Todo discurso sobre Victor Hugo suele empezarse con una afirmación de Gide: cuando le preguntaron quién era el mayor poeta francés, exclamó «Hugo, hélas!» («Hugo, ¡ay de mí!»).1 Si queremos ensañarnos, seguimos con la cita de Cocteau: «Victor Hugo era un loco que se creía Victor Hugo».2
El grito de dolor de Gide significaba muchas cosas, pero ya se tiende a interpretarlo en el sentido de que Hugo (también y quizá precisamente el Hugo narrador) es un gran escritor a pesar de sus innumerables defectos, su grandilocuencia, su retórica a veces insoportable. La afirmación de Cocteau, en cambio, es inexacta: Victor Hugo no era un loco que se creía Victor Hugo; Victor Hugo solo se creía Dios, o por lo menos su intérprete autorizado.
En Hugo predomina siempre el exceso a la hora de describir los acontecimientos terrestres, y la indómita voluntad de verlos siempre desde el punto de vista de Dios. El gusto por el exceso lo lleva a descripciones que avanzan mediante enumeraciones interminables, a la creación de personajes cuya psicología siempre se juzga insostenible, conformada con el hacha, cuyas pasiones alcanzan tales niveles de paroxismo que se vuelven memorables, emblema de las fuerzas que mueven la historia. La voluntad de suplantar a Dios le permite ver siempre, por debajo y por encima de los acontecimientos que embisten a sus héroes, las grandes fuerzas que mueven las vicisitudes humanas, y si no es Dios el que domina y dirige las voluntades individuales, es el hado, un destino que a veces se presenta como providencia y otras como una especie de proyecto casi hegeliano.
El gusto por el exceso explica por qué Cocteau podía tomar a Hugo por el Señor Dios, personaje excesivo por definición, que mueve el abismo para crear el cielo y la tierra, desencadena diluvios universales, hunde a los pecadores en las vísceras de la Gehena, y mucho más (¡pardiez, un poco de moderación!) y, por otro lado, justifica el melancólico lamento de Gide, que evidentemente identificaba el arte con el equilibrio apolíneo y no con el furor dionisiaco.
Sé perfectamente que amo a Hugo porque en otros escritos míos he celebrado lo sublime por exceso: el exceso puede incluso darle la vuelta a la mala escritura y transformar la trivialidad en tempestad wagneriana y, para explicar la fascinación de una película como Casablanca, notaba yo que un solo cliché es kitsch, cien clichés soltados sin pudor se vuelven épicos; también he hablado de lo mal escrito que está El conde de Montecristo (a diferencia de otras novelas de Dumas, como Los tres mosqueteros): es redundante y verboso, pero precisamente por estas malas cualidades, llevadas más allá del límite de lo razonable, acaricia lo sublime dinámico de kantiana memoria, y justifica el éxito que ha tenido y que tiene en millones de lectores.3
Volvamos a Hugo. Tomemos un territorio típico del exceso romántico, la representación del feo y del malvado.
Desde el Pelida Aquiles hasta los umbrales del romanticismo, el héroe siempre ha sido guapo, mientras que desde Tersites hasta más o menos el mismo período, feo, horrible, grotesco o risible ha sido el malvado. Y cuando se hace un héroe de un malvado, se lo vuelve hermoso, véase el Satanás de Milton.
Ya con la novela gótica la perspectiva se invierte: no solo inquietante y tremendo se presenta el héroe, sino que también el antihéroe, en su tenebrosidad, se vuelve, si no fascinante, por lo menos interesante. Dirá Byron de su Giaour que torvo y no de esta tierra era el rostro que se vislumbraba bajo su lóbrega capucha, y su ojo y su sonrisa amarga suscitaban terror y sentimientos de culpabilidad. Y de otro espíritu tétrico, Ann Radcliffe dirá en el Confesionario de los penitentes negros que su figura causaba impresión, sus extremidades eran grandes y carentes de gracia y, puesto que caminaba a grandes pasos, envuelto en los negros hábitos de su orden, en su aspecto se manifestaba algo terrible y casi sobrehumano, mientras su capucha, arrojando una sombra sobre su rostro lívido, daba una sensación de horror a sus grandes ojos melancólicos…
El Vathek de Beckford tenía un aspecto atractivo y majestuoso, pero, cuando montaba en cólera, uno de sus ojos se volvía tan terrible que su mirada resultaba intolerable, y el desventurado sobre quien la posaba caía de espaldas y, a veces, incluso moría al instante. Para Stevenson, el señor Hyde tenía tez pálida y estatura de enano, daba una impresión de deformidad sin presentar por ello una malformación definitiva, tenía una sonrisa desagradable, se comportaba con una mezcla desconcertante de timidez y de descaro, se expresaba con voz ronca, susurrante, quebrada, que inspiraba disgusto, repugnancia y miedo.
De Heathcliff dirá Emily Brontë que en su frente colgaba una pesada nube, sus ojos eran de basilisco, sus labios se veían apretados en una expresión de tristeza indecible. Y Eugène Sue dirá del maestro de escuela que su rostro estaba surcado en todas las direcciones por cicatrices lívidas y profundas; los labios tumefactos por la acción corrosiva del vitriolo; los cartílagos de la nariz cortados; las ventanillas sustituidas por dos agujeros informes; la cabeza era desmesuradamente grande, tenía brazos largos, manos cortas, gruesas y peludas hasta en los dedos; las piernas arqueadas, los ojos inquietos, móviles, ardientes como los de una fiera.
Ahora bien, Hugo también excede en la representación del feo por las razones expuestas en su célebre prefacio de Cromwell, donde de forma absolutamente cabal se teoriza la revolución de lo bello que, en el periodo romántico, se transforma en su contrario, en lo feo y deforme y, en cualquier caso, en lo grotesco.
El genio moderno —dirá— transforma a los gigantes en enanos; de los cíclopes saca gnomos. El contacto con lo deforme confiere a lo sublime moderno algo más notable, algo más sublime si cabe que la belleza antigua.
Lo grotesco es la otra cara de lo sublime, la sombra de la luz, lo grotesco es la fuente más rica que la naturaleza puede ofrecer al arte. La belleza universal, que en la antigüedad se difundía solemnemente sobre todas las cosas, no carecía de monotonía, y la misma impresión puede resultar aburrida a fuerza de proponerla una y otra vez. Lo bello no tiene sino un tipo, lo feo tiene mil. Lo sublime comparado a lo sublime contrasta con esfuerzo, y hay que tomarse una pausa de todo, también de lo bello. La salamandra hace resaltar a la ondina; el gnomo hace más bello al sísifo.
Claro que Hugo, cuando crea, es más radical que cuando teoriza. Lo deforme no es solo una forma del mal que se opone a lo bello y al bien, es ello mismo estrategia de una atroz y no deseada modestia, como si Dios hubiera querido esconder a los demás, bajo el aspecto de una fealdad exterior, una belleza interior, destinada aun así a que le den jaque. Hugo se enternece por la fealdad irredimible de la araña y de la ortiga («Quiero a la araña y la ortiga / porque son aborrecidas… / Oh, tú que pasas, sé amable con esa planta oscura, con el pobre animal, con su fealdad y su picadura. / ¡Ten piedad del mal!»).
El Quasimodo de Nuestra Señora de París tiene una nariz piramidal, una boca de herradura, el ojo izquierdo obstruido por una ceja rojiza e hirsuta, mientras que el derecho se confunde totalmente tras una enorme verruga; los dientes están mellados aquí y allá, como las almenas de un castillo; del belfo calloso asoma uno de sus dientes, cual colmillo de elefante… Tiene una cabeza desproporcionada erizada de pelos rojizos; una enorme joroba entre los hombros, pies enormes y manos monstruosas, también las piernas están tan extravagantemente desviadas que solo se tocan en las rodillas y, además, mirándolas de frente, parecen dos hojas de hoz que se juntan en los mangos…
Como contrapeso a este aspecto repugnante, Hugo otorga a Quasimodo un ánimo sensible y una gran capacidad de amar. Pero alcanza la cima con la figura de Gwynplaine, el Hombre que Ríe.
Gwynplaine no es solo el más feo de todos, es el más infeliz por su fealdad; y de todos es también el espíritu más puro, capaz de amor infinito. Y, paradoja de la fealdad romántica, monstruoso como es y precisamente por ser monstruoso, suscita el deseo de la mujer más bella de Londres.
Resumamos, para quienes lo hubieran olvidado. Hijo de noble familia, secuestrado de pequeño por una rencilla política, Gwynplaine es transformado por los comprachicos en una máscara grotesca, desfigurando quirúrgicamente sus facciones y condenándolo a una eterna risotada.
La naturaleza había sido pródigamente bondadosa con Gwynplaine. Le había dado una boca que se abría de oreja a oreja; unas orejas que se doblaban encima casi de los ojos, una nariz deforme propia para inclinarla a uno y otro lado, una mueca y una cara que no se podía mirar sin reír. […] ¿Pero, era sólo la naturaleza? ¿No la habían ayudado? Unos ojos que recordaban días de sufrimiento, un corte por boca, una protuberancia roma con dos agujeros que eran las aletas de la nariz, un rostro como aplastado y todo eso daba como resultado la risa. Pero la verdad es que la naturaleza sola no produce esas obras maestras.
[…] Semejante rostro no se debía al azar, sino que estaba hecho adrede. […] ¿Acaso Gwynplaine, de niño, había llamado lo bastante la atención para que se ocuparan de él hasta el extremo de modificar su rostro? ¿Por qué no? Sin duda, la finalidad no fue otra que exhibirle y especular con él. Según todas las apariencias, los industriosos comprachicos habían remodelado su rostro. Era evidente que una ciencia misteriosa, probablemente oculta, que era a la cirugía lo que la alquimia es a la química, había cincelado aquel rostro, seguramente en la edad infantil y con premeditación. Esta ciencia, hábil en las disecciones, en las oclusiones y en las ligaduras, había hundido la boca, desfigurando los labios, descarnado las encías, distendido las orejas, deshecho los cartílagos, desordenado las cejas y las mejillas, ensanchado el músculo zigomático, difuminado las costuras y las cicatrices, extendido la piel sobre las lesiones, manteniendo siempre el semblante boquiabierto… Y de aquella escultura poderosa y profunda había salido una máscara: Gwynplaine (II, 1).4
Cual máscara, Gwynplaine se exhibe como saltimbanqui, amadísimo por los espectadores, y ama de un amor puro desde su infancia a Dea, una muchacha ciega que se exhibe con él. Gwynplaine veía en la tierra a una sola mujer, a esa criatura ciega. Dea idolatraba a Gwynplaine, lo tocaba y le decía: «Eres tan bello».
Hasta que no suceden dos cosas. Lady Josiane, hermana de la reina, anhelada por su belleza por todos los gentilhombres de la corte, ve a Gwynplaine en el teatro, se prenda de él y le manda una nota: «Eres horrible y yo soy hermosa. Eres comediante y yo soy duquesa. Soy la primera y tú eres el último. Te deseo. Te amo. Ven».
Gwynplaine se debate entre la excitación, el deseo y el amor por Dea, cuando sucede otra cosa. Cree ser arrestado, es sometido a un interrogatorio, a una confrontación con un bandido a punto de morir; brevemente, de repente se ve reconocido como lord Fermain Clancharlie, barón de Clancharlie y Hunkerville, marqués de Corleone en Sicilia, par de Inglaterra, secuestrado y mutilado en tierna edad a causa de una rencilla familiar.
Procedemos con grandes pasos entre otras cosas porque el mismo Gwynplaine se ve elevado del fango a las estrellas sin siquiera darse cuenta de lo que sucede, salvo que en un determinado momento se encuentra, vestido suntuosamente, en las salas de un palacio que, le dicen, es el suyo.
Lo percibe como un palacio encantado, y ya la serie de las maravillas que descubre en él (solo en ese desierto deslumbrante), la fuga de las habitaciones y de los gabinetes hace que la cabeza le dé vueltas, no solo la suya sino también la de los lectores. No es una casualidad que ese capítulo se titule «Semejanza de un palacio con un bosque», y la descripción de ese Louvre, o de ese Hermitage, ocupa cinco o seis páginas, según las ediciones. Así pues, Gwynplaine vagabundea asombrado de habitación en habitación hasta que llega a una alcoba en cuyo lecho, junto a una bañera lista para un baño virginal, ve a una mujer desnuda.
No desnuda al pie de la letra, nos avisa Hugo. Estaba vestida. Pero la descripción de esta mujer vestida, sobre todo si se la ve con los ojos de Gwynplaine, que nunca ha visto una desnudez femenina, representa sin duda una de las cumbres de la literatura erótica.
En el centro de la cortina, en el lugar donde se halla de ordinario la araña, Gwynplaine vio algo formidable, una mujer desnuda.
Desnuda literalmente no. La mujer estaba vestida, y vestida de la cabeza a los pies. El vestido consistía en una camisa muy larga, como las túnicas de los ángeles en los cuadros de santos, pero tan sutil que parecía mojada. De ahí que fuera casi un desnudo de mujer, pero más traidor y más peligroso que la franca desnudez. […] El tisú de plata, diáfano como un cristal, era una cortina. Sólo estaba fija por la parte de arriba, y podía levantarse. […] En este lecho, de plata como el tocador y el canapé, estaba acostada la mujer. Dormía. […]
Entre su desnudez y la mirada había dos obstáculos, su camisa y la cortina de gasa de plata. Dos transparencias. El aposento, más bien alcoba que aposento, estaba iluminado con una especie de recato por el reflejo de la sala de baño. Quizá la mujer no mostraba pudor, pero la luz sí. El lecho no tenía columnas, ni dosel, ni cielo, de manera que la mujer, cuando abría los ojos, podía contemplarse mil veces desnuda en los espejos de encima de su cabeza. […] Gwynplaine no percibió ninguno de esos detalles. La mujer era lo único que veía. […] Reconocía a esta mujer […] Era la duquesa […] ¡Y volvía a verla! La volvía a ver terrible. La mujer desnuda es la mujer armada. […] Este impudor se disolvía en centelleo. Esta criatura estaba desnuda con tanta tranquilidad como si tuviera derecho al cinismo divino, como si tuviera la seguridad de una moradora del Olimpo que se sabe hija de la inmensidad y que puede decir al océano: ¡Padre!, y se ofrece, inabordable y soberbia a todo lo que pasa, a las miradas, a los deseos, a las demencias a los pensamientos, tan arrogantemente adormecida sobre este lecho de boudoir como Venus en la inmensidad de la espuma (VII, 3).
Y entonces Josiane se despierta, reconoce a Gwynplaine y empieza una furibunda obra de seducción a la que el infeliz ya no sabe resistirse, salvo que la mujer lo lleva hasta el colmo del deseo pero aún no se entrega. Solo prorrumpe en una serie de fantasías, más erotizantes que la misma desnudez, donde se manifiesta como virgen (todavía lo es) y prostituta, anhelante de gozar no solo de los placeres que la teratología de Gwynplaine le promete, sino también del escalofrío que su desafío al mundo y a la corte le provocará, en cuya perspectiva se embriaga: Venus se espera un doble orgasmo, tanto por la posesión privada como por la exhibición pública de su Vulcano.
—Me siento degradada cerca de ti. ¡Qué felicidad! ¡Que insípido es ser alteza! Yo soy augusta; no hay nada más fatigoso. Decaer, descansa. Estoy tan saturada de respeto que tengo necesidad de desprecio. […] Te amo no sólo porque eres deforme, sino porque eres vil. Amo el monstruo y amo el histrión. Un amante humillado, escarnecido, grotesco, horrible, expuesto a las risas en esa picota que se llama teatro, tiene un sabor extraordinario. Es morder en el fruto del abismo. Un amante infamante es exquisito. Tener entre los dientes la manzana, no del paraíso, sino del infierno, he aquí lo que me tienta; tengo esa clase de hambre y esa clase de sed, y yo soy esa Eva, la Eva del abismo. Tú eras probablemente, sin saberlo, un demonio. Yo me he guardado para una máscara del sueño. Tú eres una marioneta de la que un espectro tira los hilos. Eres la visión de la gran risa infernal. Eres el dueño que yo esperaba. […] Gwynplaine, yo soy el trono, tú eres el caballete. Pongámonos al mismo nivel. ¡Ah! Soy feliz; heme aquí caída. Querría que todo el mundo pudiera saber hasta qué punto soy abyecta. Se prosternarían aún más, pues el que más aborrece, más se humilla. Así está hecho el género humano. Hostil, pero reptil. Dragón, pero gusano. ¡Oh, soy depravada como los dioses! […] Tú no eres feo, tú eres deforme. El feo es pequeño, el deforme es grande. Lo feo es la mueca del diablo detrás de lo hermoso. Lo deforme es el envés de lo sublime. […]
—¡Te amo! Gritó ella. Y le mordió con un beso (VII, 4).
Mientras Gwynplaine está dispuesto a ceder, llega un mensaje de la reina la cual le comunica a su hermana que el Hombre que Ríe ha sido reconocido como el legítimo lord Clancharlie y le está destinado como marido. Josiane comenta. «Sea —se levanta, tiende la mano y (pasando del tú al vos) le dice a aquel con quien quería unirse salvajemente—: Salid. —Y comenta—: Puesto que sois mi marido, salid… Vos no tenéis el derecho de estar aquí. Es el lugar de mi amante.»
Excesivo Gwynplaine en su deformidad, excesiva Josiane en su sadomasoquismo inicial, excesiva su reacción. La situación, que ya había sufrido un giro inesperado por el mecanismo normal de la agnición (vos no sois un saltimbanqui sino un lord), enriquecida por el doble cambio de fortuna (eras un miserable, ahora no solo eres un señor sino que eres deseado por la mujer más bella del reino, que ahora tú también deseas con toda tu alma perturbada y conmovida) —y esto bastaría, si no para la tragedia, por lo menos para la comedia—, da un vuelco una vez más. No se transforma en tragedia (por lo menos de momento, Gwynplaine se matará solo al final), pero sí en farsa grotesca. El lector está agotado y de una sola vez ha captado tanto las tramas del destino como los tejemanejes de la sociedad galante de ese siglo. Hugo no tiene pudor alguno, para él Josiane es pudibunda como una santa.
Y lleguemos a la otra peripecia de la fortuna. Gwynplaine —para quien el episodio de Josiane ya ha inducido a comprender tanto las leyes del poder como las costumbres que representan su aspecto exterior— entra en la Cámara de los Lores, acogido con desconfianza y curiosidad. No hace nada para que lo acepten, es más, en la primera votación se levanta y pronuncia un apasionado discurso a favor del pueblo y contra la aristocracia que lo explota. Un fragmento que podría haber sido sacado de El capital de Marx, pero —pronunciado con la cara que, incluso en el desdén y en la pasión, en el dolor y en el amor por la verdad, ríe— no suscita repulsa sino hilaridad. La sesión se cierra entre bromas y chistes, Gwynplaine entiende que ese no puede ser su mundo, y tras una desesperada búsqueda vuelve junto a Dea cuando esta, por desgracia, al agravarse su estado más por la desaparición de su amado que por el mal que le mina la salud desde hace tiempo, muere, aun feliz, entre sus brazos.
Gwynplaine no resiste, dividido entre dos mundos de los cuales uno lo desconoce y el otro se le escapa, y se quita la vida.
De este modo, en Gwynplaine, romántico por excelencia, encontramos todos los elementos de lo novelesco en síntesis: la pasión humana purísima, la tentación y la fascinación por el pecado, los rápidos vuelcos de fortuna con el paso desde el abismo de la miseria a los fastos de la corte, la rebelión titánica al mundo de la injusticia, el testimonio dado heroicamente a la verdad aún a costa de perderlo todo, la muerte de la amada por consunción, el destino coronado por el suicidio. Pero todo salido de tono.
Aun siendo una obra juvenil, Nuestra Señora de París, muestra ya las señales de una poética del exceso. En los capítulos iniciales, para dar la idea de una fiesta pública y de la participación tanto de la aristocracia como de los burgueses y del pueblo, para dar la idea de ese «hormiguero», el lector debe sorberse una serie desmedida de nombres de personajes sin duda históricos pero de quienes nunca ha oído hablar y que, por lo tanto, no le dicen nada. Y mucho cuidado con intentar localizarlos, preguntarse quiénes eran. Se trata de ver un desfile, qué sé yo, el desfile del 14 de julio en París o el Trooping the Colour en Londres, donde no se reconocen los regimientos por sus uniformes ni se sabe su historia, pero se capta la inmensidad del desfile y ojo con ver solo la mitad: perderíamos la fascinación y la majestuosidad del acontecimiento. Hugo nunca nos dice «había una multitud», nos pone por autoridad en el centro de esa multitud y es como si nos presentara a los componentes uno a uno. A nosotros nos deja que estrechemos algunas manos, hagamos como que reconocemos a una figura que debería resultarnos conocida y adelante, para luego volver a casa con la sensación de haber vivido lo inmenso.
Dígase lo mismo para la dantesca visita de Gringoire a la Corte de los Milagros, entre viciosos, vagabundos, desharrapados, curas que han colgado los hábitos, escolares díscolos, rameras, gitanos, narquois, coquillarts, hubins, sabouilleux, falsos paralíticos, carteristas, pordioseros, etcétera, etcétera. No es preciso distinguirlos a todos, es el léxico el que forma la masa, debe sentirse pulular a la mala vida y a la mala suerte, entender ese pueblo de la ciénaga, turbulento y purulento, que muchos capítulos más adelante se volcará al asalto de la catedral, como una inmensa colonia de termitas, de ratas de cloaca, de escarabajos, de langostas, donde el protagonista no es el individuo sino la masa. En fin, hay que aprender y recorrer las enumeraciones, las listas, los catálogos como flujo musical. Y entonces, se entra en el libro.
Y llegamos al punto en el que la poética del exceso se manifiesta a través de la técnica del catálogo o de la lista. Técnica que Hugo aprovecha en innumerables ocasiones, pero que quizá halla su empleo más continuo, amplio y consistente en El noventa y tres.
Por mucho que se enumeren y se analicen los defectos de este libro, ante todo su incontinencia oratoria, a medida que vamos metiendo el dedo en la llaga, los defectos empiezan a parecernos espléndidos. Sería como decir, para un devoto de Bach y de sus desencarnadas arquitecturas casi mentales, que Beethoven alza los tonos con respecto a todos esos claves tan bien temperados; pero ¿para qué?, ¿acaso conseguimos sustraernos al poder de la Quinta o de la Novena?
Se puede evitar entrar en un festín pantagruélico, pero, una vez que se ha aceptado el juego, es inútil acordarse de los consejos del dietólogo, o anhelar ciertas delicadas experiencias de la nouvelle cuisine. Si uno tiene el estómago para participar en la orgía, se experimentarán sensaciones memorables, de otro modo, mejor salir enseguida, y quedarse dormido leyendo pocos aforismos de algún gentilhombre del siglo XVIII. Hugo no es para los estómagos delicados. Por otra parte, aunque la batalla del Hernani llegue con retraso respecto del Sturm und Drang, la sombra de aquella tormenta y de aquel asalto ilumina también al último de los románticos todavía en 1874 (fecha de publicación, si no de gestación, de la novela).
Para entender cómo El noventa y tres se alimenta del exceso, recordemos su historia, que en síntesis es elemental, melodramática al gusto, y en manos de un libretista a la italiana habría podido producir el equivalente, qué sé yo, de Tosca o de Il trovatore (me refiero al libreto solo, sin el comentario musical que nos permite tomarnos en serio también los versos).
Estamos en el annus horribilis de la revolución; la Vandea se ha sublevado, un viejo aristocrático de grandes virtudes guerreras desembarca en esa región para organizar militarmente la sublevación de las masas campesinas que salen como diablos de bosques misteriosos y disparan recitando el rosario: es el marqués de Lantenac. La revolución, que se expresa en la Convención, le envía sus hombres para combatirlo. Primero, un joven aristocrático pero ahora republicano, Gauvain (que es el sobrino de Lantenac, de femínea belleza, as de la guerra, pero utopista angélico que espera aún que el choque pueda resolverse bajo la bandera de la piedad y del respeto del adversario. Y luego el que hoy denominaríamos el comisario político, Cimourdain, sacerdote que ha renunciado a sus hábitos, despiadado como Lantenac, convencido de que la regeneración social y política puede pasar solo a través del baño de sangre y de que todo héroe al que se le conceda la gracia hoy se convertirá en el enemigo que mañana nos matará. Cimourdain, por añadidura (el melodrama tiene sus exigencias) ha sido el preceptor del jovencito Gauvain y lo ama como a un hijo. Hugo nunca nos deja pensar en una pasión distinta de la de la identificación total de un hombre, primero casto por fe y luego por vocación revolucionaria, con la paternidad espiritual: pero ¿quién sabe? La pasión de Cimourdain es feroz, total, carnalmente mís tica.
Lantenac y Gauvain intentan matarse recíprocamente, en esta lucha entre reacción y revolución, chocando y huyendo en un torbellino de matanzas sin nombre. Claro que esta historia de muchos horrores se abre con el descubrimiento de una viuda famélica y de sus tres hijos por parte de un batallón republicano, que decide adoptar a los pequeños, en un mensaje radiante donde «les oiseaux gazouillaient audessus des baïonnettes». Los niños serán capturados sucesivamente por Lantenac, quien fusila a la madre y mantiene a los niños (ya mascotas republicanas) como rehenes. La madre sobrevive a la ejecución y vaga desesperada en su búsqueda, mientras que los republicanos se batirán para liberar a los tres inocentes, prisioneros en la torre oscura y medieval donde hacia el final Lantenac será asediado por Gauvain. Tras una resistencia feroz, Lantenac consigue escapar del asedio por un pasadizo secreto, pero sus partidarios prenden fuego a la torre, los niños van a morir, vuelve a aparecer la madre desesperada, y Lantenac (que padece una especie de transfiguración y se transforma de Satanás en Lucifer salvador) vuelve a entrar en la torre, dejando que lo capturen sus enemigos, para liberar a los niños y ponerlos a salvo.
A la espera del proceso que Cimourdain ha organizado allí mismo, haciendo llegar una guillotina, Gauvain se pregunta si debe condenar a muerte a un hombre que ha sabido redimir sus propios errores con un gesto de generosidad; entra en la celda del prisionero, donde en un largo monólogo Lantenac reafirma los derechos del trono y del altar, luego Gauvain lo deja escapar y aguarda en la celda, ocupando su lugar. Cuando se descubre su gesto, a Cimourdain no le quedará más remedio que procesarlo y decidir, con su voto dirimente, su muerte, la muerte de la única persona que ha amado jamás.
El motivo recurrente de los tres niños acompaña de alguna manera las vicisitudes atormentadas de Gauvain, que bajo el emblema de la amabilidad y la piedad afrontará el castigo que reivindica, y ambos motivos arrojan una luz de esperanza sobre ese futuro que el sacrificio humano prepara. No vale que todo el ejército reclame a voz en grito la gracia para su comandante. Cimourdain conoce el espasmo de los afectos más profundos pero ha dedicado su vida al deber, a la ley, es el guardián de esa pureza revolucionaria que ya se identifica con el Terror. En el momento en que la cabeza de Gauvain cae en la cesta, Cimourdain se pegará un tiro en el corazón: «Y aquellas dos almas, hermanas trágicas, volaron juntas, mezclándose la sombra de la una con la luz de la otra».
Eso es todo, ¿Hugo quería solo hacernos llorar? No y no; y la primera observación que podemos hacer, antes aún que en términos políticos, debe ser expresada en términos narratológicos. Forma parte ya de la koiné de cualquier estudioso de estructuras narrativas (y evito toda remisión erudita a variaciones teóricas secundarias) que en una historia se agitan sí actores, pero los actores encarnan a Actantes, esto es, papeles narrativos a través de los cuales el actor puede pasar, a veces cambiando su función en la estructura de la fábula. Para entendernos, en una novela como Los novios pueden agitarse las fuerzas del mal o de la humana debilidad contra las de la providencia que mueve los destinos de todos, y un mismo actor como el Innominado puede pasar de repente del papel de Opositor al de Adyuvante. Y de este modo —ante actores encadenados a un papel actancial inmodificable como don Rodrigo, por una parte, y fray Cristoforo por la otra— se explica también la ambigüedad de don Abbondio que, cacharro de barro entre cacharros de metal, oscila sin cesar de un papel al otro, y precisamente por eso, al final, podemos perdonar su extravío.
Pues bien, cuando Hugo, en edad avanzada, escribía esta novela que llevaba pensando desde hacía mucho tiempo (ya aludía a ella en el prefacio de El hombre que ríe, algunos años antes), había cambiado profundamente las posturas políticas e ideológicas de su juventud. Si en su juventud manifestó ideas legitimistas y simpatizó con la Vandea (considerando el año 1793 un punto oscuro en el cielo azul de 1789), después se movió hacia principios liberales, luego socialistas y, tras el golpe de Estado de Luis Napoleón, principios socialistas democráticos y republicanos. En 1841, en el discurso de ingreso en la Académie Française ya había homenajeado a la Convención que «rompió el trono y salvó al país […] que cometió atentados e hizo prodigios que nosotros podemos detestar y maldecir, pero que debemos admirar». Aun no comprendiendo a la Comuna, ya en plena Restauración, se batirá por la amnistía en favor de los comuneros. En fin, que gestación y publicación de El noventa y tres coinciden con su definitiva evolución hacia posturas cada vez más radicales. Hugo, para entender la Comuna, debe justificar también el Terror. Se batía desde hacía ya tiempo contra la pena de muerte —recordando la gran lección reaccionaria de un autor que conocía muy bien, Joseph de Maistre—, pero sabía que rescate y purificación pasan también a través de los horrores del sacrificio humano.
La remisión a De Maistre aparece precisamente en ese cuarto capítulo del primer libro de Los miserables donde monseñor Myriel contempla la guillotina:
Quien llega a divisarla, se estremece con el más misterioso de los estremecimientos […] El cadalso es una visión […], parece que es una especie de ser, que tiene no sé qué sombría iniciativa. Se diría que aquellos andamios ven, que aquella máquina oye, que aquel mecanismo comprende, que aquella madera, aquel hierro y aquellas cuerdas tienen voluntad […]. El patíbulo es el cómplice del verdugo; devora, come carne, bebe sangre […], [es] un espectro que parece vivir de una especie de vida espantosa, hecha y amasada con todas las muertes que ha dado.5
Ahora bien, en El noventa y tres, la guillotina, que matará al héroe más puro de la revolución, pasa del lado de la muerte al de la vida y, en todo caso, se yergue como símbolo del futuro contra el más oscuro de los símbolos del pasado. La guillotina ahora está erigida delante de la Tourgue, la fortaleza donde estaba asediado Lantenac. En la torre se condensan mil quinientos años de pecados feudales, representa el intrincado nudo que hay que desatar; la guillotina la encara con la pureza de un acero que cortará el nudo. No ha nacido de la nada, ha sido fecundada por la sangre que ha corrido durante quince siglos por esa misma tierra, y desde la profundidad de la tierra surge, desconocida vengadora, y le dice a la torre: «Soy tu hija». Y la torre percibe que se aproxima su fin. Se trata de una confrontación que no es nueva para Hugo: recuerda a la de Frollo en Nuestra Señora de París, mientras compara al libro impreso con las torres y las gárgolas de la catedral: «Ceci tuera cela». Aun siendo todavía un monstruo, en El noventa y tres la guillotina está del lado del porvenir.
¿Qué es un monstruo feroz donador de muerte que promete una vida mejor? Un oxímoron. Victor Brombert6 ha observado cuántos oxímoros pueblan esta novela: ángel rapaz, íntimo de sacuerdo, dulzura colosal, odiosamente auxiliador, terrible serenidad, inocentes venerandos, miserables tremendos, el infierno justo al alba, Lantenac que en un determinado momento se convierte de Satanás infernal en celeste Lucifer. El oxímoron es «un microcosmos retórico que afirma la naturaleza sustancialmente antitética del mundo», pero subraya cómo al final las antítesis se resuelven en un orden superior. La historia que cuenta El noventa y tres es la de un delito virtuoso, la de una violencia auxiliadora cuyas finalidades profundas deben entenderse para que sus episodios puedan ser justificados. El noventa y tres quiere ser la historia no de aquello que algunos hombres han hecho, sino la historia de lo que la Historia ha obligado a hacer a esos hombres, independiente de sus voluntades, a menudo minada por la contradicción. Y la idea de una finalidad de la historia justifica incluso la fuerza que aparentemente quería oponerse a esa finalidad, la Vandea.
Pues bien, hemos vuelto a definir la relación, en este libro, entre pequeños actores y Actantes. Cada individuo y cada objeto, desde Marat a la guillotina, no se representa a sí mismo sino a las grandes fuerzas que son las protagonistas efectivas de la novela. Aquí, de verdad, Hugo se nos presenta como el intérprete autorizado de la voluntad divina e intenta justificar desde el punto de vista de Dios todas las historias que cuenta.
Fuera como fuese el Dios de Hugo, siempre está presente en su narrativa para explicar los enigmas sangrientos de la historia. Quizá Hugo nunca habría escrito que todo lo que es real es racional, pero habría estado de acuerdo en que es racional todo lo que es ideal. En cualquier caso, hay siempre un tono hegeliano a la hora de reconocer que la historia marcha hacia sus propios fines por encima de la cabeza de los actores condenados a encarnar sus intentos. Piensen solo en la beethoveniana descripción de la batalla de Waterloo de Los miserables. Contrariamente a lo que hará Stendhal, que describe la batalla con los ojos de Fabrizio, que está dentro y no entiende qué está pasando, Hugo la describe con los ojos de Dios, la ve desde arriba: sabe que si Napoleón hubiera sabido que más allá de la cima de la meseta de Mont-Saint-Jean había un barranco (pero su guía no se lo había dicho), los coraceros de Milhaud no habrían caído a los pies del ejército inglés; que si el pastorcillo que hacía de guía a Bülow hubiera sugerido un recorrido distinto, el ejército prusiano no habría llegado a tiempo para decidir la suerte de la batalla. Pero ¿qué importa, y qué cuentan los cálculos equivocados de Napoleón (actor) o la insipiencia de Grouchy (actor) que habría podido regresar y no lo hizo, o las astucias, si las hubo, del actor Wellington, visto que Hugo define Waterloo como una batalla de primer orden ganada por un capitán de segundo orden?
¿Acaso dejó de tener causa ese vértigo, ese terror, esa caída desde el más alto valor que ha admitido la historia? La sombra de una línea recta enorme se proyecta sobre Waterloo […] se necesitaba la desaparición del grande hombre para el advenimiento del gran siglo. De efectuarla se encargó uno a quien nadie replica. El pánico de los héroes tiene su explicación. En la batalla de Waterloo hay algo más que una nube, hay un meteoro. Dios había pasado por allí.7
Y Dios pasa también por la Vandea y la Convención, adoptando las apariencias actoriales ahora de campesinos salvajes y feroces, ahora de aristócratas convertidos a la égalité, ahora de héroes lóbregos y nocturnos como Cimourdain o solares como Gauvain. Hugo ve racionalmente en la Vandea un error pero, puesto que este error es deseado y mantenido bajo control por un plan providencial (o fatal), está fascinado por la Vandea, y escribe su epopeya. Es escéptico, sarcástico, chismoso con los pequeños hombres que pueblan la Convención, pero los ve a todos juntos como gigantes, o mejor, nos da una imagen gigantesca de la Convención.
Por eso no le preocupa que sus actores sean psicológicamente rígidos y estén envarados por su destino, no le preocupa que los furores fríos de Lantenac, la dureza de Cimourdain o la cálida y apasionada dulzura de su homérico Gauvain (¿Aquiles?, ¿Héctor?) sean improbables. Hugo quiere hacer que sintamos a través de ellos las grandes fuerzas que están en juego.
Hugo quiere contarnos una historia de excesos, y de excesos tan inexplicables que no pueden mencionarse como no sea mediante el oxímoron. ¿Qué estilo adoptar para contar uno, muchos excesos? Un estilo excesivo. Exactamente lo que estaba en las cuerdas estilísticas de Hugo.
Ya hemos visto en El hombre que ríe que una de las manifestaciones del exceso es el vuelco vertiginoso de los golpes de escena y de las perspectivas. Es difícil explicar esta técnica, de la que Hugo es un maestro. Sabe que el canon de la tragedia requiere, precisamente, lo que los franceses denominan coup de théâtre, y en la tragedia clásica uno de ellos suele bastar y sobrar, si se logra digerirlo: Edipo descubre que ha matado a su padre y ha yacido con su madre, ¿qué más quieren? Final de la acción trágica, y catarsis.
Pero Hugo no se conforma (¿acaso no se cree Victor Hugo?). Veamos ahora qué sucede en El noventa y tres. La corbeta Claymore está intentado atravesar el bloqueo naval republicano en las costas de Bretaña para desembarcar al jefe de la sublevación vandeana, Lantenac. Se presenta desde fuera como barco de carga pero va armada con treinta piezas de artillería. Y se produce el drama: Hugo, por temor a que no nos demos cuenta de las dimensiones, anuncia: «Acababa de suceder algo espantoso». Una pieza de a veinticuatro se desengancha. Un barco que se inclina a cada momento siguiendo el capricho de un mar agitado, un cañón que se pasea de un costado al otro es peor que una salva enemiga. Se lanza contra babor y estribor como y más que una de sus balas y rompe los costados, abre vías de agua, nadie puede pararlo. Y condena el barco al naufragio. Una bestia sobrenatural, nos advierte Hugo, temiendo que no hayamos entendido; y para que no haya tergiversaciones, nos describe el ruinoso episodio durante cinco páginas. Hasta que un valiente cabo de cañón, jugando con el animal de hierro como un torero con el toro, se encara a él, se le planta delante arriesgando su vida, lo esquiva, lo provoca, lo ataca de nuevo, va a ser arrollado cuando Lantenac arroja entre las ruedas del cañón un fardo de asignados falsos, detiene por un instante su carrera, le da la oportunidad al marinero de meter una barra de hierro entre los radios de las ruedas posteriores, levantar al monstruo, derribarlo, devolverle su inmovilidad mineral. La tripulación exulta. El marinero le da las gracias a Lantenac por haberle salvado la vida; poco después Lantenac lo alaba por su valor ante toda la tripulación y, quitándosela a un oficial, le cuelga en el pecho la cruz de San Luis.
Luego manda que lo fusilen.
Ha sido valiente, pero era el responsable de la pieza, y debería haber controlado que no se liberara. El hombre, con su condecoración en el pecho, se ofrece al pelotón de ejecución.
¿Basta como peripecia? No. El barco ya está comprometido, Lantenac llegará a la costa en un bote pilotado por un marinero. A medio camino, el marinero se identifica como el hermano del fusilado y anuncia que matará a Lantenac. Lantenac se yergue ante el vengador y le suelta un discurso de cinco páginas. Le explica qué es el deber, le recuerda que su tarea es salvar a Francia, salvar a Dios; lo convence de que él, Lantenac, ha actuado según justicia mientras que, si el marinero sucumbiese al deseo de venganza, cometería la mayor de las injusticias («Tomas mi vida que es la del rey, y das tu eternidad al demonio»). El marinero, vencido, pide (él) la gracia, Lantenac se la concede, y a partir de ese momento Halmalo, el vengador fallido, se convertirá en criatura del verdugo de su hermano, en nombre de la Vandea.
Con esto baste por lo que atañe al exceso de cambios inesperados en cadena. Lleguemos ahora al otro y principal motor del exceso, la lista descomunal. Definido el jefe, hay que dar la idea del ejército que lo espera. Hugo quiere dar la imagen de la insurrección filomonárquica en toda su extensión, aldea por aldea, castillo por castillo, bosque por bosque. Habría podido, de forma bastante llana, reproducir un mapa de esas poblaciones indicando con un punto los focos de la sublevación. Pero habría reducido un acontecimiento que quería que fuera cósmico a dimensiones regionales. Entonces, con prodigiosa invención narrativa, presupone un mensajero con una memoria de un Pico della Mirandola. Halmalo no sabe leer, y Lantenac se felicita por ello, un hombre que lee es un estorbo. Le basta saber recordar. Y le pasa sus instrucciones, que reproduzco solo por excerpta, porque esta vez la lista ocupa ocho páginas.
—Muy bien. Escucha, Halmalo. Tú tomarás por la derecha mientras yo voy por la izquierda. Iré por Fougères, y tú por Ba zouges. Conserva tu saco, que te da la apariencia de aldeano; oculta las armas, corta un palo de cualquier vallado, arrástrate entre los setos altos; deslízate detrás de los centenos crecidos; […] mantente lejos de los caminantes; evita los puentes y los caminos. No entres en Portonson. […] ¿Conoces los bosques?
—Todos.
—¿De toda la región?
—Desde Noirmourtier hasta Laval.
—¿Conoces también los nombres?
—Conozco los bosques, sus nombres… todo.
—¿No olvidarás nada?
—Nada.
—Pues presta atención. ¿Cuántas leguas puedes andar por día?
—Diez, quince, dieciocho, veinte si es necesario.
—Lo será. No pierdas una palabra de lo que voy a decirte. Irás al bosque de Saint-Aubin.
—¿Cerca de Lamballe?
—Sí. Al borde del barranco que hay entre Saint-Rieul y Plédéliac hay un gran castaño; allí te detendrás aunque no veas a nadie. […] Harás la señal. ¿Sabes hacerla? […]
Luego le tendió a Halmalo el nudo de seda verde.
—Éste es mi nudo de mando. Tómalo. Es importante que nadie sepa todavía mi nombre. Este nudo basta. La flor de lis fue bordada por Madame Royale en la prisión del Temple. […] Atiende bien lo que voy a decirte. Ésta es la consigna: Levantaos, guerra sin cuartel. Irás, pues, al extremo del bosque de Saint-Aubin, harás la señal tres veces y a la tercera verás salir un hombre de la tierra. […] Ese hombre es Lanchenault, al que llaman Corazón de Rey. Le enseñarás este nudo. Comprenderá. Después irás por los caminos que creas mejores al bosque de Astillé, y allí verás a un tipo patizambo, a quien llaman Mousqueton, y que no tiene compasión de nadie. Le dirás que le aprecio y que ponga en movimientos sus parroquias. Irás luego al bosque de Couesbon, que está a una legua de Ploërmel; allí harás la señal del mochuelo y saldrá un hombre de otro agujero. Es el señor Thuault, senescal de Ploërmel, que ha sido de lo que llaman la Asamblea Constituyente, pero de los buenos de esa reunión. Le dirás que arme el castillo de Couesbon, que es del marqués de Guer, quien se ha exiliado. […] Irás después a Saint-Ouen-les-Toits, y hablarás con Jean Chouan, que a mis ojos es el verdadero jefe. Luego, al bosque de Ville-Anglose, donde verás a Guitter, a quien llaman Saint-Martin, y le dirás que vigile a cierto sujeto llamado Courmesil, que es yerno del viejo Goupil de Préfeln y jefe de los jacobinos de Argentan. Conserva bien todo esto en la memoria; no escribo porque no conviene escribir nada […]. Irás después al bosque de Rougefeu, donde está Miélette, que salta los barrancos con ayuda de un palo largo.
Salto tres páginas enteras:
—Irás a Saint-Mhervé, donde verás a Gaulier, llamado Grand-Pierre, después te dirigirás al cantón de Parné, donde están los tipos de rostro ennegrecido […]. Irás acto seguido al campo de la Vaca Negra, que se halla en un promontorio en medio del bosque de Charnie; después al campo Verde y al campo de las Hormigas. Irás asimismo al Grand-Bordage, que se llama también Prado Alto, y está habitado por una viuda de quien es yerno Treton, apodado el Inglés. El Grand-Bordage se halla en la parroquia de Queslaines; visitarás Épineux-le-Chevreuil, Sille-le-Guillaume, Parannes, y a todos los hombres que están en los bosques…
Y así sigue, hasta el intercambio final:
—No te olvides de nada. —Quede tranquilo el señor. —Ahora marcha y que Dios te ilumine. —Haré cuanto me habéis ordenado: iré, hablaré, obedeceré, mandaré.8
Naturalmente es imposible que Halmalo lo recuerde todo, y el lector se da cuenta, el lector que ya una línea después ha olvidado los nombres de la línea anterior. La lista es aburrida, pero hay que leerla, y releerla. Es como una música. Son puros sonidos, podría ser el índice de los nombres al final de un atlas, pero esta furia catalogadora hace del espacio de la Vandea un infinito.
La técnica de la lista es antigua. Si algo debe presentarse tan inmenso y confuso que una definición o una descripción no podrían dar razón de su complejidad, se echa mano al catálogo, sobre todo para dar la sensación de un espacio, con todo lo que contiene. La lista o el catálogo no llena un espacio, que de por sí sería neutro, con apariencias significativas, con pertinencias, evidencias, detalles que saltan a la vista. Alinea nombres de cosas, o personas, o lugares. Es una hipotiposis que hace ver por exceso de flatus vocis, como si el oído le asignara al ojo parte de la tarea, demasiado cansada, de recordar todo lo que oye, o como si la imaginación se esforzara en construir un lugar donde pueda encontrar alojamiento todo lo que se ha mencionado. La lista es una hipotiposis Braille.
Nada es inesencial en la lista que Halmalo fingirá (espero) recordar: el conjunto es la vastedad misma de la contrarrevolución, su arraigarse en la tierra, en los matorrales, en las aldeas, en los bosques, en las parroquias. Hugo conoce todas las astucias de la lista, incluida la persuasión (que quizá también tenía Homero) de que los lectores no se la leerían entera (o los oyentes del aedo la escucharían como se escucha la recitación del rosario, cediendo a su fascinación puramente hechicera). Hugo, estoy seguro, sabía que el lector se saltaría esas páginas, como lo sabía Manzoni cuando, contra toda regla narrativa, nos deja en suspenso con don Abbondio ante los bravos, para ofrecernos cuatro páginas de edictos (en verdad, cuatro en la edición «Quarantana», pero casi seis en la «Ventisettana»). El lector salta (quizá se demorará en la segunda o tercera relectura), pero no puede ignorar que la lista está ahí, ante sus ojos, le impone el salto porque no es soportable, pero precisamente ese ser insoportable amplifica su fuerza. Volviendo a Hugo, la insurrección es tan amplia que nosotros, al leer, no podríamos siquiera recordar a todos los protagonistas, aunque fueran solo los jefes. Es el remordimiento de la lectura prorrogada la que hace que sintamos lo sublime de la Vandea.
Sublime es la sublevación legitimista y sublime debe ser la imagen de la Convención, quintaesencia de la revolución. Llegamos al libro tercero, que se remite a la Convención. Los tres primeros capítulos describen la sala, y ya en estas primeras siete páginas la abundancia descriptiva nos hacer perder el sentido del espacio y nos deja atónitos. Pero luego sigue, quince páginas más, con la lista de los componentes de la Convención, más o menos siempre con este tenor:
A la derecha, la Gironda, legión de pensadores; a la izquierda, la Montaña, grupo de atletas. A un lado Brissot, que recibió las llaves de la Bastilla; Barbaroux, a quien obedecían los marselleses; Kervélegan, que tenía a su disposición el batallón de Brest acuartelado en el arrabal de Saint-Marceau; Gersonné, que estableció la supremacía de los representantes sobre los generales. […] Sillery el cojo de la derecha, como Couthon era el jorobado de la izquierda; Lause-Duperret, que llamado facineroso por un periodista, lo invitó a comer diciéndole: «Yo sé que facineroso significa simplemente el hombre que no piensa como nosotros»; Rabaut Saint-Étienne, que comenzó su almanaque de 1790 con estas palabras: La revolución está terminada; […] Vigée, que se decía granadero del segundo batallón de Mayenne-et-Loire, y que amenazado por las tribunas públicas gritó: «¡Pido que al primer murmullo de las tribunas nos retiremos todos y marchemos a Versalles sable en mano!»; Buzot, que estaba destinado a morir de hambre; Valazé, que debía morir al golpe de su propio puñal; Condorcet, que pereció en Bourg-la-Reine, pueblo convertido en Bourg-Igualdad, denunciado por el Horacio que llevaba en el bolsillo; Pétion, cuyo destino era ser adorado por la muchedumbre en 1792 y devorado por los lobos en 1793; y otros veinte más como Pontécoulant, Marboz, Lidon, Saint-Martin, Dussaulx, traductor de Juvenal, que hizo la campaña de Hannover, Boilleau, Bertrand, Lesterp-Beauvais, Lesage, Gomaire, Gardien, Mainvielle, Duplantier, Lacaze, Antiboul, gente toda a cuya cabeza se hallaba un Barnave a quien llamaban Vergniaud.
Y venga, repito, durante quince páginas, una letanía de misa negra, Antoine-Louis-Léon Florelle de Saint-Just, Merlin de Thionville, Merkin de Douai, Billaud-Varenne, Fabre d’Englantine, Fréron-Thersite, Osselin, Garan-Coulon, Javogues, Camboulas, Collot, D’Herbois, Goupilleau, Laurent Lecointre, Léonard Bourdoin, Bourbotte, Levasseur de la Sarthe, Reverchon, Bernard de Saintres, Charles Richard, Châteauneuf-Randon, Lavicomterie, Le Peletier de Saint-Fourgeau, como si Hugo tuviera clara conciencia de que en este enloquecido catálogo el lector perdería la identidad de los actores para captar las dimensiones titánicas del Actante único que pretendía poner en escena: la Revolución misma con sus glorias y sus miserias.
Parece, sin embargo, que Hugo (¿debilidad, timidez, exceso en el exceso?) tiene miedo de que el lector (a quien bien se le supone que se salte páginas) no sepa captar de verdad las dimensiones del monstruo que se quiere representar, y entonces —técnica modernísima en la historia de la enumeración, y en todo caso distinta de la descripción de la Vandea— la voz del autor interviene al principio, al final, en medio de la lista, para sacar y sacar la moral:
La Convención. Nos acercamos a la gran cima: la Convención. La mirada se detiene en presencia de esa cúspide. Nunca se ha presentado nada más alto en el horizonte de la Humanidad. En el globo físico tenemos el Himalaya; en el mundo de la historia sobresale la Convención.
[…]
La Convención es la primera metamorfosis del pueblo.
[…]
Todo el conjunto era violento, salvaje, regulado. Lo correcto en lo feroz; tal es en cierto modo la revolución.
[…]
Nada más deforme ni más sublime: grupo de héroes, rebaño de cobardes; fieras en una montaña, reptiles en un pantano […]. Enumeración titánica. […]
Tragedias cuyo enredo fue obra de gigantes, y cuyo desenlace fue tarea de pigmeos.
[…]
Tal era aquella Convención desmesurada; trinchera del género humano atacado por todas las tinieblas a la vez; fuegos nocturnos de un ejército de ideas sitiadas; inmenso vivac de talentos sobre la pendiente de un abismo. Nada hay en la Historia comparable a aquel grupo, a la vez senado y populacho, cónclave y plazuela, areópago y plaza pública, tribunal y acusado. La Convención se doblegó siempre a impulsos del viento dominante; pero aquel viento salía de la boca del pueblo y era el soplo de Dios.
[…]
Imposible no detenerse a contemplar esa gran procesión de sombras.
¿Insoportable? Insoportable. ¿Grandilocuente? Aún peor. ¿Sublime? Sublime. Vean que me dejo arrastrar por mi autor y ya hablo como él: es que cuando la grandilocuencia rompe los márgenes, atraviesa el muro del sonido del Exceso Excesivo, nace una sospecha de poesía. Hélas.
Un autor (a menos que no mire a los cuartos, y escriba sin esperanza de inmortalidad para modistillas, viajantes de comercio o amantes de la pornografía conocidos por sus gustos en ese preciso momento y en un determinado país) no trabaja nunca para el propio lector empírico, sino que intenta construir un Lector Modelo, es decir, ese lector que, si acepta desde el principio las reglas del juego textual que se le propone, se convertirá en el lector ideal de ese libro, incluso mil años después. ¿En qué lector modelo está pensando Hugo? Yo creo que tenía dos en la cabeza. El primero era aquel que leía en 1874, es decir, ochenta años después del fatídico noventa y tres. Este o esta todavía tenía presentes muchos de los nombres de la Convención: es como si nosotros leyéramos hoy en Italia un libro sobre la década de 1920, donde la aparición de figuras como Mussolini, D’Annunzio, Marinetti, Facta, Corridoni, Matteotti, Papini, Boccioni, Carrà, Italo Balbo o Turati no nos encontraría completamente en ayunas. El otro lector es el del futuro (o incluso un lector extranjero de sus tiempos), el cual —salvo por unos pocos nombres como Robespierre, Danton o Marat— debería sentirse trastornado ante semejante sarta de desconocidos; pero, al mismo tiempo, debería tener la impresión de estar escuchando un chismorreo ininterrumpido que habla de la aldea que visita por vez primera y donde poco a poco aprende a moverse entre una multitud de figuras contradictorias, a olisquear el ambiente, a irse acostumbrando a moverse en esa fiesta concurrida donde adivina que cada rostro desconocido es la máscara de una historia sangrienta y, a fin de cuentas, una de las tantas máscaras de la Historia.
Ya se ha dicho, a Hugo no le interesa la psicología de sus personajes leñosos o marmóreos, le interesa la antonomasia a la que remiten o, si lo desean, su valor simbólico. Y lo mismo sucede con las cosas, los bosques de la Vandea, o con la Tourgue, la inmensa Tour Gauvain donde Lantenac permanece asediado por Gauvain, ambos vinculados a esa morada solariega que los dos intentan destruir, el asediante desde fuera y el asediado desde dentro amenazando un holocausto final. Se han escrito muchas páginas sobre el valor simbólico de esta torre, entre otras cosas porque en ella se consuma otro gesto simbólico inocente, la destrucción de un libro a manos de los tres niños.
Rehenes de Lantenac, que amenaza con hacerlos saltar por los aires si los republicanos intentaran liberarlos, encerrados en la biblioteca de la torre asediada, los niños no consiguen hacer nada mejor que destruir y transformar en un revoloteo de jirones de papel un libro raro sobre san Bartolomé —y es imposible no ver cómo en su gesto se vuelve a proponer, al contrario, la Noche de San Bartolomé, vergüenza de la monarquía del tiempo pasado y, por lo tanto, quizá, venganza de la historia, antistrofa infantil a ese trabajo de anulación del pasado que en otros lugares lleva a cabo la guillotina. Y, naturalmente, el capítulo que narra esta historia en la historia se titula «La masacre de San Bartolomé», puesto que Hugo siempre está temiendo que no nos emocionemos bastante.
Este gesto se impone como simbólico gracias al exceso, los juegos infantiles se nos cuentan con minuciosidad en quince páginas, y precisamente en virtud de ese exceso, Hugo nos avisa de que también en ese caso no se trata de un acontecimiento individual, sino del aletear sobre la tragedia de un Actante, que si no es salvador, por lo menos es benévolo, la Inocencia. Está claro que se podría haber resuelto todo en una epifanía fulminante, y Hugo era capaz de proponerla, como nos demuestra en las últimas líneas del sexto capítulo del tercer libro: la pequeña Georgette recoge puñados de jirones del libro sometido a ese sparagmos sacral, los arroja por la ventana, los ve librarse en el viento y dice: «Papillons», y la ingenua matanza acaba en un desvanecerse de mariposas en el azul. Ahora bien, no se podía encajar esta epifanía brevísima en la intriga de tantos otros excesos, con el peligro de que se volviera imperceptible. Si Exceso debe haber, asimismo las apariciones más fulgurantes de lo numinoso (contra toda costumbre mística) deberán durar tiempos larguísimos. En El noventa y tres, también la gracia debe presentarse bajo forma de barrizal, gorgoteo de lava incandescente, rebosamiento de aguas, inundación de afectos y efectos. Es inútil pedirle a Wagner que contenga toda la tetralogía en la medida de un scherzo chopiniano.
Ahora bien, para no dejarnos llevar por nuestro autor, apresurémonos críticamente hacia el final. Tras una batalla sin duda épica (¡qué gran guionista cinematográfico habría sido Hugo!), por fin Gauvain captura a Lantenac. El duelo ha terminado. Cimourdain no vacila y —antes aún del proceso— hace erigir la guillotina. Matar a Lantenac era matar a la Vandea, y matar a la Vandea era salvar a Francia.
Pero Lantenac, como se decía al principio, se había ofrecido espontáneamente a su captura para salvar a los tres niños que corrían el riesgo de morir quemados en esa biblioteca cuya llave solo él poseía. Ante ese gesto de generosidad, Gauvain no tiene el valor de mandar a la guillotina a ese hombre, y lo salva. En el diálogo entre Lantenac y Gauvain primero, y en el diálogo entre Cimourdain y Gauvain ya a la espera de la muerte, Hugo echa mano de otros recursos oratorios enfrentando a dos mundos. En la primera invectiva de Lantenac contra Gauvain (antes de saber que lo salvaría) se despliega toda la altanería del cidevant ante el representante de quienes han guillotinado al rey; en la confrontación entre Cimourdain y Gauvain emerge el abismo entre el sacerdote de la venganza y el apóstol de la esperanza. Quisiera al hombre de Euclides, dice Cimourdain, y Gauvain contesta que quisiera al hombre de Homero. Toda la novela nos dice (en términos de estilo) que Hugo desearía estar en el lado de Homero, y por ello no consigue hacernos odiar a su homérica Vandea, pero en términos de ideología, este Homero ha intentado decirnos que para construir el porvenir era preciso pasar por la línea recta de la guillotina.
Esta es la historia que cuenta el libro, la historia de sus elecciones estilísticas, la historia de una lectura (la nuestra, pero otras son posibles). ¿Qué decir?, ¿que los historiadores han identificado en este libro gran cantidad de anacronismos y de licencias inaceptables? ¿Qué más da? Hugo no quería hacer historia, quería que sintiéramos la respiración jadeante, el rugido a menudo maloliente de la Historia. ¿Engañarnos como Marx, que en El 18 brumario de Luis Bonaparte consideraba a Hugo más interesado en los conflictos morales de los individuos que en la comprensión de la lucha de clases? Si acaso lo contrario, y ya lo hemos dicho, Hugo esculpe sus psicología a golpes de hacha con tal de hacer sentir las fuerzas en conflicto. Y si no era de la lucha de clases aquello en lo que podía pensar, sin duda eran, y se dio cuenta de ello Lukács, los ideales de una democracia revolucionaria que indicaban la vía del porvenir; el mismo Lukács templaba su juicio con la severa advertencia de que «Las verdaderas colisiones humanas e históricas entre el aristócrata y el sacerdote que se han colocado del lado de la Revolución se convierten ambos en rebuscados conflictos de deber sobre el terreno de este abstracto humanismo».9 Santo Dios, ya hemos dicho que a Hugo no le interesaba la clase sino el pueblo y Dios. Era típico de la rigidez mental del último Lukács no entender que Hugo no podía ser Lenin (si acaso Lenin era un Cimourdain que no se suicida) y que, es más, la magia trágica y romántica de El noventa y tres reside en hacer que jueguen juntas las razones de la Historia y las de las distintas morales individuales, midiendo la fractura continua entre política y utopía.
Ahora bien, creo que no hay una lectura mejor para entender los movimientos profundos tanto de la Revolución como de ese enemigo suyo, la Vandea, que aún hoy en día sigue siendo ideología para tantos nostálgicos de la France profonde. Para escribir la historia de dos excesos, Hugo (fiel a su poética) no podía sino elegir la técnica del Exceso, llevada al exceso. Solo si aceptamos esta convención, podemos entender la Convención, convirtiéndonos en el Lector Modelo que Hugo anhelaba, construido no mediante delicados troqueles sino mediante un opus incertum de rocas apenas esbozadas. Pues bien, si entramos en el espíritu que anima a esta novela, quizá salgamos con los ojos secos pero con la mente en tumulto. Hélas.
[Inédito con esta forma, sintetiza diversas intervenciones escritas y orales.]