Reunirse no veinte sino cuarenta años después puede tener dos funciones, o perfiles. Una es la reunión de los nostálgicos de una monarquía, que se reúnen porque quisieran que el tiempo volviera atrás. La otra es la reunión de los antiguos compañeros del curso de tercero A, en la cual es bonito recordar el tiempo perdido precisamente porque se sabe que ya no volverá: nadie piensa que se quiera volver atrás, sencillamente se está recitando el propio longtemps je me suis couché de bonne heure, y cada uno saborea en los discursos de los demás la propia magdalena mojada en la infusión de tila.
Espero que este encuentro tenga más de simposio entre antiguos compañeros de clase que de conjura de vandeanos nostálgicos, con un solo correctivo. Que nos reunimos también para reflexionar sobre un momento de la cultura italiana, leyéndolo con la perspectiva que da la madurez, para entender qué sucedió y por qué, y para ayudar a los más jóvenes, que no estaban, a comprenderlo mejor. En concreto, puesto que no sabía con quién me encontraría en esta sala, he pensado proponer unas anotaciones sobre el ambiente cultural de hace cuarenta años, dirigidas sobre todo a los que no estaban, y no a los supervivientes que veo con gran placer pero que, como era habitual entonces, me dirán que todo lo que voy a decir está equivocado.
Volvamos pues a los orígenes, y puesto que estamos hablando aquí en Bolonia, en el recuerdo aún inolvidable de Luciano Anceschi, recordemos que en el principio era Il Verri.
Me acuerdo perfectamente de aquel mes de mayo de 1956 en que Anceschi me llamó por teléfono. Lo conocía por su fama. ¿Qué podía saber él de mí? Que desde hacía menos de un año y medio me había licenciado en estética en Turín, que vivía en Milán y estaba frecuentando jóvenes poetas como Luciano Erba y Bartolo Cattafi, que veía a Enzo Paci y a Dino Formaggio, que había publicado pocas cosas en revistas casi clandestinas. Me citó en un bar del centro. Quería solo un intercambio de ideas. Iba a empezar una revista y no estaba buscando nombres famosos (ya los tenía), intentaba juntar jóvenes, no necesariamente alumnos suyos, gente distinta, y quería que hablaran entre ellos. Le habían dicho que había un jovencillo de veinticuatro años con intereses que podían suscitar también su curiosidad, e iba a reclutarlo.
Recordaba yo hace algunos años este episodio, durante la celebración fúnebre de Anceschi, aquí en el Archiginnasio, con Fausto Curi, y le preguntaba: «Si a uno de nosotros, hoy, con todos los líos que tenemos ya, nos dijeran que hay en la ciudad un joven que se ha licenciado en otra universidad, ¿iríamos a buscarlo para que colaborara en algo?». Curi me contestó. «¡Nos atrincheraríamos en casa, descolgando el teléfono!». Quizá no nos atrincheremos siempre, por lo menos eso espero. Pero desde luego Anceschi no se atrincheraba jamás.
Anceschi me introdujo en los misterios del Blu Bar de piazza Meda. Era un bar del centro, más bien anónimo, pero tenía una salita en la parte trasera, y todos los sábados, hacia las seis, llegaban unos señores que se sentaban a charlar de literatura, tomando un té o un aperitivo: eran Eugenio Montale, Alfonso Gatto, Vittorio Sereni, Giansiro Ferrata, Gillo Dorfles, Enzo Paci y algún que otro escritor de paso por Milán. Carlo Bo dominaba la escena con sus silencios homéricos. Algunas tardes, aquella salita hacía pensar en el florentino Le Giubbe Rosse.
Introducidos de extranjis por Anceschi, empezamos a llegar nosotros, jovencísimos. Recuerdo aquellas veladas como ocasiones épicas, y el diálogo generacional no fue infructuoso, por lo menos para nosotros. De alguna manera, contribuimos a una lenta transformación del ambiente; nos pasábamos las poesías de los futuros Novissimi; Glauco Cambon nos dejaba leer los apuntes mecanografiados de sus primeros ensayos joyceanos para Aut-Aut; Giuseppe Guglielmi nos leía los versos que luego publicaría en el primer número de Il Verri, donde evocaba una «ella» que llevaba en un plato de Sèvres «anifructus brunito per la cena» (anifructus castaño para cenar): Il Verri iba a publicar una poesía que hablaba de mierda, aun con acentos arcaicos.
Anceschi me tomaba del brazo y me decía: «Eco, mire a ver qué se puede hacer por este chico, Balestrini. Tiene ingenio pero es perezoso. Hay que empujarlo hacia alguna actividad, quizá en una editorial». Algunos años más tarde, una vez estallada la gran algazara del Grupo 63, Anceschi me tomaba del brazo y me decía: «Eco, mire a ver qué se puede hacer con nuestro Balestrini.
Quizá habría que frenarlo un poco…». Pero se veía que disfrutaba con los frutos de su siembra, y viajaba socarrón entre las generaciones.
Estoy mirándome el índice del primer número de Il Verri, de 1956 (con el filiforme y austero diseño gráfico de Michele Provinciali): poesías de Giuseppe Guglielmi y Luciano Erba, antología de poetas americanos menores traducidos por Rizzardi, ensayos de Gorlier, Cambon, Giuliani, Bàrberi Squarotti, Pestalozza, y luego jovencísimos como Renato Barilli. Los colaboradores se movían entre los intereses de Linea Lombarda y los de los futuros Novissimi. Los poetas que se reseñaban era Dylan Thomas, Pound, Montale (pero Edoardo Sanguineti, extrema vanguardia pospoundiana, se ocupaba de Dante, Infierno, I-III). Ahora bien, atención respetuosa por las Storie ferraresi de Giorgio Bassani, un homenaje de Anceschi a Alfredo Gargiulo, un escrito de Fausto Curi sobre Corrado Govoni…
El segundo número contiene un ensayo de Montale sobre Guido Gozzano, un René Wellek sobre el realismo (acababa de salir en la editorial Il Mulino la traducción de Teoría literaria de Wellek y Warren), un ensayo de Cambon sobre el teatro de Wallace Stevens. Poesías de Cattafi y Alfredo Giuliani, un relato de Lalla Romano. Luciano Erba compila una antología de nuevos poetas franceses, entre los cuales figura el joven Yves Bonnefoy. Mientras tanto, había salido en Varese, para un editor de Magenta (o quizá en Magenta para Varese), el libro de otro joven, Laborintus, y Giuliani da noticia crítica de la primicia. Bàrberi Squarotti reseña a Francesco Leonetti y a Elémire Zolla narradores, un joven Melandri reseña el libro de Oreste Borrello sobre la estética del existencialismo, Enzo Paci reseña a Actis Perinetti, y yo descubro que he escrito la reseña del primer número de Le surréalisme, même, dirigido por Breton.
En el número 4, junto con un ensayo estético de Holthusen, poesías de Sereni y de Nanni Balestrini (por lo tanto, dos generaciones juntas), una antología de nuevos (o casi) poetas alemanes, Paul Celan, Höllerer, Ingeborg Bachmann. Giuliani reseña a Mario Luzi y Las cenizas de Gramsci de Pier Paolo Pasolini; Curi reseña a Bo y Bo reseña a Ranuccio Bianchi Bandinelli; el ojo del cine de Pietro Bianchi lo presenta un misterioso A. A. Y, visto que la breve reseña empieza con una alusión a las teorías de aquellos años «estrambóticas y a veces repelentes, que en general han acabado mal», y termina en forma de lista, bastante esnob, de directores de cine definidos como «incantevoli predilezioni» (encantadoras predilecciones), pues bien, aquí se nota la mano del novel y aún contenido Arbasino Alberto.
Entre 1958 y 1959 aparecen antologías de jóvenes poetas rusos y españoles, relatos de Giuseppe Pontiggia, Buzzi, Italo Calvino, poesías de Vollaro, Risi, Cacciatore, Pasolini, Antonio Porta que aún firmaba como Leo Paolazzi. La revista de la apremiante neovanguardia acoge con respeto El gatopardo y Una vida violenta por obra de Bàrberi Squarotti, pero también abre en 1959 el discurso sobre el Nouveau Roman gracias a Barilli, con textos de Robbe-Grillet.
Junto a este torbellino de descubrimientos y de anticipaciones sobre todo lo nuevo, Il Verri lanza miradas sosegadas a la historia y no desdeña el ámbito académico, con un ensayo de Teodorico Moretti Costanzi sobre Plotino (en el número 2), mientras que el segundo número de 1958 está dedicado al Barroco (con ensayos de Bottari, Getto, Raimondi, y, como el tema es demasiado amplio, será retomado en el número 6 de 1959). También los poetas, que aparecen como novísimos, se llaman Théodore Agrippa d’Aubigné o Jean de Sponde, y las prosas son de Giordano Bruno.
Así pues, lecturas clásicas sobre los últimos contemporáneos y lecturas contemporáneas de los clásicos, sin prestar demasiada atención a las distinciones de género; una mirada equilibrada tanto a los estremecimientos de la naciente vanguardia como a las pruebas de escritores ya consagrados; una mirada a la cultura mundial que hace de Il Verri, para retomar la fórmula acuñada por Arbasino, una alegre e incesante excursión a Chiasso. Pero más importante aún que esta extensión de la línea lombarda allende los valles suizos, es que, en estas páginas, los jóvenes reseñaban a sus coetáneos, y los más ancianos reseñaban a los más jóvenes, o viceversa, siguiendo la sola consigna de la curiosidad, sin distinciones de rango académico; y este era un fenómeno importante para aquellos tiempos.
La relectura de los índices podría seguir, pero yo me detendría en el sintomático número 1 de 1960, un año antes de que se publicara, siempre en la biblioteca de Il Verri, la antología de los Novissimi. En su intervención de apertura, Anceschi saluda el cuarto año, da a entender que ha llegado el momento de sacar adelante la investigación, y abre un debate de voces discordantes. Y da cabida, con realce muy distinto, a un cahier de doléances de Barilli, donde se ajustan las cuentas con Carlo Cassola, Pier Paolo Pasolini y Giovanni Testori; un ensayo de Guglielmi donde naturalmente se abre a Gadda, se salva a Calvino, pero se concluye que Moravia y Pratolini se obstinan en hacer de hombres sin atributos. Y para remarcar la decisión de evitar faltar al respeto en el futuro, un ensayo de Arbasino, que ya con su título, I nipotini dell’ingegnere e il gatto di casa De Feo pone sobre aviso a Gadda y al crítico de L’Espresso Sandro De Feo.
Una nueva vis polemica llama a las puertas. Il Verri apunta a desequilibrarse felizmente, Anceschi suelta las amarras, decidido evidentemente a pagar el precio. Y permítanme una nota personal. Desde hacía algunos números, yo había empezado a publicar en Il Verri pastiches en una columna titulada «Diario mínimo», textos míos y ajenos, alternados por pequeñas citas, fragmentos curiosos. Mirando el primer número de 1960 descubro que la idea de una isla situada en el meridiano 180 (que se convertiría veinticinco años más tarde en el tema de mi tercera novela) ya debía de rondarme por la cabeza porque cito los entonces novísimos versos de una canción del Festival de San Remo («È mezzanotte, quasi per tutti…», Es medianoche, casi para todos…) y lo titulo Fusi orari (husos horarios). A continuación transcribo dos citas. La primera es de la Crítica del juicio de Kant (I, §53):
Además, hay en la música como una falta de urbanidad, porque por la naturaleza misma de los instrumentos, extiende su acción más lejos que se desea en la vecindad, […] inconveniente que no tienen las artes que hablan a la vista, puesto que no hay más que volver los ojos para evitar su impresión. Se podría casi comparar la música a los olores que se entienden a lo lejos. El que saca de su bolsillo un mocador perfumado, no consulta la voluntad de los que se hallan a su alrededor, y les impone un goce que no pueden evitar si han de respirar.1
Inmediatamente después, casi para avisar de que no eran solo los antiguos los que decían tonterías, citaba yo un paso de la carta de Joyce a Frank Budgen: «Observo un intento furtivo de proponer a un tal señor Marcel Proust de aquí contra el firmante de esta carta. He leído algunas páginas suyas. No veo ningún talento especial». Decididamente, Il Verri iba en camino de no respetar ya a nadie.
No hay que olvidar lo que estaba sucediendo en las otras artes. No hablaré de los pintores, que luego encontraremos a nuestro lado en las primeras reuniones del Grupo 63, desde Achille Perilli a Gastone Novelli, desde Franco Angeli a Fabio Mauri. Quisiera recordar, más bien, lo que estaba sucediendo en el ambiente musical.
En Milán, todavía en 1956, a Schönberg se le silbaba en la Scala. En el estreno de Passaggio, con música de Luciano Berio y texto de Edoardo Sanguineti, en 1962, el público estaba tan desquiciado que, para condenar tan atroz novedad, gritó: «¡Centroizquierda!». Roberto Leydi, que nunca estuvo enrolado en el Grupo 63 pero vivía las andanzas de la nueva música junto con el descubrimiento de la música de los tiempos pasados, recordaba que una vez, no sé en qué ocasión, a Berio y a él los recibieron con el grito: «¡Marchaos a Rusia!». Por suerte no se fueron porque, con los vientos que corrían entonces, habrían ido a parar a un gulag. Claro que, para el público de aquellos años, lo nuevo era comunista. Y visto el uso que sigue haciendo Silvio Berlusconi de este término, se ve que las cosas no han cambiado tanto en los últimos cuarenta años, y en el reino de la mala fe sigue en vigor la ley del eterno retorno.
En los estudios radiotelevisivos de la RAI en Milán había un Estudio de Fonología Musical, dirigido por Luciano Berio y Bruno Maderna, por donde pasaban Pierre Boulez, Karlheinz Stockhausen, Henri Pousseur y otros para juguetear con los nuevos instrumentos electrónicos. Hacia finales de los años cincuenta, Luciano Berio había publicado los pocos números de Incontri Musicali, donde se produjo la primera confrontación entre la teoría de la Neue Musik y la lingüística estructural, con una polémica entre Pousseur y Nicolas Ruwet. De los artículos publicados en ese ámbito nació en 1962 mi Obra abierta. Por otra parte, fue precisamente en algunas veladas musicales organizadas por Boulez en París, hacia finales de los años cincuenta, donde conocí a Roland Barthes.
Al Estudio de Fonología llegó también John Cage, cuyas partituras (a medias entre arte visual e insulto a la música) habían sido publicadas en el Almanacco Letterario Bompiani de 1962, dedicado a las aplicaciones de las computadoras electrónicas a las artes (donde salía la primera poesía compuesta por un ordenador, Tape Mark I de Nanni Balestrini). Cage compuso en Milán su Fontana Mix, pero nadie recuerda por qué se llamaba así. Pues bien, el músico se alojaba en la casa de una señora Fontana: Cage era un hombre guapísimo, la señora Fontana era mucho más madura que él y buscaba pretextos para poseerlo en el fondo del pasillo; Cage, que notoriamente tenía tendencias por completo distintas, resistía con estoicismo. Al final, le dedicó su composición a la señora Fontana. Más tarde, tras quedarse sin blanca, gracias a Berio y Leydi, llegó al concurso de televisión Lascia o raddoppia? como experto en setas; en el escenario daba improbables conciertos para batidora, radio y otros electrodomésticos, mientras Mike Bongiorno preguntaba si eso era futurismo. Se estaban creando misteriosas relaciones entre vanguardia y comunicaciones de masas, y mucho antes del pop art.
Para seguir con los acontecimientos de aquellos años, recuerdo que en 1960 se publicó por fin en Italia el Ulises de Joyce, pero antes aún, precisamente con Berio, Leydi y Roberto Senesi, se organizó un acontecimiento musical —Homenaje a Joyce— basado en las onomatopeyas del capítulo 11 del texto joyceano. Si tuviéramos que definirlo hoy, era un intento de entender los significados trabajando sobre los significantes, esto es, un homenaje al lenguaje como clave para entender el mundo.
En 1962, Bruno Munari organizó en la Galleria del Duomo en Milán la primera exposición de arte cinético y programado, así como de obras multiplicadas, con las aportaciones de Giovanni Anceschi, Davide Boriani, Gianni Colombo, Gabriele Devecchi, Grazia Varisco, el Gruppo N, Enzo Mari y el mismo Munari.
Quiero decir, por lo tanto, que el Grupo 63 no nació en el vacío, ni en el vacío apareció la antología de los Novissimi con los textos de Sanguineti, Pagliarani, Giuliani, Porta y Balestrini.
En otro lugar, he intentado mostrar cómo muchos de aquellos fermentos eran la expresión de una «ilustración padana», y no fue una casualidad que Anceschi eligiera el nombre de Pietro Verri para el título de su revista. Il Verri nacía en aquella Milán en la cual, durante la guerra, la editorial Rosa e Ballo había dado a conocer los textos de Brecht, Yeats, los expresionistas alemanes y el primer Joyce, mientras que, en Turín, Frassinelli nos había permitido conocer tanto a Melville como el Retrato joyceano y a Kafka. Naturalmente términos como «padano» o «lombardo» tienen valor simbólico, porque a este ambiente habían pertenecido tanto el sardo Gramsci como, tiempo después, el siciliano Elio Vittorini, y no fue una coincidencia que la primera reunión del Grupo 63 se celebrara en Palermo, en el curso de un festival de música y teatro de amplia apertura europea. Hablo de ilustración padana, porque el ambiente cultural en el que nacía el Grupo 63 se caracterizaba por el rechazo de la cultura crociana y, por lo tanto, meridional: era el ambiente de Antonio Banfi, del napolitano ya turinés Nicola Abbagnano, de Ludovico Geymonat, de Enzo Paci. Era el ambiente en el que se descubría el neopositivismo, se leía a Pound y a Eliot; donde Bompiani en su colección «Idee Nuove» publicaba todo lo que en las décadas anteriores no se había publicado con las tapas florales de Gius. Laterza e Figli, donde Il Mulino nos permitía conocer teorías críticas ignoradas hasta entonces, desde los formalistas rusos hasta el New Criticism a través de Wellek y Warren; el ambiente de las editoriales Einaudi, Feltrinelli y sucesivamente Il Saggiatore, que traducían a Husserl, a Merleau-Ponty o a Wittgenstein; el ambiente en el que se leía a Gadda y se empezaba a descubrir a un Italo Svevo de quien hasta entonces se decía que escribía mal; el ambiente en el que Giovanni Getto leía el Paraíso dantesco acercándonos a una poesía de la inteligencia que no había sido comprendida cabalmente por Francesco De Sanctis, todavía vinculado a la poesía de las humanas pasiones.
En el triángulo Turín-Milán-Bolonia florecían los primeros acercamientos a las teorías estructuralistas. Nótese que, aunque sucesivamente alguien hablara de matrimonio entre vanguardia y estructuralismo, la noticia es falsa. Casi nadie del mundillo del Grupo 63 se ocupaba de estructuralismo, que si acaso era practicado por los filólogos de Pavía y Turín, como Maria Corti, Cesare Segre, D’Arco Silvio Avalle, y los dos filones seguían sendas, por decirlo así, independientes (la única excepción, el único que encendía velas a Dios y al diablo, quizá fuera yo). Pero estos cruces creaban un ambiente.
Me acuerdo de que Eugenio Scalfari, que me había invitado a colaborar con L’Espresso en 1965, al principio me decía, cuando reseñaba a Lévi-Strauss, que no me olvidara de que estaba escribiendo para un público de abogados crocianos meridionales. Ese era el clima incluso del pensamiento más laicamente abierto a las novedades, pero yo le respondía a Scalfari, quien por otra parte me dejaba hacer lo que yo quería, que los lectores de L’Espresso ya eran los nietos de aquellos abogados crocianos, leían a Barthes o a Pound, y se constituían en escuela de Palermo.
Tampoco hay que olvidar cuál era entonces la estructura de la cultura marxista, que, en los grandes debates «oficiales» sobre las artes, acataba los dictámenes del realismo socialista soviético; de ahí las excomuniones de autores aun cercanos al Partido Comunista, cuyos pecados podían ser tanto un «romanticismo de regreso» como cualquier otra perversión. Y no estoy hablando de autores de vanguardia sino del Pratolini de Metello o del Visconti de Senso, por no hablar obviamente del gélido recibimiento de las películas de Antonioni, en parte absuelto porque se sugería que ponía en escena, aun en forma de dramas privados, la alienación del mundo capitalista. Pero, en efecto, la formación cultural de los marxistas italianos seguía siendo sobre todo crociana e idealista.
Para entender ese ambiente hay que pensar en los esfuerzos de Vittorini, que además ya era herético desde los tiempos de Il Politecnico (título que una vez más remitía a la ilustración lombarda de Carlo Cattaneo), cuando en 1962 dio el vuelco histórico de Menabò 5. En 1961, Vittorini dedicó Menabò 4 a la literatura industrial, entendiendo con este término a los escritores que se ocupaban de la nueva realidad de la industria (Ottiero Ottieri había publicado hacía dos años en la colección «Gettoni» de Einaudi su bellísimo Donnarumma all’assalto y en Menabò 4 publicaba un «Taccuino industriale»). En Menabò 2 de 1960, Vittorini ya había publicado «La ragazza Carla» de Pagliarani, que sería el caballo de batalla de la antología de los Novissimi.
Con su acostumbrado olfato, Vittorini decidió dedicar Menabò 5 a una nueva manera de entender la expresión «literatura e industria», focalizando la atención crítica no en el tema industrial sino en las nuevas tendencias estilísticas de un mundo dominado por la tecnología. Era un valiente paso desde el neorrealismo (donde prevalecían los contenidos sobre el estilo) hacia una investigación sobre el estilo de los nuevos tiempos, por lo que, tras un largo ensayo mío «Sul modo di formare come impegno sulla realtà»,2 aparecían pruebas narrativas de lo más ultrajantes de Edoardo Sanguineti, Nani Filippini y Furio Colombo. Había también un ensayo, en apariencia polémico, pero sustancialmente cómplice, «La sfida al labirinto» de Italo Calvino (que entonces me dijo: «Perdona, pero Vittorini [y detrás de Vittorini estaba la cultura marxista de la época, de la que se había liberado pero a la que al fin y al cabo todavía tenía que rendir cuentas] me ha pedido que tienda un cordón sanitario». Querido y amable Calvino, que en el futuro entrecruzaría sus destinos con los de las sendas que se bifurcan y con los experimentalismos del Oulipo).
En fin, que respecto del mundo de la cultura marxista, a los nuevos escritores, que consideraban que el compromiso estaba en el lenguaje y no en los temas politizados, se los veía como moscas cojoneras del neocapitalismo, y no contaba que entre ellos hubiera algunos, como por ejemplo Sanguineti, explícitamente alineados con la izquierda.
Entender este ambiente —y el choque que se creaba entre el Grupo 63 y otros sectores de la cultura italiana— sirve para descifrar también una serie de reacciones a menudo furiosas y de apasionadas controversias. Para volver solo a mis recuerdos personales, en 1962, Obra abierta (que hablaba, les recuerdo, de Joyce y Mallarmé e incluso de Brecht, y no de la mierda de artista de Piero Manzoni) y luego el número 6 de Menabò, suscitaron consensos o fecunda polémica «desde dentro», por parte de Eugenio Battisti, Elio Pagliarani, Filiberto Menna, Walter Mauro, Emilio Garroni, Bruno Zevi, Glauco Cambon, Angelo Guglielmi, Renato Barilli e —infatigable e inteligentemente polémico— Gianni Scalia; «desde fuera» en cambio soportaron ataques feroces. Aldo Rossi en Paese Sera escribía: «Díganle a ese joven ensayista que abre y cierra las obras como si fueran puertas, juegos de cartas o gobiernos de izquierdas, que acabará en una cátedra y que sus alumnos, al aprender a mantenerse informados en decenas de revistas, se volverán tan buenos que querrán ocupar su plaza» (lo cual, afortunadamente, fue una admirable profecía, y nunca he entendido por qué mis alumnos no tenían que leer decenas de revistas). L’Unità, en un artículo firmado por Velso Mucci, hablaba de regreso al decadentismo; L’Osservatore Romano, a través de la pluma de Fortunato Pasqualino, se preguntaba por qué los escritores se metían en la maleza de la crítica científica y filosófica y se entregaban a absurdos dilemas extraestéticos. En Filmcritica, entonces de inspiración paleomarxista (prueba de ello era que su numen tutelar era Armando Plebe, futuro activista missino de extrema derecha), se hablaba de «obra abierta como obra absurda». En L’Espresso, entonces periódico de los últimos crocianos abrazados a la intuición lírica como los últimos japoneses en las islas del Pacífico tras el final de la guerra, Vittorio Saltini se preguntaba con Machado (inocente) cómo era posible que «las más poderosas perversiones del gusto tengan siempre los abogados de costumbre para defender sus mayores extravagancias». Rinascita, sin que su mucho más prudente autor, Luigi Pestalozza, lo supiera, titulaba su reseña «La obra abierta musical y los sofismas de Umberto Eco». Paese Sera Libri condenaba los improbables ejercicios sobre el lenguaje; Walter Pedullà en Avanti! observaba cómo «Eco sirve de sostén a pocos, inexpertos y modestísimos narradores de vanguardia».
Por no hablar de cuando en 1962 publiqué dos artículos en Rinascita, invitado por el inolvidable y abiertísimo Mario Spinella, para llamar la atención de la cultura entonces de izquierdas hacia una atenta consideración de las nuevas literaturas, de los estudios sobre las comunicaciones de masas. Cáigase el cielo. Únicamente Asor Rosa en Mondo Nuovo de noviembre de 1962 prestó oídos a la llamada. La respuesta más virulenta llegó de Rinascita, y no es sorprendente que llegara de Rossana Rossanda, que nunca en su vida ha conseguido cambiar una sola idea (lo que para muchos, a veces yo incluido, es un mérito), pero es curioso que entre los críticos más severos por parte marxista estuvieran Massimo Pini, hoy hombre de la derecha de Alleanza Nazionale, y un ensayo en dos entregas de un joven marxista francés, según el cual intentar combinar estructuralismo y marxismo era una empresa desesperada y demasiado neocapitalista. Se llamaba Louis Althusser y esto lo publicaba en Rinascita en 1963, dos años antes de escribir Pour Marx y Lire le Capital. Buenos tiempos.
En el transcurso de todas estas vicisitudes, Montale seguía con tono preocupado su desarrollo, que no conseguía aceptar, pero les dedicaba numerosos artículos en Il Corriere, como uno que se hace preguntas, caso admirable, considerando su edad y su historia.
Resultó natural que un día Balestrini me dijera (y no sé si yo era el primero con quien hablaba, pero estábamos en un pequeño restaurante cerca de Brera) que había llegado el momento de inspirarse en el Grupo 47 alemán, y reunir a todas las personas que vivíamos en ese ambiente común, para leernos los unos a los otros nuestros textos, hablar mal cada uno del otro para empezar, y luego, si sobraba tiempo, de los demás, de esos que según nosotros entendían la literatura como «consolación» y no como provocación. Me acuerdo de que Balestrini me dijo: «Haremos morir de rabia a un montón de gente». Parecía una chulería, pero funcionó.
¿Por qué el Grupo 63, que se reunía en Palermo sin, al principio, pregonar la iniciativa a los cuatro vientos y —bien pensado— metiéndose solo en sus asuntos, tenía que hacer que tanta gente se irritara?
Para entender esta historia hay que dar un paso atrás y recordar qué era la sociedad literaria italiana (independientemente de las posturas ideológicas) hacia finales de los años cincuenta. Se trataba de una sociedad que había vivido en defensa y mutuo auxilio, aislada del contexto social, por razones obvias. Había una dictadura y los escritores que no se alineaban con el régimen —me refiero a los que no se alineaban en cuanto a las elecciones estilísticas, con independencia de las convicciones e incluso de las cobardías políticas de muchos— eran tolerados a duras penas Se reunían en cafés oscuros, hablaban entre ellos y escribían para un público de tirada limitada. Vivían mal, y se ayudaban recíprocamente para encontrar una traducción, una colaboración editorial mal pagada. Arbasino tal vez fue injusto cuando se preguntaba por qué no se fueron jamás de excursión a Chiasso, donde habrían podido encontrar toda la literatura europea. Quizá de contrabando, pero bien que había leído Pavese Moby Dick, Montale Billy Budd, y Vittorini a los autores que publicó en Americana. Claro que, si desde dentro conseguían recibirlo todo, o mucho, fuera no podían salir.
Debo contar un episodio personal, y pido perdón, pero en este caso tuve como una revelación. En 1963 el Times Literary Supplement decidió dedicar una serie de números, en septiembre, a «The critical moment», es decir, a un panorama de las nuevas tendencias de la crítica. Me invitaron a participar, y como a mí, invitaron a Roland Barthes, a Raymond Picard (que luego se convertiría en su archienemigo), a George Steiner, a René Wellek, a Harry Levin, a Emil Steiger, a Dámaso Alonso, a Jan Kott y otros. Imagínense mi orgullo, a mis treinta años, incluirme entre tal insigne compañía, cuando ninguno de mis textos había sido traducido todavía al inglés. Creo que se lo dije a mi mujer, para demostrarle que no se había casado con el último de los imbéciles, y luego callé.
El hecho es que el otro italiano invitado era Emilio Cecchi, me refiero a Emilio Cecchi, uno de los más ilustres estudiosos de literatura angloamericana. Nadie era más digno que él de ser incluido en esa lista. Pues bien, Emilio Cecchi, onusto de laureles académicos, considerado en aquel entonces el único que podía competir con Mario Praz por el título de mayor anglista italiano, con ocasión de aquel acontecimiento escribió dos artículos en Il Corriere della Sera, uno para decir que se estaba llevando a cabo esa recopilación, otro para reseñarla nada más salir.
¿Qué quiere decir esto? Que un hombre como Emilio Cecchi, tras años de dictadura y de guerra, encontraba acogida, por fin, en el mundo anglosajón, y justamente se sentía orgulloso. Yo, por lo que me concernía, consideraba perfectamente normal que los ingleses me hubieran leído en italiano en 1962 y me pidieran una intervención en 1963. Para mi generación, el mundo se había ampliado. No íbamos a Chiasso, sino a París y a Londres en avión.
Se había producido una fractura dramática entre nosotros y la generación anterior, que tuvo que sobrevivir bajo el fascismo, perder sus años más bellos en la Resistencia, o en los escuadrones de Salò. Nosotros, los que habíamos nacido alrededor de los años treinta, éramos una generación afortunada. Nuestros hermanos mayores fueron destruidos por las guerras. Si no murieron, se licenciaron con diez años de retraso; algunos de ellos no consiguieron entender qué era el fascismo, otros lo aprendieron a costa propia en los Grupos Universitarios Fascistas. Nosotros llegamos a la liberación y al renacimiento del país cuando teníamos algunos diez, otros catorce, otros quince años. Vírgenes. Lo bastante conscientes para haber entendido lo que había sucedido antes, lo bastante inocentes porque no nos había dado tiempo para comprometernos. Nosotros éramos una generación que empezó a entrar en la edad adulta cuando todas las oportunidades estaban abiertas, y estábamos dispuestos a correr todos los riesgos, mientras que nuestros mayores todavía estaban acostumbrados a protegerse el uno con el otro.
Al principio, alguien habló del Grupo 63 como de un movimiento de jóvenes turcos que intentaban expugnar los baluartes del poder cultural con acciones provocadoras. Pues bien, si algo distinguía a la neovanguardia de la de principios de siglo era que nosotros no éramos unos bohemios que vivían en buhardillas e intentaban desesperadamente publicar su poesía en la gaceta local. Cada uno de nosotros, a sus treinta años, ya había publicado uno o dos libros, ya estaba introducido en la que entonces se denominaba la industria cultural, y con tareas directivas, algunos en editoriales, otros en periódicos, otros en la RAI. En este sentido, el Grupo 63 fue la expresión de una generación que no se rebelaba desde fuera sino desde dentro.
No fue una polémica contra el establishment, fue una rebelión desde dentro del establishment, un fenómeno sin duda nuevo con respecto a las vanguardias históricas. Si es verdad que los vanguardistas históricos eran incendiarios que habían de morir como bomberos, el Grupo 63 fue un movimiento que nació en el cuartel de los bomberos, donde luego algunos acabaron como incendiarios. El grupo expresaba una forma de alegría, y eso hacía sufrir al escritor que, por definición, había de ser un sufridor.
La denominada neovanguardia del Grupo 63 irritaba a la cultura que entonces se decía comprometida —fundada, lo hemos visto, en un connubio entre poética del realismo socialista y marx-crocianismo; hircocervo, pensándolo bien hoy en día, harto curioso, una especie de sección cultural de un partido berlusconiano donde podían convivir orgullosos reaccionarios (por lo menos desde el punto de vista literario) y comprometidos socialistas, paleo-idealistas y materialistas, ya fueran históricos o dialécticos. El Grupo 63 no parecía creer en el gesto revolucionario, aunque fuera el de los futuristas que escandalizaban a los buenos burgueses en el Salone Margherita. Ya habíamos entendido que los gestos revolucionarios, en la nueva sociedad de consumo, atacaban a una conservación tan dúctil y espabilada que se apropiaba de todos los elementos de estorbo, que fagocitaba toda propuesta de subversión introduciéndola en el círculo de lo aceptado y del objeto de consumo. La subversión artística ya no podía asimilarse a la subversión política.
Y, por lo tanto, la neovanguardia, proponiéndose como proyecto de subversión desde dentro, intentaba afinar la puntería, desplazar la polémica hacia objetivos más radicales, que difícilmente podrían inmunizarse, cambiar los tiempos y las técnicas de guerra y, sobre todo, anticipar o provocar, a través de las soluciones del arte, una visión distinta de la sociedad en la que se movía.
La vocación profunda de la denominada neovanguardia quedó bien especificada por Angelo Guglielmi, en 1964, en su Avanguardia e sperimentalismo. Si la vanguardia siempre había sido un movimiento de rotura violenta, el experimentalismo era distinto; si futuristas, dadaístas o surrealistas habían sido vanguardia, en cambio, Proust, Eliot o Joyce eran escritores experimentales. Y desde luego, la mayor parte de los participantes del congreso de Palermo de 1963 estaba más del lado del experimentalismo que del de la vanguardia.
Por ello, a propósito de la primera reunión de Palermo, hablé de una generación de Neptuno, opuesta a una generación de Vulcano, y acuñé la expresión de «vanguardia en coche cama» (pensando malignamente en Mussolini, que no tomó parte en la Marcha sobre Roma y se sumó el día siguiente a sus pelotones, llegando en coche cama, sabiendo bien que la marcha contaba bastante poco, visto que el rey estaba de acuerdo, y que a un parlamento democrático se lo socava poco a poco y desde dentro, no tomando una Bastilla ya vacía).
La comparación era sarcástica, pero servía para polemizar con quienes estaban imaginándose todavía a los neovanguardistas como tropas de asalto al palacio de invierno del poder literario. Lo que quería decir es que sabíamos perfectamente que se negarían a meternos en la cárcel, y que no valía la pena hacernos heroicas ilusiones. El gesto revolucionario quería sustituirse con la lenta experimentación, la revolución con la filología. Escribía entonces:
Al gesto que todo lo aclara de una vez (mi posición y la de los demás) le sigue la propuesta que, de momento, no aclara todavía nada […]. Se sabe solo que la dirección es buena y, a largo plazo, las semillas que se están esparciendo darán un fruto insospechado. De momento, en el curso de la fase intermedia, también el trabajo que se está haciendo entrará a formar parte del juego (nada se desperdicia): pero de momento, gracias a este trabajo, se está configurando una manera nueva de ver las cosas, de hablar de ellas, de determinar cuáles son para actuar sobre ellas. No hay una coartada heroica que, de momento, justifique nada. Se está como, en la taberna, Jenny la de los Piratas: un día llegará un barco, y Jenny chasqueará los dedos y hará que rueden cabezas. Pero de momento, Jenny friega platos y hace camas. Mientras tanto, escudriña el rostro de los clientes, imita sus gestos, su forma de beber el vino…, aprieta la mano contra las almohadas para rehacer las formas de las cabezas que se han posado en ellas. En cada gesto suyo […] se oculta un proyecto, un experimento de gestos distintos. Y no es que Jenny haga solo eso: ya desde ahora podrá mantener un carteo secreto con la Tortuga, entrada la noche podrá mover la lámpara ante los cristales de su ventana para señalar los movimientos de los parroquianos, y dará refugio bajo su cama a los compañeros perseguidos. Pero eso lo hará como otra Jenny, que no es la Jenny de la taberna, con su función técnica precisa, fregar los platos y hacer las camas. ¿Cómo están hechos esos platos? ¿Con qué madera las camas? ¿Hay una relación entre la madera y la forma de las camas, y la naturaleza de los clientes? ¿Qué se podrá recuperar de todo esto el día del desembarco? Jenny, por lo tanto, en su oficio no hace revoluciones. Hace filología. Ahora bien, ¿el gesto experimental no podrá demorarse sobre sí mismo?, ¿no se perderá de vista su finalidad en la secuencia de las investigaciones sucesivas? Nada más fácil. De ahí la necesidad de un control recíproco, de una discusión, no con la obra acabada, sino mientras se hace la obra. Los gestos de cada uno son tan distintos que solo comparándolos fase a fase se podrán hallar las direcciones comunes o complementarias. La generación ha entendido que, puesto que el escándalo efectivo no constituye ya la verificación de cada propuesta individual, no queda sino la verificación en común, el encuentro y el control de las triangulaciones. Ciertamente, lo que más escapa a toda triangulación es la efusión lírica individual: señal de que la generación no cree en la efusión lírica. Y si la poesía se identifica con ella, pues bien, que quede claro que la generación no cree ni siquiera en la poesía. Evidentemente cree en algo distinto. Quizá aún no sabe ni siquiera su nombre.3
Imagínense si la estética del realismo socialista podía ver de forma favorable semejantes afirmaciones. Pero lo que había irritado aún más a la sociedad literaria no había sido la postura que definiríamos «política» del Grupo. Fue una disposición distinta al diálogo y al debate. He hablado de una sociedad literaria confinada en sus propios lugares establecidos, y empeñada por razones históricas de supervivencia en proteger a sus miembros y en mantener intacto su único capital, la idea sacralizada del poeta y del hombre de cultura. Era una generación que podía conocer la desavenencia, pero la consumía a través de un ignorarse mutuo de los varios conventículos, y prefería la malignidad susurrada en el bar a la reprobación en un artículo público. Era, por decirlo así, una generación acostumbrada a lavar los trapos sucios en familia (se distinguían solo los marxistas, por tradición proclives a la polémica y al ataque, pero también en esos casos, salvo que se cuestionaran los cánones de una estética de partido, el intento era más bien reclutar a compañeros de camino, no rechazarlos).
¿Qué se puso en escena, en cambio, en Palermo? Alrededor de una mesa, un grupo de poetas, novelistas y críticos (y pintores y músicos en función de oyentes) escuchaba a alguno de los presentes leer sus obras más recientes. Capítulos, páginas, fragmentos, ejemplos, excerpta. Si los presentes constituían un grupo, parecía ser a primera vista por las meras razones por las que fue «grupo» el puñado de víctimas en el puente de San Luis Rey. Junto con el equipo de Il Verri se sentaban quienes, como Pignotti, procedía de diferentes experiencias florentinas; o como Leonetti, de una línea Officina-Menabò; y vagantes como Ferretti, como Marmori, aislado en París, o Amelia Rosselli, a quien luego le tocarían padrinos que no estaban en Palermo.
Y también entre los colaboradores de Il Verri existían distintas opiniones que salieron a la luz aquellos días, que se habían prefigurado ya tiempo atrás y que se agudizarían más tarde. Por ejemplo, la evaluación que daban Sanguineti y Barilli del marxismo era distinta. Sobre los problemas de la obra abierta, la posición de Guglielmi era distinta de la mía. Habría sido difícil encontrar analogías de poética entre el río verbal de Amelia Rosselli y la precisión brechtiana de Pagliarani. Sobre la actitud emotiva hacia los datos de la realidad tecnológica contemporánea, Balestrini y Pignotti, aun tan distintos entre sí, se encontraron con la oposición radical de Sanguineti. Basta cotejar una página de Balestrini y una de Manganelli para preguntarse, con buenas dosis de razón, qué tenían en común aquellos dos curiosos individuos.
Pues bien, las personas que se reunieron en Palermo tenían en común tanto una voluntad de experimentación como una exigencia de diálogo pendenciero, sin piedad y sin dobleces. Los escritores se leían los textos unos a otros, pero, dado que había fracturas originarias, ninguna lectura recibía consenso general. No nos declarábamos perplejos, nos declarábamos en contra. Y decíamos por qué. Cuáles eran los porqués no cuenta. Cuenta que en esa sociedad literaria, la unidad se estaba realizando poco a poco a través de dos implícitos presupuestos metodológicos: a) cada uno de los autores sentía la necesidad de controlar su propia investigación proponiéndola a las reacciones ajenas; b) la colaboración se manifestaba como ausencia de piedad e indulgencia.
Corrían definiciones que habrían levantado ampollas en los ánimos más sensibles. Cada uno de estos juicios, expresado públicamente en el ámbito de una sociedad apolínea, habría significado el final de una hermosa amistad. En Palermo, en cambio, la disensión generaba amistad.
Solo días después me di cuenta de que el grupo existía, al hablar de ello con un literato de otra generación. Intentaba demostrarle que en Palermo no se había constituido un movimiento homogéneo. Ante las tres acusaciones: «Os echo en cara haber formado un grupo. Haberlo formado sobre una base generacional. Haberlo formado en oposición a alguien y a algo», observaba yo que era típico de todas las épocas la formación de corrientes, que a menudo el denominador común tenía una base generacional (si licet, Sturm und Drang, Scapigliatura, Die Brücke o Ronda), y oponía, de todos modos, el argumento conciliador y definitivo: él mismo, si hubiera querido, habría podido ir a Palermo, sentarse a aquella mesa, leer su texto más reciente, y habría sido acogido con el respeto y el aprecio debidos al autor, y con la franqueza debida a aquellos objetos de ejercicio crítico que son las obras. Respuesta: «Yo nunca habría ido a Palermo. No acepto someter a otros un trabajo in fieri. El escritor se realiza a sí mismo solo ante la página blanca, y en ella se concluye, al realizarla». ¿Qué responder?
Este fue el mensaje ofensivo lanzado por el grupo, y al releer las reacciones de entonces, uno queda desconcertado ante las repulsas, las protestas, los atrincheramientos defensivos. Es más, osaría decir que la fortuna del Grupo, su visibilidad en los medios de masas, se debió a sus adversarios.
Tomemos, por ejemplo, el asunto de las Liale 63. Fue Sanguineti, me parece, quien dijo que Cassola y Bassani eran las Liala de 1963. Ironía que ahora considero injusta, por lo menos con respecto a Bassani, sin olvidar que, en aquel entonces, precisamente Vittorini era un ensañado denigrador del Jardín de los Finzi-Contini. Pero en fin, si se hubiera pasado por alto la afirmación, o hubiera circulado como una de las muchas boutades que decían Flaiano o Mazzacurati en piazza del Popolo o en via Veneto, nos habríamos quedado en mera anécdota de circulación oral. En cambio, fue precisamente Bassani, que sin duda no estaba preparado para el juego provocador de la invectiva, acostumbrado a un tipo del todo distinto de, como se decía entonces, educación literaria, quien desencadenó una dolorida polémica en Paese Sera, contribuyendo a que el escándalo se extendiera como una mancha de aceite.
Por otra parte, algunos años más tarde, los amigos florentinos, con la complicidad de Camilla Cederna y la mía, organizaron un Premio Fata (hada), contrapuesto al Premio Strega (bruja), que habría de entregarse al peor libro del año. No era más que una inocentada, y el jurado se lo otorgó adrede a Pasolini. Y Pasolini, polemista tan luchador y en tantos aspectos tan atento a las nuevas provocaciones culturales, no pudo resistirse y —sabiendo que el premio se le asignaría— envió una carta para la velada de la entrega de premios en la que explicaba por qué era injusto el veredicto.
Como se ve, no se puede negar un componente guasón a muchas de las provocaciones del Grupo, pero el Grupo acababa en las páginas de los periódicos no por sus proezas de estudiante bromista, sino por las reacciones escandalizadas de los directores de instituto alcanzados por sus alfilerazos.
Pasados los primeros y poco heroicos furores, las oposiciones a la neovanguardia tomaron otro camino: ya no se hablaba de bromistas insolentes, sino que se decía que el Grupo expresaba muchas bellas teorías y ninguna obra válida. Esta contestación perdura hoy en día, pero se sirve de un delicioso argumento que llamaré «argumento de la alcachofa». Cuando el tiempo hizo justicia y la crítica oficial descubrió que Antonio Porta era una gran poeta, Germano Lombardi o Emilio Tadini grandes novelistas, Giorgio Manganelli un altísimo prosista y, si hablamos de quienes fueron absueltos todavía en vida (y propongo solo dos ejemplos sin pretender agotar la lista), cuando no se pudo negar el talento de Arbasino o de Malerba, se dijo: «Sí, pero esos no pertenecían efectivamente al grupo, estaban solo de paso». Ahora bien, es obvio que si yo denigro el cine norteamericano, y cuando alguien me cita a Orson Welles o a John Ford, a Humphrey Bogart o a Bette Davis, o a quien sea, a cada nombre contesto que, bueno, no eran verdaderamente norteamericanos en el sentido más profundo del término, al final, quitándole poco a poco las hojas a la alcachofa, el cine norteamericano queda reducido a Abbott y Costello, y yo he ganado la partida. Pero así se hizo y aún se sigue haciendo en varias gacetillas.
Desde luego, como en todos los cenáculos de vanguardia, a veces la polémica y la experimentación se empujaron hasta el exceso, baste con pensar en el gusto por la ilegibilidad. Con todo, considero que fue una temporada productiva, en la cual, en cualquier caso, se fertilizó a conciencia. Pero, sobre todo, no fue una temporada dogmática, en el sentido de que en el curso de los años (y esto, desde luego, desconcertaba aún más a los adversarios), a través de sus distintas reuniones, el Grupo sabía volver a poner en cuestión las ideas de los inicios.
A este respecto, quisiera recordar la reunión del Grupo en 1965, dos años después. Me gustaría recordar la relación inicial de Barilli, ya teórico de todos los experimentalismos del Nouveau Roman, que se las tenía que ver con el nuevo Robbe-Grillet, y con Grass, y con Pynchon, citaba al redescubierto Roussel, que amaba a Verne. Decía Barilli que hasta entonces se había privilegiado el final de la intriga, y el bloqueo de la acción en la epifanía y en el éxtasis materialista, pero que estaba empezando una nueva fase de la narrativa con la revalorización de la acción, aunque fuera una acción autre. Esos días, se proyectó un curioso collage cinematográfico de Baruchello y Grifi, Verifica incerta, una historia hecha con retazos de historias, o mejor, de situaciones estándar, de topoi del cine comercial. Y se vio que el público reaccionó con mayor placer en esos puntos en los que, hasta unos años antes, habría dado señales de escándalo, es decir, allá donde se eludían las consecuencias lógicas y temporales de la acción tradicional y las expectativas se veían frustradas con violencia. La vanguardia se estaba convirtiendo en tradición: lo que se presentaba como disonante algunos años antes, se convertía en miel para los oídos (o para los ojos). La inaceptabilidad del mensaje ya no era un criterio príncipe para una narrativa (y para cualquier arte) experimental, visto que lo inaceptable se codificaba ya como agradable. Lo que atraía en el trabajo de Baruchello y Grifiera la revisitación irónica y crítica de lo agradable fílmico que se revalorizaba en el mismo instante en que se ponía en crisis.
En aquellos días, en el Palermo de 1965, se discutió, sin aún saberlo, sobre la naciente poética de lo posmoderno, solo que en aquel entonces ese término todavía no circulaba.
Desde 1962 un músico severamente serial como Henri Pousseur, hablando de los Beatles, me decía: «Trabajan para nosotros»; y yo le contestaba que también él estaba trabajando para ellos (y en aquellos años Cathy Berberian nos mostraba que los Beatles podían ser ejecutados con un estilo a lo Purcell).
Desde dentro del Grupo se notaba que, si la experimentación previa había llevado hasta la tela blanca, o hasta la escena vacía, ahora se había llegado a un punto de inflexión. El non ultra citraque lo había expresado sin duda la mierda de artista de Manzoni, pero el producto extremo del primer Grupo 63 se produciría en 1968, cuando Gian Pio Torricelli publicó en Lerici Coazione a contare, donde en cincuenta páginas aparecían impresos en letras alfabéticas, uno junto al otro y sin comas, los números de uno a cinco mil ciento treinta y dos. Si a eso se había llegado, acababa una época y había que empezar otra.
Una época en la que Balestrini pasaba del collage de palabras a un collage de situaciones sociopolíticas, Sanguineti no abandonaba completamente la Palus Putredinis de los primeros años cincuenta pero se aventuraba, en 1963 con Capriccio italiano y en 1967 con Il Gioco dell’oca, en territorios de más afable narratividad, y podría seguir con otras citas.
¿Cuál fue la contradicción fundamental del Grupo 63? He dicho que, al poder rehacer la elección inocente de las vanguardias históricas, la mayor parte de los participantes del Grupo practicaba un experimentalismo literario más subterráneo, y no es una casualidad que su numen tutelar no fueran los dadaístas o los futuristas sino Gadda. Y, aun así, en la definición misma de neovanguardia —que no recuerdo ya si vino de dentro o fue asignada desde fuera (y aceptada con divertida serenidad)— todavía contaba la alusión a las vanguardias históricas.
Ahora bien, hay una diferencia sustancial entre movimientos de vanguardia y literatura experimental, por lo menos tanta como podía haberla entre Boccioni y Joyce.
Renato Poggioli en su Teoria dell’arte d’avanguardia fijó bien las características de estos movimientos. Eran: activismo (fascinación por la aventura, gratuidad del fin); antagonismo (se actúa contra algo o alguien); nihilismo (se hace tabula rasa de los valores tradicionales); culto de la juventud (la querelle des anciens et des modernes); lucidez (arte como juego); predominio de la poética sobre la obra; autopropaganda (violenta imposición del propio modelo con exclusión de todos los demás); revolucionarismo y terrorismo (en sentido cultural), y por último, agonismo, en el sentido de sentido agónico del holocausto, capacidad de suicidio en el momento adecuado, y gusto por la catástrofe personal.
En cambio, el experimentalismo es devoción hacia la obra individual. La vanguardia agita una poética, renunciando por amor suyo a las obras, produce más bien manifiestos, mientras que el experimentalismo produce la obra y solo de ella saca o permite luego que se saque una poética. El experimentalismo tiende a una provocación interna al circuito de la intertextualidad, la vanguardia a una provocación externa, en el cuerpo social. Cuando Piero Manzoni producía una tela blanca hacía experimentalismo, cuando vendía a los museos una lata con una mierda de artista hacía provocación vanguardista.
Pues bien, en el Grupo 63 convivieron las dos almas, y es obvio que el alma vanguardista prevaleciera al crear su imagen massmediática. Si los textos experimentales, a despecho de tantas controversias, aún permanecen, los gestos vanguardistas no podían sino vivir una breve estación.
El momento en el que el Grupo 63 escogió de manera definitiva el camino de la vanguardia fue paradójicamente el momento en que regresaba del experimentalismo con el lenguaje al compromiso público y político. Fue la época de Quindici, que vio dramáticas conversiones a la utopía del 68, o dolorosas resistencias, y al final llevó a la revista (e indirectamente con ella al Grupo) a un suicidio deliberado, precisamente en el sentido del agonismo de Poggioli.
En la catástrofe estoicamente deseada de Quindici salieron al descubierto, es obvio, las divisiones que existían desde el principio, pero que habían sido superadas gracias a la elección del diálogo recíproco. Frente a las tensiones inmediatas de un período histórico entre los más contradictorios y animados, el Grupo decidió que no podía seguir fingiendo una unidad que no existía desde el principio. Pero esta ausencia de unidad que había constituido su fuerza interior, y su energía de provocación externa, ahora sancionaba el justo suicidio. El Grupo se entregaba, si no a la historia, por lo menos a las ocasiones de celebración de cuarenta años más tarde.
¿Fue verdadera gloria? Todos pueden responder menos nosotros. Que ese trabajo diera sus frutos, yo lo creo, y se puede crear tradición y ejemplo también a través de los errores propios. Lo único que siento es que esta reunión sea incompleta y que a lo largo del camino hayan caído, entre los más conocidos, Antonio Porta, Giorgio Manganelli, Enrico Filippini, Emilio Tadini, Adriano Spatola, Corrado Costa, Germano Lombardi, Giancarlo Marmori y, entre los que fueron entonces activos compañeros de camino, Amelia Rosselli, Pietro Buttitta, Andrea Barbato, Angelo Maria Ripellino, Franco Lucentini, Giuseppe y Guido Guglielmi, por no hablar de Vittorini y Calvino. Que su recuerdo acompañe este simposio nuestro y le ponga su única y razonable nota de nostalgia.
[Conferencia dictada en Bolonia en mayo de 2003, con motivo de los cuarenta años del Grupo 63, y publicada como Prolusione en VV.AA., Il Gruppo 63 quarant’anni dopo, Actas del Congreso (Bolonia, 8-11 de mayo de 2003), Bolonia, Pendragon, 2005.]