Algunos desafortunados se han iniciado en la literatura leyendo, qué sé yo, a Robbe-Grillet. Robbe-Grillet se puede leer solo después de haber entendido cuáles son las estructuras ancestrales de la narración, que él incumple. Para saborear las invenciones y las deformaciones léxicas de Gadda, hay que conocer las reglas de la lengua italiana y haberse familiarizado con el buen toscano de Pinocho.
Recuerdo que cuando era adolescente, tenía un amigo con quien tenía entablado un desafío permanente: mi amigo, de familia culta, leía a Ariosto, y yo, para estar a su nivel, me gastaba el poco dinero que tenía para comprarme a Tasso en algún puesto de libros viejos. Me lo medio leía, pero lo que yo leía, y secretamente, eran Los tres mosqueteros. Una tarde, la madre del chico, de visita en mi casa, descubrió el libro inculpado en la cocina (los futuros hombres de letras han leído en la cocina, acurrucados con la espalda apoyada en el aparador, con su madre gritando que se iban a quedar sin ojos, que al menos salieran a tomar un poco de aire) y reaccionó escandalizada («Pero cómo, ¿lees esa porquería?»). Nótese que esa misma señora le decía a mi madre que su ídolo era Wodehouse, y lo leía yo también, y con mucho gusto pero —literatura de consumo por literatura de consumo— ¿por qué Wodehouse era más noble que Dumas?
Es que pesaba sobre la novela de entregas una condena ya secular, y no solo la enmienda Riancey de 1850 la había amenazado de muerte imponiendo a los periódicos que publicaban folletines un impuesto insostenible, sino que entre las personas timoratas de Dios cundía la difusa opinión de que los folletines arruinaban a las familias, corrompían a los jóvenes, empujaban a los adultos al comunismo y a la subversión del trono y del altar; baste ver las casi dos mil páginas en dos volúmenes que le dedicaba a esta literatura diabólica en 1845 Alfred Nettement (Études critiques sur le feuilleton-roman).
Sin embargo, solo si leemos la novela por entregas (y de pequeños), aprendemos los mecanismos clásicos de la narrativa, en su manifestación en estado puro, a menudo desvergonzadamente, pero con una arrolladora energía mitopoyética.
Pues bien, ahora me gustaría ocuparme no de un libro en especial sino precisamente de un género (el folletín) y de un mecanismo específico, la agnición o reconocimiento.
Si fuera necesario recordar, como acabo de hacer, que el folletín pone en escena los mecanismos eternos de la narración, deberíamos citar a Aristóteles (Poética 1452a-b). La agnición es «la transición de la ignorancia al conocimiento», y en especial el reconocimiento de persona a persona, como cuando un personaje descubre en otro, e inopinadamente (por revelación ajena o descubrimiento de una joya o de una cicatriz), al propio padre o al propio hijo, o peor aún, cuando Edipo se da cuenta de que esa Yocasta con la que ha contraído matrimonio es su madre.
A la agnición o se reacciona con sencillez, siguiendo el juego del narrador, o se reflexiona según los modos de la narratología. En el segundo caso, algunos creen que se corre el riesgo de perder el efecto, pero no es verdad, y para probarlo haré algunas reflexiones narratológicas para volver luego de manera salvaje, en toma directa, a los milagros de la agnición.
Una agnición doble debe tomar por sorpresa no solo al personaje sino también al lector. Esta sorpresa puede haber sido preparada bajo forma de insinuaciones y sospechas o puede llegar de veras repentina incluso para quien lee; la dosificación de anticipaciones casi imperceptibles o de golpes de escena inesperados depende de la habilidad del narrador. En cambio, se produce una agnición sencilla cuando el personaje cae de las nubes ante la revelación, pero el lector ya sabe lo que está sucediendo. Es típico de esta categoría el descubrimiento múltiple de Montecristo ante sus enemigos, que el lector espera y saborea a partir de la mitad del libro.
En la agnición doble, el lector, al identificarse con el personaje, sufre y goza con él y participa en sus sorpresas. En la sencilla, en cambio, el lector proyecta en sus personajes, cuyo secreto ya conoce o adivina, las propias frustraciones o los propios deseos de revancha y anticipa el golpe de escena. Es decir, el lector quisiera actuar con sus propios enemigos, con su propio jefe, con la mujer que lo ha traicionado, tal como actúa Montecristo: «¿Tú me despreciabas? Pues bien, ¡ahora te diré quién soy yo de verdad!», y se relame los labios esperando que llegue el momento final.
Elemento útil para que salga bien una agnición es el disfraz: el disfrazado, desenmascarándose, aumenta la sorpresa del personaje implicado; el lector, por su parte, o participa de la sorpresa o, al haber reconocido al disfrazado, goza de la sorpresa de los ignaros personajes.
Se produce también una doble especie de degeneración a partir de estos dos tipos de agnición cuando haya reconocimiento redundante o inútil. En efecto, el reconocimiento es una moneda que hay que gastar con parsimonia y debería constituir el clou de una trama respetable. El caso de Montecristo que se descubre muchas veces y, a su vez, se va enterando de las intrigas de las cuales fue víctima, constituye un caso extraño y magistral de reconocimiento que, aun siendo usado más de una vez, no resulta por ello menos satisfactorio. En el folletín vulgar, en cambio, el reconocimiento, considerando que «vende bien», se repite hasta la saciedad, y de este modo pierde todo su poder dramático y adquiere una pura función consolatoria, en el sentido de que ofrece al lector una droga de la que se ha vuelto adicto y no puede pasar sin ella. Este derroche del mecanismo adopta sucesivamente formas aberrantes cuando el reconocimiento, claramente, resulta inútil para el desarrollo de la trama, y la novela se satura de agniciones por meras finalidades publicitarias, como si quisiera recibir la calificación de novela por entregas ideal, que vale lo que cuesta.
Un caso evidente de agniciones inútiles a raudales lo tenemos en El herrero del convento (Le forgeron de la Cour Dieu) de Ponson du Terrail. Teniendo presente que en la lista que sigue las agniciones inútiles están marcadas con un asterisco (y como se ve son la mayoría) pues bien, en esta novela *el padre Jerónimo se descubre a Juana; el padre Jerónimo se descubre a Mazures; *la condesa de Mazures, gracias al relato de Valognes, reconoce en Juana a la hermana de Aurora; *gracias al retrato contenido en el joyero que le dejó su madre, Aurora reconoce en Juana a su propia hermana; Aurora, leyendo el manuscrito de su madre, reconoce en el anciano Benjamín a Fritz; *Luciano se entera por Aurora de que Juana es la hermana de Aurora (y de que su madre —de él— mató a la madre de ambas); *Raúl de la Maurelière reconoce en César al hijo de Blaisot y en su acosadora a la condesa de Mazures; *Luciano, tras herir a Maurelière en duelo, descubre bajo su camisa un medallón con el retrato de Gretchen; *la gitana entiende gracias a un medallón hallado en las manos de Polyte que Aurora es libre; *Bibi reconoce a Juana y Aurora en las aristocráticas denunciadas por la gitana; *Pablo (alias el caballero de Mazures), gracias al medallón de Gretchen que Bibi le enseña (tras haberlo recibido de la gitana que a su vez lo ha recibido de Polyte), reconoce a su hija Aurora en la aristócrata que debería arrestar; *Bibi revela a Pablo que su hija ha sido arrestada en lugar de Juana; Bibi, en su huida, se entera de que la muchacha salvada de la guillotina es Aurora; Bibi en la diligencia descubre que su compañero de viaje es Dagoberto; *Dagoberto se entera por Bibi de que Aurora y Juana están en París y de que Aurora está en la cárcel; Polyte reconoce en Dagoberto al hombre que le salvó la vida en las Tullerías; *Dagoberto reconoce a la gitana que un día le predijo la suerte; *el médico de Dagoberto reconoce en el médico alemán que llega de repente —invitado por las Máscaras Rojas— a su antiguo maestro y este reconoce en él a su discípulo y en Polyte al joven que poco antes había salvado por el camino; años después, Polyte reconoce a Bibi en un desconocido que habla con él; ambos reconocen a la gitana y en Zoe a su ayudante; Benito encuentra y reconoce a Bibi; *Pablo (loco desde hace años) recobra el juicio y reconoce a Benito y a Bibi; se reconoce en el viejo ermitaño al prior padre Jerónimo; *el caballero de Mazures se entera por el padre Jerónimo de que su hija está viva; *la gitana descubre que su mayordomo es el mismo Bibi; *el republicano (atraído en una trampa) reconoce en una bella alemana a una joven cuyos padres había mandado a la guillotina (su identidad ha sido revelada al lector dos páginas antes); *la gitana (condenada por los gitanos) reconoce en Luciano, Dagoberto, Aurora y Juana a aquellos que había acosado y arruinado.
No importa que quien (afortunadamente) no ha leído El herrero del convento se haya orientado en esta avalancha de agniciones que atañen a personajes de los que no sabe nada. Mejor que le quede una gran confusión en la cabeza porque, con respecto a los clásicos del folletín, esta novela es como una película que, para interesar al público de El último tango en París, ofrece a los propios espectadores la visión de ciento veinte minutos ininterrumpidos de penetraciones posteriores entre un centenar de huéspedes de un hospital psiquiátrico. Que es lo que hacía Sade en Los 120 días de Sodoma, explayándose en centenares de páginas allá donde Dante se había limitado a escribir «la bocca mi baciò tutto tremante» (la boca me besó todo anhelante).
Los reconocimientos de Ponson du Terrail son inútiles, además de exageradamente redundantes, porque el lector ya lo sabe todo de sus personajes. Aunque bien es verdad que para los lectores de buen comer se introduce una punta de sadismo en el juego. Los personajes de la novela desempeñan el papel del tonto del pueblo, puesto que son los últimos en entender aquello que tanto los lectores como los demás personajes ya han entendido perfectamente.
La agnición de tonto del pueblo se divide en agnición de tonto auténtico y de tonto calumniado. Tenemos un tonto auténtico cuando todos los elementos de la trama, datos, hechos, confidencias, señales inequívocas, concurren a que se produzca la agnición, y solo el personaje persevera en la propia ignorancia; en otros términos, la trama les ha proporcionado tanto a él como al lector los elementos para desentrañar el enigma, y resulta inexplicable que no lo logre. La figura perfecta del tonto auténtico, críticamente asumida por el lector, es la del policía oficial en contraposición con el detective (cuyos conocimientos proceden al mismo paso que los del lector). Pero hay casos en los que el tonto es calumniado, porque de hecho los acontecimientos de la trama no le dicen nada, y lo que hace que el lector esté en autos es la tradición de las tramas populares. Es decir, el lector sabe que, por tradición narrativa, el personaje X no puede ser sino el hijo del personaje Y. Pero Y no puede saberlo, porque no ha leído novelas por entregas.
Un caso típico es el de Rodolfo de Gerolstein en Los misterios de París. Desde que Rodolfo conoce a la Goualeuse, es decir, a Fleur-de-Marie, tierna e indefensa prostituta, y en cuanto se sabe que a Rodolfo le quitaron, a muy tierna edad, a la hija que tuvo con Sarah McGregor, el lector entiende inmediatamente que Fleur-de-Marie ha de ser su hija a la fuerza. Ahora bien, ¿por qué debería pensar Rodolfo que es el padre de una joven que ha encontrado por azar en una sórdida taberna? Justamente, lo sabrá solo al final. Claro que Sue se da cuenta de que el lector ya lo sospecha y al final de la primera parte le anticipa la solución: estamos ante un caso típico de sometimiento de la trama a los condicionamientos de la tradición literaria y de la distribución mercantil. La tradición literaria hace que el lector sepa ya cuál es la solución más probable, mientras que la distribución semanal del folletín, con la historia que se desgrana en un número interminable de entregas, hace que no se pueda mantener en suspenso al lector durante demasiado tiempo, a riesgo de que sucumba su memoria a largo plazo. Por lo tanto, Sue se ve obligado a cerrar esa mano para poder abrir otras sin sobrecargar la memoria y la capacidad de tensión del lector.
Narrativamente hablando, Sue lleva a cabo un suicidio al jugarse su mejor carta en la segunda mano. Pero el suicidio se produjo ya en el momento en el que decidió moverse en el ámbito de soluciones narrativas obvias: la novela popular no puede ser problemática ni tan siquiera en la invención de la trama.
Un último mecanismo que entra dentro de la categoría de la agnición inútil es el topos del falso desconocido. La novela popular, al empezar el capítulo, suele presentar a un personaje misterioso que debería resultar desconocido para el lector, pero tras haber hecho que se mueva lo suficiente, avisa: «El desconocido, en quien el lector ya habrá reconocido a nuestro X…». Una vez más, tenemos un expediente narrativo de poca monta, gracias al cual el narrador introduce por enésima vez, en medida degradada, el placer del reconocimiento. Nótese que ahora el protagonista de la agnición no es el personaje (el desconocido sabe perfectamente quién es, y suele aparecer en un callejón oscuro o en una habitación reservada, sin que otros lo hayan visto todavía), sino solo el lector. Y este lector, si es un habitué de los folletines, entiende enseguida que el desconocido es un falso desconocido y suele adivinar de inmediato quién es, pero el autor insiste en querer hacerle desempeñar el papel del tonto del pueblo, y quizá con algún lector menos entendido lo consigue.
Sin embargo, si desde el punto de vista de una estilística de la trama, estos medios degradados constituyen ripios narrativos, desde el punto de vista de una psicología de la fruición y de una psicología del consenso funcionan muy bien, puesto que la pereza del lector pide que se la halague con la proposición de enigmas que ya ha resuelto o que sepa resolver fácilmente.
Llegados a este punto podríamos preguntarnos si de verdad, recurriendo a artificios tan manidos, la agnición del folletín tiene realmente el poder narrativo que le atribuía al principio. Pues sí. Una amiga mía solía decir: «Cuando en una película sale una bandera al viento, yo lloro. Y no me importa de qué país es». Escribía alguien —reseñando Love Story— que hay que tener un corazón de piedra para no echarse a reír ante las vicisitudes de Oliver y Jenny. Error, también a los que tienen un corazón de piedra se les humedecerán los ojos, porque hay una química de las pasiones y cuando los artificios narrativos se conciben para hacer llorar, hacen llorar siempre, y el más cínico de los dandis a lo sumo puede hacer como si se rascara la nariz para enjugar una lágrima furtiva. Podemos haber visto una infinidad de veces La diligencia (e incluso sus clones más desastrados), pero cuando llega el Séptimo de Caballería al son de la corneta, cargando con los sables en ristre para desbaratar a la morralla de Jerónimo ya casi vencedora, también el corazón de un perverso late vistosamente bajo su camisa de fina batista.
Y entonces abandonémonos libremente al placer y a la emoción de la agnición, aunque ya sepamos quién debe reconocer a quién, y admiremos consternados las técnicas múltiples con las que este arquetipo narrativo sigue reproduciéndose a lo largo de toda la historia del folletín:
—¡Oh! —dijo Milady levantándose—; seguro es que no se hallará tribunal alguno que contra mí haya pronunciado la sentencia infame, ni se hallará tampoco el ejecutor de ella.
—¡Silencio —dijo una voz—, sobre esto a mí me toca responder! —Y el hombre de la capa colorada se acercó a su vez.
—¿Quién es ese hombre, quién es? —gritó Milady sofocada de terror, destrenzándose y enderezándose sus cabellos en su lívida cabeza como si fuesen vivientes y animados.
—Pero ¿quién sois, pues? —exclamaron todos los testigos de esta escena.
—Preguntádselo a esta mujer —dijo el hombre de la capa colorada—, ya veis cómo me ha conocido ella.
—¡El verdugo de Lille! ¡El verdugo de Lille! —exclamó Milady enteramente dominada por un terror insensato, y apoyándose con sus crispadas manos en la pared para no caer.
Y ese hombre que durante treinta años inclinara la frente ante Andrés, se irguió en toda su estatura e indicándole al hijo desalmado el cadáver del padre, luego la puerta y el hombre que permanecía en el umbral dijo:
—Señor vizconde, vuestro padre asesinó al primer marido de vuestra madre y arrojó al mar a vuestro hermano mayor, que no murió y está aquí presente. —Y señaló a Armando, mientras Andrés palidecía, espantado—. Vuestro padre, arrepentido en su última hora, ha restituido lo que había robado a su hijastro. Ahora os encontráis en la casa del conde Armando de Kergaz. ¡Marchaos inmediatamente!
Armando había hablado como amo y Andrés, quizá por primera vez en su vida, obedeció. Se movió lentamente, como un tigre herido que se retira retrocediendo y, al retirarse, aún amenaza. Cuando llegó al umbral, con una mirada hacia esa ventana desde la que había observado París iluminada por las primeras luces del alba, casi como si lanzara a Armando un terrible y supremo desafío, exclamó:
—Lucharemos, virtuoso hermano. Ahí tienes París y tu fortuna. Veremos quién vence, si el filántropo o el malvado. Porque yo volveré. Nos encontraremos, hermano; tú, encarnación idiota de la virtud, y yo, genio del vicio. París será nuestro campo de batalla.
Salió con la cabeza alta y una risa infernal en los labios y, sin derramar una lágrima, abandonó cual impío Don Juan, la casa que ya no era suya. Se interrumpió una vez más y dejó vagabundear su mirada por encima de los invitados. Los huéspedes escuchaban en silencio y la sonrisa había desaparecido de sus labios.
—Pues bien ese ladrón, ese asesino, ese torturador de mujeres, lo he encontrado esta noche, hace una hora… Sí. Está aquí —dijo el enmascarado, avanzando un paso antes de extender su brazo hacia el vizconde y añadir—: ¡Este es!
Andrés Filipone dio un salto en su asiento, a la vez que el joven se despojaba de su disfraz.
—¡Armando, el escultor! —exclamaron con asombro varios invitados.
—¡Andrés! —gritó el artista, con voz atronadora.
—¿Me conoces?
La estupefacción paralizaba a todos de tal modo que no advirtieron la entrada de un hombre vestido de negro. Como el viejo criado que fue a sorprender a Don Juan durante una orgía, este hombre sin hacer caso a nadie, fue derecho hacia Andrés para decirle:
—Señor vizconde, vuestro padre, el general conde Filipone, os requiere a la cabecera de su lecho de muerte. Quisiera veros.
Pero el hombre que había llevado la noticia, divisando a Armando que se había abalanzado tras Andrés para detenerlo, exclamó:
—¡Santo Dios! ¡La viva imagen de mi coronel, Armando de Kergaz!
Un hombre apareció en el umbral de la cámara en la que se hallaban los esposos. Al verlo, el conde Filipone, retrocedió helado por el estupor. El recién llegado era un hombre de unos treinta y seis años, alto y vestido con un largo redingote azul adornado por un galón rojo, de esos que solían vestir los soldados del imperio en la época de la Restauración. Dio tres pasos hacia Filipone, que retrocedió asustado, tendió una mano acusadora contra él y gritó:
—¡Asesino! ¡Asesino!
—¡Sebastián! —murmuró Filipone, sobrecogido.
—¡Sí! —dijo el húsar—. Sí, soy Sebastián, quien tú creías haber matado, pero que no murió… Sebastián, a quien una hora más tarde unos cosacos hallaron bañado en sangre; Sebastián, que tras cuatro años de reclusión, viene a pedirte cuentas de la sangre de su coronel, sangre con la que te manchaste las manos.
Mientras Filipone, aniquilado, seguía retrocediendo ante esa terrible aparición, Sebastián se dirigió hacia la condesa diciéndole:
—Señora, este hombre es un miserable, es el asesino del hijo tal y como fue el asesino del padre.
Entonces la condesa, un instante antes confundida y loca de dolor, se abalanzó como una tigresa contra el asesino del hijo para desgarrarlo con sus uñas.
—¡Asesino! ¡Asesino! —gritó—. El patíbulo te espera… ¡Seré yo misma la que te entregue al verdugo! —Pero en ese instante, mientras el infame seguía retrocediendo, la madre sintió algo agitarse en sus entrañas. Lanzó un grito y se detuvo pálida, tambaleante, transida de dolor… El hombre que quería entregar a la venganza de la justicia, el hombre que quería arrastrar al patíbulo, ese hombre miserable e infame era el padre del otro hijo que empezaba a agitarse dentro de ella.
—¡Es ella! ¡Es ella! —exclamó el viejo, dirigiendo la mirada de Marcia a Virginia. Él sólo había interpretado justamente el grito doloroso de la mujer desmayada y volvió a caer en el sopor habitual, del que se despertaba sin embargo de vez en cuando, como si quisiera empezar una confesión importante para ella. Por fin una lágrima bañaba aquella mejilla resecada desde hacía tanto tiempo, por los años y los sufrimientos. El viejo Elías, que desde hacía unos minutos se había convertido en un energúmeno que no cabía en sí, aprovechó un instante en que las mujeres levantaron la cabeza de la condesa para darle de beber, para presentar a su vez ante sus ojos un collar de oro, con una cruz bellísima en el fondo, del mismo metal, cuajada de diamantes preciosísimos, que deslumbraban la vista con su esplendor. En el acto, el viejo añadió los siguientes nombres:
—¡Virginia y Silvia!
—¡Silvia! —exclamó la condesa y sus ojos vítreos se fijaron en la preciosa joya, como si hubiera sido un talismán, y la hermosa cabeza se reclinó en la almohada, como una flor al viento candente del desierto que dobla su tallo para no erguirse ya. Aun así, la hora final de la bella traicionada todavía no había sonado. Se estremeció un instante después, como si la corriente eléctrica la hubiera tocado, abrió los ojos y los dirigió hacia Marcia con una expresión tan ávida de amor que sólo una madre puede entender y apreciar.
—¡Mi hija! —exclamó y volvió a reclinarse.
En ello, un hombre con el rostro vendado entró a grandes pasos en la habitación, se arrodilló entre los dos lechos de las heridas y gritó desesperadamente:
—¡Perdón! ¡Perdón!
La condesa Virginia se exaltó ante ese grito. Se irguió de medio cuerpo con una rapidez extraordinaria y lanzando una mirada sobre el miserable prosternado exclamó con voz desgarradora:
—¡Marcia! ¡Marcia! ¡Este infame es tu padre!
Esteban sacó del bolsillo la cartera, extrajo una carta sellada con un gran sello negro y la tendió hacia Jorge, añadiendo:
—Querido hijo, lee esta carta… Léela en voz alta… Y vos, Lucía Fortier, escuchad…
Jorge Darier tomó la carta con mano temblorosa. Parecía que no osara romper el sello.
—¡Lee! —repitió el artista.
El joven rompió el sobre y leyó: «Mi amado Jorge: en el mes de septiembre de 1861, una pobre mujer que llevaba un niño de la mano, se presentaba en mi casa, en el presbiterio de Chevry. Esa pobre mujer había sido perseguida, espiada, hecha objeto de la triple acusación de asesinato, robo e incendio. Llamábase Juana Fortier…». Una triple exclamación emitida al mismo tiempo por Jorge, Lucía y Luciano Labroue, siguió a estas palabras.
—Yo… yo… —dijo Jorge confundido—, yo soy el hijo de Juana Fortier, y Lucía… Lucía… ¡es mi hermana!
Al mismo tiempo tendía los brazos hacia la joven.
—¡Mi hermano!… ¡Hermano mío! —exclamó Lucía arrojándose sobre el corazón de Jorge, que la mantuvo estrechamente abrazada.
—Sí… sí… —exclamó entonces—. ¡Ésta es la prueba del delito! ¡Ah! ¡Madre mía! ¡Madre mía! ¡Por fin Dios ha tenido piedad! Pero esta prueba decisiva que se creía perdida… ¿dónde estaba?
—En los flancos del caballito de cartón que llevabais cuando vuestra madre y vos os presentasteis en el presbiterio de Chevry… —contestó Esteban Castel.
—¿Tenéis una prueba?…
—Éste es su certificado de defunción… ¡el actual Pablo Hermant, el millonario, el gran industrial, el antiguo socio de James Mortimer, no es sino Jacobo Garaud!
Mario acercó bruscamente su silla a la de Thénardier. Éste notó el movimiento, y continuó con la lentitud de un orador que es dueño de sus oyentes, y que siente la palpitación del adversario a cada una de sus palabras.
—Ese hombre, obligado a ocultarse por razones ajenas a la política, había elegido la alcantarilla para su domicilio y tenía una llave de la reja. Era, repito, el seis de junio, a las ocho, poco más o menos, de la noche. Ahora veréis claro. El conductor del cadáver eran Juan Valjean; el que tenía la llave os habla en este momento; y el pedazo de levita…
Thénardier acabó la frase sacando del bolsillo y sosteniendo a la altura de los ojos, cogido entre los dos pulgares y los dos índices, un jirón de paño negro, todo lleno de manchas oscuras. Habíase levantado Mario, pálido, respirando apenas, con la vista fija en el pedazo de paño negro; y sin pronunciar una palabra, sin apartar los ojos de aquel jirón, retrocedió hacia la pared, buscando detrás de sí con la mano derecha, a tientas, una llave que estaba en la cerradura de una alacena, junto a la chimenea. Encontró la llave, abrió la alacena e introdujo el brazo sin volver el rostro ni separar la vista de Thénardier. Entretanto éste continuaba:
—Señor barón, me asisten grandes razones para creer que el joven asesinado era un opulento extranjero, atraído por Juan Valjean a una emboscada, y portador de una suma enorme.
—El joven era yo, y aquí está la levita —gritó Mario, arrojando en el suelo una levita negra y vieja, manchada de sangre.
Enseguida, arrancando el jirón de manos de Thénardier, se bajó y lo ajustó en el faldón roto. Adaptábase perfectamente; el jirón completaba la levita.
—¡Dios mío! —dijo Villefort retrocediendo asustado—, ¡esta voz no es la del abate Busoni!
—No.
El abate arrancó su falsa tonsura, sacudió la cabeza, y sus largos cabellos negros, sueltos ya, cayeron sobre sus espaldas rodeando su varonil semblante.
—Es el rostro del conde de Montecristo —exclamó Villefort con los ojos inciertos.
—No es esto todo, señor procurador del rey, mirad mejor y más lejos.
—¡Esta voz!, ¡esta voz! ¿Dónde la oí por primera vez?
—La oísteis por primera vez en Marsella, hace veintitrés años, el día de vuestra boda con la señorita de Saint-Merán. Buscad en vuestros papeles.
—¿No sois Busoni? ¿No sois Montecristo? ¡Dios mío, sois el enemigo oculto, implacable, mortal! ¿Hice algo contra vos en Marsella? ¡Oh, desgraciado de mí!
—Sí, tenéis razón, es bien cierto —dijo el conde cruzando los brazos sobre el pecho—, ¡buscad!, ¡buscad!
—Mas ¿qué os he hecho? —exclamó Villefort, cuyo espíritu luchaba ya en el límite donde se confunden la razón y la demencia en aquellos momentos en que no puede decirse que dormimos ni que estamos despiertos—. ¿Qué os he hecho? ¡Decid, hablad!
—Me condenasteis a una muerte lenta y horrorosa, matasteis a mi padre, me robasteis el amor con la libertad, y la fortuna con el amor.
—¿Quién sois? ¿Quién sois? ¡Dios mío!
—Soy el espectro de un desgraciado al que sepultasteis en las mazmorras del castillo de If; a este espectro, salido entonces de la tumba, Dios ha puesto la máscara del conde de Montecristo, y le ha cubierto de diamantes y oro para que no le reconozcáis hoy.
—¡Ah, le reconozco, le reconozco! —dijo el procurador del rey—, tú eres…
—¡Yo soy Edmundo Dantès!
Montecristo palideció terriblemente; sus ojos parecían de fuego; de un salto entró en el despacho inmediato al salón, y en menos de un segundo, quitándose la corbata, levita y chaleco, vistió una chaqueta y se puso un sombrero de marino, bajo el cual se dejaban ver sus negros cabellos.
Salió así, implacable y avanzando con los brazos cruzados ante el general, que le esperaba y que retrocedió espantado hasta encontrar una mesa, en la que se apoyó.
—Fernando —le dijo—, de mis cien nombres basta uno solo para herirte como un rayo, pero éste lo adivinas o por lo menos te acuerdas de él, porque a pesar de mis penas, de mis martirios, puedo hoy mostrarte un rostro que la dicha de la venganza rejuvenece, que muchas veces debes haber visto en sueños después de tu matrimonio… con Mercedes, que era mi novia.
El general, con la cabeza caída hacia atrás, las manos extendidas y la vista fija, devoraba en silencio este terrible espectáculo; buscando la pared para apoyarse en ella, se dejó ir hasta la puerta, por la que salió andando de espaldas, pronunciando con acento lúgubre:
—¡Edmundo Dantès!
Luego, con unos suspiros que nada tenían de humanos, bajó hasta el peristilo de la casa, llegó a la entrada y cayó en brazos de su criado.
—¿Es que al fin os arrepentís? —dijo una voz sombría y solemne, que hizo erizarse los cabellos en la cabeza de Danglars.
Su mirada débil trató de distinguir los objetos, y vio detrás del bandido un hombre envuelto en una capa y oculto tras una pilastra de piedra.
—¿De qué tengo que arrepentirme? —balbució Danglars.
—Del mal que me habéis hecho —dijo la misma voz.
—¡Oh, sí; me arrepiento, me arrepiento! —exclamó el banquero. Y se golpeó el pecho con el puño desfallecido. —Entonces os perdono —dijo el hombre soltando la capa y dando algunos pasos para colocarse ante la luz.
—¡El conde de Montecristo! —dijo Danglars, más pálido de terror, que lo que estaba un momento antes de hambre y de miseria.
—Os engañáis, no soy el conde de Montecristo.
—¿Quién sois, entonces?
—Soy el que habéis vendido, entregado, deshonrado, cuya mujer amada habéis prostituido, al que habéis pisoteado para poder encumbraros y alzaros con una gran fortuna, cuyo padre habéis hecho morir de hambre, a quien condenasteis a morir del mismo modo, y que, sin embargo, os perdona, porque tiene asimismo necesidad de ser perdonado: ¡yo soy Edmundo Dantès!
Luego estalló en una espantosa carcajada y se puso a bailar ante el cadáver. Se había vuelto loco.1
Oh, las delicias de la agnición y del falso desconocido. Ni siquiera Achille Campanile renegaba de ellas, declinándolas solo con sentido común surrealista, al principio de Si la luna me trae fortuna:
Quien, en aquella mañana gris del 16 de diciembre de 19.., se hubiese introducido furtivamente, y por su cuenta y riesgo, en la habitación donde se desarrolla la escena que da principio a nuestra historia, habría quedado sobremanera sorprendido de hallar en ella a un joven de pelo rizado y lívidas mejillas que paseaba nerviosamente arriba y abajo: un joven en el que nadie hubiese reconocido al doctor Falcuccio, primero porque no era el doctor Falcuccio, y segundo, porque no tenía ningún parecido con el doctor Falcuccio. Observemos, de paso, que la sorpresa de quien se hubiese introducido furtivamente en la habitación del que hablamos es injustificada del todo. Aquel hombre estaba en su casa y tenía derecho a pasear como y hasta que le diese la gana.2
[Publicado en Almanacco del Bibliofilo. Biblionostalgia: divagazioni sentimentali sulle letture degli anni più verdi, Mario Scognamiglio, ed., Milán, Rovello, 2008.]