Salió hace algunos años, pero pocos la han leído porque está escrito en una lengua poco generalizada como el inglés, una extraña novela (¿novela?) debida a la pluma de Jacobo Yoice, o Ioice, como escribe Guido Piovene, o Joyce. Al intentar dar razón de ella al lector (ahora las personas cultas tienen a su disposición la traducción francesa) me siento tan confundido, víctima de sentimientos tan trastocados como la obra que me los inspira; de ahí que procederé mediante observaciones sueltas, apuntes para futuros desarrollos, me permito numerarlos para no dar la impresión de que estos párrafos quieren subseguirse de forma lógica o consecuencial.
1. En Italia esta obra, como por otra parte los demás libros de Joyce, la conocían pocos, y la mayor parte de ellos de oídas, porque en los cenáculos y en los salones intelectuales se murmuraban cosas al respecto. De modo que algún raro ejemplar de este Ulysses (que debería traducirse como Ulises, puesto que así se llama en lengua británica el héroe homérico) pasaba de mano en mano, se prestaba con avaricia, se intentaba entenderlo en vano y dejaba tras de sí una estela de confusa y turbia impresión de escándalo, de caótica monstruosidad.
2. Por otro lado, ya al leer su libro anterior, el Retrato, uno se da cuenta de que al final del libro todo se desmigaja, y tanto las escritura como las ideas estallan en fragmentos uliginosos, como polvo pírico mojado.
3. Digamos enseguida, tras una primera y agotadora lectura, y sin demorarnos más, que Ulises no es una obra de arte.
4. En su ejercicio novelesco, Joyce se ha limitado a aportar una suerte de puntillismo psicológico y estilístico que no alcanza jamás la síntesis, y por eso no solo Joyce sino también sus congéneres como Proust y Svevo son fenómenos de moda destinados a durar poco.
5. No es una casualidad que se diga de Joyce, un adocenado poeta irlandés que vive en Trieste, que ha sido el descubridor de Svevo (otro autor que escribe fatal). En cualquier caso, Svevo quizá sea el escritor italiano que más se ha acercado a esa literatura pasivamente analítica, que tuvo su apogeo con Proust, y es arte ramplón si el arte es obra de hombres vivos y activos, si un pintor vale más que un espejo.
6. Joyce, en el fondo, está entre los llamados a perpetuar el mal gusto de esa pandilla de mamarrachos que es nuestra burguesía italiana. Pero gracias a Dios, y a Mussolini, Italia no es toda ella burguesa, europeísta y parisién.
7. Pero eso es lo que hay, visto que a orillas del Sena se ha querido traducir esta obra. Y quienes llegan a la última página se quedan atónitos y asqueados, como si saliera de una interminable galería repleta de basuras y habitada por monstruos. Joyce es una lluvia de cenizas que todo lo sofoca. Nos habían hecho esperar, los románticos, que fuéramos ángeles caídos, y he aquí que este despiadado confesor nos convence de que somos un animal perezoso con tendencias eróticas y vagas aspiraciones a la magia más siniestra y ferina. Nuestros mismos sueños, que un poco nos enaltecían, no son sino nocturnos aquelarres realistas, delirio de la materia que quisiera participar en la orgía de nuestros pensamientos. No hay escapatoria, repito… Cierto es que hay en su obra una paciencia enorme, casi demente, casi inteligente aunque no genial, pero la verdad de Joyce no es sino una verdad secundaria, transitoria, demasiado vinculada a nuestra existencia empírica.
8. Un poeta de esos denominados «herméticos», un tal Ungaretti, parece haber visto una relación entre Joyce y Rabelais. Sin duda hay una disgregación paralela en las aglutinaciones muy distintas de esos dos mundos (rabelaisiano y joyceano): el desorden orgánico en el que desembocan, en el uno, las fuerzas clásicas de la imaginación, de la representación poética y del mito; en el otro, las de la inteligencia moderna, el gusto, la representación humana, la psicología. Estamos ante, lo repito, la disgregación que, en Rabelais, convierte un argumento de epopeya en película grotesca, absurda, metafísica, una materia fluida y uniforme, deslavazada, inarmónica y aun así sintética; Rabelais con su muchedumbre exuberante de personajes, que podían ser héroes de poema clásico como es debido, lleva a cabo una transfiguración en tipos anómalos, incubados, exorbitantes. En cambio, en Joyce, a partir de un caso sencillo, de una historia casi sentimental, sencillamente psicológica, como es el despertar matutino de un hombre, se operan efectos capilares e infinitesimales, resultados divisionistas, ilusiones tenebrosas, monstruosas al contrario, en una complexión fantástica de cálculos llevados al átomo, a la célula, a la composición extremadamente química del pensamiento. En pocas palabras, el uno entra en un reino de absurdidades sobrehumanas, apoyándose en arquitecturas de absoluta fantasía; el otro en un continente de fantasías infrahumanas, donde uno se adentra solo con el bisturí, la lupa y las pinzas de la inteligencia dernier cri.
9. Quizá Joyce se podría adscribir a la literatura denominada de psicoanálisis, pero revela características que lo apartan también de este tipo de literatura. Joyce acude al hombre tal cual es, a una formación burda de los sentimientos, a una profundidad que se puede llamar también vileza. Y como se ha dicho, empaste de estupidez, de prejuicios, de vagas reminiscencias culturales, de sentimentalismo mezquino, de prepotencias sexuales. El psicoanálisis le pasa un método del que, por otra parte, habría podido prescindir, sin por ello desviarse un ápice de su propósito y de sus resultados de representación. En este campo, su testimonio es solo científico, no literario. Y debería quedar claro que, en la historia de la literatura, Joyce pertenece a una corriente ya acabada, moribunda, donde desde luego deberá resignarse a entrar como tardío y sutil epígono junto a los ensalzados sillones de Dostoyevsky, Zola y, de refilón, Samuel Butler.
10. Para algunos, Proust o Joyce son personalidades de primer plano del momento histórico del que son producto coherente. Pero es importante decir con claridad que, para nosotros, hoy en día, ellos no representan una espiritualidad actual: la visión del mundo, la particular y general Weltanschauung, que expresan no tiene una validez para nosotros, precisamente porque se remite a la mentalidad de la civilización de la que son el producto, allá donde nosotros pedimos una «novela colectivista», pedimos que se nos dé, por fin, una novela en la que las relaciones humanas, la vida social, el amor y toda la vida, en la que vivimos, se vean desde esa nueva perspectiva que constituye para nosotros la nueva moral y la nueva forma de resolver la vida. Ya hemos indicado que esta ética nuestra se resuelve en la ética que se desarrolla, como necesario corolario, a partir del fenómeno social y humano de las corporaciones que nosotros vivimos intensamente como una nueva organización de nuestra vida y ya hemos indicado que justo por ello nos oponemos a todas las formas de la novela decadente individualista y burguesa (autobiografismo, ufano diarismo, psicologismo de la autoconciencia).
11. La verdad es que los escritores de allende los Alpes, como Jacobo Joyce, David Heriberto Lawrence, Tomás Mann, Julián Huxley y Andrés Gide, han inmolado su verdad y seriedad poética obligándose a pequeñas y elegantes acrobacias… Todos estos pretendidos artistas «europeos» sin distinción llevan estampada en la cara la diabólica sonrisa de quienes, poseyendo una verdad de primer orden, se ponen a jugar con ella cuando les place. La verdad que poseen y con la que se dedican a hacer juegos peligrosos es la verdad poética, su genuino sentimiento. Todos ellos están de acuerdo en desvirtuar ese sumo bien. Cada uno a su manera, pero cada uno obedeciendo al mismo arbitrio, como si quisieran elevar una torre de mentiras intelectuales. Por eso Joyce genera cosas fuera de toda medida, como una cabra a la que se obligara a prohijar un perro.
12. De Joyce, evidentemente, se ha apoderado el demonio de la alusión y de la asociación de ideas. Eso de componer una página de prosa como una página de auténtica música es una botaratada introducida en la literatura por la moda wagneriana que hizo furor a finales del siglo pasado. Joyce entrelaza Leitmotiven, irreconocibles a causa de un contrapunto denso de alusiones. Aún más, también quiere acordar sus episodios según tonos de color: el color dominante aquí será el rojo, allí el verde, etc. Es esa confusión de las artes que se empezó tímidamente con Baudelaire, y se convirtió en lugar común del decadentismo, tras el famoso soneto de Rimbaud sobre los colores de las vocales. Audiciones coloreadas, orquestaciones verbales…; por ese camino, como es bien sabido, llegamos a los cuadros hechos con pedazos de periódicos y culos de botella. El lenguaje de Joyce es un lenguaje delicuescente, y —permítaseme aquí un jueguecito de palabras joyceano— delincuente… Joyce se ha dejado tentar por el demonio del esperanto.
13. El problema es que hay que superar las novelas comunistoides de Tomás Mann. Joyce solo ha transformado en una ristra de palabras ese monólogo interior inventado por el modesto Dujardin, corrompiendo las bellas palabras libres, sintéticas, dinámicas y simultáneas inventadas osadamente por nuestros futuristas, verdaderos artistas del Régimen.
14. Por lo tanto, no hay que abandonar el espíritu de la propia nación. Joyce, anhelante de éxito, se adaptó muy pronto al nuevo internacionalismo artístico, abandonando la realidad del verdadero sentimiento, formulando en sus nuevas obras el más injusto acto de rebelión hacia ese espíritu nacional del que había partido y diseminando de ironía la nacionalidad, la lengua y la religión de su país. A partir del Retrato, Joyce, envileciendo su humanidad, ha vuelto al caos, al turbio sueño, al subconsciente, ha muerto asfixiado por su mismo demonio maléfico y no han quedado sino las elucubradas y estériles audacias de una suerte de psicoanalista que se injerta en el método de Freud con la violencia de sus arbitrios. Espíritu fragmentario orientado a captar más lo huidizo que lo duradero, la del irlandés es una actitud femenina, no ya por esa amabilidad sencilla de la que debe estar infundido el ánimo siempre apolíneo de un artista, sino por esa desfachatada pose de intelectualoide a medio camino entre la degeneración fisiológica y el manicomio. Su muestrario resulta tan sobado y barato que puede ser digno, a lo sumo, de un pornógrafo traficante de panfletos. Joyce es un típico exponente de la decadencia moderna, una célula purulenta e infecciosa también para nuestra literatura. ¿Por qué? Pues porque con su anticlasicismo se ha puesto en contraste con los caracteres de la latinidad antigua y moderna, contra los cuales ha adoptado una actitud satírica. Joyce otorga a su revuelta un carácter impuro y subversivo al quitar a Roma Universa del altar, para poner en él al ídolo dorado del internacionalismo judaico; internacionalismo que desde hace muchos años controla demasiadas iniciativas del pensamiento moderno. La realidad es que Joyce ha cortejado a esa organización judía, lanzadora de hombres y de ideas, que tanto ha predominado en París. Joyce está en contra de toda la latinidad, tanto contra la civilización imperial como contra la civilización católica; es interesadamente antilatino. Sus pullas contra Roma y el papado, soltadas con indigno talante de payaso, serían menos molestas si no se vislumbrara en ellas una larvada forma de seducción hacia los hijos de Israel.
15. ¿De verdad la novela contemporánea ha de caer en la cloaca y precisamente en esta Italia, fragua de renovación ética y de restauración espiritual?, ¿ha de tomar como modelo a Joyce, un autor donde moral, religión, sentido de la familia y de la sociedad, virtud, deber, belleza, valor, heroísmo, sacrificio —es decir, civilización occidental, además de auténtica humanidad—, se pierde por completo y la carcoma judaica todo lo destruye?
16. Esta es la verdad, y de poco valen, las defensas de Joyce, debidas a las plumas (¿vendidas a quién?) de Conrado Pavolini, Aníbal Pastore, Adelquis Baratono, por no hablar de los Montale, los Benco, los Linati, los Cecchi o los Pannunzio. Y este último tiene poco que decir cuando afirma que «el problema verdadero de la literatura italiana es convertirse de una vez por todas en europea, injertarse en el tronco poderoso de las literaturas extranjeras y ser en ello verdaderamente original, tener algo propio que decir (observado, amado, sufrido) en esta realidad que nos rodea que no sea la consabida repetición verista de los sucesos para nada piadosos de la hermana Teresa o del tío Miguel o, peor aún, la representación empapada de lirismo de viajes fabulosos, de inútiles regresos, de paseos en tramway por los suburbios (¡cuántos paseos en esta literatura!)».
17. El verdadero atentado al espíritu de la nueva Italia está precisamente en la prosa narrativa, donde, empezando por Italo Svevo, un judío de siete suelas, y llegando a Alberto Moravia, un judío de catorce suelas, se va tejiendo una miserable red para pescar desde el fondo cenagoso de la sociedad figuras repugnantes de hombres que no son «hombres» sino seres abúlicos, enfangados de sensualidad baja y repugnante, enfermos física y moralmente… Y los maestros de todos esos narradores son precisamente esos locos patológicos que se llaman Marcel Proust y James Joyce, nombres extranjeros y judíos hasta la médula, y derrotistas hasta más no poder.
Salvo las expresiones de ensamblaje entre los párrafos, los distintos juicios están sacados de artículos publicados en los años veinte y treinta. Por orden:
1. Carlo Linati, «Joyce», Corriere della Sera, 20 de agosto de 1925.
2. Relación de lectura del manuscrito del Portrait of the Artist as a Young Man, 1916.
3. Santino Caramella, «Anti-Joyce», Il Baretti, 12, 1926.
4. Valentino Piccoli, «Ma Joyce chi è?», L’Illustrazione Italiana, 10, 1927, e «Il romanzo italiano del dopoguerra», La Parola e il Libro, 4, 1927.
5. Guido Piovene, «Narratori», La Parola e il Libro, 9-10, 1927.
6. Curzio Malaparte, «Strapaese e stracittà», Il Selvaggio, IV, 20, 1927.
7. G. B. Angioletti, «Aura poetica», La Fiera Letteraria, 7 de julio de 1929.
8. Elio Vittorini, «Joyce e Rabelais», La Stampa, 23 de agosto de 1929.
9. Elio Vittorini, «Letteratura di psicoanalisi», La Stampa, 27 de septiembre de 1929.
10. Luciano Anceschi, «Romanzo collettivo o romanzo collettivista», L’Ambrosiano, 17 de mayo de 1934 (para justificar a quien se convertiría en el animador de uno de los movimientos de vanguardia más radicales de la cultura italiana posteriores a la Segunda Guerra Mundial, no olvidemos que por aquel entonces tenía veintitrés años y cuando el fascismo empezó a educarlo tenía diez).
11. Vitaliano Brancati, «I romanzieri europei leggano romanzi italiani», en Scrittori nostri, Milán, Mondadori, 1935.
12. Mario Praz, «Commento a Ulysses», La Stampa, 5 de agosto de 1930.
13. Filippo Tommaso Marinetti et al., Il romanzo sintetico, 1939 (ahora en ídem, Teoria e invenzione futurista, Milán, Mondadori, 1968).
14. Ennio Giorgianni, «Inchiesta su James Joyce», Epiloghi di Perseo, 1, 1934.
15. Renato Famea, «Joyce, Proust e il romanzo moderno», Meridiano di Roma, 14 de abril de 1940.
16. Mario Pannunzio, «Necessità del romanzo», Il Saggiatore, junio de 1932.
17. Giuseppe Biondolillo, «Giudaismo letterario», L’Unione Sarda, 14 de abril de 1939.
Debo todas las fuentes a Giovanni Cianci, La fortuna di Joyce in Italia, Bari, Adriatica, 1974.
[Publicado en Almanacco del Bibliofilo. Recensioni in ritardo: antologia di singolari e argute presentazioni di opere letterarie antiche e moderne, famose, poco note e sconosciute, Mario Scognamiglio, ed., Milán, Rovello, 2009.]