que los truenan, son las fuentes de trabajo, ¿no?” “Gerardo dijo que así era, su fuente de trabajo; resultó que ella se llama Felipa Ramírez… el ministerio estaba bien enojado. Nos preguntó si éramos testigos. Y no, no éramos.”

Mientras, yo comía sándwiches; ésa iba a ser mi alimentación de los próximos días. Tenía que llevarme la caja de popotes, no había otra.

—¿Y la Sagrada?

—No sabes, bañada en lágrimas. Nada más lo balaceó y enseguida lo fue a abrazar y a besar mientras gritaba: “¡Te perdí para siempre aunque no te mueras!” Y cosas de ésas. Gerardo no preguntó por ella. Está detenida hasta saber la versión de Gerardo, la van a soltar. Dice Fenio que una multa y una regañada. Yo le pregunté a Gerardo; si no quería mandarle un recado a alguien, pero le vio a Fenio la cara de ojete y dijo que no. Pero así es mejor: que él explique lo que quiera a quien quiera, son cosas suyas. Te mandó saludos y no desea que te preocupes.

—Me voy. —Salió Fenio casi corriendo.

—Figúrate. Pues no, ya no. Antes sí porque, francamente, yo no sé cuál es el mejor método para separarse de una vieja de ésas, digo, si uno es padrote.

—No hay método. No chingues, Celso —siguió Nardo—. Yo, la verdad, no me acordaba del Polo Norte, los balazos son muy impresionantes. Pero es un aviso, ahora sé que tengo razón en irme. Hasta hoy en la tarde pensé que estaba exagerando. —Scuderi hablaba convencido. Quizá tenía razón. El suyo no era el caso, pero la Queta estaba más loca que la Sagrada.

—¿A poco tiene pistola?

—¿Puedes creer que sí? —La voz de Scuderi era pesimista y admirada. Esa loca del carajo tenía para él algo de admirable. Que se fuera, si se quedaba estaba perdido, era clarísimo.

—Ya está lista tu maleta. ¿Te puedes bañar?

—Yo creo que sí ¡pero no rasurar y me voy a quedar barbón!

Nardo asintió sabiamente. Así quería él andar, barbón, pero sin bañar.

—Miranda y Oscar Trueba no se han levantado a las seis en toda su puta vida —le dije—. A menos de que no se acuesten.

—Dios te libre. Oscar va a manejar y en tu coche —dijo y se quedó dormido.

El baño del pasillo era buena opción… luego, se me iba la imaginación hacia Gerardo, ¿por qué serán tan galantes los padrotes? Yo, como no soy eso, soy pelado con las viejas y no las trato bien. Me acuerdo cuando le confesé a Gerardo que no podía dormir con ellas y las mandaba a su casa en un taxi a cualquier hora de la noche después de haber satisfecho mis instintos bestiales.

—¿Es por tu familia? —me preguntó muy serio.

—Es porque no aguanto abrir los ojos y hacerles conversación: para verlas y hablarles no me interesan.

—Ellas solitas hablan, ni esperan respuesta. Pobres, que hablen, ¿no?

No entiendo esa benevolencia. Esperanza era calladita, hablaba él. Ésas son diferencias sutiles pero básicas. Sin embargo, si en este momento me hubieran pedido que jurara sobre las heridas de Gerardo que todo había terminado entre él y la Sagrada, no lo hubiera hecho. Será cinismo como el de Fenio, quien a estas horas estaría seguro del triunfo de la Sagrada sobre Esperanza o de una solución intermedia: podía quedarse con las dos. Fenio, por otra parte ignoraba un detalle: Gerardo había comprado a Esperanza y hay un mundo, el de ellos justamente, en donde eso tiene consecuencias. No que el Cojo tenga un código de honor, pero Gerardo tiene un código, definitivamente. Y si no, ¿por qué el hombre vendido hubiera pagado a su vez por una mujer? Claro, el dinero era del Cojo y el Cojo es un cabrón, pero el dinero ya había pasado por diferentes manos como para hacérselo perdedizo y Gerardo lo había devuelto para congraciarse y eso… tenía más cola que un alacrán. Claro, las cejitas depiladas de Esperanza quizá eran un poema, un cuadro, un rock.

Meterme en la tina del baño grande resultó genial… no iba a encontrar tinas en todas partes. Recordé la coincidencia entre Príamo y el ortopédico.

—Remójate —dijeron los dos y yo del dolor y la rabia casi ni los oí. Mi baño duró tres cuartos de hora. Luego me puse el collar y me vestí.

—Ya desayunaste —Clemen.

—Pues sí.

—¿No que te ibas?

—¿Estás insinuando que se largaron sin mí?

—No, que yo sepa, no se llevan bien. Ahora sí, la Sagrada le va a pagar doble a Gerardo. Ya se hizo rico.

Esa tercera opción nacía de la sensatez de la raza indígena.

—Pues ni que fuera su damnificado.

—Es su sirviente y su damnificado. ¿Pues qué crees que son los padrotes? Sirvientes mal pagados. —Nunca en mi vida había oído la opinión de Clemen sobre los padrotes, ni sobre los sirvientes. Estaba muy didáctica—. Por ejemplo, estoy bien pagada porque cuando le suben el sueldo a tu mamá, sube el mío. Y nadie me trata mal y me dan derechos.

—¿Cuáles? —Se vio que soy estúpido.

—Mandar y regañar. ¿Cuáles querías? Trabajo en una casa donde los demás trabajan, cada uno en lo suyo. En esta casa no hay ni un huevón, no salieron a su papá. —¡Qué golpe bajo para ruco Viale! Siempre trató a Clemen con elegancia, mucho mejor que a mi mamá; era el único que le hablaba de usted—. Pero Gerardo no tiene derechos, ni siquiera el de meter al bote a la vieja esa. Que te apuesto que sale en el periódico: “Padrote quiere cobrar y abandonar”. Hasta en la Alarma.

La Alarma es el terror de las familias que conozco, ricas y pobres. El terror de la clase media. El segundo terror es el Proceso, igual, pero con pretensiones. Tenía razón, la Sagrada era material de la Alarma. No es que se desacreditara alguno de los dos. ¡A la Sagrada le iban a salir más contratos y ya! A Gerardo más clientela. Qué raro es el mundo, nadie iba a sufrir por la publicidad. Hubiera querido poder contestar que Esperanza, pero no; a la mejor ella valora esa enigmática oportunidad de “salir en el periódico”. Jamás se sabe. Eso y la televisión son un par de misterios de la mente humana; parece mentira que uno sea del siglo dieciocho y la otra del veinte.

—Que no te vea la Azuleja con el collar porque ahora sí va a creer que eres su marido.

—No le hagas.

—No. ¿Tienes hambre?

—Me va a dar al rato.

—Me avisas, voy a regar. Oye Celso. Cuídate mucho, te vas de viaje con las dos personas más pendejas que se han visto por esta casa. Peores que Gervasio.

—Está bien. Me voy a cuidar. —Lo que no me dice mi jefa me lo dice la intérprete—. Adiós, bizcocho.

—Qué bizcocho ni qué nada.

Se tardaron en llegar seis horas. O sea, llegaron a las doce del día, pero yo las aproveché durmiendo vestido muy a gusto. Cuando tocaron el claxon salí corriendo. Digo, caminando derechito con mi maleta.

Oscar estaba sentado donde le corresponde, o sea en el asiento del chofer; ojalá supiera manejar bien. Yo decidí prescindir de toda cortesía cuando vi a Miranda con el cinturón de seguridad muy bien amarrado, el bracito fuera de la ventana como para que se lo volara un camión y una actitud perfectamente ajena a las seis horas de retraso.

—Tú, Miranda, vete atrás, quítate el cinturón y bájate, para que te subas atrás.

Se lo dije horrible, sin saludo ni beso en la boca: quería tomarla por sorpresa y lo logré. Se asustó tanto que le temblaban las manos cuando se desabrochó el cinturón, se bajó, movió el asiento y se metió atrás. Oscar Trueba estaba esperando no sé qué. Pero no dijo palabra. Yo recargué la cabeza en el respaldo y me relajé; la maleta entre los pies.

—Órale. Vámonos a la chingada.

Silencio. Así salimos de la ciudad y cuando ya me había dormido un poco o más bien fingía, oí la voz de Miranda, muy quedo, dirigida a Oscar.

—Oye, dime qué hicimos. Ni siquiera dormimos juntos.

—Cállate, lo vas a despertar.

Miranda respiró fuerte y se hundió en el asiento de atrás con las patas encogidas; era como una cuna para niña de diez años, Miranda, por chaparra que fuera, no cabía. Empecé a arrepentirme, pero si lo demostraba estaba perdido; ya me veía sentado sin respaldo o manejando con el pescuezo duro. No me puse la bufanda y me di cuenta tarde, cuando ya íbamos en la carretera de Puebla. Cerré los ojos con ganas.

No me había despedido de Nardo, pero él no se fija en minucias. Ni de mi jefa, ella salió cuando dormía el segundo sueño. Estaba convenciéndome de que mi enojo era justo, puesto que funcionaba, pero con ellos nadie puede confiarse, por eso mismo que dijo Clemen, no deseo repetirlo. Por eso hay que tener consideración: poca y sin que caigan en la cuenta. Abrí los ojos cuando Karloff se paró en una gasolinera y los volví a cerrar. Yo no pensaba pagar ni autopistas ni gasolina, mi cooperación era el Volks en buen estado. Nomás.

Miranda quiso bajar al baño y yo hice lo mismo, pero sin hablarnos, al fin estaban a cada lado de la gasolinera. Nos encontramos en el coche y al fin me dijo, con una voz muy dulce:

—¿Por qué te pusiste un collar de perro, caro?

—Me lo recetó el veterinario, era una emergencia.

No entendió. No sabe que somos íntimos de Príamo, no precisamente por las necesidades de la Azuleja.

—¿Estás furioso porque te duele?

—Sí.

Miranda se quedó callada. Yo todo el tiempo había tenido presente una sola cosa: Miranda es italiana y aunque haya vivido en México los diez años más importantes de su vida, según ella, y tenga querencia comprobada, el meollo de esa nacionalidad no cambia, como he tenido amplias y familiares ocasiones de comprobar; de manera que si quería sacarle algo, aunque se tratara del asiento delantero de mi propio coche, era necesario tratarla en sus propios términos. En cuanto a Oscar Trueba, pues ya nos conocemos, ¿no? Engañarlo totalmente no puedo, pero tampoco posee la vibra para echarme pronósticos como ese miserable de Fenio. Es cómplice, además, alianza un tanto juvenil y adolescente entre hombres contra las damas aunque sean como Miranda: destrampadas y no merecedoras de consideración.

Oscar Trueba meó, pagó la gasolina sin rechistar y luego dijo con voz neutra, muy insincera:

—Aquí cerca hay un hotel. Ya me cansé de manejar, me duele el… —me miró el collar— los hombros. Podemos quedarnos a dormir.

No afirmé y Miranda tampoco, al no protestar, aceptamos. Yo ya no sabía, de tanto cerrar los ojos, si íbamos bien encaminados; como estaba en mi papel y no en el de ellos, no me importaba si en vez de llegar a Cozumel, llegábamos a otro pinche lugar. Me acordé entonces de que Miranda sí se fija en las direcciones y de que si alguien se equivoca pega de gritos como si estuvieran asesinándola en el Trastévere, digo. Y había estado muy callada.

En cuanto se me ocurrió esto, pensé que ese silencio, aunque visceralmente fuera lógico, quizá obedecía a alguna otra razón o sentimiento, porque no era natural. Oscar la había definido después de sus primeras experiencias con ella.

—Guapa, pero parece soplete. —Esto, en el lenguaje del hijo del doctor Frankenstein, indica a una persona que no le para el hocico. Era cierto, nunca hubo soplete mejor definido y ahorita estaba desinflado. Attenzione.

Llegamos al motel. Había un naco en la recepción con una manera de ver puerquísima, cerdo puro, consecuencia del semiurbanismo y de la educación primaria errónea. Oscar Trueba se puso mundano.

—Queremos tres cuartos.

El naco nos vio con escepticismo, como diciendo: han de querer coger unos a escondidas de los otros, o de otro, o con los dos. Todo más rápido que un corto de Walt Disney, y han de querer dejar constancia, para el marido o para la esposa, de que durmieron aparte.

—¿Tres? Preguntó como si quisiera asegurarse de sus sospechas. Cada cuarto tiene cama matrimonial. —Luego añadió como si fuera ciego—: Pero tenemos cuartos para familias, con dos camas matrimoniales.

Dios mío, qué hombre más pendejo. O sería ciego y la mirada de cerdo efecto del desprendimiento de retina.

—¿Y no tienes cuartos con cama individual?

—No —me dijo, revirando la jeta como si la tuviera de caucho.

—Entonces danos uno para familias —dijo Miranda con aplomo. Se me había olvidado de que es profundamente avara, también característica de su origen. Luego reafirmó—. Somos de la misma familia.

El naco se quedó extasiado. Éramos la encarnación de todas sus fantasías aberrantes. Oscar Trueba nunca se ha parecido a ninguna familia, ni a la propia. Miranda y yo tampoco tenemos algo en común, me llega al hombro y es más o menos rubia; bueno, la Nena también y ésa sí es mi hermana. Me atacó la risa pendeja y apenas podía disimularla. Oscar Trueba tenía una expresión de extrañeza y los ojos intrigados como si estuviera tratando de imaginarse la distribución de nuestros cuerpos en las camas matrimoniales. Se quedó mirando el registro como si no supiera escribir: me adelanté, tomé la pluma y saqué mi licencia para que viera el marrano.

Familia Viale, escribí. Puse mi dirección, mi teléfono, todo. Ahora el naco nos veía de otro modo, como que le cambió la onda. Había notado el acento extranjero de Miranda, además. Y mi apellido lo despistó. Satisfecho no estaba.

—Se paga por adelantado.

Automáticamente sacamos el dinero y cada uno pagó su parte con una rapidez matemática asombrosa. Todavía le dimos peor impresión, nos dio el recibo y una llave muy grande con el número trece.

—¡Mala suerte! —gritó la ítala— Danos el otro.

Nos dio el otro con una sonrisita. ¿Para qué le sacábamos a la mala suerte si ya éramos nosotros mismos o algo así? Nos hemos de ver como niños bien, pensé y no lo dije, algo hay de eso. No nos gustan los nacos reconcentrados por pura higiene mental… la verdad es que los tres somos de criterio amplio. También podríamos ser asaltantes, ¿o no? No, diría Fenio, ésos no sacan su licencia ni se visten feo pero como si fueran a Niza en feo, ni se ponen alpargatas de trapo, ni de Nueva York, como el pinche Oscar que todo se compra por allá porque en México no hay zapato que le venga: él es del catorce. Me acuerdo cuando me iba regalando su ropa más querida porque no paraba de crecer. Hasta que mi jefa me dijo que ella era burócrata universitaria y no le alcanzaría el dinero, hipotéticamente hablando, para vestirme con los consentimientos del señor Trueba. Entonces mis hermanas se pusieron la ropa de Oscar y a ellas no les dijo nada, porque ya la Teresa ganaba y la Nena para allá iba. Claro, me dieron una lana de compensación, mis viejas son cabronas.

Llegamos al cuarto 15; no me gusta, pero ni modo de repetir el proceso. En cuanto entramos Oscar hizo una declaración definitiva.

—Yo no duermo contigo, Celso. —Oscar puede decir las ambigüedades más grandes como si fueran prodigios de precisión.

Cayó el silencio, como dicen las novelas de don Filiberto. En ellas todo cae, la noche, el silencio, la lluvia, todos menos la lujuria. Miranda debía hablar aunque fuera yo el receptor oficial del comentario; su descanso nocturno estaba en juego y además… ¿en qué estaba pensando cuando dijo que fuéramos a Cozumel en ese teléfono romano?

Ya se había sentado en una cama con aire deprimido y sumiso; me alarmé porque algo le brilló en las pestañas y ella suele gritar pero no llora.

—Tengo que hacerles una confesión.

Oscar se dejó caer sobre la cama, sobre la otra, claro. Yo también quería descansar, pero me senté en un sillón muy duro, de respaldo derecho. A ninguno de los dos nos gustan las confesiones de las viejas: siempre se refieren a su aparato reproductivo, todas son úteros con patas. No es sexismo, claro, ellas dicen que nosotros somos pitos ambulatorios, da lo mismo.

—Pues yo… me acosté, sucede, ¿no? Con preservativo, llevo muchos en mi bolsa —Ahí se atoró, estaba auténticamente consternada. Yo callé, habló Oscar.

—¿Qué? ¿Se rompió porque era japonés o chino, de otra medida? —Eso, por supuesto, le pasó a él cuando su jefe lo mandó a Cuba a casa de una hermana de su madre, quien por cierto se llamaba Connie Kinston; Centroamérica ofrece esas posibilidades.

—No —se apresuró a decir Miranda; hizo cuernos, tocó madera—. ¿Cómo te atreves a decir una cosa semejante? ¿Por qué me estás echando mal de ojo? Caraco.

Ya estaba en su jugo. Oscar miraba el techo, como si no le hubiera dado cuerda.

—Bueno, Mirandolina —dije porque me dio lástima—. ¿Cuál es el pedo?

—No estoy embarazada ni se me pegó la sífilis, pero…

—¡La gonorrea! A veces sucede, porque… —decía el burro demoniaco.

—No, caraco, no. ¿Por qué me interrumpes para hablar de las porquerías que te pasan a ti? No te rías, Celso.

Yo no lo había hecho pero ya lo iba a hacer; mejoraba mi mal carácter. Miranda, literalmente no podía decir la cosa y siempre ha podido, es una mujer articulada y abundosa en el detalle.

—¡Te volviste frígida! Terminó Oscar Trueba. Miranda se le echó encima, no alcanzó a cachetearlo porque él tiene largos los brazos, pero le arañó las manos.

—Ya me rompí una uña. —Sacó unas tijeritas de su bolsa y luego una lima: si alguien tiene las manos como garras, necesita accesorios, cuando ya estaba en vías de limarse la uña, intervine.

—Bueno, Miranda, ¿qué fue lo que pasó?

—Me pasó que ese desgraciado está enfermo de sida. Pero eso no es de asombrarse, porque según me enteré se iba a la cama con gente desconocida y hasta, ¿cómo se llaman? ¡levantes! —Miranda no mostraba algún sentimiento por el sidoso, cuestión de nacionalidad. Dicen que los italianos son sentimentales, hasta que no se hace una lista de las personas que odian o sencillamente no los afectan. Como Nardo Scuderi, quien por más que hace, si es que hace, no puede sentir algo por su hijo.

—Te harías un análisis cuando lo supiste.

—No —dijo—. No puedo —le temblaron las manos y empezó a llorar, como si Boris y yo estuviéramos torturándola.

—Pero si dicen que es muy sencillo.

—Será, pero yo no puedo.

—¿Tienes miedo a desacreditarte? —dijo Trueba, trova, petrova.

Ella hizo con los dedos juntos una seña ítala significativa de que el prestigio estaba perdido o que valía madres.

—No puedo porque tengo miedo de estar contagiada. No quiero saberlo y si me muero, me moriré pensando que se trata de otra cosa. Ningún poder del mundo me obligará a hacerme un análisis porque no estoy preparada, ¿entendido? —Sus lágrimas diluviaban—. Moriré sin saberlo.

—Yo voy a dormir con Celso —dijo Trueba, inclemente y fatal.

Yo me quedé sin habla. Aunque nunca había oído tales estupideces, tampoco estaba tan sorprendido. Quizá ésa es una reacción normal y los que se hacen los análisis son sin duda alguna las personas más valientes, correctas y formales del universo. Aún así el proceder de Miranda no era justo. ¿Por qué escogía la primera etapa del viaje y antes de la cena? Por egoísta, por supuesto, de otro modo estaría en Roma repartiendo sida si es que tenía. Me dio coraje, pero estaba exhausto. Además, nunca duermo con Boris, tiene pesadillas y da de manotazos; una vez me sacó sangre de mi muy ya perjudicada nariz: si fuera chata no me pesarían esas cosas, pero tengo una de caballete, delgada y grande, heredada de mi abuela materna y el toque italiano. Y ahorita no estaba para esos trotes; la costura me dolía, el pescuezo era una tortura y tenía hambre.

—Voy a proponerles una tregua. Navidad en el frente. Vamos a comer en este tugurio. Ya.

Yo creía que me iban a insultar por sangrón, pero no, se levantaron como corderitos. Miranda se sonó como trompeta, se me había olvidado ese detalle, y se paró en la puerta; ésa es su cualidad, no la hace de pedo con los cosméticos, como el cien por ciento de las que no son Miranda. Oscar tenía hambre y se ahorró comentarios.

El comedor era efectivamente un tugurio. Había moscas en abundancia y la carta era un pinche papel llenó de cagadas de las idem, Miranda tampoco dice cosas de la comida; si fuera una mujer más fijada, hubiera preparado una canasta que nos alcanzara hasta llegar a un lugar decente. En casa de Oscar Trueba no hay talento culinario y yo… ¿para qué hablar? A ellos no les fue tan mal con un guisadito, arroz y frijoles. Frutas también. Yo comí unos sándwiches enigmáticos y no olvidé mi caja de popotes. Recuerdo haber comido mucho y bebido mucho refresco. Luego compramos botellas de agua mineral, aunque todo, no nada más el agua, era profundamente paratífico. Por supuesto, como era tregua, no hablamos del asunto, pero a Oscar y a mí no se nos salió de la cabeza un solo instante. Miranda estaba más tranquila, pero yo sentí una reticencia, alguna otra cosita guardada, si es que podía hablarse de eso en esta situación. Miranda suele estar a gusto cuando, por peor que resulte, ya lo dijo todo según su punto de vista, porque suele suceder que lo más importante para uno sea totalmente fútil para otros. Parezco López Velarde: Magdalena, conozco que te amo en que la más fútil de tus acciones… Dios mío, gracias por no haberme enamorado de Miranda nunca, desde que la vi hasta ahora, aunque nos hayamos conocido bíblicamente, digo, cuando no tenía nada que hacer. Tampoco podía yo decirle que el hecho de su posible sidosidad me preocupaba, porque, aunque este viaje fuera la ilusión, la envidia y el romanticismo de los rucos, a mí personalmente me entusiasmaba como cualquier otra vacación y hasta ahora me atrevía a decírmelo a mí mismo. Esto era un gran paso hacia la armonía de mi alma, pero no hacia la comodidad inmediata. Me compuso el humor, además.

No entramos al cuarto, nos sentamos en un vestíbulo con sillas desvencijadas. Miranda entró al baño.

—Tiene una tina grandísima, como para hacer indecencias. Y eso que es un cuarto para familias —se rio.

Para mí la tina resultó una excelente noticia por razones obvias.

—Bueno, pues hay que dejar claras algunas cosas.

Así habla mi jefe, mejor dicho, mi ex jefe, cuando quiere joder al mundo. A pesar de ese recuerdo perturbador, me sentía muy lúcido. Oscar sacó un chicle de quien sabe dónde y empezó a rumiar.

—Miranda, tú me invitaste desde Roma estas vacaciones y no me advertiste lo que te sucede.

—Por el teléfono no es posible, troppo delicado. —Primera vez en su vida que encontraba algo delicado, es una patana.

—Comprendo. Pero podías haberte hecho el análisis antes de salir de Roma para tu tranquilidad. ¿Me entiendes? —Cuando pregunto eso todo el mundo se aterroriza. Será porque no entender es una catástrofe. Ella no asintió, estaba terca en no hacerse el análisis—. Además, pusiste las cosas de cierta manera, como si fueras a tener una aventura, o sea, que hasta cierto punto, intentaste engañarme. —No asintió ni negó—. Por eso te vino muy bien que se entusiasmara este pegote.

—¿Yo? —interrumpió Oscar de papá, rey de la casa, persona imprescindible.

—Tú, carajo, nos manipulaste o te hiciste la ilusión ¿Cómo ves?

Miranda estaba pálida bajo ese doradito hermoso de su piel.

—Pero, Celso, si nos hemos acostado cien veces y ha quedado bien claro que no queremos comprometernos.

—¿Qué? ¿Cien veces? —interrumpió Trueba hijo, hasta ahora le caía el veinte.

—Serán quince, de puro ocio y vacío. No seas mañosa, Miranda, ¿quién habla de compromisos? Estoy hablando de coger. Me hablaste como si lo consideraras un elemento para hacer más atractivo el viaje.

—Bueno, puede ser. Pero no me comprometí.

—Y dale. Yo tampoco, qué bueno, todo se hubiera fregado con la tercera presencia. Si hubieras sido honesta conmigo, no le hubieras mencionado el viaje. Ya nos hemos guardado varias cosas, ¿te acuerdas?

—¿Cuáles cosas? —Boris no podía callarse y debía. Él era, en suma, el Convidado de Piedra.

—Como cuando Miranda te dijo que se iba a Puerto Escondido con su mamá a reponerse del sarampión. No tenía sarampión y se fue conmigo a Veracruz.

—Qué ojetes —tono neutro—. Eso hace como tres años. —Vaya consuelo, qué pendejo. Yo ya me hubiera enojado.

—Entonces, querida Romana de Alberto Moravia, se lo comunicaste para que viniera y nos aliviara el descubrimiento. Éste es un caso en que el tercero no estorba sino al contrario, es de necesidad.

—No soy ninguna Romana de Moravia, ella era una vulgar.

Me solté la carcajada sin mover la cabeza. De manera que, en lo referente a Italia, ella era clasista.

—Celso, me están dando ganas de matarte. Ammazzarti, ya sabes. —Como si el italiano fuera yo y no ella.

—¿Por qué? Si no estoy regañándote, sólo poniendo las cosas en claro. —Igualito a mi jefe—. Resulta que no puedes coger e intentaste hacérmelo creer como si fuera un aliciente.

—Lo es en la mayor parte de los casos. —Me encantan las gentes que cambian de color; ahora estaba roja.

—Pero no puedes y eres muy honrada. Por eso nos adviertes que podrías tener sida. De manera que tenemos por delante una convivencia que podría ser agradable sólo si nos portamos con decencia, ¿o quieren regresarse?

—Yo no me regreso, a mí ésta nunca me ha tirado el calzón y esperaba encontrar otra —Oscar estaba firme y un poco aburrido. Y yo quería ir de vacaciones a como diera lugar; si regresaba iba a echar a perder mi imagen, en primer lugar pensar en la alegría perversa del ruco Viale y, en segundo, me gusta ir de vacaciones.

—Yo vine desde Roma para ir a Cozumel. —Con el rostro cerrado, terca como sólo puede ser Miranda.

—Ah, muy bien. Entonces seguimos adelante. ¿Quién va a dormir con quién?

—Yo voy a dormir una noche con cada uno.

—Muy generosa. Pero Boris y yo vamos a intentar la convivencia nocturna.

—El sida no se pega tan sólo con dormir.

—No. Pero cuando se entra en una cama con una vieja, no se puede dormir. A tu cama solita. A menos que quieras hacerte el análisis en Veracruz, estamos cerca.

—No, Veracruz no me da confianza.

—Muy bien. Buenas noches, tu cama te espera.

—¿Quieren que me vaya para hablar de mí?

—Claro. ¿Qué esperabas?

Entró al cuarto y dio dos portazos. Uno en la puerta de alambre y otro en la de verdad. No hacía calor ni frío, Oscar rumiaba su chicle.

—Oye, maestro Chango, ¿qué es el sida?

—¿De veras no sabes, rinoceronte?

—Como que en mi casa se habla de eso, pero no, no he puesto atención, ¿se pega, no?

—Se pega y luego te mueres, no hay curación. Te mueres pronto, joven, vaya. Algunos duran dos años.

Boris se desorbitó.

—A poco… hay curación para todo.

—Para el sida no, llevan años investigando y no dan una.

—¿Cómo en el siglo pasado? —El siglo diecinueve, para Boris, es una especie de basurero de gérmenes y contagios… hasta que de pura casualidad descubrió el impresionismo.

—No, es una enfermedad nueva, digamos que a partir de los años setenta.

—Mi jefe dice que en el siglo pasado mucha gente moría de partos, apendicitis, tuberculosis y otras infecciones.

—¿Y qué?

Boris se hizo bolas.

—¿Quién inventó el sida?

—Ah, qué chingaos. No se sabe. Algunos piensan que podría haber sucedido en países que tratan de inventar gérmenes letales para usar en las guerras.

—No puede ser, ¿qué es letal?

—Que mata.

—Si inventas un germen, inventas la vacuna —dijo con esfuerzo y chicle, pero con brillantez.

—Pues no, maestro hipopótamo. Se trata de venderlos para las guerras y que la gente no pueda salvarse ni protegerse.

—Eso no puede ser porque es una porquería. Nadie es tan puerco en este mundo.

—Sí, sí es. Todos los países que viven de fabricar armas bélicas y de venderlas.

—Pero esos países no existen.

Ya se me había atorado. Le sucede.

—Sí, Boritos, existen, no te quepa duda. Y son muchos.

—¿Cuáles?

—Estados Unidos, para empezar.

—Ah. ¿Eso hacen?

—Sí, eso hacen.

—Y yo allí me compro mi ropa.

Desembocamos a donde no íbamos; pero ya estábamos ahí. Y yo no quería hablar de sida y mi obligación era hacerlo.

—Ay, mira, acúsalos con tu papá para que te mande hacer la ropa con el sastre y las chanclas con el zapatero, como en el siglo diecinueve.

—¿Así se hacía en el siglo pasado?

—Sí, Borote.

—¿Por qué me insultas a cada rato? ¿No puedo preguntar nada? No ves que me interesa la información.

Acabáramos, le interesa la información.

—Perdón, es pura mala onda mía. El sida es un virus de origen desconocido, fabricado o natural, pero ya clasificado porque puede reconocerse en un análisis de sangre. Contagioso por medio del sexo y la sangre. Mortal de madre. —Terminé porque Oscar Trueba había empezado a llevar el compás de mis palabras con la cabeza, como hace con el rock—. ¿Estás oyendo?

—Sí. ¿Y ora?

Ora pro nobis. Porque esta pendeja no quiere saber si tiene o no tiene.

—Pues que se regrese a Roma.

—Tú se lo dices. —Lo malo es que yo sentía algo así, pero no podía, así visceralmente, cuajar una actitud enérgica. Yo no entendía el sida, me daba cuenta de la sinrazón de las enfermedades mortales; por otra parte, no me atrevía a decirle a Oscar que, en principio, se hizo notar entre homosexuales, porque iba a correr a los brazos de Miranda con la novedad de su única cualidad firme y genética: la herosexualidad.

—¿Yo? No, porque a mí no me invitó ella, yo me invité solo porque son mis cuates.

Casi me enternecí: contaba con nosotros así sencillamente. Pero hay cosas evidentes que deben decirse para que se vuelvan corpóreas.

—Yo creo que no hay necesidad de cogérsela por fuerza mayor, ni de beber su sangre.

—Pero, Chango, vamos a usar el mismo baño.

—Así no se contagia. Pero hay que dejarle claro que no use nuestros rastrillos para rasurarse.

—Yo no traigo ¿y tú?

—Tampoco. —Precaución inútil—. Hay que guardar aparte nuestros cepillos de dientes.

Por supuesto, yo estaba horrorizado, pero darle instrucciones al bebé me parecía horrible. Y no dárselas, injusto. Maldita Miranda, ¿qué se había creído? Lo que se hubiera creído era cierto, tenía razón. Me dio coraje.

—Oye, Boris, ten cuidado de no darme codazos ni manazos, si me acabas de joder te mato.

—Ya sabía que me ibas a decir eso. No lo hago a propósito, maestro Chango.

—Será, pero ya una vez me pusiste un ojo morado. Y éste no es el caso, ¿ves?

Boris, de pronto, se vio hondamente discreto, como si estuviera marihuano.

—Vamos —dije levantándome.

Sencillamente, igual que muchos científicos, no pude con el sida. Sentí que no le había transmitido lo poco que sé, ni con orden, ni con una… filosofía, por decir alguna palabra. Pero se trata de Oscar, no de otras personas. Hasta Fenio, lo recordaba ahora, cuando íbamos a hablar de eso puso cara de buzón y no dijo nada. Pero le agarró el brazo a Gerardo, quien nada más oía, como si no le tocara de nada. Gerardo lo miró con los ojitos de capulín inexpresivos pero atentos.

—Aguas —dijo al fin Fenio, pero dulcemente, estoy seguro de que ni la reinita le ha oído esa voz.

Ya por entonces yo sabía que Gerardo se había hecho dos análisis y pensaba seguírselos haciendo cada seis meses en el dispensario público, donde tenía un número y estaba catalogado como población de alto riesgo. Como las putas y como ellas, con esa resignación entre pendeja y violenta que a todo el mundo le chinga… menos a Fenio, quien es la única persona madura de todos nosotros y por ende tiene verdadera visión aunque sea irónico. Ésa es otra cosa.

Bueno, no me iba a dormir con la idea de un mundo inundado de sida y nosotros en un charquito. Miranda estaba apelotonada en la orilla de una cama como queriendo decir que avorazada y abusiva no era. Ni avara ni mezquina.

Entré al baño y vi que Miranda lo había dejado limpísimo, ni siquiera como lo encontró. Y sí, allí estaba una tina sospechosa de forma, pero tina al fin, olorosa a detergente. Bueno, me quité el collar y lo demás. Solté el agua y me metí: agua tibia, pero yo no la quería hirviendo. Allí me estuve como media hora, seguro de que Boris estaba “fumando” en el vestíbulo; pobre, tampoco podía yo matarlo de pura frustración. Una vez, años atrás, se había sincerado al respecto.

—Maestro Chango —dijo, muy compuesto—. Tú a todo me dices que no. —Yo me quedé mudo: yo, automáticamente le decía que no a todo, era cierto—. ¿Y sabes qué? No es posible. Tienes que decirme que sí a algo, lo que sea, para equilibrarme, ¿ves?

Asentí, tenía razón. No se trataba de las estupideces que decía sin parar; ni de que yo, como quiera, sea más coherente que él; se trata de que un ser humano se rompe si le niegan todo. Lo entendí bien. A Oscar en su casa le procuran todo y eso viene a ser exactamente lo mismo, pero al revés. Parajodas de la vida.

Eso me recordó a Gerardo y caí en la cuenta de que mi almita impresionable no había dejado de sentir a Gerardo ni un segundo. Y algo más, si no fuera por eso, habría reaccionado de otra manera frente a este rollo, el cual era… intrascendente. En este momento y en otros, no.

Me puse la “pijama” de la flor en la nalga, Clemen la había lavado y secado en la secadora. Le agradecí mentalmente: estaba intacta, en todo su esplendor. Me tendí derechito en la orilla de la otra cama y cerré los ojos.

Gerardo. ¿Cómo se arreglaría del susto? La pregunta real, entre otras de menor cuantía, era si podría convivir en una forma más o menos normal con Esperanza. Por poco suelto la carcajada. Con excepción de Fenio, nadie que yo conozca ha podido convivir con una mujer. Pero Fenio no es un tratado de normalidad y tiene la ventaja de que la reinita es gringa. Y las gringas tienen muchos matices porque vienen de países diferentes; la de Fenio es de ascendencia danesa: rubia que es una barbaridad y amplia. Fenio la vio cuando estaba tocando y, según él, ya no le pudo quitar la vista de encima; ella estaba con dos amigas. Esto fue en San Francisco. A los del grupo musical les dijeron que podían alternar y Fenio alternó con todas sus ganas. Vino nada más a avisarle a su jefa, porque todos, salvo Scuderi, somos muy supersticiosos con las jefas. Me lo encontré.

—Vine a decirle a la jefa que voy a casarme con una diosa. —Señaló en el aire las proporciones, sobre todo la estatura, luego dejó caer los brazos con un movimiento más poético que Nuréyev. Estaba totalmente enamorado y no embrutecido.

La reina-diosa viaja con él y no se hace pesada; no sabe español ni lo va a aprender bien, dice disparates y Fenio se muere de risa. Los dos cuidan a su hija; ésa sí tiene color y por lo tanto es una belleza. Y ya. Bueno, nosotros no podemos realizar esta épica.

Cuando yo estuve a punto y Fenio conoció a la Cabrona, le echó una ojeada y meneó la cabeza; así de rápido fue el diagnóstico. Ni mi jefa ni mis hermanas se atrevieron a tanto: debo decir que ésa fue la mayor pérdida de la Cabrona, hubiera sido mimada y muy querida por mi familia en bloque (deseada y un poco manoseada por ruco Viale, no es de confiar). ¿Por qué? ¿Por sus merecimientos? Pues no. Sino porque mis viejas, también Clemen, sabían que estaba yo clavado y que eso no me resulta fácil. Además, había hecho una serie de claudicaciones y capitulaciones inesperadas. Horribles me parecen ahora. Y eso, nunca antes y nunca después. De eso cayeron en la cuenta y la trataron exquisitamente. Si me presento con otra la van a patear y con razón; ellas también tienen derecho a la experiencia.

Estaba desvelándome, pero relajado. Miranda dormía inmóvil, como muerta. Eso ya lo sabía. Nunca se dejó mandar a casa en un taxi, pero yo siempre he hecho excepciones con las amigas. Amigas. “Amigas”; qué feo.

El asunto de Gerardo no es como los de nosotros (Scuderi, qué bárbaro, Oscar, Gervasio y otras joyitas de mi amistad, sin contar con los pelaos, quienes no por pelaos pueden); el asunto yo lo vería económicamente, la dificultad es el acuerdo económico que debe alcanzarse con toda sinceridad. No es cuestión de que Gerardo cambie de oficio y se vuelva decente, sino de decir la verdad y que ella, a quien apenas conozco, también la diga: lo más difícil que hay en el mundo. Me acuerdo de que el Chivo les mentía a todas sus viejas, por lo tanto las tenía lejos, hasta el Centro. Les decía que era empleado o que era agente de seguros, hasta que tenía dos taxis, puras cosas de categoría, según él y ellas, puesto que le creían; el Chivo era muy aberrante. El oficio de padrote, en cambio, si se confiesa lleva una verdad explícita que no permite actitudes como el pudor de Gerardo, pudor inexistente si nosotros fuéramos del mismo oficio, por ejemplo.

El oficio es despreciable, en especial para las mujeres decentes, como las de mi familia, quienes a estas alturas no han descubierto que Gerardo y otros hombres tengan algo que vender. O sea, las deseadas y acosadas son ellas; para ellas el oficio de Gerardo es, como dijo la Nena, un día de inspiración en inglés: preposterous. Luego puso una mirada tan altiva en sus ojos color aceituna que hasta yo se lo creí.

Pero no es cierto, todo ser humano tiene algo que vender y los menos favorecidos venden su persona, el uso de su persona, pues. Horrible. La cosa sería ver si Gerardo podía encontrar un servicio que no implicara el uso de la persona; en suma, si era cierto, hasta para sí mismo, que él podía trabajar como entrenador en algún gimnasio. Porque físicamente podía, pero ¿hasta qué punto lo habían desbaratado en su casa? Con desprecio, con dureza, con crueldad y con explotación, porque el Ciudadano Respetable, aunque tenga derecho al voto, para mí es un huevón, como esos que hay en mi ex oficina: empleados de planta… si se hartan de ellos los comisionan a otra oficina, ganan poco y no le dan a su familia. Cuando murió Hermano Perfecto decía el Ciudadano que nada escatimaba para pagarle los estudios, la Ciudadana asentía, pero yo ni entonces lo creí, no soy crédulo; querían un pretexto para no darle a Gerardo ni un céntimo. También sé otra cosa, por maloso que soy: Gerardo quiso joder a su padre y a su madre y se jodió solo, porque a esos padres (como el mío) las jodiciones de ese jaez no les importan.

Claro, podría darse la transfiguración, porque si no estuviera hecha hasta cierto punto, la Sagrada no lo hubiera balaceado.

Allí me dormí. Sentí cómo un tanque caía a mi lado, pero no desperté bien, luego percibí un codo enorme encima de mi nariz y mis instintos me pusieron en pie. Iba yo a darle la insultiza de su vida, pero estaba muy moto, no la iba a oír. Entonces con mucho cuidado me tendí en la orilla desocupada de la cama de Miranda, encima de la cobija y me dormí profundamente; el sida no es afrodisiaco; ella tampoco se movió.

En la mañana nos despertó la carcajada de Boris, quien estaba sacándonos una foto en colores con Chingamatic automática. La carcajada era un graznido horrible de zopilote auténtico. Miranda y yo abrimos los ojos más o menos al mismo tiempo, entonces nos sacó otra.

—¿Qué estás haciendo, cabrón pendejo? —le dije con el tono descarnado que suelo usar cuando me despiertan de mala manera.

—Para dejar constancia de que no pasaba nada malo. —Miranda también despierta feo y el asunto de la foto la desanimó tanto que se acurrucó y se tapó con la cobija. Otra foto.

—Si no le paras te rompo la cámara.

Pero Oscar Trueba estaba muy en forma y le divertía mucho ver cómo iban surgiendo las líneas y los colores en los cartoncitos blancos colocados en hilera sobre el buró. Mostraba una de esas tranquilidades que son la verdadera esencia de un carácter antisocial. Entonces caí en la cuenta de que estaba mucho mejor del cuello, me quité el collar y me toqué las vértebras: casi ningún dolor. Pero Príamo me dijo que cuando ya no me doliera usara el collar un día más. Por mera superstición, añadió: era un chiste.

Fui a bañarme otra vez para olvidar, recobrar el aplomo y a la mejor el buen carácter… salvo que yo no tengo buen carácter. No es por nada, pero quería hacerlo todo antes que Miranda, quien quizá no tenía sida, pero…

Otro remojón de tina y un bello pensamiento: estaba tan mejorado que si no hallábamos otra tina, cosa más que probable, no me haría falta, lo cual era espléndido porque además las susodichas son famosas por antihigiénicas, aunque estuvieran tan restregadas como ésta, por la misma Miranda.

—Tú báñate y luego despiertas a la señora. Yo voy a desayunar.

No me digné mirar las fotos. Fui al comedorcito. Nunca he visto un hotel más despreciado que ése, ni era temporada; pero el aire, el aire era todo. De tan limpio, me parecía respirar por primera vez. Ya habíamos salido de ese largo tramo de carretera de paisaje exquisito y vegetación maltrecha, bordeado de casuchas, basura y fábricas; verdadero muestrario de pobreza, cochambre y atraso. Siempre que lo veo me pregunto quiénes viven así y qué hacen; si ésos son los obreros y los campesinos de la zona, pues…

Me acordé de un incidente muy comentado. Hace como tres años invitó el presidente de la República a otro presidente de un país más pinche. “Vamos a vernos en un pueblo cualquiera”, le dijo, como para dejar claro que todos los pueblos de aquí son presentables. El otro aceptó. No le quedaba otra, él hubiera querido llegar al María Isabel. Bueno, en veinticuatro horas, los decoradores de Su Majestad construyeron un pueblo sobre el que ya existía: árboles, macetones, parques, fachadas pintadas en blanco, rejas negras y habitantes amenazados; todos de blanco y ni un borracho.

El encuentro tuvo lugar, todo marchó al centavo; la comida bajo los árboles de una vieja hacienda (todo lo trajeron de la capital, menos el casco), la música y al final los presidentes tomaron sus aviones de regreso, el de México un poco mejor y más nuevo. Luego desbarataron el pueblo, menos la pintura de las paredes, ésa duró hasta el primer aguacero. Y en el pueblo no quedó ni una propina, nada más el asombro.

Éstas no son cosas para pensar a la hora del desayuno. Vino un muchacho, se mostró comprensivo con mi caja de popotes y mi pescuezo; me hicieron más sándwiches con pan más fresco y estaba en mi tercera taza de café cuando me alcanzó Oscar Trueba. Boris acabado de bañar se ve más feo; como que se le pega el pelo y luce el cráneo cavernícola, abre bien los ojos o la mugre le sirve de mampara, no lo sé.

—¿Tienes gotas para los ojos? —Los tenía como conejo.

—Pues no. Más bien no sé. Scuderi me hizo mi equipaje.

—Sí has de tener.

Las reflexiones morales salen sobrando. No es que yo no fume, ni que me haya propuesto alguna abstención, no es para tanto. Es que me choca la gente como Oscar al día siguiente; cuando después de haber dado pruebas de una idiotez profunda, se quieren hacer los mundanos. Lo único decente es no decir nada, porque eso es lo malo, ¿por qué chingados y para qué estaba Oscar Trueba enmotándose en ese vestíbulo como si tuviera la nostalgia del lodo (y de la mierda) de Baudelaire? Ni Fernando Palomares cuando está culto (siempre), pero justo ésa es la cosa: no se habla porque la nostalgia del lodo es una pendejada, no viene al caso. Esto lo sabemos todos menos este picapiedra. Pidió un desayuno de ogro. Yo la cuenta para pagar el mío.

—Miranda trae una como camisa de hombre de tela brillante, muy cortita.

—Uh. Qué pudorosa, será el sida. Duerme sin nada.

—¿Por qué te cambiaste de cama?

En ese tono le ha de hablar su mamá a su papá en equis circunstancias.

—Porque ya me ibas a dar un chingadazo, apenas me dio tiempo de detenerte el codo.

—Pero no te lo di.

—No. Ni loco me quedo esperando el segundo.

—Dormiste con ella.

—Sí, carajo. Pero a un ladito y encima de la cobija. No trae el sida en spray. ¿Qué no has visto tu pinche foto?

Volvió a echar el graznido.

—Estabas como cuando duermes con la Azuleja.

—¡Qué bárbaro! ¿Por qué despertaste tan sangrón?

Oscar se lo preguntó a sí mismo seriamente mientras chupaba mango con feos modales. Ésa es otra desdicha, come como un trógloda. Yo quería o, mejor dicho, no quería decirle lo de Gerardo porque le quita sabor a todas las conversaciones, aunque se den a nivel de chisme. Ni siquiera podía contarle lo del viaje al Polo Norte porque se fascinaría y empezaría a mencionarlo día y noche, en menoscabo de este viaje a Cozumel, como si lo hubiéramos traído a fuerza.

—Mm. Tengo miedo a manejar el tramo que sigue. —Eso era, sin duda alguna. Su introspección había sido acertada y eficaz. Debo decir que él maneja con sumo cuidado y lento, no es un Fitipaldi ¿por qué había de serlo? Sus ancestros tenían plantaciones en Centroamérica, ser esclavista no produce genes automovilísticos, sin embargo, él puede aprender cualquier cosa porque no tiene lazos atávicos visibles, no parece de ninguna familia. El amor fervoroso por las máquinas, comprobado desde Leonardo Da Vinci, aquí no existe. Pero las respeta, después de algunas experiencias con su coche y el de su jefa.

—Pues vamos despacio.

—Tú mismo dices que las curvas en doble sentido son peores despacio.

—Ay carajo, es cierto. Yo voy a manejar hasta que se acaben las curvas, pero no más. ¿Entendido?

—Pero no te enojes.

—Párate a lavarte las manos, gorilón, ese mango era digno de algún personaje del Zoológico. —Se me iba a joder el pescuezo otra vez y Miranda no maneja. En ciertos aspectos se conoce a sí misma: no hay Fitipaldas, es una herencia masculina.

Oscar se fue a lavar las manos… y la cara, rayos. En ese momento apareció la dama conflictuada. Venía preciosa, como para el machismo territorial de mi papá, si la ve se la come: cabellos claros, relucientes, ojos verdes, piel dorada; nada en exceso, todo en su lugar. Y yo con el pijama de la flor (dormí con ella, claro), con el collar puesto, como si la Azuleja fuera yo. Gracias a que, con toda esa parafernalia de belleza, ella era una estúpida. El ridículo tiene límites. ¿Cuáles? La risa, claro. La vi, me pensé durmiendo junto a ella y solté la carcajada. Me levanté como si fuera educado y le hice los consabidos manejos de la silla, como si mi familia femenina estuviera viéndome.

¡Cara! —se lo dije en tono acariciador y de saludo a un tiempo. Ella se rio. Pobrecita, desde que la eché al asiento de atrás hasta sus confesiones no se había reído.

—No vayan a hablar en italiano porque me enojo —dijo aquél, ya de vuelta.

Nos sonreímos finamente con la boca y los ojos.

—¿Como mucho o poco? —preguntó entre práctica y desvalida; pura ficción.

—Mucho, porque vamos a echarnos un tramo largo. No comemos en Veracruz porque se hace muy tarde.

—No hay que bajarse en Veracruz porque hay muchas enfermedades venéreas.

¿Quién te dijo eso? —preguntó Oscar; a mí me silenció el despropósito factual.

—Mi papá.

Dioses, las experiencias que tendría de Veracruz el ruco Fabri no quería ni imaginármelas, pero me las imaginé a pesar mío.

—¿Cómo lo sabe? ¿Estuvo allí?

—Claro. ¿Cómo iba a saberlo? Estuvo allí como seis veces. —Las contó con los dedos—. Fueron seis. Sí.

—¿Agarró seis venéreas? —preguntó Oscar. Lo que más coraje me da es que de verdad y a fondo no le interesa, era de pura cortesía maternal.

—No, pendeco. No. Fue seis veces, nada más.

—¿Cuántas venéreas agarró? —Pero qué necio estaba Oscar. Miranda se remontó al pasado, hizo cuentas y por fin habló.

—Creo que dos. Una se la pegó a mi mamá.

Nos quedamos boquiabiertos. Este poder de horrorizarnos no se le acababa nunca. Porque somos de clase media mexicana y nuestras madres no son embajadoras; la de Oscar cocina muy mal y fuma y la mía es profesora, ni siquiera imaginan hallarse en esta situación.

—Yo tuve gonorrea —dijo Oscar muy solidario.

—Por andar con putas —contestó ella muy aleccionadora—. ¿Y tú, Celso?

—No, yo no.

—Porque no andas con putas sino con muchachas de buena familia.

No sabía si reír o llorar. Para nada me sirve ser tan crítico.

—No —negó Oscar de pronto—. Ésa me la pegó una Salamandra y la trajo de la India.

¿Come? —casi gritó Miranda—. ¡Una gonorrea hindú! ¿Lo sai que sei un porco?

—Yo no hablo esa cochinada de idioma —Oscar reaccionó a la palabra porco aunque no hable.

—¿Qué dices? Es la lengua del Dante.

—Sí. Bájale, Mirandolina. Oscar no sabe quién era ése y no lo quiere saber.

—¿Por qué dices eso de mí?

—¿Lo quieres saber?

—No. Pero no hay que ponerme en evidencia.

Miranda se le quedó viendo y yo le hice una ligera seña con un ojo. Si en ese momento empezábamos a investigar por qué no es posible poner a Oscar en evidencia, no llegaríamos nunca a Cozumel.

Miranda se dedicó a comer. Pollo frito con papitas y mucho pan, luego fruta y dulce. Sólo una vieja como Miranda es capaz de desorganizar las horas de la comida a tal extremo, pero la culpa era toda nuestra y había cierta sensatez. Eran las nueve de la mañana y no volveríamos a comer hasta la noche o, para hacerla de emoción, hasta las cinco de la tarde.

Dejamos el hotel limpiamente, sin deudas ni destrozos. Sólo con un rastro de malos pensamientos, todos en la cabeza del naco, quien ciertamente estaba antojado de Miranda y por pura transferencia hubiera querido ser yo y hasta Oscar. Y hacer alguna porquería que nada más él sabe, pero se siente.

El camino se volvió impresionante: árboles altísimos y juntos, como puestos de acuerdo para esconder abismos y barrancas. Una especial sensación de vuelo planetario en esa carretera de doble sentido, horrible. Nosotros tres éramos seres de autopista con motel, por eso íbamos callados. Un aire de ángeles y nosotros seres de ciudad contaminada. Y conste que se trataba de un intelectual, una técnica especializada y un… artista, todos con menos de treinta años, inmaduros como diablos menores.

Hasta la hija de Próspero iba callada. Yo hice una colaboración a su intelecto cuando quise explicarle lo de Próspero, pero ella lo sabía: el embajador se sentía Próspero, hechicero desterrado en isla desierta con Ariel y Calibán: México, el cual para desgracia suya no estaba desierto, por lo menos la ciudad, tan poderosa.

Yo iba tranquilo, dándole gracias a Dios por mi mejoría, pues a los tres nos hubiera aterrorizado que Oscar manejara este tramo. No es por nada, pero tengo el ritmo de los tramos peligrosos en la sangre: ningún Viale se arrastra, pero uno murió en carretera: perros, vacas, burros y borregos. ¿Para qué pensar en eso? Es la civilización.

Luego, por decirlo así, el paisaje amainó como si fuera tempestad: estábamos bajando. Me entró la ternura de las tierras bajas; los tomatitos delicadamente cultivados, como tableros de ajedrez; las casitas ornadas de flores; de vez en cuando un hombre con sombrero, visto de lejos como una figurita de Nacimiento. Boris se durmió, rarísimo, porque su cabeza remonta el respaldo y cae hacia atrás, las patas encogidas. Pensé que iba a darle tortícolis, pero su pescuezo ya está habituado a esos acomodos: es como una manguera gruesa.

—Qué imponente es l’América —dijo Miranda con verdadera admiración y yo pensé que valía la pena haberla traído por su capacidad de apreciación. Así es mi hermana Teresa, tiene el don del aplauso y por eso se hace perdonar otros inconvenientes.

Pasamos por Veracruz sin entrar; ya íbamos sobre el camino de Minatitlán y una desviación que pudiera llevarnos a Villahermosa, adonde no pensábamos llegar. Empezó la selva, primero un olorcillo a podrido; la selva huele quizá al material con que se hacen los perfumes, pero no al perfume mismo. Peor ésta, poco frecuentada porque es pantanosa; tiene miasmas, olor a moscos y a otros insectos, a hojas putrefactas. A culebra. Y empezó el calor en serio; al rato estaríamos oliendo nuestros cuerpos y no sería bonito olor.

Miranda se puso una mascada ligera, me cayó en gracia; yo estaba pensando que me estorbaba el pelo.

—¿Qué haces, insensata?

—Para que no se me apesten los cabellos —La pobre quería oler a sí misma.

Oscar dormía con la boca abierta y tenía la ropa pegada al cuerpo; yo estaba protegido por el asiento térmico.

No sé cuánto tiempo duró esta tortura, pero lo era definitivamente, de dar angustia y miedo. Me quité el collar, pero con el calor se me aflojó el pescuezo o algo. Por supuesto, había una ausencia de luz directa, era reflejada, estábamos en un mundo verde. De vez en cuando, un autobús en sentido contrario, ni un ser humano; pero Miranda veía movimiento en las hojas, pájaros, se me atravesó un no identificado tamaño gato y así muchos kilómetros.

Ahora ya estábamos esperando un motel, a mi modo de ver cualquier motel. Y apareció un hotel con ciertas pretensiones, estábamos casi en Minatitlán y no podíamos más. Sentí que otro tramo de selva apestosa no me lo echaba ese día. El hotel no era bueno, pero presumía de piscina. Oscar abrió los ojos, cerró la boca y se enderezó.

—¿Ya llegamos?

—Sí, maestro Boa. Llegamos a un hotel, ¿adónde creías? Y tú hablas con el de la recepción, yo espero en el bar —hasta este momento caí en la cuenta de que tenía sed, una pavorosa sed.

—Yo también —dijo ella. Miranda no es borracha, si lo fuera, lo sería en alto grado y una borracha en una embajada… Hay algunas. Ella sabe tomar, o sea, toma poco y con aplomo. Y ya. Yo puedo emborracharme, pero no ese día, ese día la borrachera se llamaba doña sida. Estábamos sentados y vino el mesero, ahora sí un muchacho vestido de blanco, sencillito y amable. Pedimos ron y cocas, pero no la botella de ron. Oscar a ese respecto es casi abstemio, él tiene otras mañas. Además, no era cosa de portarse mal, lo sabíamos. Ya estábamos en plena libación cuando llegó Oscar.

—Maestro Chango, dame lana. Tú también, Miranda —mencionó una cantidad.

—¿Por qué tan poco? —dijo la europea coda.

—Porque tomé otra vez un solo cuarto, este hotel es cariñoso.

—Pero las camas son matrimoniales.

—Dos individuales y un sofá.

—Bravo —dijo Miranda, como si me hubiera pasado la noche pellizcándola; se corrigió—. Así van a poder dormir bien. Yo de todos modos tengo el sueño pesado. Vamos a la piscina.

Pagamos las copas y fuimos. Nos metimos los dos y ella no; se sentó en una silla de tela con el vaso en la mano, se veía bella otra vez. Y la piscina, oh milagro, estaba limpia, porque las piscinas de los hoteles tienen más infecciones de las que la gente sería capaz de soñar en toda su vida. Oscar nada mal, por fortuna; si nadara bien sería necesario que todas las piscinas fueran olímpicas, para hacerle espacio. Yo nado decentemente, como todo lo demás. Gerardo dice que soy superdotado para el deporte, lo malo es que no es prioridad. Me deprimí a media brazada, la única prioridad que he conocido es la Cabrona. Pero el agua estaba fresca, no tibia ni helada y era grato meter la cara en ella. Salimos sacudiéndonos como perros. Yo no había comprado el traje de baño y me pasaba lo que dijo Nardo. Oscar tenía uno perfecto, gringo, tamaño gigante y hasta con piernitas, como previniendo lo peor. Se me ocurrió que no pensaba quitárselo nunca, mal pensamiento, claro. Nos sentamos a cada lado de ella, con los vasos en la mano.

—¿Qué cara puso el recepcionista cuando supo que íbamos a dormir juntos?

—No me fijé. —Muy suyo, ignora el mundo.

—¿No te dijo nada?

—¿Qué podía decirme?

—No. Nada. Tienes razón. —Esta negación al pensamiento me mata. Oscar se niega a ser estimulado salvo en las formas más toscas. La imaginación no le funciona. O no la tiene.

Miranda tenía el rostro levantado y los ojos fijos en un pájaro que se desgañitaba. Parecía de Boticelli, cuando menos. De Da Vinci también, un poquito.

—Celso, ¿ya estás bien del cuello y la cara?

¡Cuidado! Se puede ser bello sin ser bondadoso. Miranda es amable, pero no tanto. Y su voz es engañosa.

—La verdad, sí. Pero todavía necesito ir en el asiento delantero aunque aquí el maestro maneje.

—Ya voy a manejar. No hay nadie.

—Pero despacio, ¿no Boris?

—Pues sí. Despacio —Oscar estaba serenísimo como una de esas altezas serenísimas del mundo jerárquico que aún sobrevive. Frase de mi jefe: sereno e impenetrable. Y me cayó el veinte: ¡Oscar había nacido para príncipe! Así eran todos los retratos del Louvre, del Prado y los importados por el Metropolitan.

—Necesito confesarte algo —dijo Miranda.

—Tienes sífilis.

—¡Qué grosero! Yo no he dado motivo para que me contestes esas… vulgaridades. ¿Iba a presentarme a estas vacaciones con una porquería de ese estilo? —Los dos la miramos maravillados, estaba loca, totalmente—. Pero, Oscar, díselo tú.

¿Oscar? ¿Desde cuándo guardaba Oscar los secretos de Miranda? Además, Oscar no es precisamente chismoso porque ignora el sabor de la comunicación, pero es boca floja, suelta las cosas porque no les da importancia. Sentí aprensión.

—Bueno, suéltala —le dije a Boris Trueba, quien seguía impasible.

—No. —Voz de falsete, luego normal—. Pues que Micia anda diciendo que te sonó y que eres un bestia porque le contestaste.

—Oye, menos mal. Peor sería que nada más dijera lo suyo, quedaría yo peor. ¿Dónde lo oíste?

—Con las Salamandras. Fui a verlas un ratito porque van a la selva peruana.

—No me cuentes los viajes de esas mujeres; ahora van a traer a México virus peruanos, como si no tuviéramos los nuestros.

—Van a hacerse un tratamiento para adelgazar.

—¡Alto! No me importa. ¿Y qué?

—Tú no me dijiste que ella te había sonado ni por qué.

—No sé por qué. —De pronto, como si fuera estúpido, recordé que todo el tiempo había sentido un vacío racional, que hasta ahora podía recordar. No entendía por qué me pegó Micia, ni siquiera recordaba de qué estábamos hablando antes del siniestro, todo por andar meditando en asuntos ajenos y dedicado a curar los daños recibidos… Y a saborearme, porque siempre se me habían antojado sus cachetes. Pues no, no lo sé. No se los dije para no dar lugar a meditaciones sobre la estancia en mi casa de don Filiberto Fabila, cuya existencia había olvidado en las últimas horas a un grado tal que me parecía no haberlo conocido, tampoco a Laluda y a Micia menos. Miranda tosía como el padre Figueroa cuando se echa una arenga de vos, de tú y de usted. (Con esas cosas la Iglesia no puede conservar su prestigio aunque así lo pretendan.)

—Es que Micia te tuvo celos porque ella me cogió.

—¿Qué? ¿Qué te cogió? —podía darse el equívoco; Miranda a veces no da en el clavo con lo que está diciendo.

—Me cogió todo el cuerpo. Y creyó que teníamos un romance tú y yo, por eso te pegó.

Por supuesto. Eso era. Yo, Celso, lo sabía y por el más extraño trastrueque de ideas, tuve un lapso mental: hasta había mencionado el viaje intencionalmente.

—Fue en una fiesta de despedida que me hicieron cuando regresé a Italia. Tomé dos copas de más, me metió en un dormitorio y me cogió.

—Ya, no lo digas tantas veces. —Miserable Micia, pero esta pendeja…

—Debiste haber tomado una copa de más y no dos —intervino Oscar.

—No se me ocurrió. Y yo, Celso, quiero pedirte perdón por haberte causado tanto disconfort —Miranda en inglés, indica alguna incomodidad pero no tanta.

—Ah. Disconfort. Sí, claro. Me voy a bañar.

—Ya se enojó en serio. —Alcancé a oír que decía Oscar—. Se lo hubieras dicho en italiano, así cree que todo es chido.

No oí lo que ella contestó. Estaba viendo rojo de ira. Pedí la llave del cuarto; el cuarto con tres catres por lo menos. Entré a la regadera, ninguna tina, ya estábamos en reinos más prácticos. Me di una jabonada perfecta y total, mientras decidía si los dejaba tirados y me iba en mi coche o… eso era inconcebible. ¿Por qué comer mierda? No podía enfocar la situación porque era ridícula: la ridiculez consiste en no saber si es uno víctima, villano o no existe. Ése era el punto; Miranda estaba comportándose desde Roma como si yo no existiera y mi naturaleza no es de víctima. Prefiero ser villano… digo, de preferencia. Si esto no fuera ridículo, yo asumiría una actitud normal sin esfuerzo nacida de mi madurez. Pero si tuviera madurez tampoco hubiera aceptado hacer este viaje, porque hubiera conocido, o más bien reconocido, que Miranda no es transportable. Ahora lo recordaba, cuando ella se fue “para siempre” yo estaba invitado a comer con Fernando Palomares, solos, por alguna deficiencia de su tropa de ineptos, sin que eso me afectara; él lo notó porque siempre hago aspavientos poco finos cuando eso sucede y me dijo: “Querido Celso, ¿te sacaste la lotería?” Yo me reí. Luego llegué a mi casa y la Clemen me dijo que si había ganado una apuesta y hasta mi jefa: “¿Qué tienes, te regalaron el Rockefeller Center?” No les contesté, para no verme ojete, pero ellas tienen memoria, mejor que la mía, o no hubiera aceptado este viaje engendrado frente al Foro Romano. Soy un imbécil sin recuerdos sociales ni históricos. Este descubrimiento final me compuso mucho, porque yo ya era, ya existía, tenía verdad existencial de imbécil y por lo tanto tenía derecho a ocultarlo como tantos otros que opacan el fulgor del sol americano. Esa frase no es de mi jefe, sino de un candidato presidencial muy despechado y como todos retórico.

Si ya estaba pensando en candidatos, todo iba bien. Además, el calor atroz me sentaba maravillosamente; el cuarto no tenía aire acondicionado sino ventilador de aspas prendido en el techo.

Fui al comedor solo, todavía no estaba para alternar; pude comer bien, aunque con una cierta demencia pasajera, y regresé al cuarto; conforme a mis deseos me dormí profundamente. Mi mente y mi cuerpo querían olvidar. Cuando abrí los ojos, a las ocho de la mañana, no sabía dónde estaba, pero un poco antes me pareció sentir que estaba solo en el cuarto, como en esas gloriosas mañanas en que despierto con la Azuleja quien ni siquiera suspira; así estaba, solo y las camas intactas. Miré el buró y allí estaba la llave del coche. Si a mí se me había ocurrido, ¿por qué a ellos no?, ¿por decentes? Tuve varias visiones dantescas que me hicieron parar de la cama. ¿Se habrían metido en otro cuarto a nadar en sida? Luego una intuición más cuerda. Deberían estar todavía junto a la alberca porque toda la noche hizo calor; los sillones eran cómodos. Estarían borrachos, motos o las dos cosas. Me vestí con unas bermudas de mucho estilo que me eligió Nardo, con una camisa que hace juego. Ya me negreaba la barba.

Sí, allí estaban, más bien motos. ¿No digo bien? No somos alcohólicos, me dieron risa. Oscar Trueba, devorado por los mosquitos, y Miranda la traidora, con su botella de repelente, muy en su estilo. Fui cabrón. Recordé haber visto repelente en mi maleta y me regresé a ponérmelo; ellos dormían. Fui al comedor y desayuné como quinientos taquitos de cazón con salsa de rábano y litros de café.

Estábamos en una selva de la chingada y yo era agresivamente feliz. Me puse a leer el periódico; Madre Santa, qué periódico: noticias sangrientas, propósitos políticos, más unas cuantas muertes y un nacimiento, pero sin darle mucha importancia a nada, con una especie de locura de ínsula muy curiosa y difícil de penetrar. Había una ignorancia desdeñosa hacia el nivel (¿digo nivel?) periodístico, vital e informativo de la capital del país, y una declarada incapacidad de imaginar la existencia de otros países, por supuesto, lo cual significa que los habitantes de la zona eran seres quizá con cualidades y afectos, pero faltos de dimensión porque no podían medir su tamaño en el mundo. Si a uno de éstos lo llevan de viaje a la Luna, se vuelve loco, como por demás dirán que les pasa a los navegantes espaciales, cuando se miden con el espacio y voltean a mirar el planeta de origen.

En esto aparecieron aquellos dos, con los ojos rojo bandera; me vieron de lejos, limpio e instalado y corrieron al cuarto. Se arreglaron a toda prisa y uno esperó al otro, pues me alcanzaron juntos con los ojos poco mejorados y esa expresión de impotencia con hastío, con mal sabor, mal olor y complejo de culpa. Yo me paré y les dije, con mi mejor pronunciación inglesa:

How beauteous mantlind is! Oh brave new world that has such people in it!

Luego de hacerles una reverencia, me senté. Ellos también.

—¿Qué chingadera es ésa? ¿Una disculpa? —Oscar hablaba ronco, como si los moscos le hubieran picado las amígdalas. Pero no; ellos se concentraron en los párpados, la frente, las narices, la barba y las manotas. Ahora sí parecía el hijo auténtico del doctor F. (Frankestein).

—¿Cómo va a ser una disculpa? —Miranda estaba furiosa—. Está burlándose de nosotros porque tenemos mala apariencia y somos unos cretinos. ¿Cómo se nos ocurre decirle la verdad a este cabrón de mierda?

Apareció el mesero y se quedó espantado de la violencia ítala; no nada más las palabras si no la expresión insana, los verdes ojos estirados y asesinos.

—Ordenen, por favor —dijo con estilo refinadamente vil, digno de mi jefe.

Ordenaron, no por gusto sino porque donde se quedaran sin comer, la mota se iba a notar en el puro desgaste cerebral y eso no le gusta ni a Boris, o mejor dicho, ni al cuerpo de Boris. Se fue el mesero.

—Miranda, esa frase la dijo tu homónima, puro Shakespeare, no sé por qué te enojas.

—Yo no soy homónima de nadie. ¿Qué caraco me pueden importar las frases que dijo esa degenerada? ¿Tú has leído bien esa obra, menomatto? —Yo sonreí diabólicamente sin dejar de mirarle los ojos—. Pues se trata de una mujer educada por un duque, un mago en una isla imaginaria. —Se rio de pronto, así es ella—. A menos que fuera la Sicilia —dijo entre carcajadas—. ¿Qué puede hacer un hechicero desequilibrado con una niña? Volverla ejemplo de idiotez: una degenerada, por lo tanto, nada de cuanto dijo se me aplica.

—¿A ti quien te educó, Miranda?

—Mi padre y mi madre, quienes no son hechiceros, ni… —Se rio de nuevo, conocía bien la obra—. Más bien son como esos cortesanos que… bueno, ya sabes, naufragan y no se mojan.

Me hizo reír de veras. Qué tremenda vieja. Yo leí esa obra por ella y ese equívoco de la Miranda de Shakespeare me divierte por lo mal que le cae al pobre duque: “Nunca los habías visto”, contesta y puedo imaginarme con qué cara.

—¿Y qué piensas del novio de tu homónima? Ferdinand.

—¡Que no es mi homónima! ¡No es nada mío! Ese Ferdinand… —Se rio—. Era un castrado como los de la corte de Cleopatra. —Oscar Trueba oyó castrado y paró las orejas, es una condición que siempre le interesa.

—¿Castrado?

—Eunuco —dije yo, para acabar de joder.

—Eunucos son los que no… los que entonces… —¿Y qué tiene que hacer Cleopatra con ellos?

Cleopatra también le gusta mucho porque le dije alguna vez que (según Plutarco) hablaba catorce idiomas. Por supuesto no lo creyó y opinó que se trataba de supersticiones… ¿Quién le habrá enseñado esa palabra? La pregunta quedaba en el aire, por lo tanto dejé que Miranda la contestara, con un airecillo de duda verdaderamente inolvidable.

—Mira, Oscar; en principio, como dice Celso, nada, pero… —Aquí la duda se volvía mayor—. Yo veramente no estoy segura, pero me parece haber oído que los eunucos son muy… disputados porque como les faltan esas cosas, pues no paran nunca.

Yo me mostré complacido por el efecto en Oscar. Era un enredijo delicioso de imaginar. Cuando se pone así encuentra un hilo, pero no el imaginado por otras personas.

—¿Paran?, ¿qué paran?

—Los vergazos —contestó Miranda muy rápida cuando el mesero le ponía enfrente unos huevos revueltos y otros a Oscar.

—Quién les manda pedir huevos y hablar de castraciones. —El mesero no daba crédito a sus oídos y casi echó a correr. Jamás entendería como él, tan decente, podía trabajar al servicio de estas personas. Ni loquero que fuera, pensaría.

Los dos, Miranda y Frankes, empezaron a comer con un desgano muy disfrutable; los de Miranda eran con jamón y los de él con chorizo, casi rojos. Se echaron sobre el pan y sobre el jugo como si no hubiera otra cosa en el mundo. La mente oscariana seguía trabajando, dentro de sus límites.

—Pero… ya no hay, ¿verdad?

Yo pensé unas cosas tan feas que ni por sádico se las hubiera dicho. Miranda se echó un bocado y lo acompañó con pan inmediatamente; la mirada suplicante.

—Ocasionalmente.

Oscar suspiró. Él quería que no hubiera para que no nos hicieran competencia, así es. Por eso pasó la conversación a otros términos.

—Y Cleopatra, ¿qué?

—Era una mujer inestable, según Shakespeare. Imagínate, en cuanto aparece en el foro, dice: “Si me amáis verdaderamente, decidme cuánto me amáis”.

—Qué bruta. ¿Cómo es posible saber si uno ama? Y mucho menos cuánto.

Oscar lo dijo con inocencia, pero a ella se le abrillantaron los ojos, como si ella tuviera por hábito decir esa misma frase. No a mí, por fortuna; no es tan imprudente.

—A mí nadie me quiere. —A Miranda le corrieron las lágrimas hasta abajo, hasta la blusa, como arroyitos.

—¿Qué le pasa? Si nadie le dijo algo. —Oscar la señalaba.

—No me señales, baja esa mierda o ti mato. Sul serio che ti mato. —Oscar bajó el arma ofensiva.

Ahora estaba peleándose con él y él no entendía por qué. Capituló.

—Bueno, perdón.

Miranda siguió comiendo con mucho carácter y mucho pan. Ya estábamos en paz. Era necesario aprovechar la pinche tregua.

—Yo ya guardé mis cosas y las puse en el Volks —anuncié dando a entender que estaba listo para seguir adelante. Miranda aprovechó la ocasión para levantarse de la mesa, todavía masticando un pan.

Permesso —dijo, con entonación de camarera italiana.

En cuanto se fue, Oscar en vez de relajarse como todo cristiano cuerdo, se animó.

—¡Qué densa es esta vieja! —Casi me río de pensar que las intensidades latinas de Miranda a Oscar le parezcan espesas—. Además…

—Además, ¿qué?

—¿No me prestaste tú un libro de Truman Capote que se llama Desayuno en Tif… algo?

—Sí.

—¿Cuándo te dio una onda de esas en que quieres volver culto a todo el mundo?

—Así es. Pierdo el tiempo, pero me dan.

—La gente se enoja contigo y cuando te hace caso, como Leonardo, te enojas tú. Se te hace que la cultura, después de todo, no es mágica.

Cierto. Yo jamás había creído capaz a Oscar de una observación tan fina. La cultura, pese a mis imaginaciones, no es mágica por sí misma. Pobrecito Leonardo Scuderi, como lo he chingado con todo lo habido y por haber. Lo hice leer todo Pratolini… y luego no podía yo soportar que hubiera leído a Pratolini y a otros autores.

—Bueno, lo admito, ¿y?

—En ese libro se dice que todas las mujeres son lesbianas; así es que ya lo sabías y anoche te pusiste como si te cayera de novedad.

—Oscar Frankestein, ese libro no dice eso; lo dice uno de los personajes, una mujer muy diferente de las otras. Y es una observación cómica, porque indudablemente no es así.

—A mí no me hizo gracia. —Boris estaba poniéndose necio y eso es fatal.

—A mí tampoco. O sea, estamos de acuerdo.

—No se me hace que estemos de acuerdo, hay alguna diferencia.

—¿Cuál?

—No sé. Pero en cuanto me aclare, te la voy a decir.

—Muy bien.

Nos levantamos y Oscar pagó. Yo ya había pagado lo mío.

—Esta mujer me debe ya este desayuno.

—¿Y cuántos gramos de mota?

—No, ésa la traía ella.

—Y tú la tuya. Qué precavidos. A poco la traía desde Italia.

—No, hombre. ¿Cómo crees? Las aduanas la matan de susto porque su familia, durante años, se mandaba las cosas más extrañas por valija diplomática. La compró en el hotel.

Boris, antes de pararse, se tragó una vitamina. Al fin había entendido lo que significa una profesión: ya era moto profesional, como no lo ha sido ninguno de nosotros, meramente aficionados y sujetos a las circunstancias. A él también, como a Miranda, lo educaron sus dos progenitores en un hogar feliz de la colonia del Valle. Precioso.

—¿Por qué no hablas, Celso?

—Por nada en especial.

—Pero ya no estás enojado porque Micia…

—Cállate, Fantasma de la Ópera, ten la prudencia fundamental de guardar silencio.

—No es porque Micia te pegara. Es porque Miranda tuvo la culpa indirectamente, pero ella dice que jamás hubiera imaginado que tú ibas a comentar el viaje frente a Micia, porque no son amigos ni frecuentan los mismos círculos.

—Boris, si dices otra palabra no te mato, porque no estoy para amenazar en vano, pero te dejo aquí ahora mismo. Con esta sidosa, ya sabes.

—Yo vine para viajar con los dos y porque no conozco Cozumel.

—Exacto, por tanto, cállate. Los espero en el coche si lo tengo a bien. —Luego hice la más fea y resentida imitación de Miranda, voz y texto—. Permesso.

Oscar echó el graznido horroroso que en su casa le festejaban como risa y se fue corriendo al cuarto. Yo en su lugar hubiera estado menos seguro de que era broma. Mientras abría el coche pensaba que estábamos a más de la mitad del camino, o sea, que me esperaban todavía muchas jodas, como el cuarenta por ciento. Pero ya entonces había decidido convencer a Miranda de que se regresara por avión. A Oscar ya me acostumbré, seguro vamos a envejecer juntos y, a pesar de esa certidumbre, el mejor arreglo era el anterior, aquel viaje de las cantantes de ópera: el Volks por primera vez en la vida me estorbaba. Mis necesidades son: primero la Azuleja, luego el Volks, luego mi jefa y Clemen, o al revés, no sé. Luego una vieja para desahogar el veneno y… quedaba el mundo completamente abierto pero vacío, porque no estaba la Cabrona. Parezco carrusel; doy vueltas con mucha música, mucho subir y bajar, y cierto relajo, pero sobre el mismo eje.

Bueno, no podía dejarle el Volks a Oscar porque, después de quince días, no iba a quedar nada del Volks y mucho de Oscar. Todo esto significa que yo, real y profundamente, sin mal humor ni nada, me eché atrás en ese hotel. Y todo lo que seguiría, si era bueno, era propina; si era malo, ya lo sabía y no me gustaba. Hubiera dado algo por poder hablar con Fenio, frente a una cheve, en un bar o en un restaurante regularcitos; con sus ojos cínicos enfrente y la supermente que le dio Dios, a más del don de la batería.

Llegaron y se treparon. Yo en el asiento de enfrente porque Oscar iba a manejar; ya no me puse el collar, Miranda subió atrás sin hablar. Pienso que afortunadamente se marea un poco, pero no lo dice a pesar de ser afecta a las confesiones.

Nos lanzamos al camino en silencio. La selva cambiaba en una forma que pudiera llamarse repentina. Oscar y Miranda llevaban lentes negros, motos típicos. No sé si apreciaban la selva: se volvió idílica como si la hubiera escrito en verso un mamón del Siglo de Oro español, hasta con ritmo. Paradisiaca y no apestosa y terrible. Siempre pienso, cuando veo estas cosas, lo que habrían sentido los iberos, aparte de ambición, cuando vieron América por dentro, no en las meras orillas. Todas las ciudades de América son fruto de la fascinación, de haber creído que llegaban al cielo, ellos que traían clavada en el alma, ya durante siglos, la nostalgia del cielo. Con flores extravagantes de olores narcóticos y colores afrodisiacos, con palmas, con furor de vida y encantos de odalisca. Y pájaros, pájaros como jamás vi antes, de tamaño y color. Ése, el sólo perdón que pueden recibir los colonizadores: el arrobamiento. Porque el que coloniza con desprecio, con odio, sin una gota de amor, pues… ya sabemos.

Hacia el occidente habitan tribus casi, o sin casi, en su estado natural, hace siglos. Y en el norte, el sur y el oriente, qué chingar. Con sus idiomas, sus costumbres y su vida. Y nosotros los que aquí nacimos, como mi jefa, mis hermanas y yo, Trueba, Scuderi también, siempre viviremos el dolor de ser extranjeros en cuanto salimos de la ciudad. Somos nativos de la Ciudad de México, construida en el siglo XVI, y nadie puede demostrar lo contrario. Ignoramos la cantidad de lenguas vivas en nuestro territorio; hasta Cleopatra era mejor que nosotros.

Me estaba poniendo intelectual histórico y por ello inevitablemente cursi. Ese efecto me hacen los viajes al interior; me fascinan, me siento pinche criollo y sufro. Me desenvuelvo en dos idiomas aparte del español y ninguno responde a este país, el mío. Me acordé del maestro de Fernando Palomares, un señor muy frívolo y con pretensiones de políglota: no se le olvidó aprender náhuatl. Y a mis amigos y conocidos nos parece una idea anacrónica y no lo es. Los que hablan castellano casi necesitan intérprete.

El paisaje se hizo más ralito, como desvaneciéndose, y de pronto apareció un puro milagro, eso que los viajeros del desierto llaman espejismo: era la sabana. Una palabra dicha y redicha en toda nuestra infancia y hasta en la instrucción superior, sin que nadie, nadie, haya podido describirla, no por descuido si no por imposibilidad. Era… vasta, con espacios, con arbustos aislados, con ligeros pastos, con horizonte, y lo más indescriptible, con perfil. Un espléndido perfil de colores ocres. En donde podía apreciarse por la sutileza del aire tembloroso, hasta el más mínimo detalle del plumaje, el pico, el paso de unas aves extrañas: azules, rosadas, altas, espigadas.

Todo el color del mundo selvático se desvaneció sobre sus mismos tonos, se volvió abstracto e inasible. Supe por fin lo que es el color ocre, la dignidad del rosa pálido y que el cielo azul es puro aire.

—Estamos en África —dijo Miranda, quedo como si hubiera entrado a una iglesia magnífica. Se lo agradecí mucho, no hubiera soportado una de sus reacciones de guacamaya.

Oscar Trueba no habló. Yo creo, y espero tener razón, que en ese momento entendió la belleza por primera vez. Nada de plastas, ni rayones, ni colores que desgarran el ojo. La idea pura.

Vimos pasar animales corriendo de perfil, todo era de perfil. En manadas, en grupos de dos o tres, también a solas; eran cuadrúpedos y no supimos cómo se llamaban. También unos pequeños y brincones ajenos a los canguros. Vimos el mundo como fue creado en un principio. No me importa como fuera el principio, sólo sé que se remonta hasta allá, en unos momentos y en otros no; porque son actuales.

Y que no voy a casarme con una atea porque la estrangulo en cuanto diga la primera brutalidad frente a todo lo que no entre en sus cálculos, como nacer, morir y admirar. Punto.

Manejaba Oscar lentamente, transido como nosotros dos. Así pasamos como seis horas. Hasta que el principio de la tarde, que se adivinaba eterna, cambió los colores y coincidió con una ligera alteración; había más plantas jugosas, unas lianas flexibles y un cierto movimiento de seres escondidos. Monos, qué espanto. No me convencen, son como toda la gente desvergonzada que conozco, un puro burdel, el paso atrás que los seres humanos suelen dar en cualquier momento, basta un descuido. Gasolinera y motel.

Oscar quería mear con urgencia, pero de nuevo hizo los arreglos, mientras Miranda y yo le poníamos gasolina al Volks y ella, muy formal, la pagaba. Ésas son sus ventajas; no lo hacen las Salamandras ni las Cuiquelas, no sé por qué, pues damas no son. Fenio las definió una vez: las Salamandras son nacas, de padre pulquero, venidas a más. Las raquíticas ésas (las Cuiquelas) son argentinas, ya lo dijimos todo. Observé que Fenio no puso objeción a las abundantes carnes de las Salamandras; se rio.

—No, maestro Celso. Ese reclamo ya me lo hizo la reinita. Me gusta que ella sea flaca, pero ¿quién va a ponerle objeciones a una gorda? Sólo que la lleves de compras.

Me puse de buen humor. Yo, con gordas, nada. Mi estilo es Miranda, si fuera más alta y no anduviera en la duda, no me quejaría. Bueno, bastaría con que no anduviera en la duda.

Mismo arreglo. Esta vez con camas matrimoniales, ya ni objeciones puse. Este viaje estaba saliéndome barato. Cozumel quién sabe cómo sería de caro, con eso de que ya es centro turístico después de haber vivido en el anonimato desde el Génesis.

—Yo duermo solo —dije—. A mí me toca.

Miranda no puso objeciones, aunque le pareció una patanería exponerla a los codazos de Oscar. Él tampoco protestó, está acostumbrado a los malos tratos: su jefa le dijo “pinche gigante” una vez que caminó sobre sus zapatos de tacón y se los dejó triturados. Bueno que yo no haya sido de ese tamaño. La naturaleza sabe algo del equilibrio humano: a Oscar no le dio agresión y ruco Trueba se la acabó de quitar. En tanto que a Leonardo Scuderi y a mí, nuestros respectivos rucos ítalos, nos la exasperaron hasta un grado crítico… contra ellos, claro.

—A la piscina no vamos, ni a ningún lugar sin ventilador, por los moscos. —A estas alturas, Oscar no sabía que Miranda y yo estábamos barnizados de repelente, así como no nos lo habíamos comunicado ella y yo.

—No me dan tanta comezón porque me puse una pomada gringa, de esas que sirven para todo, quemadas y todo.

Pobre. Desfilamos hacia el comedor, ellos ya tenían apetito y yo el de siempre. Nos ofrecieron pescado, mucho y muy bueno, asadito en hojas de plátano, lejos de los alcances de Clemen, muy lejos. Un flan muy bueno y fruta en abundancia.

—Oscar, si vas a comer mango, vete a dar una vuelta.

—¿Por qué?

—Celso, no seas exigente, ¿cómo se come el mango?

—Si no tienes tenedor especial, se le cortan los cachetes y te los comes con una cuchara.

—Ah. En la embajada, mi mamá prohibió el mango por peligroso. A mí me encanta.

Comimos sin mayores problemas. Oscar ya sabía cómo se hace lo del mango, pero como tiene dignidad, no comió ninguno. Eran de esos de medio kilo importados del Asia en este siglo, luego de Cuba. Los nuestros son pequeños y de carne fina. ¡Qué pesado estaba yo en ese momento! La verdad es que tenía una cierta aprensión: ¿Iría Miranda a confesar otra cosita? Terminamos y fuimos a nuestro cuarto; mejor temperatura, nada de moscos y limpieza. Botellas de agua mineral.

Ni un sillón, sólo dos sillas tiesas. Me tiré en mi cama y los otros en la suya, como casados, retuve el grito de risa. El ambiente era confidencial, tranquilo. Digo, hasta que habló Oscar.

—En el camino no vimos ningún avestruz.

Seguramente hay bombas de silencio, ésta era una; se escuchaba el ventilador de aspas como si fuera un avión. Estuve a punto de ponerme los audífonos y oír música, pero eran de Boris, siempre tiene más máquinas que nadie. Cerré los ojos hasta que oí la voz de Miranda, en una especie de postenojo, muy gracioso.

—Tú no eres comerciante en plumas, ¿verdad, asesino?

Hacía meses que no me revolcaba de risa; terminé boca abajo con la cara enterrada en la almohada; la voz de Oscar no se oyó nunca. Como un eco de mis propios pensamientos, se puso él los audífonos, pero mientras hacía los arreglos volvió a hablar Miranda.

—No vayas a fumar aquí adentro. Como te gusta cuando oyes eso.

Oscar no contestó. Figurativamente era la primera vez que Miranda y yo estábamos solos; ahora caía en la cuenta de que no habíamos tenido ni un momento de intimidad; decidí no cortar por lo sano si no por lo enfermo.

—Oye, Mirandolina, cuando llegues a Roma tienes que hacerte un análisis.

Si esperaba una lluvia de reclamaciones y vituperios me frustré; me contestó tranquila.

—Eso me digo a cada rato; no me gusta vivir en la estupidez. Hasta se me ha ocurrido decírselo a mi padre, para que me llevara a la fuerza, pero se iba a enterar la mamma. Y ya tú sabes, caro, como es ella. Desde que se retiraron viven a unos kilómetros de Roma, en una casa de campo; bonita, ¿sabes? Como un cielito. Y yo dije que debía tener el apartamento en Roma para trabajar. Es cierto, pero la mamma pensó que era para vivir con un hombre. Y cuando no apareció el hombre porque cuando voy a verlos siempre llego sola, pensó que era para vivir con muchos. Y no me lo ha dicho; nunca me ha dicho algo, en toda mi vida. Regreso a la campagna y los dos me tratan con mucho cariño: me dan mucho de comer y me pasean, lo de siempre, pero ella piensa mal, muy mal. Y no me pregunta. Yo necesito que me pregunte.

Si nuestros amigos pudieran ver lo que pensábamos de sus padres no nos lo perdonarían nunca. La madre de Miranda era una señorita de pueblo, muy católica (del pasado nadie tiene la culpa), pero después de treinta años de casada con ruco Fabri seguía siéndolo y no lo parecía. Su marido logró vestirla bien, enseñarle buenos modales, obligarla a conversar como arte y no como necesidad, todo, incluyendo la práctica de dos o tres idiomas. Pero todo lo hace con el espíritu de una institutriz. Un día de confianzas, Miranda me enseñó una agenda de su madre, todos los días tenía dos compromisos sociales y tres horas de clase de “algo”. Idiomas, historia, literatura, también baile y gimnasia, muy de mañana. Eran, a lo largo de treinta años, como cuatro maestrías y un doctorado en historia de la diplomacia. Sabía de asuntos internacionales más que su marido; todas las mañanas después de los ejercicios corporales dedicaba un largo rato a revisar los periódicos, subrayando aquí y allá las cosas que podían interesarle a su marido, todo mientras desayunaba brevemente. Jamás aceptaba invitaciones a desayunar porque le trastocaban el día; decía que ése era uno de los vicios más desagradables que había encontrado en sus viajes: reunirse para desayunar.

Lo que Miranda no puede entender y yo tampoco es cómo hizo ruco Fabri para embarazarla y para que llegara al parto con los sesos en su lugar, porque por la mañana tiene un impresionante aire intacto, de tal modo que no han de penetrarle ni las inyecciones. Ruco Fabri no quería un hijo porque también es territorial, pero lo sabe; algo quería, sin embargo, y tuvo a Miranda.

—En esta agenda nunca hubo una hora, ni media hora, para mí —dijo Miranda ese día y era tan amargo que no me atreví a abrazarla, porque ese vacío necesita de los abrazos de muchos, no sólo los míos. Y ni así se quita.

En otras palabras, yo odiaba a la mamma Fabri y no tanto al ruco, porque él se decía “hombre de mundo”. Y esto consiste en que nada puede hacer su hija que lo despeine, por ejemplo. Pero se da el tiempo para saberlo.

—Yo que tú —le dije a Miranda ahora, con Boris ya metido en el compás de sus dedotes— se lo decía a los dos juntos. Si ella piensa mal de ti, que piense por lo menos algo cierto.

—Es muy tarde. Quizá cuando tenía yo quince años y regresé de Suiza. Ése era el momento. Entonces yo no la odiaba —lo dijo y se me enfriaron las manos por hipócrita: claro, no es algo tan original. Pero fue el tono, el tono helado, ajeno a Miranda—. Ya había entendido que estar en el internado era necesario porque tenían una embajada difícil, más bien muchas; él pasó quince años en África antes de llegar a las buenas. —Se rio—. Ellos vieron muchos avestruces. Yo iba de visita y comprendía, pero luego les dieron Nueva York y ya no hubo excusa. Y no me llevaron hasta después de tres años, para no verme, creo. Allí empecé a llamarles la atención y me pusieron una vieja gringa para que me acompañara a tomar cursos de dibujo. Luego a Roma otra vez, a la Escuela de Artes Plásticas, y yo, cuando vine a México, ya me había acostado con más de diez pendecos y me había hecho dos abortos en Inglaterra.

—Miranda, ahora quieres tener sida para chingar a tu madre y de paso a tu padre. Y si no lo aclaras es para no renunciar a ese gusto, porque sientes que ese gusto quizá es lo único efectivo. —Como no contestó, me lancé a fondo—. ¿Y sabes qué? Tu señora madre te iba a meter en un sanatorio carísimo y tu padre, que es hombre de mundo, te iría a visitar los fines de semana. Y tú, tú, Miranda, ibas a estar peor, pero ellos no, porque a estas alturas ya tienen mil rutinas que tu enfermedad o tu salud no cambian. A ver, dime, ¿de qué mierdas llena tu madre su agenda ahora?

—Toma cursos por correspondencia.

—¿De qué?

—Se va a doctorar en letras clásicas, desde el retiro aprendió griego y latín.

—¿Y él?

—Se interesa por la electrónica. Tiene un tallercito en casa.

—¿Y tú?

—Trabajo en una fábrica de telas, tengo un departamento, vivo bien, me administro con prudencia.

—Y juegas al sida porque ya jugaste a todo lo demás.

—Si lo dices por Micia…

—También lo digo por Micia. No me cuentes que te obligó. No es tan fácil, ni con su superioridad física.

—No lo había hecho antes ni lo he hecho después. Me fui a Roma muy mal, ¿sabes? Sentí que debía ir corriendo a la campagna a decirle a la mamma: mírame, soy una puerca.

—¿No lo hiciste?

—Eh. —Ese sonido, en Miranda, es de burla—. Mi padre, en cambio, me hubiera dicho algo así como “cara, cuídate el clítoris”; entonces, a él tampoco lo iba a perdonar.

Qué perceptiva, Miranda, porque yo, yo que no soy su padre, si no temiera hacerla sufrir más de lo permitido, le hubiera dicho lo mismo. O sea, si ella no me importara nada. Lo triste es que ruco Fabri la quiere, pero no puede dejar de ser él mismo.

—Mm. Sí. Más vale. ¿Qué hiciste?

—Me di muchos baños de vapor, me acabé una botella de pastillas de espuma y un tubo de dentífrico. Ni con todos los perfumes de Mirurgia, como dice mi amiga española. Pero luego se me olvidó, hice una toma de conciencia.

—¿Cuál toma?

—Que Micia y su hermana, la que se llama como perra (ella como gata), tienen todas las desventajas de su padre alcahuete y ninguna ventaja: ni carrera, ni dinero, ni ropa, ni cultura, ni Roma, ni el Colosseo, que es una ruina a medias, pero digno de hacerle una visita.

”Entonces vi la mala fe de Micia: quería violarme, tragarme para estar a la altura de mis ventajas y para que yo las perdiera a los ojos de muchos. Y la otra, la menomata del nombre idiota, lo veía todo con azoro agarrada de un naco, quería lo mismo y ésa era la manera.”

El retrato era muy vívido. Podía imaginarme a esas dos empeñadas en comerse a Miranda de algún modo y el peor era imponerse sexualmente: así pensaba Laluda de Micia y Micia de sí misma. Carajo, y don Filiberto en el cuarto de mi Teresita de mi vida, hermana mayor y todo. Y zumbándole como avispa a mi jefa… pero eso yo no podía pensarlo, porque angustiarme en este momento era como admitir que debía haberme quedado a defender el terreno palmo a palmo.

También se me ocurrió que ese mismo impulso envidioso y destructivo debían de tener ellas hacia mi madre porque no tenía las ventajas de Miranda ni sus desventajas; tenía otras, bien definidas y para ellas más comprensibles… más la desventaja evidente de tenerme a mí en pie de guerra. Y a Fernando Palomares en la retaguardia.

—¿Vas a hacerte el análisis, Miranda?

—Eh. Sí. Tienes razón.

—Y deja de pensar en tu madre. Mátala de una vez, como le dijo el psicoanalista a un alumno de mi mamá. Simbólicamente. Olvídala. Diviértete con el ruco Fabri y dale por su lado.

—Nunca voy a poderme casar.

—¿Por qué?

—Para no ser una esposa, como ella y como otras.

—Yo creo que sí. Dentro de unos años, cuando estés más tranquila.

—¿Cuando aparezca un scellerato, mate a mi madre y convenza a mi padre de que no haga bromas con la virginidad?

—No. Yo creo que vas a casarte con un hombre metódico, un hérede romano, hombre de negocios. Y te vas a volver un tigre con el dinero. Vas a ser millonaria y feliz.

Miranda se soltó a reír. Consoladilla digo yo. Oscar estaba profundamente dormido. Miranda le desconectó los audífonos, pero no se los quitó; puso la casetera en el buró y sin desvestirse, con una vis cómica muy suya, se le acomodó en un hombro y le pasó una pierna encima, a la altura de la cintura; parecía una plantita parásita prendida de un tronco oscuro, apenas vibrante de respiración. Enseguida se durmió.

Fui al baño, lavé las ropas sucias que tenía y cuando regresé al cuarto les tomé una fotografía y luego otra, desde otro ángulo. Material para película de terror. Eran tan curiosas que me animé a sacar otra más.

El ser humano es cómico, pero sólo a los ojos que lo ven. Salí del cuarto. Tenía angustia existencial, oscuridad patente para mirar el futuro, como una máscara apretada sobre la cara. ¿Así le pasaba a todo el mundo? Era como resbalarse, tropezarse, caerse, ensuciarse y hasta morirse sin saber si llegaría el momento de levantarse, restregarse, llenar el mundo de acciones significativas y ver luz. O ver orden, no vislumbres de vez en cuando. Y no sufrir como perro rabioso, por favor. Y olvidar.

Allí cerca de la sabana, lo invoqué en una petición de olvido profundo de todas las heridas, para estar entero y no cuarteado, para no andar en peligro de romperme. Era una petición de entereza, aunque entonces no lo supiera, de solidez sin estolidez, lo cual es la dificultad.

Pedí para no perder la sangre en episodios idiotas, como el Chivo y el pobre Gerardo, o el sudor, como Leonardo, la energía de la vida. Pedí potencialidades.

Luego volví al cuarto y apagué la luz; antes de dormir pensé que las estrellas por estos lugares también son espejismos: más grandes, más lúcidas, más cercanas.

Me despertó un grito de Oscar. Eran ya las ocho; Miranda y él habían dormido como ángeles, sin codazos ni nada. Pero hasta ahora caía en la cuenta de la proximidad de ella.

—Ay, Celso. Celso, mira esto, ¿así se pega?

—No, hombre. No la asustes, hazla a un ladito. ¿No ves que tiene el sueño pesado? —Por fortuna, pensé. Aunque por supuesto, la intención de ella, la noche anterior, era aterrorizarlo.

Oscar se zafó con una cautela de víbora, sin despertarla. Corrió al baño. Vio mi ropa lavada y se le ocurrió lavar la suya. También vio unos trapitos de colores fuertes y no los tocó, eran de ella. Sacó mi ropa.

—Ya está seca. —Yo tenía los ojos entrecerrados, veía y no veía—. Oye, maestro Chango, no me mires con los ojos así porque me asusto. Hoy no manejo.

Estaba sensible como una flor de dos metros de diámetro.

—Está bueno.

—Y ella me debe dinero.

—Cóbrale cuando despierte.

—¿Por qué se me durmió encima? Es una irresponsable.

—No sé. Yo no la vi. —Pero Boris vio las fotos sobre la mesa, en hilerita.

—¿Qué no la viste, pinche mono de mierda? ¿Y esto?

—Para la colección. Nada más —lo dije muy serio.

Eso lo enmudeció un momento. Luego se sentó en mi cama, muy íntimo, mala señal.

—Oye, Changuito. Dime, por favor, qué quiso decir esta vieja nefasta con lo de comerciante en plumas. No entendí. ¿Por qué te reíste?

—Por idiota, Boris, de veras. Yo tampoco entendí nada. Ella… ya la conoces, quién sabe qué pensó.

—Me dijo asesino y no he matado nada. Bueno, moscos y aquellas pulgas de autobús. ¿Te acuerdas?

—Sí. Horribles. Quizá pensó que preguntabas para hacer negocio con las plumas.

—No pregunté. Dije que no había.

—Entonces pensó que te hubiera gustado. Esos animales son muy valiosos y hasta hubo, hace tiempo, una campaña en contra del uso de las plumas.

—Ah. Era por eso. Pero aquí no hay —lo decía tristemente, había llegado a una especie de punto crucial. Yo fui discretísimo.

—Entonces no es necesario protegerlos. —Corrió a bañarse y todo lo demás que se hace en un baño.

Yo me quedé mirando una telaraña en un rincón del techo. Definitivamente había venido con las dos personas más peculiares del universo. ¿O seríamos los tres así? ¿O seríamos comunes y corrientes? Había una dolorosa posibilidad de esto último.

Nos preparamos para pasar otro tramo de selva. Habíamos eludido las ciudades y capitales de provincia, pero ése no era el espíritu del viaje tal como lo habíamos planeado Miranda y yo. Tampoco íbamos como excursionistas tipo europeo porque, hasta Oscar en forma implícita, pensábamos que todo el trajín de las mochilas y las tiendas de campaña ya nos quedaba mal; estábamos demasiado entrados en edad. Miranda lo había promulgado un tiempo antes.

—Yo me doy el derecho a dormir, bañarme y cagar decentemente. El transporte, no siendo bicicleta, no importa.

A nosotros nos daba risa lo de la bicicleta porque en México se usa para las mensajerías y las carreras; pero ella pensaba en las ciudades universitarias europeas y gringas, donde es un transporte común. Yo, independientemente de las aficiones del Chivo, tengo una imagen de la bicicleta casi poética: voladora, amorosa, de entrega.

No como mi jefa quien nunca quiso dar opiniones y cuando me rompí la cabeza (una de tantas veces), me recogió con un solo comentario.

—Hace meses que lo estaba esperando.

—Bueno, teníamos el Volks y más de una vez, durante ese viaje, me arrepentí de haberlo llevado. Así son muchas cosas en el mundo: las mujeres y el Volks.

Esta vez, Oscar fue atrás, encogido como en una cuna demasiado estrecha y en posición fetal pero con posibilidad de mirar hacia afuera. La selva era más apretada que la otra; Oscar la percibía con el rabo del ojo y no quería verla; Miranda callaba. Ni yo quería imaginarme lo que sería una descompostura en un lugar así… También olía a podrido, peor debajo de ese olor había otro, de flor amarilla gigantesca y oculta; todo era en realidad fecundación y polen. Ahora sí, una algarabía de monos que, de hecho, nos pasaban encima, pues las ramas formaban un túnel que se mantenía a cierta altura gracias a los camiones de carga que sin duda pasaban por allí; en este tramo no vimos ninguno. El calor era sofocante y nos agobiaba un miedo ridículo, muy ridículo cuando uno se encuentra a veintitrés grados, por ejemplo. Este tipo de calor estruja el agua del cuerpo y no da sed, se bebe por disciplina… en esa selva se respira sexo y sin embargo no puedo imaginar algo más desagradable que el contacto con otro cuerpo en esas condiciones.

Así se comprueba lo delicado, lo caprichoso que es el hombre frente a la franqueza carnal de los animales. Franqueza carnal: no la teníamos ninguno de los tres, aunque frente a nuestras familias pasáramos por promiscuos. Primero el miedo de resultar inadecuado frente al otro sexo, luego el terror a las enfermedades que sin embargo parecían controladas. Ahora el sida y el prejuicio contra el matrimonio de hombres y mujeres al parejo porque los padres hablan de haber sido felices y no les creemos. Sólo se casan a gusto los hijos naturales, por puro afán de tener hijos con dos apellidos y hasta tienen muchos; los hijos no lo agradecen.

Estas ideas tan fastidiosas se me ocurrían para fugarme del momento, eran pura mampara. La naturaleza en su exceso mayor no me gusta. Ni a los otros. Desde el hotel, Oscar se amarró un paliacate en la frente y se quitó los anteojos negros, o no vería nada. El efecto era horrible, como de novela de Rómulo Gallegos. Parecía un criollo esclavista como sus ancestros, lo cual es natural, pero siempre me ha sorprendido.

—¿Aquí vive gente? —preguntó Miranda con la voz muy chiquita, hasta la voz estaba deshaciéndosele.

—Aquí se mete la gente y no sale más nunca —contestó Oscar.

Yo no sabía si ésta era la zona de las chiclerías, nada diferente a las selvas de caucho, más al sur. Pura sangre verde. Y sí, yo sabía que había tribus perdidas, que esas historias románticas del blanco que rechaza su origen por un refugio en la selva eran ciertas. Había leído el descubrimiento de los lacandones apenas en los cuarenta y no me atrevía a decirlo porque la confrontación, el origen y la nacionalidad son temas que todo el mundo trata con una cretinada infinita y no soy yo el que va a encontrar el modo; yo soy el que no va a aceptar una versión cómoda, nada más. Menos Miranda, a quien no le toca de nada este mal negocio.

Tres horas más. Yo iba de prisa, hasta que la selva empezó a achaparrarse y de pronto vino el olor del mar, la brisa, un aliento de dicha, más selva, más escasa, pedacitos de arena y la playa era la más hermosa y quizá la más recóndita, esfumada en el cielo dulcísimo, sinuosa. La playa. Dios mío. Nos bajamos, queríamos pisar la arena, sudar de un sudor benigno y no maligno. Estábamos muy humildes, muy castigados por la selva. Muy llenos todavía de literatura de selva: selva, esclavitud, degradación humana, reino animal. Conrad. Avanzamos.

—No miren —gritó ella, ya estaba desvistiéndose. Nosotros también, más adelante, junto a unas matas. Oscar resurgió con el traje de baño gringo y yo con mis calzones negros. Corrimos a la playa y nadamos según nuestro buen o mal saber. Oscar y yo regular, con defectos diferentes, la natación no es mi fuerte. Ella como una perrita, muy contenta.

Se sabe que se inclina a los niños al deporte para que no se pongan sexy antes de tiempo; no he sabido de otra cosa más cierta. Cuando uno es adulto y hace ejercicio, el sexo desaparece de la mente. Afirmación comprobada como falsa en la biografía de Édith Piaf.

Hicimos maromas en el agua, flotamos, hicimos maromas en el agua cada quien por su lado; llevábamos demasiadas horas de estar pegados como chicles; al fin pudimos desfrutar al máximo la sensación de libertad. Nos cansamos y nos metimos al Volks para no quemarnos, con la ropa en la mano, oliendo a foca y dispuestos a encontrar otro motel, como nuestra solemnidad exigía.

Todavía manejé un rato antes de llegar a unas construcciones blancas que se veían caras y como estúpidas. Scuderi me había prevenido: es un hotel caza gringos, juniors y ricos vulgares. El pobre trabajó dos meses en esa cocina, cuando tuvo con ruco Scuderi un pleito preliminar a la ruptura. Seguí adelante y, antes de llegar a lo que más o menos es un pueblo, vi el hotel que Nardo me indicó: muchas plantas, construcciones pobres y el mejor pedazo de playa. Cualquier día lo tiran para hacer un rascacielos. Japoneses, seguro.

Ah, y otra vez el mismo trámite, porque a estas alturas mandar a Miranda a dormir sola era como grosería; Oscar y yo lo sentíamos claramente, pero del mismo modo sentíamos que dormir los tres juntos no acababa de ser normal o presentable, no sé, somos seres de transición. Para el siglo XXI vamos a fornicar en la calle como dice la sociología que hacen los perros. Y los habitantes del Mezquital, actualmente. Y allí le paro con los símiles porque no hay una sola regla social que pueda aplicarse a todos los habitantes de la tierra.

Nos bañamos uno por uno, nos sacamos la arena de los rincones y enjuagamos nuestra ropa; única regla en que coinciden nuestras disidentes familias: viaja y lava, lava y viaja, no cargues ropa sucia. Por eso los tres, muy obedientes traíamos sandalias y chanclas de hule, nada de calcetines, nada de planchar. Eso también lo dice ruco Viale y mi abuelo italiano, pero es una regla clasista, porque cuando se le enseña a alguien se le enseña simultáneamente que, aparte de ser sucio, no está “bien educado”.

Palabra hermética que debe desglosarse. Rituales y mitos, clasicismo agudo: la clase guerrera y la sacerdotal frente a los esclavos.

Muy culto me sentía tomándome una limonada helada junto con Miranda, quien pidió té helado mientras esperábamos a Oscar. Estábamos relajados y respirando hondo; se siente el cambio de aire en los pulmones. Se apareció Boris, limpiecito y feo como la muerte, con el pelo pegado al cráneo. Pidió una cheve.

—Ya nos rompiste la elegancia —dijo Miranda riéndose, estaba contenta, muy bonita. Tenía que aparecer un médico adinerado que se casara con ella.

Les conté la biografía de Édith Piaf; bueno, ese detalle: que ella y su hermana, otra enana raquítica como ella, las dos estilo Cuiquelas, pero callejeras, se habían introducido desde París hasta un centro de entrenamiento para boxeadores en Estados Unidos, en cofres de coche, cajones y baúles, sin pasajes, sin pasaportes y sin permiso de los entrenadores, pero de acuerdo con un boxeador famoso galán de la Piaf que venía a América a una pelea muy planeada y tenía prohibida toda clase de excesos. Bueno, pues todas las noches, él y la Piaf se emborrachaban, cogían, se peleaban, todo menos cantar, porque con esa voz los hubieran descubierto. El hombre ganó la pelea. Y regresaron a Francia con los mismos procedimientos, por pura diversión y complejo de golfas.

—Yo me hubiera muerto de claustrofobia —dijo Miranda. Oscar asentía gravemente y yo también, por supuesto.

—¿Qué hacía la hermana mientras? —siguió Miranda con una perseverancia muy especial que le agarra cuando quiere investigar bien una cosa.

—Pues no sé. Pero dice el libro que siempre estaba allí, junto a la Piaf.

—¿Hasta en sus momentos más íntimos?

—Sí, porque era menor y la Piaf la protegía.

—Debe de haberse muerto de envidia. ¿Quién escribió la biografía?

—La hermana.

Miranda se mató de risa, hasta el té helado se le atragantó. Oscar, en cambio, también se mostraba medianamente interesado, pero no le veía el chiste.

—¿Que qué? —lo dijo como si acabara de llegar de Marte, era su escafandra… de rocío, como dice un poeta barroco que a mi familia no le agrada.

—Que la hermana escribió la biografía.

—Ah. Pues sí. Si no, ¿cómo iba a saberse lo del viaje? Sólo si alguien que estuviera presente… se le acabaron las palabras y terminó con un movimiento razonable de su manota. Miranda seguía riéndose y yo… no quería reírme, de modo que me tapé la boca, pero eso no le gustó a Boris.

—Lo que pasa es que ustedes no saben hablar de nada, todo se vuelve estupidez. Yo hablaba en serio.

—Bájale, Boris, claro que hablabas en serio. Miranda se ríe porque no cree en la integridad de la hermana. ¿Verdad, Mirándola Dasmir? —dije citando a otro poeta contemporáneo, interesado en la ecología: ecos por aquí y ecos por allá. Pero eso le digo de vez en cuando, ya sabe.

—No —dijo apenas con aliento—. No creo en su integridad física ni moral. Creo que la hermana omitía detalles que la afectaban personalmente. —Miranda elegía las palabras como si estuviera traduciendo una entrevista de la reina de Inglaterra.

—Claro, la biografía no era de ella, sino de la Piaf —afirmó Oscar—. Pero no le veo el chiste.

Nos dejó serios y sin recursos. Nadie en el mundo ha podido develarle a Oscar lo que no ve, es una imposibilidad metafísica.

Entonces empezaron a aparecer los otros huéspedes. Primero apareció una parvada, manada o ristra de individuos con las siguientes características, eran cinco: más de 1.50 metros de estatura, cuerpos perfectos, rostros correctos y algunos hasta clásicos, excelentemente vestidos, ninguno de raza indígena y todos mexicanos.

—Son artistas de cine —dijo Miranda con una rápida mirada muy calibradora, detestable en una mujer.

—Sólo que los hagan en probeta —agregué yo para no verme resentido ni celoso.

Oscar también estaba tomándoles la medida y meneaba la cabeza.

—¿Ésos? Óyeles la voz. Cuando mucho serán modelos. —En efecto, tenían lo que mi hermana Teresa llama voces no impostadas; hablaban no con el diafragma sino con las amígdalas. Pero les vi los ojos. Y en los ojos está el pedo fatal; son ojos donde se distinguen las pestañas claramente y que tienen un guiño, ya de por sí; un doble mirar debajo del normal.

—Son putos —dije. Miranda se molestó.

—Para ti, Celso, son putos todos los hombres que no parecen despojos de la naturaleza.

—Al contrario. Los que conozco parecen despojos. Lo interesante de éstos es que son ejemplares casi perfectos de la raza humana… salvo unos detalles.

Miranda es objetiva de vez en cuando, como todo el mundo, y suspiró largamente, como quien se resigna a no probar un pastel de chocolate.

—Ay. Son esos modelos putos que salen en los anuncios de televisión. Probablemente estarán filmando el anuncio de una loción o de una medicina contra la caspa. Caraco.

La descripción era esquizofrénica pero exacta. Ya ni nos ofendimos porque estuvo a punto de llamarnos despojos.

Los aludidos, muy prudentes, tomaban refrescos embotellados, pero necesariamente saludables. Hubiera podido jurar que eran pachecos y con opción a cosas más caras. Y éstos, éstos son los que mueren de sida, pero no lo dije, para que nadie se diera por aludida. Todos tendrían barras en su casa… como yo. Pero yo ya la había quitado, buena medida.

Luego otro grupito, nada menos que Cosme, el hermano de Fenio, con dos muchachas y un cuate, todos de su profesión: la abogacía. Era una movida vacacional, de esas que hace la gente fuera de temporada, para no tener encuentros. Ellas eran morenitas, trompudas y como faltas de línea y curva; más bien mal hechas, pero muy amigables. La de Cosme era dientona y se llamaba Karen, Mónica la otra y el tipo Moncho. Ellas tenían nombre de familia Burrón, como dice el eternamente citado Palomares; eran hermanas y sus padres estuvieron de acuerdo con el viaje porque iban juntas “y así cuidaban una de la otra”. Esta información nos la dieron a las primeras de cambio, en cuanto se sentaron. Todo para garantizar que su viaje era moral y autorizado, sin fornicación posible. Cosme y Moncho las oían como quien oye llover, seguramente lo habían escuchado con frecuencia. Miranda se molestó, mientras que Oscar miraba a una y luego a la otra, sin expresión evidente. El único amable resulté ser yo, por Cosme y algo así como decencia, pero Miranda no es tan fácil y hay cosas que no se traga.

—¿De manera que en la noche duermen las dos niñas en un cuarto y los dos niños en el otro? —preguntó en voz alta y clara, se oyó mucho. Mónica y Karen se sorprendieron durante un momento, sólo un momento.

—¿Tú duermes sola? Y ellos aparte, ¿no? —dijo Karen.

—¡No! Y no traigo cuidadora, no tengo hermana.

Mónica y Karen se consultaron con la mirada.

—Miranda es italiana y vino a pasar sus vacaciones —dije yo, informativo y jovial.

Cosme, Moncho y por contagio Oscar se habían puesto informativos y superiores, como que no iban a inmiscuirse en conversaciones de viejas. Cosa aparte.

—¿Cómo dices que te llamas? —preguntó Mónica.

—No he dicho nada. Pero mi nombre corresponde a la más antigua tradición de mi país. ¿Y los de ustedes?

—Santa Mónica era la madre de san Agustín. —Se apresuró a decir la así bautizada, porque Karen pues…

—¿Y qué hizo san Agustín?, ¿conquistó América? —Luego a Karen, con un tono de niña bien que habla español estrictamente por la nariz—: ¿Y tú? ¿Escribes tu nombre con Ka?

—Sí —dijo la otra—. ¿No te gusta?

—¿Gustarme? No es el caso. No se justifica, nada más. Celso, vamos a cenar.

Se levantó y tuve que seguirla, después de hacerle un gesto amable a las trompudas. Cosme y Moncho se levantaron muy ceremoniosos, como si Miranda fuera una cliente en perspectiva. Oscar se quedó con ellos, con la cerveza en la mano, casi impalpable.

—Miranda, ¿para qué te peleaste con esas mujeres?

—¿Yo? Ellas se pelearon conmigo. Se burlaron de mi nombre porque son ignorantes.

—¿No habrán leído a Shakespeare?

Íbamos al comedor interior, aunque hubiéramos cenado afuera si no fuera por los otros.

—Por supuesto que no.

—¿Crees que la educación en México es especializada?

—Es nula. Y no estés jodiendo. Donde me digas que mientras a mí me educaron en los internados ellas iban a la escuela pública y vivían con sus padres que son maravillosos, te mato.

—Para nada, sólo quería saber tu opinión. —Me entró una onda hipócrita y jodona, pero eso fue muy malo porque Miranda es lo suficientemente sensible para saber cuándo la están cabuleando. Nos sentamos.

—Ellas me han querido dar a entender que soy una puta —dijo Miranda en cuanto llegó el mesero, quien se sobresaltó.

—No. Ellas estaban conscientes de que si no eres hija de un embajador por lo menos lo eres de un ministro. —El pobre mesero estaba allí, aguantando vara. Ordenamos.

—Ellas, a sus propios ojos, son unas estudiantes alivianadas… del buen gusto será.

—Ellas ya fueron estudiantes y según creo tienen un bufete con Moncho. Cosme no trabaja allí más que ocasionalmente.

—Entonces las putas son ellas. —Yo callé, privilegio de la mente femenina—. Eso quiere decir que, si se necesita un divorcio o un testamento o hay un pleito, es necesario tratar con esas nacas.

—Ya te viste sexista y clasista en un ratito.

—Las mido con los parámetros de su propia sociedad. ¿Qué pensaran de ellas las señoras que conoces? ¿Las consultan profesionalmente?

—No sé. Mi jefa prefiere nadar en malos entendidos legales que consultar abogados. En realidad, Miranda, esto podría resumirse de un modo: tu ropa les gustó y tú no eres indigenista. ¿Quedó claro?

—Celso, tú no eres patriarcal, ¿Qué te pasa?

Non di solito.

Miranda se rio. Se ríe como la Nena, un destello blanco sobre el rostro bronceado. Empezamos a comer. Por supuesto, las pobrecitas la odiaron por grosera, por guapa y por bien vestida. Y ella porque así lo sintió. Pero no todo en el mundo puede decirse. En ese momento aparecieron unas güeras, dos. De esas alemanas que hablan inglés, largas flacas, color oro, con buenos huesos para roer. Y una de ellas me miró con intenciones inequívocas de roerme a su vez. Muy atrevida: ella ignoraba que Miranda andaba haciendo malabarismos con el sida. Creo que no nos vemos como pareja, al igual que otras veces, eso se huele a leguas; de cualquier manera, no expresaba consideración ni cortesía.

—Ya encontraste novia, Celso. —Yo me puse los anteojos para hacerme el miope y que no sabía—. Ésa, la de los shorts comprados en Roma.

—Viajan.

Las güeras estaban entendiéndose en inglés con el mesero, quien, como todos los meseros, no perdía las esperanzas. Se escuchó claramente que pedían simple food.

—Ah —dijo Miranda—, tienen miedo de enchilarse.

—Sólo literalmente —agregué yo.

Porco. —Empezó a enojarse y yo a ponerme dócil, dócil como si tuviera seis años, para apaciguarle el ánimo—. Éstas van de viaje y siempre acaban con los meseros —room service.

Era evidente que ninguna tenía necesidad del room service aunque estuviera disponible y sólo si sufren de inversión racial, como las gringas que no quieren ni mirar a los negros y en cuanto ven un negro en Acapulco se lo pelean. Pero éstas eran europeas. Y yo, aunque prietón, me veo italiano, al igual que ruco Viale, que lo es y que le entra a las alumnas no sólo por los ojos. Híjole, qué herencias.

—Celso, ¿en qué piensas? —Los dos estábamos comiendo a buen ritmo.

—En mi papá.

—No puede ser, yo nunca pienso en el mío.

—Pero ¿qué tal en tu mamá?

—Es cierto. A veces pienso que debiste haber sido cura.

—Ajá. La verdad es que se me había ocurrido. Sobre todo cuando soy un desastre completo, porque no puedo estar de acuerdo conmigo mismo.

—Mi padre dice que en México todos los que han querido ser curas acaban de presidentes municipales, pero ninguno llega a secretario de Estado.

—Yo nunca he querido, tú lo dijiste y no yo.

—Pero no lo negaste, se te vio en la cara. —Masticó un poco y tragó—. Lo malo es que los curas no pueden coger.

—Sí pueden, pero no deben.

—Y en cambio, muchos van por ser invertidos y seguro se enamoran de los que no deben.

—Lógico. —La electricidad con la alemana aumentaba, tenía los ojos ámbar, como algunos gatos y chupaba su refresco sin quitármelos de encima. Yo comía, comía y le daba por su lado a la Romana de otro autor, que no de Moravia.

—Las alemanas no tienen pudor de ninguna clase —dijo Miranda—; son las mujeres más puercas del mundo; se les figura que, si ellas tienen un antojo, se vuelve ley, como hacía Hitler.

—Cómplice de Mussolini.

—Las alusiones a la segunda Guerra no me conciernen. Mi padre, su madre y sus hermanos vivieron días y días en la campagna y sólo les faltó comer pasto. A causa de esos dos locos de mierda. Y mi abuelo fue a la guerra de Egipto, en donde lo mataron. No le debemos nada bueno a la Germania.

Yo estaba pensando que yo, Celso, muy pronto podía deberle algo bueno a la Germania. Pero tenía los ojos bajos y el rostro austero, austero, como de santo de Simone Martini. Digo, es una forma de comparar. Ese momento, la segunda Guerra, no me atraía, aunque debo confesar que la estudié con detalle; jamás me ha interesado tanto una épica horrible del pasado reciente. Las mierdas de la Historia. Si no las hubiera, ¿qué carajo iba a contar la Historia?

—Celso, ¿en qué piensas?

—En la Historia.

—¿Pediste un limón para no apestar a ajo?

Dios mío. Qué fatales son las costumbres. Ya lo había hecho varias veces antes y esta miserable tiene muy buena memoria.

—Yo no pedí porque no me importa apestar a ajo —dijo autocompadeciéndose.

Y yo, malvado yo, subí las cejas y la vi por encima de mis anteojos. Eso, aunque uno no quiera, afecta la mirada.

—Celso, ¿desde cuándo te volviste tan hipócrita?

—Desde que me hablaste por teléfono de Roma para hacer unas vacaciones más o menos románticas entre tú y yo. Solos.

Miranda reaccionó como si le hubiera dado una bofetada más fuerte que a Micia y hasta más merecida. Se levantó de la mesa de golpe, por fortuna sin tirar nada, ni gritar. Se fue casi corriendo, me imagino que a “nuestro cuarto”. Quedó en el aire una ondulación color azul de su vestido; pedí la cuenta; esa comida no se la iba a cobrar, era mi invitada. Pagué y letal, como los tiburones, me dirigí a la mesa de las alemanas.

La otra, la que no me había mirado ni yo a ella, se puso en pie e hizo una ligera inclinación de cabeza, luego dejó el campo libre; ya estaban de acuerdo. Se fue y yo solicité permiso para sentarme en inglés; me fue concedido en un inglés más malo que el mío; nos paseamos también por el italiano que ella hablaba igual de mal, pero nadie quería hablar. Se llamaba Erika. De cerca era todavía más bonita si fuera posible, pero no era persona, sino que, en una forma franca e irremediable, era puro animal, lo cual, en este caso, no era motivo para compadecerla, sino para congratularme. Al ratito de tartamudear en varios idiomas me dijo que su amiga estaba invitada a pasear en un yate, información necesaria, por supuesto, y yo dije que la mía iba a pasear en otro yate; entonces nos echamos a reír. Tenía los dientes como niña, un poco pequeños para su cara; no mostraba otras desproporciones. Fuimos a su cuarto, ya su amiga se había ido, ella cerró con llave. Es muy extraño tener intimidad con quienes jamás tendría intimidad, esto es, con personas que no conocemos y no disfrutaríamos conocer. Erika, después de las primeras de cambio, buscó una grabadora de pilas y la puso sobre el buró sin abrir los ojos, ya tenía puesta la cinta: era una marcha. Sí, una marcha y yo sólo recuerdo la marcha Zacatecas y ésta era otra. Luego procedimos con toda la higiene del caso. Desde el punto de vista médico esta mujer era una responsable como hay pocas; físicamente era un verdadero juguete de cuerda, a tal punto que siempre me sentí como si estuviera jugando billar o alguna otra cosa de efecto inmediato. También se me ocurrió que, si todas fueran como ella, jamás hubiéramos pasado de la edad de piedra o que pudiéramos inaugurar otra edad de piedra a partir de ella, con todos los adelantos. Esta segunda idea me asustó: la cinta de las marchas duraba cuarenta minutos y Erika se tenía muy bien programada.

Cuando se acabó la cinta salí corriendo hacia el mar, con el bikini negro y el resto de mi ropa bajo el brazo. Le dije adiós, pero se me olvidó darle las gracias.

Eso que se llama tristeza “después del coito” es la revelación momentánea de que el placer es una meta inalcanzable, porque aunque se tenga en alto grado deja sabor a basura. Nunca he nadado con mayor deseo de olvido, con mayor hartazgo; me sorprendí frotándome los dientes con arena, como algún antepasado mediterráneo. Creo que gran parte del malestar es caer en la cuenta de que los hombres y las mujeres se parecen tan poco que a estas horas Erika debía tener sensaciones de satisfacción y relajamiento.

Me presenté en el cuarto chorreando arena y fui derecho al baño. Oscar y Miranda estaban cada uno en una cama, pero bien despiertos, con la luz encendida. Cuando salí del baño peinado y vestido se me quedaron viendo: miradas especulativas.

—¡Qué! ¿No vamos a cenar? —lo dije en forma ruda, para ponernos a tono. Miranda no tenía nada en mi contra, ella me había dejado en el comedor y no yo a ella, a pesar de los antecedentes. Oscar estaba furioso porque no le tocó a él la otra alemana. Ninguno de los dos se movió.

—¿Dónde estabas, maestro Chango? —dijo él con una voz que debía ser sibilina si las voces nos obedecieran.

—Nadando.

—¿Hora y media?

—Me dormí en la playa.

—Mentiroso —dijo la ítala—. Mentiroso. —Luego se acordó de lo último que yo le había dicho y se puso roja. Oscar, sin embargo, no cambió de expresión sino la afianzó. Era algo más.

—Oye, maestro Chango, ¿desde cuándo no me tienes confianza?

—¿Yo? ¿por qué confianza? En cualquier momento puedes escribir mi biografía. Digo, en cuanto superes el analfabetismo.

—No jodas. ¿Por qué no nos contaste que Gerardo estaba en el hospital balaceado?

Acabáramos. De eso se trataba.

—No sé. No ha habido ocasión.

—¿Por qué me consideras indigno de saberlo?

—Carajo, Boris, apenas se puede creer que seas tan necio ¿Qué clase de dignidad se necesita para saber eso?

—Alguna. O me lo hubieras dicho. ¿Por qué me lo tienen que contar con pelos y señales Cosme y esas trompudas?

—No sé. ¿Vinieron en avión?

—Sí, señor chango mono. Vinieron en avión y llegaron hoy, un poco antes que nosotros.

—Ah, bueno, pues han de haber traído noticias recientes. Ya sabes más que yo, ¿estás contento?

—No. No estoy contento. Y además, Leonardo se fue al Polo Norte y no nos lo dijiste.

—Confiésome culpable. No, no lo dije.

—¿Qué? ¿Nos desprecias o qué?

Oscar estaba poniéndose en un plan horrible. Yo la verdad, cuando se enterca en estas cosas, me enojo, pero me conmuevo, entonces me enojo más.

—Ya bájale. Si quieres oírmelo decir, lo digo.

—No, carajo. Quiero saber por qué no lo decías.

—Para que yo no lo supiera porque soy una extranjera —dijo Miranda, hecha una tonta—. Celso es xenófobo.

Me eché a reír. La estupidez, estaba visto, no tenía límites, era una secuencia ininterrumpida. Para peor existía el antecedente de que Miranda nunca había tragado a Gerardo por razones de trabajo: “Yo no pago ni me pagan”, suele decir, y ése es el único credo de vida que reconoce. Gerardo le parece un representante del nivel inferior de la conducta. Y sus diversos atuendos personales la horrorizan. Gerardo, a su vez, finge no verla y no porque no hay negocio sino porque la percibe como incompatible, por clase social. Si la conociera como nosotros, más espantado quedaría él que ella.

—No, Miranda, no soy xenófobo, soy muy internacional.

No debí haberlo dicho, se sentó en la cama con los ojos verdes fulminantes.

—¿Sabes, Celso, que me encontré a Elvira en Roma?

La mención de la Cabrona, así de pronto, por su nombre de pila, me paralizó: empecé a comprender lo que es un desmayo: no querer respirar, no poder tampoco. Me concentré en no desmayarme.

—Había ido con su novio casado, ese cuarentón que sabemos. ¡Y la dejó tirada! En Roma y sin un quinto, porque llegó la esposa. Ella me habló para que le prestara dinero. Se regresó a España, consiguió una beca en Madrid o se la consiguió él, para poder verla. —Miranda había perdido el ímpetu y terminó por hablar muy quedo, pero mis oídos suelen ser muy finos. No la miré. Estaba yo sentado en un sillón frente a ellos y nunca, nunca me he sentido tan mal ni he tenido tanta urgencia de disimularlo. Eso era todo lo que quería: que no se notara en forma evidente el efluvio de pensamientos combinados con fenómenos físicos como la respiración dispareja y la sangre acelerada. Pero Miranda no había tenido bastante a pesar de que la voz apenas le alcanzaba. Estaba hecha una digna representante de las italianas del siglo XVII: nadie quería casarse con ellas porque manejaban el arte del veneno como las romanas del siglo primero.

—Y tú, Celso, tan prepotente, estuviste a punto de ingresar al servicio de Relaciones Exteriores y hacerte cónsul en Bolivia por ella, para casarte. Y sin estudiar lo que te gusta. Querías casarte, nada menos. Y porque se largó con ese señor por poco te mueres.

Oscar se alarmó. Todos mis amigos están al tanto, no es fácil esconder tanta equivocación, tanta torpeza, tantísimo sufrimiento. Ni el sufrimiento actual, ni el del futuro. Ni es fácil esperar sentado que el sufrimiento se vaya cuando le dé la gana.

Me paré y salí del cuarto. Oscar detrás de mí.

—Saca mis cosas —lo dije con la voz pareja, pareció no entenderme—. Saca mis cosas, Oscar.

Fui a la recepción a preguntar por Cosme. Esos planes subconscientes afloran de manera gloriosa en ciertos momentos. Estaban en el comedor, me vio y vino enseguida; con él me comunico bien, aunque no tanto como con Fenio.

—Oye, mano. ¿Quieres regresarte en mi Volks?

—Órale. Me viene como anillo al dedo, regreso con mi chava. Moncho y Mónica se quedan dos días. Tienen una audiencia.

—Juega, aquí está la llave.

—No es nada malo, ¿verdad?

—No, nada.

No sé por qué lo abracé. Por limpio, sin duda, porque era capaz de andar con su chava trompuda y vulgar, porque no era pendejo, porque era como yo no soy, ni Miranda, ni Oscar.

—Los documentos están en la cajuelita.

—Allá te lo dejo en tu casa.

Cosme maneja bien, igual que Fenio pero con mayores precauciones porque trabajó en un taller mientras estudiaba leyes. Esto es lo que quería desde el principio, desafanarme y hasta ahora encontraba una buena razón. Me sentí justificado y al mismo tiempo deshonesto, pero no inseguro. Cuando las cosas se dan así, hay que cortar hasta el fondo o no pasa nada.

Regresé a la recepción. Allí estaba Oscar con mi maleta, muy desencajado.

—Toma. —Le di una lana para pagar por los diez minutos y los dos baños que tomé en el cuarto.

—Celso, ¿qué vas a hacer?

—Irme en avión.

—¿Y yo? Yo no puedo manejar hasta México.

—El Volks se lo lleva Cosme.

—¿Y esta vieja? —Nunca lo he visto tan desconsolado.

—Mira, Boritos. Convéncela de que se vaya en avión, pero mañana en la mañana, primero a Mérida y luego a la chingada. Y tú te vas a México y nos vemos en mi casa.

—¿No estás enojado conmigo?

—¿Por qué? ¿Porque ya te anda por saber los daños que le hizo la Sagrada a Gerardo? Pues ya te los dijeron.

—¿Por qué se fue Nardo?

—Porque no encontraba el modo de desafanarse de una demente que se llama Queta.

—Ésa es drogadicta en serio. Heroína.

—Bueno, pues ya sabes.

—Entonces hoy me duermo y mañana le digo a Miranda. —Me miraba con unos ojos como los de la Azuleja cuando quiere pasear—. Maestro Mono, yo a esta vieja nunca la he podido manejar; no entiendo la mitad de lo que dice. Maestro Chango, yo también recogí mis cosas y quiero irme contigo.

—Bueno —me puse práctico a lo italiano—. Lo que sea, que suene; vamos a pagar el cuarto hasta mañana y le voy a escribir un recado a Miranda.

 
Miranda: Gracias por tu compañía. No siempre estaremos Oscar y yo igualmente favorecidos. Te sugiero que tomes un avión para Mérida y allá decidas dónde quieres pasar el resto de tus vacaciones. Celso Viale.

 

Bien redactado, me pareció. Oscar no quería leerlo y no insistí.

—¿Le vas a decir a Cosme que nos lleve al aeropuerto?

—No, porque le echamos a perder sus planes. Que nos lleven de aquí.

Nos llevaron. En el aeropuerto había un avión para Guadalajara, donde podía hacerse conexión con México. Apenas sobró dinero. No hablamos. Oscar, la verdad, estaba consolándome con su adhesión. Ya en el avión y antes de dormirme, decidí romper el silencio.

—¿Qué hacía Miranda mientras recogías las cosas?

—Dormir. Se cansó tanto con lo que dijo que en cuanto te fuiste cayó como un tronco.

—Mmmm… Una puñalada mortal. Bueno, ya despertará. —Yo no sentía remordimiento propiamente hablando, pero sí una manchita en la conciencia, por haber deseado un pretexto para largarme desde que Miranda empezó a sincerarse. Me hubiera gustado tener a quién contárselo para recibir una opinión objetiva… pero no a mis otros amigos.

Me dormí y Oscar también; en el transbordo al otro avión, Oscar me preguntó por la alemana.

—Ponía marchas.

—¿En dónde?

—En una grabadora de pilas.

—¿Mientras?

—Sí.

—¿Todo el tiempo?

—El tiempo exacto.

—Es una perversa.

—Se puede.

—Y la otra, ¿dónde estaba?

—No sé.

—¿No estaría detrás de la cortina?

—Boris, cállate. —No me hubiera extrañado, pero no me acordaba de la cortina y además ya qué.

Llegamos a México en la madrugada y desayunamos en el aeropuerto en forma civilizada y cuerda. Tomamos un taxi; dejé a Boris en brazos de su papi y me fui a casa de Fernando Palomares. En esa casa, a las nueve de la mañana se entra por instancias, no niveles de diferentes pisos sino de personas. Primero me habló Israel, que ya salía para la escuela de danza; luego Gumersindo, cargado de piezas de cerámica porque iba a una exposición en donde le hacen un lugar; luego vi a Estela y a Mari, las hermanas de Israel, que van a trabajar a Sanborns; finalmente a la abuela de esos tres, doña Pilar, única persona dedicada a fomentar el progreso y la comida de esa casa; no la saludé porque no oye; con eso agoté el primer piso: en el segundo me di de manos a boca con Pedro Montiel (Perico), amante, aspirante a cocinero y obsesión de las mujeres de mi familia. Todas han tenido que soportarlo en alguna de sus facetas y lo miran con horror. La pobre Teresa guisando en su casa porque aquí se acabó el gas; la Nena en unas vacaciones, y mi jefa de alumno, cuando Fernando le hizo aquella pregunta famosa.

—Oye, cabrón, ¿que estás estudiando para odalisca?

Eso porque Perico tiene tendencias cleopatrescas de echarse en camas, sofás y divanes, con algún objeto en la mano: libro en el mejor de los casos, pero también espejo, abanico y hasta tejido y bordado. Ahora venía envuelto en una bata de toalla color naranja fuerte, contrastante con su negrura, parado en la puerta del dormitorio principal.

—¿Qué haces? —le dije.

—Estoy llorando porque acabo de pelearme con Lucas y Silvio; me dijeron ladrón y no soy. —Me acerqué, se veían unas lagrimitas escasas como gotas de sudor.

Inmediatamente se abrió la puerta de enfrente y aparecieron los otros dos, en pie de guerra. Silvio Garcés como señora con frenos de metal, oliendo a lavanda; tan ladrón que tiene casa aparte. Lucas, escuálido; él nada más es sobrino y tiene obligación de escribir un libro: le acababan de dar un cohecho para que no hablara de robos; tenía la mano en la bolsa del pantalón, acariciaba el billete.

Éste es un mentiroso —dijo Silvio, el administrador ladrón, por poco me caen los frenos en un ojo.

—¿Dónde está Fernando? —dije pensando que en un momento de sadismo sería agradable verlos a todos juntos con Fernando presente.

—Arriba —dijo Perico, casi sollozante: no contaba con su apoyo, era evidente.

Subí una escalera más, ésta de madera, contrahecha y peligrosa; cuando Fernando sea más viejo, va a subirla como Sócrates la torre, en una canasta, según Aristófanes.

Si lo mío se llama el cubilete, esto debía llamarse el resumidero. Es un gallinerito de madera en la punta de la azotea en donde hay formas de cocinar, bañarse, tener plantas, escribir películas y ver televisión. O sea, todo resumido.

Fernando bañado, vestido y enojado se volvió a mirarme en cuanto asomé la cabeza y cambió de ánimo.

—¡Estoy perdido en una horda de ladrones!

—Como dijo Otelo, “Micos y cabrones”.

—Exacto, esa cita te la enseñé cuando tenías diez años para que te lucieras en la escuela.

—Por poco me expulsan. —En ese momento cayó en la cuenta de que no debería estar en México.

—Oye, niño ¿que no estabas en Cancún con una belleza italiana?

—No, así se hacen las leyendas. Estaba en Cozumel con una belleza italiana algo deteriorada y Oscar Trueba.

—¿Por qué? ¿Qué hace Oscar Trueba en esa sopa? Lo voy a acusar con su papá.

—Él le dio el dinero. No sé qué hace. De hecho, no hizo nada malo.

—No tuvieron un accidente, supongo. —Los accidentes son la pesadilla de Fernando Palomares. Yo negué con la cabeza—. ¿Dónde está el Volkswagen? ¿Allá abajo?

—No, está en Cozumel y va a traerlo el hermano de Fenio.

—¿Ese muchacho amable y moderado que me arregló el acta de propiedad de este dulce hogar? —Yo asentí—. ¿Por qué no lo trajiste tú? ¿Está chocado?

—Que no. Estaba yo cansado de manejar con dos…

—¡Pero qué manera de joder un viaje tan bonito, Cozumel es un paraíso terrenal!

—Hablas como conquistador.

—¡Qué conquistador ni qué chingaos! Hablo como persona que sabe divertirse y disfrutar la vida… —se detuvo, miró hacia abajo y hasta se acercó a la escalera— a veces. —Se rio un poquito y luego se dio ánimo otra vez—. Fíjate bien qué facha; te doy quintos para que pongas el coche al día porque vas a tener una aventura romántica, de esas que siempre hacen falta… ¡y llevas a ese gigante pendejo! ¿Que no te gusta esa mujer? Yo entendí lo contrario.

Lo que no me gusta son los regaños. Fui a una traqueteada silla de lona y saqué las fotos; decidí quedármelas desde que las tomé por pura perversidad.

—Mira.

Fernando se quitó los anteojos y les pegó la nariz como si las fuera a oler. Las miró todas, atentamente.

—Esto es una estupidez del cuerpo y del alma —dijo cuando vio a Miranda enrollada en Oscar, enseñando un muslote y con las nalgas paradas—. ¿Y qué haces tú aquí, con una correa en el pescuezo y muy derechito? Esto, Celso, es una locura del carajo. No le vayas a enseñar estas fotos a tu madre.

—Eso voy a hacer, se va a morir de risa.

—Lo dudo. No puedo creer que ese muchacho tan grande y tan desangelado te haya bajado a la vieja y lo hayas permitido. ¿O por eso estás aquí y no en donde sea que fuiste?

—Oscar y yo regresamos en el mismo avión.

—¿Y dejaron a esa mujer sola en Cozumel?

—Sí.

—¿Y qué les dijo?

—Nada. Estaba dormida.

—La van a violar.

—No. Ella no se deja porque cree tener sida y no se hace los análisis para no recibir la noticia.

—¿Que qué? —Fernando se desenmarcó—. ¿Y yo te mandé de vacaciones con una sidosa retrasada mental?

—Tú no me mandaste. Yo solito fui.

—¿Entonces ya se le pegó el sida al fruto de la pluma de Victor Hugo?

—No se le pegó nada. Se durmieron así nomás.

—Entonces, ¿fueron hasta Cozumel arrastrando ese lastre de vieja y ni siquiera cogieron? —Esto para Fernando es pecado mayor, prejuicio de generación y supersticiones, como dice Oscar.

—Yo sí, con una alemana. Asunto furtivo, pero no rápido ni mal hecho.

—Siquiera. —Se sentó; se me quedó viendo; tiene una mirada muy fea que puede volverse horrible—. Oye, ya vámonos a tu casa, llevo tres días sin ir y tu madre está muy enigmática por teléfono.

—Y ¿por qué no ibas?

—Porque me encontré ese cacalache apostrofado en la sala, en el sillón más cómodo, con una enfermera al lado y a tu madre tejiendo como si se tratara de confeccionar la túnica inconsútil. Yo me fui.

—¿Cuál era esa túnica? —Me encantó el término.

—La de Jesucristo, crecía al par que él.

—Así me hizo un suéter mi jefa, me duró seis años.

Crecía conmigo y yo no crecía nunca.

—Ay, Celso. Vámonos. —Miró a su alrededor.

—¿Qué buscas?

—Una escoba para sacar de tu casa a esa iguana moribunda.

En ese espíritu, salimos. No había nadie en la casa, nadie visible. Doña Pilar estaba en la cocina, cantando; lo bueno es que no se oye ni a sí misma. Tomamos un taxi porque cuando Fernando descubrió que ninguno de sus tres pares de anteojos servía, dejó de manejar. Sabia decisión, daba las vueltas cuadradas, insultaba a las personas y estuvo a punto de matarnos en cada una de nuestras edades.

Mi casa, por fuera, estaba igual. A ver por dentro. Entramos y mi jefa, sentada en la sala, tejía la túnica inconsútil; era más bien un chal de esos que parecen sobrecama. Cuando me vio, a través del vidrio, se levantó corriendo. Abrió.

—¿Pasó algo?

—No, ma. Nada.

Me dio besos y a Fernando nada más uno, de saludito.

—¿Y tú por qué vienes con él? ¿Chocaron el coche?

—No, ma. No le hagas.

—Pues no sería la primera vez —dijo Fernando acomodándose en el sillón de marras—. Lo dejaron en Cozumel, para que lo regrese Cosme, el hermano del baterista.

—¿Por qué? ¿Estás peor de las vértebras?

—No, ya ni siento nada.

—¿Quién se enfermó?

—Nadie. Mira ma: no nos enfermamos, no hubo dificultades con el coche, no nos pelamos con otras personas ni nos detuvo la policía. Nadie está en la cárcel. Y no se nos acabó la lana.

En ese momento sonó el teléfono. Era el padre de Oscar, mi jefa contestó.

—Sí, señor Trueba. Ya llegó Celso, no les pasó nada malo, como le decía a usted ayer… Celso está en perfecto estado de salud… ¿Oscar también? Pues sí, se lo decía a usted… No, no entiendo por qué regresaron… si algún día lo sé, se lo comunicaré inmediatamente. Adiós, señor Trueba.

—Pues nada, que Oscar se puso un candado en el hocico y está haciendo una rabieta, de forma que sus padres no han podido sacarle palabra. —Me miró a ver si yo estaba haciendo lo mismo, pero yo estaba en un estado de ánimo muy reposado y pacífico. Cuando mi jefa ve esas placideces no me urge, prefiere disfrutarlas. Lo mismo me pasa a mí con ella.

—Pues ya se fue Nardo, pobrecito. Dejó casi toda su ropa. En el barco usará uniforme y además ropa especial por el frío.

—¿Nardo? ¿Adonde? —requería explicación, siempre ha sentido afecto por Nardo.

—Al Polo Norte.

—Pero ¿qué está pasando en esta casa? —Fernando hubiera querido derivar todos los sucesos hacia don Fabila, pero mi jefa no se dejó.

—Tú por menos te fuiste a Japón.

—Ah. Mmm. ¿Por menos? Pues ¿qué le pasó?

—Ahorita te lo cuento. Antes quiero darle a Celso un recado: vino la madre de Gerardo a preguntar por él. Parece que se robaron a su hijo de la Cruz Roja.

—¿Cuál Cruz Roja?

—La de siempre, espérate. Desapareció así nada más; cuando su madre fue a buscarlo no estaba. Y no regresó a su casa. Ella creyó que estaba aquí.

—Porque esta casa es una especie de sucursal de la Cruz Roja, del convento, de la cárcel y del manicomio.

—Y no ha regresado el pobre Perro; he querido verlo desde mi cama y la ventana está vacía.

Fernando abrió la boca para protestar y luego la cerró, de cualquier modo le iban a decir que se esperara.

—Voy a ver —dije.

—Celso, ¿tú sabes dónde está?

—¿Yo? Pues si yo no lo he visto después de los balazos. Yo voy a ver, nada más —Los dejé en los pantanos de las explicaciones.

Claro, iba a pararme a la esquina sin hacer nada, para dejar claro que no quería hablar por teléfono ni tomar un taxi. Esa actitud, como por aquí todos sabemos, es clave.

Me fui a parar. Si Fernando le contaba a mi jefa lo que sabía, me ahorraba mucha información, porque si ella o Clemen me agarraban, tarde o temprano, iban a enterarse de otra historia, no digo cierta, digo distinta. Qué hueva dar explicaciones… o dejarse leer las expresiones. A propósito de eso, no quería ver a Fenio. Cosme jamás diría que había regresado en mi coche, pero Fenio conmigo no respeta profundidades o, mejor dicho, respeta una que otra o ya nos hubiéramos matado.

No hacía ni cinco minutos que me había estacionado cuando apareció la jefa de Gerardo, con la falda y un suéter sobre el camisón.

—Oye, Celso, estoy apenadísima porque fui a molestar a tu mamá tan amable. Pero ahora quiero hacerles saber que Gerardo está en buenas manos y ya casi se recuperó.

—¿Qué manos? —Me vi tajante. Para esta señora las mejores manos son las que dan lana. Inmediatamente bajó la voz.

—No lo sabe su papá. —Carajo, la frase clave de la cultura mexicana—. Está viviendo en un cuarto de servicio en casa de ese señor Daniel, como le dicen, el Cojo.

—Ah, señora, gracias por la información; le voy a decir a mi mamá.

Ella bajó los ojos, estaba contrita o algo equivalente.

—Ya no va a volver con nosotros, ya lo aburrimos.

Entonces se puso a llorar unas lágrimas gordas, lentas. Yo la miraba y no le gustó cómo; dio media vuelta y se metió a su zaguán chancleando.

Me encaminé a casa de Daniel el Cojo, cuatro cuadras. Pensando en la hipocresía del lenguaje clasemediero, me hubiera gustado comunicarle a la madre de Gerardo que las duquesas hablan de otro modo.

Toqué el timbre de la casa del Cojo con decisión. Quería saber cómo estaba Gerardo y estaba dispuesto a sufrir mucho. Vino Esperanza a abrirme, se desencajó un poco.

—¿Vienes a llevarte a Gerardo?

—Para nada. Vengo a visitarlo, si se puede.

Esperanza tenía puesta sobre los jeans una bata blanca que le sentaba muy bien. No sólo tenía bien depiladas las cejas, sino que se había echado en las pestañas alguna cosa de ésas; se le veían claritas, debía tenerlas muy delgadas y no eran tiesas.

Esperanza era por primera vez interesante, una especie de geisha con los ojos rasgados, los pómulos amplios y la boca gruesa y pequeña. No sabía si dejarme pasar.

—Que pase el joven. —La voz de la tía Eufrasia.

Pasé. No sé si me esperaba o creía que era otra gente; no mostró sorpresa, pero me midió con una mirada de experta, de… madrota, ni remedio. Estaba artísticamente colocada en un sofá floreado.

—Buenos días, señora. Soy Celso Viale y quería ver a Gerardo, si es posible.

—Siéntese, joven. Esperanza, ve a ver si Gerardo está arreglado como para recibir visitas. —Yo me senté en un sillón del lado de sus pies para que no nos retorciéramos el pescuezo—. Puede fumar, si gusta. —El refinamiento no está en los palacios sino en el corazón de la Roma Sur.

—Gracias, no fumo.

—¿Ha tenido usted noticias de la familia de Gerardo?

—Sí, señora, acabo de hablar con su mamá.

—¿Y pretende regresarlo a vivir con ellos?

—No, señora. No es su intención.

—Ah, bueno. Eso quiere decir que ya entendió que su casa no es… recomendable, diría yo —¡qué loca mujer! A poco la suya sí—. Si Gerardo se queda con nosotros puede llevar una vida decente. Trabajar en el gimnasio, ¿sabe usted? Puede llegar a entrenador olímpico, con las amistades de Daniel. Es una solución. ¿Está usted enterado de su amistad con Esperanza?

—Sí, señora. Es una amistad muy seria.

La tía Eufrasia sonrió horriblemente; tiene los dientes más cuidados que he visto, pero es cocodrilosa. Y por supuesto, cínica.

—Tan seria que ya le costó un pedacito de oreja. —Yo asentí, un pedacito de oreja perfecta, no poca cosa—. Y un balazo en el cuerpo. Claro, necesita protección. —La tía Eufrasia entornó los ojos, tenía pintura de tres colores perfectamente visibles—. En cuanto a nosotros, pues… para decirlo claro, no podemos vivir sin Esperanza; nunca ha sido nuestra intención que ella no viva su vida, pero no se había presentado un muchacho con buenas intenciones. Ni con cualidades.

La tía Eufrasia lo calibraba físicamente, muy cruda ella. No es que Gerardo carezca de cualidades, pero ella nunca podrá apreciarlas. Yo me preguntaba por qué estaba diciéndome esto.

—No pienso casarlos… todavía. Hasta ver como se llevan; porque mire, hablando en plata, el matrimonio es una costumbre muy inmoral. Se lo digo porque lo considero inteligente y culto ¿Me entiende?

—Sí, señora. Es muy inmoral.

—Y Esperanza es nuestra heredera. Se lo ha ganado; por supuesto éstos son detalles que no sabe Gerardo, pero se ve que usted es discreto.

—Sí, señora. —Mentira, soy un bocón.

—Quería informarlo de la situación porque estamos dispuestos a llevarla adelante, con el consentimiento de él, claro; de otra manera sería inútil. —El tono era amenazador: me decía esto porque pobre de mí si venía a sonsacar a Gerardo.

—Yo también creo que el ambiente de su casa no es sano para él. —Éste tampoco, pero mejor sí era. Estaba a punto de entrar en una mafia de triunfadores después de nacer en una familia derrotada. Su madre se daba cuenta de ello.

—Eso quería saber. ¡Esperanza! —Apareció, estaba en el pasillo, lleva al joven a ver a Gerardo.

—Muchas gracias, señora. Con permiso. —Fuimos por el pasillo, muy oscuro me pareció y desnudo, lleno de puertas cerradas, hasta que desembocamos en la cocina. La única cocina amplia y luminosa de la colonia, ya quisiéramos una así, debió de haber sido un patio. En una pared estaba una puerta y entramos al cuarto de servicio. No había otro en la casa de estas dimensiones. Evidentemente era el de Esperanza y lo había sido siempre. Limpio, con baño propio, lleno de luz y muchas plantas.

Gerardo estaba en la cama. Apolo yacente. No sé por qué la belleza humana es tan patética.

—Los dejo —dijo Esperanza y salió sin mirarlo. Su proceder era de una cortesía irreprochable; cortesía es una palabra muy amplia, que abarca muchas acciones. “Felice sono nella tua cortesia”, escribía Miguel Ángel. Gerardo sonrió.

—¿Qué haces aquí? ¿No te habías ido quince días?

—Resultaron menos de cinco. ¿Cómo te sientes? —Estaba pálido, con un cansancio grande, me pareció. Cansancio de haber padroteado tantos años. Ahora apenas alcanzaba un refugio, un lugar de descanso.

—Pues… lo de la oreja no fue nada. Lo otro…

—Lo otro ¿qué?

—Me tocó un pulmón, respiro con trabajo. —Sentí con una claridad horrible que se iba a morir. Tenía un abandono en los labios, un no sé qué de vacío en las manos. Pero estaba contento y, para peor, considero que muy contento.

—¿Ya lo sabe Esperanza?

—Esperanza, tú y nadie más. —Ni siquiera me recomendó discreción. Pero yo tenía un nudo en la garganta y apenas podía mantener los ojos secos. ¿Por qué tanta muerte? ¿Por qué a deshora? ¿O no? Gerardo me miraba, semisonriente. Yo no podía hablar y él se dio cuenta.

—Estoy bien, Celso. Es un momento muy… bueno para mí. Me siento bien.

Claro, se sentía bien y en todo tenía razón, pero yo estaba completamente vivo y él nada más un poco.

—¿Puedo volver a verte?

Sonrió y asintió. Si ya me habían dejado pasar esta vez, podía regresar. Salí. Esperanza estaba en la cocina, frente al fregadero, sin hacer nada. Volteó a verme.

—Tengo que irme, me esperan en mi casa. Pero voy a volver, si te parece, digo.

—Sí. —Tenía la voz suave, hablaba bajo—. Tú sí —aclaró, lo cual vedaba la entrada de todos los otros.

—Gracias.

Me acompañó a la puerta. La tía Eufrasia había desaparecido del sofá como por obra de magia. Qué bueno porque me iba a leer en los ojos que sus planes eran absurdos. Me fui sin decir nada, me dolía el estómago y me iba a vomitar, pero en vez de eso me puse a llorar con ganas y hasta me metí en un zaguán para calmarme. Siempre supe eso, que el rollo de la Sagrada era de por vida, que el oficio de Gerardo no perdona y que él mismo se consideraba caso perdido, pero con un alivio tremendo: la cortesía de Esperanza. La cortesía que la Cabrona no tuvo conmigo, ni era capaz de tener, ni tampoco evocaba en los demás.

Decidí ponerme hosco para hablar con los de mi casa. Quizá después podría hablar de todo esto racionalmente; por el momento, no. Allí estaban en la sala Fernando y mi jefa, casi como los dejé, pero con otro ambiente. Era claro que ella ya sabía cómo estuvo mi viaje, o por lo menos una versión; pero ellos son muy creativos y con toda seguridad le habrían puesto algunos adornos. Los dos muy serios, pero con una miradita especial, una chispa en el ojo.

Me apostrofé en un sillón.

—Ma, ¿recibiste la información completa?

—No, Celso. Completa me la darás tú, cuando la asimiles.

Ésas son las friegas que ponen las madres. Además, seguramente me vio cara de llorón, pero ni tiempo de respirar tuve, llegó Clemen con las fotografías en la mano.

—Oye, chistoso, ¿qué son estas porquerías? Las iba a quemar, pero mejor decidí preguntarte.

—Ni me saludas. Que no. Son testimonios, ponlos en mi mesa.

—Buenos días, o ya son tardes. ¿Por qué no te llevaste tu traje de baño?

—Uno nuevo, negro, que te trajo la Nena de Nueva York.

—Uh. Sí. No me acordé. Me bañaba con el bikini negro.

—¿Ése? —Me iba a decir algo feo, pero se contuvo—. ¿Dónde está?

—Puesto.

—Huy. Chistoso —dio media vuelta.

—¿Cómo está Gerardo?

—Bien. En casa de unos amigos. Ya lo sabe su jefa —Se me quiso cerrar la garganta—. ¿Cómo está don Filoso Fabila, perdedor del primer Maratón?

—Quién sabe.

Fernando tomaba café muy reposadamente; ya sabía y yo no.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Mira, Celso, yo soy muy objetiva. —No es cierto, es apasionada como quince demonios, pero con cierto control—. Resulta que en cuanto te fuiste, Filiberto empezó a circular por toda la casa, hasta quiso subir la escalera para ver la televisión conmigo allá arriba y Clemen no lo dejó. La regañó, por cierto. Nicolaza vino a decirme que se iba porque él ya estaba bien y le había tocado una… cosa. Nunca supe si chiche o nalga. Además, esa muchacha, Micia, trataba de hablarle por teléfono secretamente y cuando Filiberto venía al teléfono lo tomaba ella. Clemen se dio cuenta por la extensión de la cocina. Entonces Clemen y yo le hicimos su equipaje y así como estaba, en bata, lo metimos en un taxi y se lo mandamos a Micia.

—¿A la fuerza?

—No. Es muy razonable, decía: “No entiendo, Estelita”. Y yo contestaba; “En casa de Micia tendrás tiempo de reflexionar”. Y así llegó a la puerta. Pagamos el taxi por adelantado.

—Ma, yo no sé cómo lo dejaste entrar. —Era evidente que don Filoso y Micia, como acupunturistas, le habían picado a mi madre todos los centros de gravitación.

—Y además ese golpe que te dio esa lesbiana… —Tanto decirnos ambigüedades sobre el derecho a las preferencias sexuales y salir con ese tono de desprecio, como un escupitajo.

—Pero, ma, no había necesidad de que viniera, ¿por qué?

—No, Celso, necesidad no había, pero yo no hallaba como quitarme el cigarro y quería distraerme.

A Fernando Palomares por poco se le caen los anteojos, nunca conocerá a las mujeres.

—¿Y se te quitó?

—Sí —dijo ella, triunfal.

Yo fui a mi cuarto a cambiarme de calzones.

 
Cuernavaca, a 27 de abril de 1994