Si han decidido venir aquí esta tarde, a pesar del título terrorífico de mi charla, quiere decir que están preparados para todo, aunque una lección seria sobre los conceptos de absoluto y relativo debería durar por lo menos dos mil quinientos años, tanto como el debate real. Me hallo aquí porque La Milanesiana de este año está dedicada a los «Conflictos de lo absoluto», y naturalmente me he preguntado qué se entendía con este término. Es la pregunta más elemental que un filósofo debe plantear.
Como no estaba presente en los demás acontecimientos de La Milanesiana, he ido a buscar en Internet imágenes de artistas que se remiten a lo absoluto, y me he topado con una Recherche de l’absolu de Magritte con otras obras cuyo autor no es importante recordar, como La pintura de lo absoluto, Quête d’absolu, Alla ricerca dell’Assoluto, Marcheur d’Absolu, con varias imágenes publicitarias, como la de el vodka Absolut. Parece ser que lo absoluto vende bien.
Además, la noción de absoluto me ha recordado uno de sus opuestos, es decir, la noción de relativo, que se ha puesto bastante de moda desde que eclesiásticos de máximos niveles e incluso pensadores laicos han dado inicio a una campaña contra el así llamado relativismo, con lo que «relativismo» se ha convertido en un término denigratorio usado con finalidades casi terroristas, tal como hace Silvio Berlusconi con la palabra «comunismo». Aquí, por lo tanto, me limitaré a no aclararles sino a confundirles las ideas, intentando sugerirles cómo cada uno de estos términos significa —según las circunstancias y los contextos— cosas muy distintas entre sí, y cómo, por consiguiente, no deben usarse como bates de béisbol.
Según los diccionarios de filosofía, absoluto sería todo lo que es ab solutus, desligado de ataduras o límites, algo que no depende de nada, que tiene su propia razón, causa y explicación en sí mismo. Algo, pues, muy parecido a Dios, en el sentido en que Dios se definía «Yo soy quien soy» («Ego sum qui sum»), con respecto al cual todo lo demás es contingente, es decir, no tiene la propia causa en sí mismo y —aunque existiera por accidente— podría perfectamente no existir, o dejar de existir mañana, como le sucede al sistema solar o a cada uno de nosotros.
Al ser nosotros seres contingentes, y por ello destinados a morir, tenemos una desesperada necesidad de pensar que podemos anclarnos a algo que no perece, esto es, a un absoluto. Ahora bien, este absoluto puede ser trascendente, como la divinidad bíblica, o inmanente. Aun sin hablar de Spinoza o de Bruno, con los filósofos idealistas también nosotros entramos a formar parte de lo absoluto, porque lo absoluto sería (por ejemplo, en Schelling) la unidad indisoluble del sujeto que conoce y de lo que antaño se consideraba ajeno al sujeto, como la naturaleza, o el mundo. En lo absoluto nos identificamos con Dios, formamos parte de algo que todavía no se ha cumplido cabalmente: proceso, desarrollo, crecimiento infinito e infinita autodefinición. Así las cosas, nosotros jamás podremos ni definir ni conocer lo absoluto porque formamos parte de él, e intentar concebirlo sería hacer como el barón de Münchhausen que salía del pantano tirándose de los pelos.
La alternativa es, entonces, pensar en lo absoluto como algo que nosotros no somos y que está en algún otro lugar, sin depender de nosotros, como el Dios de Aristóteles que se piensa a sí mismo pensante y que, como quería Joyce en el Dedalus, «permanece dentro, o detrás, o más allá, o por encima de su obra, transfundido, evaporado de la existencia… indiferente… entretenido en arreglarse las uñas». En efecto, en el siglo XV Nicolás de Cusa en De docta ignorantia ya decía: «Deus est absolutus».
Ahora bien, para el de Cusa, en cuanto absoluto, Dios nunca es plenamente aprehensible. La relación entre nuestro conocimiento y Dios es la misma que se instaura entre un polígono inscrito y la circunferencia en la que se halla inscrito: a medida que se van multiplicando los lados del polígono, nos acercamos cada vez más a la circunferencia, pero el polígono y la circunferencia nunca serán iguales. Decía Nicolás de Cusa que Dios es como un círculo cuyo centro está por doquier y cuya circunferencia no está en ningún lugar.
¿Se puede pensar en un círculo con el centro por doquier y la circunferencia en ninguna parte? Evidentemente no. Con todo, podemos mencionarlo, y es lo que estamos haciendo en este momento, y cada uno de ustedes entiende que estoy hablando de algo que tiene que ver con la geometría, salvo que es geométricamente imposible e inconcebible. Así pues, hay una diferencia entre poder concebir o no concebir algo y poderlo mencionar atribuyéndole algún significado.
¿Qué quiere decir usar una palabra y atribuirle un significado? Quiere decir muchas cosas:
A. Poseer instrucciones para reconocer el eventual objeto, situación o acontecimiento. Por ejemplo, forman parte del significado de las palabras «perro» o «tropezar» una serie de descripciones, también en forma de imágenes, que nos permiten reconocer un perro y distinguirlo de un gato, y distinguir la acción de tropezar de la de saltar.
B. Disponer de una definición y/o clasificación. Se dan definiciones y clasificaciones del perro, pero también de acontecimientos o situaciones como «homicidio involuntario», distinguiéndolo de «homicidio preterintencional».
C. Conocer, con respecto a una determinada entidad, otras propiedades, denominadas factuales o enciclopédicas. Por ejemplo, con respecto al perro, sabemos que es fiel, es bueno para cazar o para hacer guardia; del homicidio involuntario sabemos que según el código puede llevar a una determinada condena, etcétera.
D. Posiblemente, poseer instrucciones sobre cómo producir el objeto o el acontecimiento correspondiente. Conozco el significado del término «jarrón» porque, aun no siendo un alfarero, sé cómo debería producirse un jarrón; y lo mismo sucede con los términos «decapitación» o «ácido sulfúrico». En cambio, para el término «cerebro» conozco los significados A y B, algunas de sus propiedades C, pero no sé cómo podría producirlo.
Un magnífico caso en el que conozco las propiedades A, B, C y D lo propone C. S. Peirce, al definir el litio de este modo:
Si miras en un libro de texto de química la definición de litio, te puede decir que es un elemento cuyo peso atómico es cercano a 7. Pero si el autor tiene una mente más lógica te dirá que si buscas entre los minerales vítreos, translúcidos, grises o blancos, muy duros, quebradizos e insolubles, uno que le dé un matiz carmesí a una llama sin luz, triturando este mineral con cal o con veneno para ratas y fundiéndolo, puede disolverse en parte en ácido muriático; y si esta solución se evapora, y se extrae el residuo con ácido sulfúrico, y se purifica debidamente, puede transformarse, por medio de métodos ordinarios, en un cloridro, que al ser obtenido en estado sólido, fundido y electrolizado con media docena de células energéticas, producirá un glóbulo de un metal plateado de color rosáceo que flotará en gasolina; y el material de eso es un espécimen de litio. La peculiaridad de esta definición —o más bien este precepto que es más útil que una definición— es que te dice qué denota la palabra litio al prescribir lo que has de hacer para obtener una familiaridad perceptual con el objeto de la palabra.1
Se trata de un buen ejemplo de representación completa y satisfactoria del significado de un término. Ahora bien, otras expresiones, en cambio, tienen significados nebulosos e imprecisos —siguen grados de claridad decreciente—. Por ejemplo, también la expresión «el número par más alto» tiene un significado, tanto es así que ya sabemos que debería tener la propiedad de ser divisible por dos (y, por lo tanto, seríamos capaces de distinguirlo del número impar más alto), poseemos incluso una vaga instrucción para su producción, en el sentido de que podemos imaginar que contamos números cada vez más altos, separando los impares de los pares…, lo único es que nos damos cuenta de que no llegaremos nunca a él, como si en un sueño notáramos que podemos aferrar algo sin conseguirlo. En cambio, una expresión como «círculo con el centro por doquier y la circunferencia en ninguna parte» no sugiere ninguna regla para producir un objeto correspondiente, no solo no soporta definición alguna sino que frustra cualquier esfuerzo por nuestra parte por imaginarlo, excepto provocarnos una sensación de vértigo. En definitiva, una expresión como absoluto tiene una definición tautológica (es absoluto lo que no es contingente, y es contingente lo que no es absoluto), pero aun así no sugiere descripciones, definiciones y clasificaciones; no podemos pensar en instrucciones para producir algo correspondiente, no conocemos ninguna de sus propiedades excepto suponer que las tiene todas y es con toda probabilidad ese id cujus nihil majus cogitari possit del que hablaba san Anselmo de Aosta (y se me ocurre la frase atribuida a Rubinstein: «¿Que si creo en Dios? No, yo creo en algo muchísimo mayor»). Lo que conseguimos imaginar, a lo sumo, al intentar concebirlo es la clásica noche en la que todos los toros son negros.
Es verdad que es posible no solo mencionar sino también representar de forma visiva lo que no podemos concebir. Pero estas imágenes no representan lo inconcebible: sencillamente nos invitan a intentar imaginar algo inconcebible, y luego frustran nuestras expectativas. Lo que se capta al intentar entenderlas es precisamente la sensación de impotencia que expresaba Dante en el último canto del Paraíso (XXXIII, vv. 82-96) cuando desea decirnos qué es lo que vio en el momento en que pudo fijar la mirada en la divinidad, pero no consigue decirnos sino que no consigue decirlo, y echa mano de la metáfora fascinante de un libro con infinitas páginas:
Oh abbondante grazia ond’io presunsi
ficcar lo viso per la luce etterna,
tanto che la veduta vi consunsi!
Nel suo profondo vidi che s’interna
legato con amore in un volume,
ciò che per l’universo si squaderna:
sustanze e accidenti e lor costume,
quasi conflati insieme, per tal modo
che ciò ch’i’ dico è un semplice lume.
La forma universal di questo nodo
credo ch’i’ vidi, perché più di largo,
dicendo questo, mi sento ch’i’ godo.
Un punto solo m’è maggior letargo
che venticinque secoli a la ’mpresa,
che fé Nettuno ammirar l’ombra d’Argo.2
Y no es distinta la sensación de impotencia que expresa Leopardi cuando quiere hablarnos del infinito («Così tra questa / immensità s’annega il pensier mio: / e il naufragar m’è dolce in questo mare»).3
Y precisamente por eso, en esta serie de conferencias se ha visto a los artistas hablar de lo absoluto. Ya el Pseudo-Dionisio Areopagita recordaba que, puesto que la unidad divina está tan lejos de nosotros que no puede ni ser comprendida ni aprehendida, se debe hablar de ella mediante metáforas y alusiones, y, sobre todo, para hacer evidente la escasez de nuestro discurso, mediante símbolos negativos, expresiones dispares:
Otras veces incluso se valen de lo menos apreciado, como «ungüento oloroso», como «piedra angular». Incluso se le aplican a Dios las figuras de las fieras y se le atribuyen las propiedades del león y de la pantera, y dicen que es un leopardo y un oso devorador. Hay que añadir, además de esto, lo que parece más abyecto de todo y más inverosímil, pues los expertos en cosas divinas han transmitido incluso que Dios mismo se ha aplicado a sí mismo la forma de gusano.4
Algunos filósofos ingenuos han avanzado la propuesta de que solo los poetas saben decirnos qué es el ser o lo absoluto, pero de hecho, los poetas solo expresan lo indefinido. Era la poética de Mallarmé, que se pasó la vida intentando enunciar una «explicación órfica de la tierra»:
Digo: ¡una flor! y, fuera del olvido al que mi voz relega todo contorno, en tanto que alguna cosa distinta que los cálices consabidos, musicalmente se eleva, idea misma y suave, la ausente de todos los ramos.5
En realidad, este texto es intraducible, y nos dice solamente que se menciona una palabra, aislada en el espacio blanco que la rodea, y de ella debe brotar la totalidad de lo no dicho, pero en forma de una ausencia. En efecto:
Nombrar un objeto equivale a suprimir tres cuartos del poder de la poesía, plasmada por la felicidad de ir adivinando poco a poco: sugerir, ése es el sueño.6
Toda la vida de Mallarmé sigue el surco de este sueño que es, al mismo tiempo, el surco de un jaque. Un jaque que Dante aceptó desde el principio, entendiendo que se trataba de orgullo luciferino pretender expresar de forma finita lo infinito, y evitó el jaque a la poesía precisamente haciendo poesía del jaque, que no es poesía que quiere decir lo indecible sino poesía de la imposibilidad de decirlo. Reflexionen sobre el hecho de que Dante (como, por otra parte, el Pseudo-Dionisio Areopagita y Nicolás de Cusa) era creyente. ¿Se puede creer en un absoluto y afirmar que es impensable e indefinible? Claro que sí, si se acepta que al imposible pensamiento de lo absoluto se sustituye el sentimiento de lo absoluto y, por lo tanto, la fe, como «sustanzia di cose sperate / ed argumento delle non parventi».7 Elie Wiesel, en el curso de estas conferencias, ha recordado las palabras de Kafka por las que es posible hablar con Dios, pero no de Dios. Si lo absoluto es filosóficamente una noche en la que todos los toros son negros, para el místico que, como Juan de la Cruz, lo percibe como «Noche oscura» («¡Oh noche que me guiaste!, / ¡oh noche amable más que el alborada!»), lo absoluto es fuente de emociones inefables. Juan de la Cruz expresa su experiencia mística mediante la poesía: ante lo indecible de lo absoluto, puede presentársenos como una garantía el hecho de que esta tensión insatisfecha pueda resolverse materialmente en una forma cabal. Lo que, en su Oda sobre una urna griega, le permitía ver a Keats la belleza como sustituta de la experiencia de lo absoluto:
La belleza es verdad y la verdad belleza. Tal es cuanto
sobre la tierra conocéis, cuanto necesitáis conocer.
Esto está bien para los que han decidido practicar una religión estética. Pero Juan de la Cruz nos habría dicho que, en realidad, era solo su experiencia mística de lo absoluto la que le garantizaba la única verdad posible. De ahí la persuasión de muchos hombres de fe, convencidos de que esas filosofías que niegan la posibilidad de conocer lo absoluto automáticamente niegan todo criterio de verdad o, al negar que haya un criterio absoluto de verdad, niegan la posibilidad de poder experimentar lo absoluto. Ahora bien, una cosa es decir que una filosofía niega la posibilidad de conocer lo absoluto y otra es decir que esa filosofía niega todo criterio de verdad, también para lo que atañe al mundo contingente. ¿Verdad y experiencia de lo absoluto son, pues, tan inseparables?
La confianza en que hay algo verdadero es fundamental para la supervivencia de los seres humanos. Si nosotros no pensáramos que, cuando nos hablan, los demás nos dicen o la verdad o la mentira, no sería posible una vida asociada, pues ni siquiera podríamos confiar en que, si en un envase pone «Aspirina», podemos excluir que se trata de estricnina.
Una teoría especular de la verdad es aquella por la cual la verdad es adaequatio rei et intellectus, como si nuestra mente fuera un espejo que debe reflejar fielmente las cosas tal como están, siempre que el espejo funcione bien y no sea ni deformante ni esté empañado. Es la teoría que sostiene, por ejemplo, santo Tomás, pero también el Lenin de Materialismo y empiriocriticismo (1909), y puesto que Tomás no podía ser leninista, debería subseguirse que Lenin en filosofía era un neotomista, naturalmente sin saberlo. En realidad, salvo en estados extáticos, estamos obligados a hablar y a decir qué refleja nuestro intelecto. Sin embargo, definimos como verdaderas (o falsas) no las cosas sino las aseveraciones que hacemos sobre cómo están las cosas. La célebre definición de Tarski dice que el enunciado «La nieve es blanca» es verdadero solo si la nieve es blanca. Ahora, pasemos por alto la blancura de la nieve, que se volverá cada vez más discutible, y consideremos otro ejemplo: el enunciado «Está lloviendo» (entre comillas) es verdadero solo si fuera está lloviendo (sin comillas).
La primera parte de la definición (la que está entre comillas) es un enunciado verbal y no representa sino a sí mismo, pero la segunda parte debería expresar cómo están las cosas de hecho. Sin embargo, lo que debería ser un estado de cosas se expresa, de nuevo, con palabras. Para evitar esta mediación lingüística deberíamos decir que «Está lloviendo» (entre comillas) es verdadero si [existe] eso (y sin decir nada indicáramos la lluvia que cae). Ahora bien, si nos parece posible llevar a cabo este recurso deíctico de la evidencia de los sentidos con la lluvia, sería más difícil hacerlo con el enunciado «La Tierra gira alrededor del Sol» (porque, si acaso, los sentidos nos dirían precisamente lo contrario).
Para establecer si el enunciado corresponde a un estado de cosas, hay que haber interpretado el término «llover» y haber estipulado su definición. Hay que haber establecido que: para hablar de lluvia no basta con notar gotas de agua que caen desde arriba (porque podría tratarse de alguien que está regando las flores de un balcón); que las gotas tienen que tener un determinado tamaño y caudal (de otro modo, hablaríamos de rocío o de escarcha); que la sensación debe ser continua (de otro modo, diríamos que ha habido un atisbo de lluvia inmediatamente abortado), y así en adelante. Habiendo estipulado esto, debemos pasar sucesivamente a una comprobación empírica, que en el caso de la lluvia está a disposición de todos (basta con tender la mano y confiar en los propios sentidos).
Ahora bien, en el caso del enunciado «La Tierra gira alrededor del Sol», los procedimientos de comprobación son más complicados. ¿Qué sentido adopta la palabra «verdadero» en cada uno de los enunciados que siguen?
1. Me duele la tripa
2. Esta noche he soñado que se me aparecía el padre Pío.
3. Mañana lloverá con certeza.
4. El mundo se acabará en 2536.
5. Hay una vida después de la muerte.
Los enunciados 1 y 2 expresan una evidencia subjetiva, pero el dolor de tripa es una sensación evidente e ineliminable, mientras que podría no estar seguro de mis recuerdos al recordar un sueño de la noche antes. Además, los dos enunciados no pueden ser comprobados de inmediato por otras personas. Sin duda, un médico que quiera entender si de verdad tengo una colitis o soy un hipocondríaco tendría algunos instrumentos de control, pero mayores dificultades tendría un psicoanalista al que le dijera que he soñado con el padre Pío, porque podría mentirle tranquilamente.
Las afirmaciones 3, 4 y 5 no se pueden comprobar inmediatamente. Que mañana lloverá puede ser comprobado mañana, mientras que el mundo se acabe en 2536 nos plantearía algún que otro problema (y este es el motivo por el que distinguimos la credibilidad de un meteorólogo de la de un profeta). La diferencia entre 4 y 5 es que la afirmación 4 se volverá verdadera o falsa por lo menos en 2536, mientras que la 5 seguirá siendo empíricamente indecidible per saecula saeculorum.
6. Todos los ángulos rectos tienen necesariamente 90 grados.
7. El agua hierve siempre a 100 grados.
8. La manzana es una angiosperma.
9. Napoleón murió el 5 de mayo de 1821.
10. Se llega a la costa siguiendo el curso del Sol.
11. Jesús es el Hijo de Dios.
12. La recta interpretación de las Sagradas Escrituras está definida por el magisterio de la Iglesia.
13. Los embriones son ya seres humanos y tienen alma.
Algunos de estos enunciados son verdaderos o falsos en relación con reglas que nos hemos dado: el ángulo recto tiene noventa grados solo en el ámbito de los postulados euclidianos; el agua hierve a cien grados es verdadero solo si damos crédito a una ley física elaborada por generalización inductiva, pero también sobre la base de la definición de grado centígrado; una manzana es una angiosperma solo sobre la base de algunas reglas de clasificación botánica.
Otros enunciados prevén la confianza en comprobaciones llevadas a cabo por otros antes de nosotros: creemos que es verdad que Napoleón murió el 5 de mayo de 1821 porque aceptamos lo que nos dicen los libros de historia, pero siempre tenemos que admitir la posibilidad de que un documento inédito descubierto un mañana en los archivos del Almirantazgo británico atestigüe que murió en otra fecha. A veces, por razones utilitarias, adoptamos como verdadera una idea que sabemos que es falsa: por ejemplo, para orientarnos en el desierto, nos comportamos como si fuera verdad que el Sol se mueve de este a oeste.
Por lo que atañe a las afirmaciones religiosas, no diremos que son indecidibles. Si se acepta como histórico el testimonio de los Evangelios, las pruebas de la divinidad de Cristo encontrarían la aprobación de un protestante. Pero no sucedería lo mismo con lo que atañe al magisterio de la Iglesia. En cambio, la afirmación sobre el alma de los embriones depende solo de una estipulación de los significados de expresiones como «vida», «humano» y «alma». Santo Tomás, por ejemplo (véase más adelante, «Los embriones fuera del paraíso»), consideraba que los embriones tenían solo un alma sensitiva, como los animales, y, por lo tanto, al no ser aún seres humanos dotados de alma racional, no participaban de la resurrección de la carne. Hoy sería acusado de herejía, pero en aquella época tan civil lo hicieron santo.
Se trata, pues, de decidir cómo ir contratando cada vez los criterios de verdad que estamos usando. Nuestro sentido de tolerancia se basa, precisamente, en el reconocimiento de los diversos grados de verificabilidad o aceptabilidad. Puedo tener el deber científico y didáctico de suspender a un estudiante que sostenga que el agua hierve a noventa grados al igual que el ángulo recto —al parecer lo han dicho en un examen—, pero también un cristiano debería aceptar que para alguien no haya otro Dios que Alá y que Mahoma sea su profeta (y pedimos que los musulmanes hagan lo contrario).
En cambio, a la luz de algunas polémicas recientes, parece que esta distinción entre diversos criterios de verdad, típica del pensamiento moderno y en especial del pensamiento lógico-científico, da lugar a un relativismo entendido como enfermedad histórica de la cultura contemporánea, que niega toda idea de verdad. Claro que ¿qué entienden por relativismo los antirrelativistas?
Algunas enciclopedias filosóficas nos dicen que hay un relativismo cognoscitivo, por el que los objetos pueden conocerse solo en condiciones que son determinadas por las facultades humanas.
En este sentido, habría sido relativista también Kant, quien no negaba en absoluto que se pudieran enunciar leyes con valor universal; y además, aun sobre bases morales, creía en Dios.
En otra enciclopedia filosófica encuentro, en cambio, que por relativismo se entiende «toda concepción que no admite principios absolutos en el campo del conocimiento y de la acción». Pero es distinto negar principios absolutos en el campo del conocimiento o en el campo de la acción. Hay personas dispuestas a sostener que «la paidofilia está mal» es una verdad relativa únicamente a un determinado sistema de valores, visto que en determinadas culturas se admitía o se admite o tolera, y aun así están dispuestos a sostener que el teorema de Pitágoras debe ser válido en todas las épocas y en todas las culturas.
Ninguna persona seria colocaría bajo la etiqueta del relativismo la teoría einsteiniana de la relatividad. Decir que una medición depende de las condiciones de movimiento del observador se presenta como principio válido para todo ser humano en cualquier época y lugar.
El relativismo como doctrina filosófica con ese nombre nace con el positivismo decimonónico, donde se sostiene la incognoscibilidad de lo absoluto, entendido a lo sumo como límite móvil de una investigación científica continua. Pero ningún positivista ha sostenido jamás que no se pueda llegar a verdades científicas objetivamente controlables y válidas para todos.
Una postura filosófica que, con una lectura apresurada de los manuales, podría definirse como relativista es el denominado holismo, según el cual todo enunciado es verdadero/falso (y adquiere un significado) solo dentro de un sistema orgánico de suposiciones, un determinado esquema conceptual o, como han dicho otros, dentro de un determinado paradigma científico. Un holista sostiene (justamente) que la noción de espacio tiene un sentido distinto en el sistema aristotélico y en el newtoniano, de modo que los dos sistemas son inconmensurables, y que tanto vale un sistema científico como el otro en la medida en que consigue dar razón de un conjunto de fenómenos. Pero los holistas son los primeros en decirnos que hay sistemas que no consiguen dar razón de ninguna manera de un conjunto de fenómenos y que hay sistemas que, a la larga, prevalecen porque lo hacen mejor que los demás. Así pues, también el holista, en su aparente tolerancia, se mide con algo de lo que hay que dar razón y, también cuando no lo dice, se atiene a lo que yo definiría como un realismo mínimo, por el cual debe existir un modo en el que están o van las cosas. Quizá no podamos conocerlo jamás pero, si no creemos que existe, nuestra búsqueda no tendría sentido, como tampoco tendría sentido buscar siempre nuevos sistemas de explicación del mundo.
El holista se suele definir como pragmatista, pero también aquí no hay que leer apresuradamente los manuales de filosofía: el verdadero pragmatista, como lo era Peirce, no decía que las ideas son verdaderas solo si demuestran que son eficaces, sino que demuestran su eficacia cuando son verdaderas. Y cuando sostenía el falibilismo, es decir, la posibilidad de que todos nuestros conocimientos puedan ponerse siempre en tela de juicio, al mismo tiempo afirmaba que, a través de la corrección continua de sus conocimientos, la comunidad humana saca adelante «la antorcha de la verdad».
Lo que nos induce a considerar estas teorías como sospechosas de relativismo es el hecho de que los distintos sistemas son recíprocamente inconmensurables. Sin duda, el sistema ptolemaico es inconmensurable con respecto al sistema copernicano, y solo en el primero adquieren un sentido preciso las nociones de epiciclo y deferente. Pero que los dos sistemas sean inconmensurables no quiere decir que no sean comparables, y precisamente al compararlos, entendemos cuáles eran los fenómenos celestes que Ptolomeo explicaba con las nociones de epiciclo y deferente, y entendemos que se trataba de los mismos fenómenos de los que querían dar razón los copernicanos según un esquema conceptual distinto.
El holismo de los filósofos es parecido al holismo lingüístico, según el cual una determinada lengua, a través de su estructura semántica y sintáctica, impondría una determinada visión del mundo, de la que es prisionero el hablante. Recordaba Benjamin Lee Whorf que, por ejemplo, en las lenguas occidentales se tiende a analizar muchos acontecimientos como objetos, y una expresión como «tres días» es gramaticalmente equivalente a «tres manzanas», mientras que algunas lenguas de los nativos americanos están orientadas al proceso y ven acontecimientos allá donde nosotros vemos cosas, de modo que la lengua hopi estaría mejor dotada que el inglés para definir ciertos fenómenos estudiados por la física moderna. Y Whorf recordaba también que los esquimales tenían, en lugar de la palabra «nieve», cuatro términos distintos según la consistencia de la nieve misma, y por lo tanto, verían más cosas distintas allá donde nosotros vemos solo una. Aparte de que esta afirmación ha sido contestada, en cualquier caso también un esquiador occidental sabe distinguir entre diferentes tipos de nieve de distinta consistencia, y basta que un esquimal entre en contacto con nosotros para entender que cuando nosotros decimos nieve para las presuntas cuatro cosas que él llama de formas distintas, hacemos como un francés que llama glace al hielo, al polo, al helado, al espejo y al cristal de un escaparate, y aun así por las mañanas no es tan prisionero de su lengua como para afeitarse mirándose en un helado.
Por último, aparte del hecho de que no todo el pensamiento contemporáneo acepta la perspectiva holista, esta sigue el surco de esas teorías del perspectivismo del conocimiento según las cuales se pueden ofrecer perspectivas distintas de la realidad y cada perspectiva da razón de un aspecto de la misma, aunque no agote su insondable riqueza. No hay nada relativista en sostener que la realidad siempre se define desde un punto de vista particular (lo cual no significa subjetivo e individual), al igual que afirmar que la vemos siempre y solo desde cierta descripción no nos exime de creer y esperar que lo que nos representamos es siempre lo mismo.
Las enciclopedias consignan, junto al relativismo cognoscitivo, el relativismo cultural. Que distintas culturas tienen no solo lenguas o mitologías distintas sino también distintas concepciones morales (todas razonables en su ámbito), es algo que empezaron a entender primero Montaigne y después Locke, cuando Europa entró en contacto de forma más crítica con otras culturas. El hecho de que ciertos primitivos de las selvas de Nueva Guinea sigan considerando todavía hoy en día legítimo y recomendable el canibalismo (y un inglés no), me parece una observación incontestable, al igual que es incontestable que en algunos países se reserve a las adúlteras un tipo de reprobación distinto del nuestro. Ahora bien, el reconocimiento de las variedades de las culturas, en primer lugar, no niega que determinados comportamientos sean más universales (por ejemplo, el amor de una madre hacia sus propios hijos, o el hecho de que se suelan usar las mismas expresiones faciales para expresar disgusto o hilaridad), y, en segundo lugar, no implica automáticamente el relativismo moral, por el que, al no existir valores éticos iguales para todas las culturas, podemos adaptar libremente nuestro comportamiento a nuestros deseos o intereses. Reconocer que una cultura ajena es distinta y debe ser respetada en su diversidad no significa abdicar de nuestra identidad cultural.
¿Cómo se ha llegado entonces a construir el fantasma del relativismo como ideología homogénea, cáncer de la civilización contemporánea?
Hay una crítica laica al relativismo, que se dirige sobre todo hacia los excesos del relativismo cultural. Marcello Pera, que presenta sus tesis en un libro escrito a cuatro manos con Ratzinger, Sin raíces (Barcelona, Península, 2006), sabe bien que hay diferencias entre las culturas, pero sostiene que hay algunos valores de la cultura occidental (como la democracia, la separación entre Estado y religión, el liberalismo) que se han demostrado superiores a los de otras culturas. Ahora, la cultura occidental tiene buenas razones para considerarse más evolucionada que otras con respecto a esos argumentos pero, al sostener que esa superioridad debería ser universalmente evidente, Marcello Pera usa un argumento contestable. Afirma: «Si los miembros de la cultura B muestran libremente que prefieren la cultura A y no viceversa; si, por ejemplo, los flujos migratorios van del islam a Occidente y no al revés, entonces hay razones para creer que A es mejor que B». El argumento es débil desde el momento que los irlandeses en el siglo XIX no emigraron en masa hacia Estados Unidos porque prefirieran ese país protestante a su amada Irlanda católica, sino porque en su casa se morían de hambre a causa del tizón de las patatas. El rechazo del relativismo cultural por parte de Pera está dictado por la preocupación de que la tolerancia hacia otras culturas degenere en obsecuencia y que Occidente ceda bajo la presión de los flujos migratorios a la prepotencia de culturas ajenas. El problema de Pera no es la defensa de lo absoluto sino la defensa de Occidente.
En su Contro il relativismo (Roma-Bari, Laterza, 2005), Giovanni Jervis se construye un relativista de conveniencia, extraño matrimonio entre un romántico tardío, un pensador posmoderno de origen nietzscheano, y un seguidor de la new age, para quien el relativismo sería una forma de irracionalismo que se opone a la ciencia. Jervis denuncia una naturaleza reaccionaria del relativismo cultural: si se sostiene que toda forma de sociedad debe ser respetada y justificada, cuando no idealizada, se estimula la marginalización de los pueblos. No solo eso, sino que tales antropólogos culturales han sido solidarios con las instancias de un pensamiento religioso, pues, en lugar de intentar buscar características biológicas y conductas constantes entre los pueblos, han subrayado su diversidad debida únicamente a su cultura y, al dar demasiada importancia a la cultura y pasar por alto factores biológicos, han sostenido indirectamente y una vez más la primacía del espíritu sobre la materia.
No está claro, por lo tanto, si el relativismo es contrario al espíritu religioso o si es una forma enmascarada de pensamiento religioso. Si por lo menos los antirrelativistas se pusieran de acuerdo, pero lo cierto es que personas distintas hablan de relativismo refiriéndose a fenómenos distintos. Algunos creyentes se encuentran ante un doble temor: que el relativismo cultural lleve necesariamente al relativismo moral, y que sostener que hay distintas maneras de verificar la verdad de una proposición ponga en tela de juicio la posibilidad de reconocer una verdad absoluta.
Sobre el relativismo cultural el entonces cardenal Ratzinger, en unas notas doctrinales de la Congregación para la Doctrina de la Fe, planteaba una estrecha relación entre relativismo cultural y relativismo ético, lamentando que desde diversas partes se sostenga que el pluralismo ético es la condición para la democracia.
Ya hemos dicho que el relativismo cultural no implica el relativismo ético: por relativismo cultural se le permite meterse un clavo en la nariz a un papúa de Nueva Guinea y, sin embargo, en virtud de una ética que nuestro grupo no pone en tela de juicio, no se le permite a un adulto (ni siquiera si es un sacerdote) que abuse de un niño de siete años.
En cuanto al contraste entre relativismo y verdad, Juan Pablo II, en la encíclica Fides et ratio afirmaba que:
La filosofía moderna, dejando de orientar su investigación sobre el ser, ha concentrado la propia búsqueda sobre el conocimiento humano. En lugar de apoyarse sobre la capacidad que tiene el hombre para conocer la verdad, ha preferido destacar sus límites y condicionamientos. Ello ha derivado en varias formas de agnosticismo y de relativismo, que han llevado la investigación filosófica a perderse en las arenas movedizas de un escepticismo general.
Y Ratzinger, en una homilía de 2005:
Se va constituyendo una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que deja como última medida solo el propio yo y sus antojos. Nosotros, en cambio, tenemos otra medida: el Hijo de Dios, el hombre verdadero.8
Aquí se oponen dos nociones de verdad, una como propiedad semántica de los enunciados y la otra como propiedad de la divinidad. Ello se debe al hecho de que ya en las Sagradas Escrituras (por lo menos según las traducciones a través de las cuales las conocemos) aparecen ambas nociones de verdad. A veces se usa verdad como correspondencia entre algo que se dice y la manera en la que están las cosas («En verdad, en verdad os digo», en el sentido de «digo de verdad»), y a veces, en cambio, la verdad es propiedad intrínseca de la divinidad («Yo soy el camino, la verdad y la vida»). Esto ha llevado a muchos padres de la Iglesia a posturas que hoy Ratzinger definiría relativistas, puesto que decían que no era importante preocuparse de que una determinada afirmación sobre el mundo correspondiera a la manera en la que estaban las cosas con tal de que se prestara atención a la única verdad digna de ese nombre, el mensaje de la salvación. San Agustín, ante la disputa sobre si la Tierra era esférica o plana, parecía ser propenso a la esfericidad, pero recordaba que saberlo no servía para salvar el alma, y por lo tanto, juzgaba que, en la práctica, valía tanto una teoría como la otra.
En cambio, es difícil encontrar en los muchos escritos del cardenal Ratzinger una definición de verdad que no sea la de una verdad revelada y encarnada en el Cristo. Ahora bien, si la verdad de la fe es verdad revelada, ¿por qué oponerla a la verdad de los filósofos y de los científicos, que es concepto con otras finalidades y naturaleza? Bastaría con atenerse a santo Tomás, el cual, en el De aeternitate mundi, sabiendo perfectamente que sostener la tesis averroísta de la eternidad del mundo era una terrible herejía, aceptaba por fe que el mundo había sido creado, pero desde el punto de vista cosmológico admitía que no se podía demostrar racionalmente ni que hubiera sido creado ni que fuera eterno. En cambio, para Ratzinger, en la intervención en un volumen titulado El monoteísmo (Milán, Mondadori, 2002), la esencia de todo el pensamiento filosófico y científico moderno es que
la verdad en cuanto tal —así se piensa— no puede ser conocida, sino que se puede avanzar poco a poco solo con los pequeños pasos de la verificación y de la falsificación. Se refuerza la tendencia a sustituir el concepto de verdad con el de consenso. Pero ello significa que el hombre se separa de la verdad y de este modo también de la distinción entre el bien y el mal, sometiéndose completamente al principio de la mayoría… El hombre proyecta y «monta» el mundo sin criterios preestablecidos y de este modo supera necesariamente también el concepto de dignidad humana, por lo que incluso los derechos humanos se vuelven problemáticos. En semejante concepción de la razón y de la racionalidad no queda espacio alguno para el concepto de Dios.
Esta extrapolación por la que, de un prudente concepto de verdad científica como objeto de verificación y corrección continuas, se pasa a una denuncia de la destrucción de toda dignidad humana no es sostenible, a menos que no se identifique, como veremos, todo el pensamiento moderno con la afirmación de que no hay hechos sino solo interpretaciones, de ahí se pase a la afirmación de que no hay fundamento del ser, por lo tanto de que Dios ha muerto, y por último, de que si Dios no existe, entonces todo es posible.
Ahora, ni Ratzinger ni los antirrelativistas en general son unos visionarios o unos confabuladores. Sencillamente, los antirrelativistas que definiré como moderados o críticos identifican su enemigo solo con esa forma específica de relativismo extremo por el que no existen hechos sino solo interpretaciones, mientras que los antirrelativistas que definiré como radicales extienden esa pretensión de que no existen hechos sino solo interpretaciones a todo el pensamiento moderno, cometiendo un error que —por lo menos en la universidad de mis tiempos— no habría permitido aprobar un examen de historia de la filosofía.
La idea de que no hay hechos sino solo interpretaciones nace con Nietzsche y se encuentra explicada con mucha claridad en Sobre verdad y mentira en sentido extramoral (1873). Puesto que la naturaleza ha tirado la llave, el intelecto juega con ficciones conceptuales que denomina verdades. Nosotros creemos hablar de árboles, colores, nieve y flores, pero son metáforas que no corresponden a las esencias originarias. Ante la multiplicidad de la hojas encontradas no existe una «hoja» primordial «de acuerdo con la cual están conformadas, dibujadas, coloreadas, recortadas, pintadas todas las hojas, pero por manos torpes». El pájaro o el insecto perciben el mundo de una forma distinta de la nuestra, y no tiene sentido decir cuál de las percepciones es la más justa, porque necesitaríamos ese criterio de «percepción exacta» que no existe. La naturaleza «no sabe de formas ni de conceptos, ni tampoco, por consiguiente, de especies, sino tan solo de una X inaccesible e indefinible para el hombre». La verdad se convierte entonces en «una multitud movible de metáforas, metonimias y antropomorfismos», de invenciones poéticas que sucesivamente se han envarado en conocimiento, «ilusiones que se han olvidado que lo son».
Sin embargo, Nietzsche evita tomar en consideración dos fenómenos. Uno es que, adecuándonos a las constricciones de este discutible saber nuestro, de alguna manera se consigue dar cuenta de la naturaleza: si a alguien le muerde un perro, el médico sabe qué inyección ponerle, aun no habiendo tenido experiencia del perro individual que lo ha mordido. El otro es que, de vez en cuando, la naturaleza nos obliga a denunciar como ilusorio nuestro saber y a elegir una forma alternativa (que es, al cabo, el problema de la revolución de los paradigmas de conocimiento). Nietzsche nota la existencia de constricciones naturales que se le antojan «fuerzas terribles» que nos presionan sin cesar, oponiéndose a nuestras verdades «científicas». Pero se niega a conceptualizarlas, visto que precisamente para escapar de ellas nos hemos construido, como defensa, el armazón conceptual. El cambio es posible, pero no como reestructuración, sino como revolución poética permanente:
Si cada cual tuviese una específica capacidad perceptiva, si éste percibiese exclusivamente al modo del pájaro, aquél al modo del gusano y el de más allá al modo de la planta, o si una misma sensación impresionase a éste como color rojo, a aquél como color azul y al de más allá hasta como sonido, nadie hablaría de tal legalidad de la Naturaleza.
Por lo tanto el arte (y con ella el mito)
entremezcla constantemente las rúbricas y celdas de los conceptos, estableciendo nuevas transposiciones, metáforas y metonimias; evidencia en todo momento un afán de rehacer el mundo existente del hombre lúcido, de hacerlo tan abigarrado e irregular, tan inconexo, tan sugestivo y eternamente nuevo como es el mundo de los sueños.9
Si estas son las premisas, la primera posibilidad sería refugiarnos en el sueño como fuga de la realidad. Pero el mismo Nietzsche admite que este dominio del arte sobre la vida sería un engaño, aunque supremamente jocoso. La segunda posibilidad es la que la posteridad nietzscheana ha acogido como verdadera lección: el arte puede decir lo que dice porque es el Ser mismo el que acepta cualquier definición, porque no tiene fundamento. Este desvanecerse del Ser, coincidía para Nietzsche con la muerte de Dios. Lo cual permite a algunos creyentes derivar, de esta muerte anunciada, la falsa consecuencia dostoievskiana: si Dios no existe o ya no existe, entonces todo está permitido.
Ahora bien, si acaso, el no creyente sabe que, de no haber ni infierno ni paraíso, entonces es indispensable salvarnos en la tierra instaurando benevolencia, comprensión y ley moral. En 2006 salió un libro de Eugenio Lecaldano10 donde, con una amplia documentación antológica, se sostiene que se puede llevar de verdad una vida moral solo si a Dios se lo aparta a un lado. Desde luego, no quiero establecer aquí si Lecaldano y los autores que incluye en su antología tienen razón; solo quiero recordar que hay quien sostiene que la ausencia de Dios no elimina el problema ético, y, precisamente porque lo sabía, el cardenal Martini instituyó en Milán la cátedra de los no creyentes. Que luego Martini no se haya convertido en Papa, puede hacer dudar de la inspiración divina del cónclave, pero esos son argumentos que escapan de mi competencia. También Elie Wiesel, hace unos días, nos recordó que los que pensaban que todo estaba permitido no eran los que creían que Dios había muerto, sino los que creían ser Dios (defecto común a grandes y pequeños dictadores).
En cualquier caso, la idea de que no hay hechos sino solo interpretaciones no es en absoluto compartida por todo el pensamiento contemporáneo, que en gran parte plantea a Nietzsche y a sus seguidores las siguientes objeciones: a) Si no hubiera hechos sino solo interpretaciones, entonces ¿de qué sería interpretación una interpretación? b) Si las interpretaciones se interpretaran entre ellas, de todos modos debería haber habido un objeto o un acontecimiento inicial que empujó a interpretar. c) Además, aunque el ser no fuera definible, habría que decir quiénes somos nosotros que hablamos metafóricamente, y el problema de decir algo verdadero se desplazaría del objeto al sujeto del conocimiento. Dios podrá haber muerto, pero Nietzsche no. ¿Con qué fundamento justificamos la presencia de Nietzsche? ¿Diciendo que es solo una metáfora? Pero si lo es, ¿quién la enuncia? Además, aunque se hablara de la realidad solo mediante metáforas, para elaborarlas es necesario que existan palabras que tengan un significado literal y denoten cosas que conocemos por experiencia: no puedo llamar «pata» al sostén de la mesa si no tengo una noción metafórica de la pata animal, conociendo su forma y función. d ) Por último, si afirmamos que ya no existe un criterio intersubjetivo de verificación, olvidamos que de vez en cuando lo que está fuera de nosotros (y que Nietzsche denominaba las fuerzas terribles) se opone a nuestros intentos de expresarlo aun metafóricamente; que si aplicamos, qué sé yo, la teoría del flogisto a una inflamación, no logramos curarla, mientras que, si recurrimos a los antibióticos, sí lo conseguimos; y que, por lo tanto, existe una teoría médica mejor que otra.
Así pues, quizá no exista un absoluto, o si existe no será ni pensable ni aprehensible, pero existen fuerzas naturales que secundan o desafían nuestras interpretaciones. Si yo interpreto una puerta abierta pintada en un trompe-l’oeil como una puerta verdadera y camino derecho para atravesarla, ese hecho que es la pared impenetrable deslegitimará mi interpretación.
Debe haber un modo en el que están o van las cosas; y la prueba es no solo que todos los hombres son mortales sino también que, si intento pasar a través de una pared, me rompo el tabique nasal. La muerte y esa pared son la única forma de absoluto de la que no podemos dudar.
La evidencia de esa pared, que nos dice «no» cuando nosotros queremos interpretarla como si no existiera, será, tal vez, un criterio de verdad harto modesto para los guardianes de lo absoluto, pero, retomando a Keats, «tal es cuanto sobre la tierra conocéis, cuanto necesitáis conocer».
[Conferencia dictada en el marco de La Milanesiana el 9 de julio de 2007.]