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CAPÍTULO 1

La Bandolera

 

High Noon!

El gran hechizo.

Mediodía, la hora programada para el duelo, el punto más alto del sol, el momento de la confrontación.

Hubo persecución, disparos, traición… y… ¿qué más? De repente, se encontró tendida en un camino abandonado, cerca de un cruce de una vía de ferrocarril bastante antigua. No sabía en qué país o mundo estaba. Recordaba que había estado cazando al Maldito en… ¿un desierto? Tal vez. Un desierto tendría sentido. Sabía que los recuerdos se verían perjudicados por un tiempo, pero el desierto era predecible, casi cierto, porque todo en su vida parecía ser un desierto, y ella se preguntaba por qué.

Lo pensó un poco más y decidió que a lo mejor hubiera sido en una playa. Recordaba la arena fina.

Pero ¿por qué no estaba segura?

Recordaba que, antes de ser arrojada en ese camino, el calor era intenso, raras veces sintió una brisa agitar su largo y liso cabello negro; cuando llegaba una brisa cualquiera, la obligaba a protegerse los ojos porque, aunque suave, el viento arrastraba mucha arena.

¡Ah!, esa arena no dejaba sus pensamientos…

La medidora del tiempo, cuyos finos granos movían los relojes de arena que, en su mundo, se vendían junto con modernos relojes digitales. Unos compraban el primero, otros preferían el último, pero todos estaban allí, funcionales y dispuestos en los estantes, en una demostración fascinante y aterradora de que el Tiempo simplemente está.

Se dio cuenta de que estaba sucia y herida. La piel estaba enrojecida en los hombros y en los brazos, la camisa a cuadros con las mangas enrolladas hasta los codos estaba rota en varias partes, era más trapo que ropa; la molestaba, así que se la tiró. Le quedó solo una camiseta sin mangas que dejaba la parte superior de su pequeño cuerpo expuesta al sol abrasador.

Sentía que se le picaban la nariz y los pómulos. Se llevó una mano a la cabeza y se dio cuenta de que ya no tenía el sombrero. ¿A dónde se había ido su sombrero? No recordaba mucho, pero eso era correcto: llevaba un sombrero cuando lanzó el grito de batalla. A lo mejor lo había perdido durante la persecución…

¡Demonios! Ella necesitaba el sombrero.

Sintiendo el aguijón de las quemaduras, empezó a caminar sin saber qué dirección debía tomar en ese camino aparentemente interminable en medio de la nada. Tambaleaba. Después de unos minutos, sintió frío. ¿Frío? ¿En ese lugar tan ardiente como el infierno? A lo mejor tenía fiebre. El lugar estaba muy caluroso, pero no más caluroso que el lugar de la persecución donde ella había perdido las huellas de… ¿De quién?

No se sentía bien y no sabía a quién recurrir, no tenía un teléfono para llamar… ¿a quién?

Podría usar su mente, la telepatía funcionaría, pero estaba débil y, además, ¿a quién llamaría? ¿No podía recordárselo o no había nadie a quien llamar? Ella no estaba segura. La arena en su rostro y la ausencia de uno que pudiera acompañarla mostraba, con manzanitas, por qué ella siempre había considerado su vida como un gran desierto. Todos se habían ido.

Ella estaba sola.

Siempre había tenido que lidiar con la soledad.

Pero ¿desde cuándo le molestaba la soledad?

Estaba confundida. Descubrió que nuevas tierras la afectaban gradualmente. Sucedía —decían las leyendas—, con casi todos de su espécimen. Estaba siendo su primer viaje; ella había sentido la sacudida y se sorprendió de haber sobrevivido.

Comenzó a murmurar una canción. Le dolían los labios agrietados, pero continuó porque creía que la música es un bálsamo que ayuda a aliviar el dolor externo e interno. Era una canción antigua de su propia tierra, una balada para viajeros solitarios que combinaba con el paisaje de abandono, desolación e incertidumbre; que combinaba con la arena y el espíritu de la errante.

En su paso vacilante, siguió caminando. No pasó un solo caballo o carruaje; no había alma viviente para saludar y pedir un aventón. Pero… ¿a dónde iría? Como había perdido el rastro del a quien recordaba, a veces como maldito, a veces como canalla, su memoria la traicionaba. No podía recordar por qué estaba persiguiendo a ese ser, pero sabía que necesitaba encontrarlo, y cuando eso sucediera, cumpliría su misión y ganaría su libertad. Ella no necesitaba recordar las razones, solo necesitaba hacerlo. Necesitaba encontrar al Maldito. No podría ser difícil.

Solo encontrarlo, pensó y se echó a reír. Fue una risa amarga, una risa que viene cuando uno se da cuenta de la realidad. Encontrar al hijo de una desgraciada madre era casi imposible.

—¡Malditoooo! —gritó a nadie. La ira que salió con ese grito parecía capaz de golpear al enemigo solo por la fuerza de su voluntad.

No podía actuar racionalmente tan enojada, necesitaba calmarse, poner su mente en su lugar, hacer una cosa a la vez. Decidió controlar su ira controlando su respiración. Buscó un lugar fijo donde pudiera concentrar su atención, pero no había nada más que la vía férrea que serpenteaba hacia el horizonte, luego cerró los ojos, ignoró el aguijón de la piel y, con el pulgar de su mano derecha, cubrió su fosa nasal derecha y respiró profunda y lentamente por la fosa nasal izquierda, sostuvo el aire mientras intentaba sentir ese mundo, se conectó con el paisaje, exhaló por la misma fosa nasal y volvió a respirar el aire, sostener por un momento, luego, con el dedo anular de su mano derecha, cubrió su fosa nasal izquierda y exhaló por su fosa nasal derecha. Y así lo hizo varias veces: alternando sus fosas nasales, inhalando por una, exhalando por la otra, y haciéndolo tantas veces como creyó necesario para conectarse consigo misma y con el cálido suelo sobre el que pisaba.

Estaba en control otra vez. Podría trazar un plan y una ruta para encontrarlo y matarlo.

Evoé!1

 

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Dos hombres y una mujer de mediana edad se inclinaban sobre ella, que se había desmayado.

—¡Miren nada más! ¡Cómo se ve mal esta pinche chica! —dijo la mujer—. ¡Y esas quemadura! Pronto se ve que es una chava de valor, ha logrado caminar todo este camino y todavía sigue viva…

—Debe tener veinte años, si acaso —dijo uno de los hombres mientras masticaba tabaco.

—¡‘Tá bonita, la morra! —dijo el otro, recibiendo una mirada de regaño de la mujer. El masticador de tabaco lo miró de reojo, pero no se molestó en regañarlo.

—Vamos a meterla adentro pa’ que no empeore —dijo la mujer.

Era una mujer de cuerpo fuerte, pero envejecida por años de duro trabajo. Intentó levantar a la chica desmayada, pero se dio cuenta de que ella pesaba mucho más de lo que parecía.

—¡Cuánto pesa esta chinga! Parece un hombre... y ¡de los grande! —evaluó la mujer—. ¿Ustedes no me van a ayudar? ¿Neta? —Se puso las manos en las caderas, y el hombre que masticaba tabaco escupió su chicle y se agachó junto a la mujer para levantar a la chica.

Apenas habían comenzado a levantarla cuando la chica saltó y gritó como si tratara de defenderse. Los tres retrocedieron, no porque le tenían miedo, solo querían que supiera que eran amigos. Los ojos de la chica eran de uno color miel, preciosos, pero, al mismo tiempo, asustados y amenazantes; y los tres podrían jurarlo que esos ojos se habían puesto rojos por unos segundos antes de «apagarse».

Fueron unos pocos segundos. Suficientes segundos para asustarlos, pero no suficientes como para ahuyentarlos. Cada uno, en su propio pensamiento, consideraba los ojos rojos como un hecho imposible.

—¿Quiénes sois? —preguntó la chica de ojos peculiares. Su voz era ronca y agrietada.

—Soy Talita —dijo la mujer, extendiéndose para saludarla, pero la chica permaneció en el suelo sin devolverle el saludo.

Talita retiró su mano; la chica, todavía con las espaldas en el suelo, volvió la mirada hacia los dos hombres.

—¿Y vosotros?

Los hombres se encogieron de hombros y no respondieron de inmediato, a lo mejor todavía estaban ocupados mirando a los ojos, yo no sabría decirles. Hay hechos que solo puedo decir de sus recuerdos, pero una cosa lo sé: se dieron cuenta de que, cuanto más tranquila se quedaba la chica, menos… exótico se les parecía el tono de sus iris.

—Te desmayaste cerca de mi taberna. Nosotros solo queremos ayudarte, no nos tengas miedo —dijo Talita, mirando hacia un establecimiento comercial remoto que, a diferencia del ferrocarril, no parecía encajarse en ese escenario.

—¿Taberna? —preguntó la chica. Se puso difícil ponerse de pie, pero rechazó la ayuda que le ofreció el hombre que la había dicho hermosa. Sé, por sus recuerdos, que no le gustó su aspecto.

—Soy la dueña. Es un bar simple, pero me gusta llamarlo taberna. Lo hace bonito, ¿verdad? —Talita sonrió con simpatía, y la chica la estudió brevemente y sin emoción.

La estaba evaluando. Sintió que era alguien en quien podía confiar, al menos en parte. Cuantificó esa parte en un cincuenta por ciento; lo cual era un honor. El cincuenta por ciento era el porcentaje máximo de confianza que uno podría obtener de ella. Entrecerró los ojos un poco: era su forma de sonreír a los desconocidos.

—Realmente necesito algo de beber —dijo y, tambaleándose, empezó a caminar hacia la entrada de la taberna.

Era una construcción de madera que se parecía mucho a las casas tradicionales suizas. No coincidía, a ninguna manera, con el escenario.

Talita la siguió, y los dos hombres, curiosos, hicieron lo mismo. La tabernera abrió el refrigerador para obtener agua mientras la chica se sentaba en uno de los taburetes altos comúnmente utilizados por borrachos a quienes no les gustaba salir del tablero mientras tomaban sus tragos, y que se quedaban allí hasta que Talita los sacaba con la ayuda de una escoba; le ofreció un vaso de agua y dejó la botella y un poco de hielo al lado, pero la chica miró esa oferta sin comprenderla.

—Dijiste que tenías sed… —justificó Talita.

—Me refería a otro tipo de bebida. —La mirada febril debería hacerla más frágil, pero, por el contrario, le daba un visual imponente, amenazante, incluso varonil. Talita inclinó la cabeza, sin creer en lo que escuchara.

—¿Qué tipo?

—¡Tequila!

Talita empujó el vaso con agua hacia la joven, que primero miró el vaso y luego a Talita.

—Pero ni ‘toy loca como para servir alcohol a una que ‘taba casi muerta en el camino. En cuanto estés bien, puedes beber tanto tequila como quieras. Si pagas por ello. Mientras tanto, ‘tá bueno quedarte con este precioso líquido llamado agua, que casi no existe más.

La joven reflexionó por un momento y se llevó el vaso con agua a los labios heridos, bebió el contenido sin detenerse para respirar. Talita observó el líquido bajar a través del movimiento de su garganta. La chica cerró los ojos, su expresión era de alivio y de placer; los abrió y miró a la tabernera, que sonreía triunfante.

—Toma más —dijo Talita—, lo necesitas. Y no cobro por el agua—. Guiñó un ojo cuando la chica llenó el vaso por segunda vez.

—¡Gracias! —dijo la extranjera respirando pesadamente. Talita sonrió y empezó a limpiar el mostrador con manchas de comida y bebida. Mientras miraba, la muchacha preguntó—: ¿Qué lugar es este? —Escaneó la habitación en busca de una señal o letrero. No era la ubicación que buscaba, era el idioma.

Ella tenía un don natural para entender cualquier idioma hablado, pero nunca se ponía segura de que si lo que escuchaba estaba en su idioma o en otro. Era un regalo que todos sus compatriotas poseían, pero que utilizaban poco por falta de oportunidades. Sin embargo, cuando se trataba de escribir, a diferencia de la mayoría de los de su raza, no podía traducir tan fácilmente, necesitaba más tiempo; por lo tanto, algo escrito podría ayudarla a descubrir el idioma y eso sería una pista de dónde estaba; pero no había menú ni letrero.

—Esta es la Vila del Buen Retiro —respondió Talita—. ¿Cómo te llamas?

—No me acuerdo. —De hecho, ella no recordaba. Sabía quién era, simplemente no recordaba su nombre—. Vila del Buen Retiro… Nunca he oído hablar…

—No te pegues tan fuerte. En un ratito te acuerdas. —A pesar de tratar de tranquilizar a la muchacha, la mirada de Talita mostraba preocupación—. Así que estás perdida. Lo sé que, de aquí, no eres… yo conozco a todos.

—Ni de aquí ni de allí —gritó Jorge, el del tabaco, que estaba jugando cartas con el otro.

—¡No! No soy de aquí, ni de allí o de allá, no me acuerdo, no lo sé… —respondió con voz firme, luego recordó lo que le importaba—: Oye, a lo mejor podéis ayudarme: estoy buscando a un macho…

Fue interrumpida por la risa del malvado. Mostrando su sonrisa con pocos dientes en una boca que exudaba mal aliento, él se levantó de la mesa. Jorge sacudió la cabeza desaprobando el comportamiento de su compañero. Talita se levantó con las manos en las caderas. El hombre maloliente se detuvo junto a la extranjera, que lo miraba con cara de pocos amigos.

—¡Por supuesto! —dijo. La voz pastosa exudaba una iniquidad que disgustaba a la misteriosa joven. Ella se encrespó y su voz salió fuerte:

—Por supuesto ¿qué?

—Que buscas a un macho. ¡Órale! ¿Por qué no dijiste antes, mi chula?

—¡Cállate, Welber! —Talita salió de detrás del mostrador con la intención de sacar al pesado, pero la muchacha se levantó y abandonó la taberna. Welber la siguió, riéndose.

—Oye. Yo puedo convencer a Talita pa’ que abra un burdel pa’ que tu tengas todos los machos que desees, chulita.

—¡Vete, Welber! — gritó Talita; ella parecía irritada y fue tras él y la muchacha.

La forastera no parecía preocupada por Welber. Estaba preocupada por algo más. Buscaba a algo y estaba tan concentrada en su búsqueda que ni siquiera recordaba el desafortunado comentario hecho por él, hasta que sintió la mano áspera en su hombro y el aliento podrido en su rostro. Su expresión cambió: sus ojos se estrecharon, sus labios temblaron. Welber ni siquiera vio lo que lo golpeó. Hoy, puedo decirles que lo que él sintió fue algo así como la fuerza de al menos cinco hombres jóvenes, grandes y con ganas de una buena pelea.

 

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—¡Virgen Santa! ¡Mi madrecita de Guadalupe! ¡Ma’ tá’ fuerte esa vieja! —Talita miraba con asombro a la forastera que había vuelto a buscar lo que quiera que estuviera buscando e ignorando a Welber, caído donde ella lo había arrojado.

—¿Dónde aprendiste eso? —Jorge abofeteó a Welber en la cara, mientras él gemía y murmuraba palabras sin sentido—. ¿Artes marciales?

Ella se volvió hacia los tres, que la miraban como si fuera una aparición, y frunció el ceño.

—Ah, no lo sé… A ver, no habéis visto… —Se interrumpió porque, justo en la entrada de la taberna, en el mismo lugar donde ya había pasado dos veces, se quedaba lo que ella estaba buscando—. ¡Vaya! ¡Así que estás aquí!

Cayó de rodillas junto a una vieja guitarra apoyada contra la pared frontal del establecimiento. Talita miró el instrumento, boquiabierta. Unos segundos antes, no había nada en ese lugar.

—¿Eso es tuyo? —preguntó, mientras la forastera acariciaba el brazo del instrumento con una mirada concentrada y llena de placer.

Lentamente, la desconocida levantó la cabeza, miró a Talita, sonrió y respondió:

—¡Ahora sí!

—Pero la ‘tabas buscando… y no ‘taba ahí, luego, en seco, ya ‘taba ahí, como una aparición. La guitarra es tuya ¿o no?

—No era. Ahora es—. Se levantó. Parecía bien dispuesta a pesar de la piel quemada. Sostuvo la guitarra a su lado y dijo solemnemente, casi con orgullo—: ¡La robé!

 

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El Maldito

 

Ahora, necesito presentarles al maldito. Es cierto que no estuve presente en los eventos que se les voy a narrar, aunque puedo hacerlo con precisión. No se preocupen ustedes por cómo sé esta historia, les prometo que todas las dudas les serán aclaradas.

El Maldito era funesto y, al mismo tiempo, seductor. Aparentaba treinta años como humano, pero sus ojos tenían el peso de los siglos. Era alto, delgado, con músculos definidos. A pesar del bronceado que lo hacía lucir saludable, su piel era más clara que la de su acosadora.

Al igual que su perseguidora, también tenía el pelo negro y liso; llegaba a los hombros y siempre estaba atado en una coleta. A todo momento llevaba un cigarrillo hecho a mano entre sus labios finos; sus dientes eran muy blancos, pero su sonrisa no era alegre, algunos dirían que esa sonrisa era… opresiva, como si quitara la alegría a cualquiera que la mirara.

Él lucía esa sonrisa tiránica mientras pensaba en su perseguidora y recordaba todo lo que habían pasado juntos, y como él había sido el responsable de la pérdida de su alegría. Nuevamente, les pido que no insistan en que les aclare cómo he podido llegar a conocer tan profundamente los pensamientos del Maldito, todo se aclarará si me prestan su atención y tiempo.

A diferencia de la muchacha desorientada cuyos recuerdos estaban confundidos, el Maldito recordaba muy bien, no solo la persecución, sino toda la historia que había vivido con ella, todo el daño que le había hecho y toda la tristeza que había disparado sobre su vida. No es que ella fuera un pozo de felicidad antes de conocerlo, pero él sabía muy bien lo que había hecho, y sabía que ella nunca se recuperaría.

Casi amanecía y él deambulaba por una gran ciudad cuyo nombre aún no conocía. Entró en un club de striptease para relajarse. Necesitaba divertirse y, para qué más estaban las hembras, ¡las bonitas, por supuesto! ¿qué no para alegrar a los machos? Inspeccionó el lugar con su fría sonrisa mientras examinaba los carteles de las chicas que iban se presentar. Pagó por una actuación exclusiva en la que la stripper bailaba en una habitación reservada para uno cliente que no podría tocarla.

El guardia de seguridad lo examinó de arriba a abajo, emitiendo un mensaje silencioso: no le había gustado el tipo trajeado con jeans y chaqueta de cuero negro, y que justo había acabado de elegir a Lalá, una morena con rasgos mexicanos y cabello negro.

El Maldito evaluó a la bailarina: se parecía a su acosadora. Ignoró la cara fea del guardia de seguridad, le sonrió y arrojó una moneda a sus pies. El guardia dio un paso adelante y pisó la moneda, diciendo:

—¡Métetela por el culo!

De la boca del Maldito salió una carcajada. Lalá se puso tensa, sin saber si entraba en la habitación privada o esperaba. Para ella y para el guardia de seguridad, ese cliente era suicida; no tenía suficiente físico para enfrentar al gorila. Pero el Maldito, ignorando el enorme pie que escondía la moneda, respondió:

—¡Al oro, no se debe metérselo al culo, compirri!

—¿Que qué?

—Quédate con la moneda. Si todavía quieres meterla en un culo, mejor que sea en el tuyo. —Entró en la habitación con la asustada Lalá, que cerró a la puerta y dejó al guardia de seguridad, asombrado, afuera.

El guardia quitó el pie de la moneda sin poder entender lo que estaba viendo: no era la misma moneda que el cliente le había arrojado; se había convertido en una antigua y pesada moneda de oro sólido.

 

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Las reglas estaban claras y se extendían en avisos que colgaban por todo el club: no estaba permitido tocar a las danzarinas. Podía leer muy bien las advertencias, no tenía los mismos problemas de lectura que su acosadora. Lo que los propietarios y empleados de ese establecimiento no sabían, era que él no seguía las reglas.

No se impedía que las bailarinas del club nocturno hiciesen programas con los hombres que pagaban las danzas, pero si iban a extender el trabajo, deberían hacerlo afuera. «¡Esto no es un putero!», solía decir Nick, el dueño del lugar. Era un hombre bajo, de aspecto amenazante, estilo Al Capone, que siempre vestía un traje beige anticuado. A pesar de la mala cara, el Señor Nick no era un tipo violento, se basaba en su apariencia para imponerse el respeto y en los grandes y fuertes guardias de seguridad que había contratado para hacer el trabajo pesado si fuera necesario. Su negocio era de familia. Ahí solamente estaban permitidas la desnudez y la danza.

Él, el Maldito, podría haberle propuesto a Lalá que fueran a un motel, pero ¿qué tipo de diversión sería? Ir a un motel equivaldría a no romper las reglas. Él quería que fuera allí, en el establecimiento del Señor Nick.

Mientras, afuera de la habitación, el guardia de seguridad mordía la moneda de oro y ensanchaba los ojos, el Maldito estaba jugando su juego de seducción con Lalá, quien estaba en ropa interior realizando su coreografía en una silla de hierro. Rodeaba la silla mientras mostraba curvas casi tan hermosas como las de su perseguidora indomable a quien él no podía sacar de la cabeza. Miraba a la bailarina como si fuera una diosa a la que adoraba.

Cualquiera que los viera no diría que el mortal era la bailarina que estaba presumiéndose; cualquiera que los viera no pensaría que el venerado debería ser él, aunque él fuera el mayor sinvergüenza como hubiera dicho su perseguidora. Su mirada parecía adoradora, pero él estaba sondeando a su presa. Se preparaba para hacer su propia voluntad cuando tuvo un sentimiento extraño. Intentó no mostrarlo, pero ese sonido… esa canción —si se podía decir así— entró en sus oídos e invadió su interior haciéndolo olvidar la distracción que había planeado para sí mismo. Era la guitarra. Ella ya encontró la guitarra, pensó y sonrió con esa sonrisa amenazadora.

—¿Qué pasa? —preguntó Lalá. Su sonrisa estaba llena de malicia. La música del estéreo había terminado, y ella admiraba su cuerpo desnudo en el espejo—. ¿No te gusta lo que ves?

—Me gusta… —dijo. La voz era suave y varonil al mismo tiempo, sería capaz de derretir a las mujeres más frías—. Pero creo que puedes hacerlo mejor…, Lalá.

—No puedo aquí, ya sabes. —Lalá se portaba como una chica tímida, lo que divertía al Maldito, aunque ese sonido de cuerdas desafinadas que solo él podía escuchar comenzaba a enojarlo.

—Conmigo puedes hacer lo que quieras. —Abrió sus manos con dos monedas de oro, una en cada. Lalá ensanchó los ojos; conocía el metal por su brillo, tenía olfato, sabía que esas monedas valían mucho.

Ella intentó hablar, pero se vio arrancada de su silla y apoyada contra la pared. Él la empujaba con su cuerpo mientras mostraba las monedas que brillaban en la penumbra de la habitación. Lalá sonreía. Parecía emocionada, tal vez por el oro, tal vez por el hombre, no tengo forma de saberlo. Pero ella tampoco tenía forma de saber del peligro que la rodeaba en ese momento.

El Maldito no era el tipo que hacía permutas o donaciones, él arrebataba los objetos de sus deseos. Cuando quería algo, extendía la mano y lo tomaba para sí. Había entrado en ese lugar para satisfacer su necesidad de placer, pero las notas musicales que provenían de la guitarra lo hicieron revisar sus prioridades y, en ese momento, quería otra parte del cuerpo de Lalá: sus ojos. Aunque sabía quién tocaba las notas, necesitaba saber dónde estaba y, más aún, necesitaba saber cómo era posible que estuviera viva.

Con Lalá frente a él, apoyada contra la pared, el Maldito presionó su propio cuerpo contra el de ella. Parecía lleno de deseo, pero ya no era el sexo que él quería. Los planes habían cambiado. Necesitaba mirar a través de ella para llegar a la tramposa perdedora que lo perseguía; los ojos de la danzarina lo llevarían a su cazadora que tocaba esa guitarra como una afrenta, un desafío, una amenaza.

—Es la primera vez que lo hago aquí —dijo Lalá con voz suave—. Si el señor Nick se entera, me va a correr.

Él puso su mano derecha entre las piernas de Lalá, y ella gimió. Mientras la masturbaba, la giró para que mirara al espejo. Se colocó detrás de la bailarina, sus caricias parecían volverla loca, y ella lo demostraba con gemidos cada vez más constantes. Se mordió los labios, puso los ojos en blanco, buscó el cuerpo del Maldito apoyando su espalda contra el pecho de él, presionando el trasero contra su rígida pelvis. Estiró las manos hacia atrás y lo sostuvo por las caderas, parecía querer más. Con los ojos cerrados, apoyó la cabeza sobre su hombro derecho, como si buscara un beso. Ella estaba entregada.

El Maldito rozó los labios sobre su cuello expuesto mientras que, con su mano derecha, sostenía su cabello firmemente por la nuca. Lalá dejó escapar un breve suspiro, su cuerpo se estremeció; El Maldito llevó la cabeza de la bailarina hacia el espejo. Cuando ella sintió el imperativo de esa mano fuerte en la parte posterior de su cuello, Lalá retiró las manos de sus caderas y las apoyó en el espejo.

—¡Ábrete los ojos! —ordenó. La voz era suave, pero su autoridad era incuestionable.

Obedeciendo a las órdenes del amante, la bailarina abrió los ojos y miró al espejo, se inclinó aún más para que sus caderas se pusiesen evidentes; pero el Maldito no pasó su tiempo admirando la hermosa silueta de la muchacha doblada y vestida con solamente un par de tacones. Mientras que, con su mano izquierda, le daba placer a la danzarina, mantenía su mano derecha firmemente en la parte posterior de su cuello, para que ella no apartara la vista del espejo.

—¿Te gusta, Lalá?

—¡Sí, no pares!

—Mantén los ojos abiertos y muéstramelo.

Sin titubear, Lalá se miró al espejo.

En la imagen reflejada, la danzarina se vio a sí misma, sus ojos llenos de deseo, su boca temblando de placer, sus dientes mordiendo sus propios labios mientras que el cliente se levantaba detrás de ella, alto, resuelto, con la mano izquierda metida entre sus piernas.

Pero sus ojos se quedaron distantes, como si hubieran perdido el foco. El cuerpo de la danzarina todavía se retorcía, tal vez como el pescado que salta en la sartén mientras se fríe, pero sus ojos decían que ella ya no estaba allí.

Sé dónde estaba la mirada de Lalá, porque en el espejo apareció la imagen de un humilde bar dicho taberna por su dueña; una casa de estilo suizo al lado de una carretera. El cuerpo de Lalá seguía temblando, pero la contemplación del Maldito miraba fríamente la escena del abandono. La estaba buscando a ella, a su cazadora, su acosadora, la Bandolera.

Cuando la encontró, dejó escapar una sonrisa inicua. Ella también estaba sentada frente a un espejo. Al fondo, el Maldito notó una habitación simple; ella también estaba vestida simplemente, hasta femenina, y tocaba la guitarra.

—Tú no te rindes, ¿verdad? ¡Perra callejera! ¡Zorra inmunda! —Pasó la lengua sobre uno de los caninos superiores, y la imagen en el espejo lo miró directamente a los ojos, como una advertencia de que ella también podía verlo.

El sonido que se escapaba de la guitarra no podía ser considerado música, estaba muy lejos de ser agradable. Era incómodo, él lo odiaba. Odiaba ese sonido casi tanto como odiaba a la perra que lo tocaba.

En la habitación del club nocturno, todavía sostenía la nuca de Lalá con una mano, mientras la otra se sumergía dentro ella. Un dedo, dos dedos, tres. Las notas de guitarra a un lado del espejo, los gemidos de Lalá al otro, y esa mano que se movía cada vez más rápido.

Cuando la danzarina alcanzó el placer, su cuerpo molido, casi flácido, colgaba como un muñeco de trapo por la mano derecha del Maldito que todavía la sostenía por el cuello. Él soltó la masa inanimada que se había convertido en el cuerpo de Lalá, y fue posible escuchar el ruido sordo que su cuerpo produjo cuando tocó el suelo; se limpió su mano izquierda sobre sus pantalones y dijo:

—Lalá, ¡estuvo muy bueno! Solo que ahora necesito resolver el problema de cierta zorra. Negocios primero, placeres después. —Acunó su mano sobre una mesita de noche, y cuando la retiró, había muchas monedas de oro—. Creo que cubre los gastos del hospital, incluso si el daño es irreversible.

No puedo decirles cuánto tiempo estuvo Lalá inconsciente, ni puedo especificar cuál fue su reacción cuando volvió a la conciencia; no podría decirles si lloró, si gritó, si clamó por sus dioses; pero una cosa les puedo decir: después de esa noche, ella nunca más volvió a ver.

 

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Lo que el Maldito y su acosadora, cada uno en un mundo diferente, aún no sabían, es que su duelo tendría serias consecuencias para mundos diferentes, porque, para que viajasen, había sido necesario abrir varios pasajes que no habían sido completamente cerrados.

Cerca del camino donde la Bandolera había caído, había una raya muy delgada de luz naranja que no era accesible a los ojos humanos; en la ciudad de donde ella había escapado, sucedía lo mismo; y, por supuesto, en su tierra natal, donde se había abierto el pasaje, colgaba esa raya naranja, no tan invisible como lo era para nosotros los humanos. Era una invitación; el anuncio de una oportunidad.

El hecho de que los ojos humanos no pudieran ver esos cortes verticales brillantes no los hacía menos importantes o peligrosos. En realidad, cualquier humano desprevenido podría ser absorbido por una de estas aberturas y terminar en otro mundo.

Gracias a una de esas grietas finas, vista solo por los ojos más atentos del mundo de la Bandolera y del Maldito, una muchacha humana terminó en tierras desconocidas después de ser atraída por la apertura. Sabiendo lo que sé hoy, puedo decirles con seguridad que la joven no pudo hacer nada más que gritar pidiendo ayuda antes de desaparecer por la brecha que se ensanchó para recibirla y se estrechó nuevamente apenas ella pasó, arrojándola en un mundo extraño, al pie de un pasaje que no podía ver y, por lo tanto, no tenía forma de usarlo para regresar.

Todavía en este viaje accidental, puedo decirles que esta joven fue recogida por un hombre llamado Raúl que, con el pretexto de darle la bienvenida y protegerla como hija, la capturó y encarceló.