La forastera estaba alojada en la vieja habitación de la hija de Talita, Irene. De Irene también era la ropa que llevaba. No recordaba su nombre, no llevaba ninguna identificación ni siquiera un teléfono. No es que un teléfono hubiera hecho diferencia en esa tierra donde las torres habían sido destruidas hacía mucho tiempo y el deslizamiento aumentaba y progresaba a una velocidad aterradora, pero la forastera no llevaba nada más que esa guitarra que había aparecido sin una explicación razonable.
Tan pronto como se acomodó, tomó su guitarra, se sentó frente al único espejo en la habitación y empezó a rasguear. No era una canción. De ninguna manera. Pero sus dedos recorrieron las cuerdas con confianza y determinación. Tal vez fuera prudente permanecer en silencio, esconderse hasta que su fuerza se restableciera por completo, pero sintió la necesidad de comunicarle al sinvergüenza que la había enviado a ese mundo que parecía estar acabando que estaba viva.
No podía ver a través del espejo como su contendiente, pero estaba segura de que él la vería, así que, cuando tocó, miró a un lugar imaginario sobre sus propios ojos. La idea de que podría estar mirándola en ese mismo momento encendió la furia que la había acompañado en su viaje por los mundos. Cualquiera que viera esa mirada tendría miedo.
Talita lo tuvo.
Al menos, eso fue lo que le pareció a la extraña, cuando notó la presencia de la posadera dentro de la habitación. La chica sin nombre pensó que incluso Talita no sabía por qué había hecho eso: dar la bienvenida a una extraña que no recordaba su identidad y que llevaba una guitarra robada.
—Podemos elegir un nombre provisional para que tenga cómo llamarme —dijo la joven, queriendo aliviar la tensión que veía a los ojos de la mujer.
Talita se cruzó de brazos pensativa y no pudo evitarlo.
—Prefiero llamarte por tu nombre real. ¿La neta que no te acuerdas, o tienes miedo de decírmelo?
—¡Yo no tengo miedo a nada! —dijo ella y, en un estallido, cruzó la habitación y se sentó en la cama de Irene. La mueca de dolor reveló cuánto punzaba la piel quemada.
—¡Ya! Ya me di cuenta de que no tienes miedo. Hasta me gustó la lección que diste en el verme de Welber. ¡Fue merecido!
—Rata de alcantarilla…
—¡Sí! No es un tipo que me gusta, pero él gasta bien en la taberna y no es tan tonto como pa’ meterse conmigo. Me tomo mi escoba y la quiebro en medio de sus cuernos. —Como la forastera no expresó ninguna emoción o reacción a ese comentario, Talita continuó su investigación—: Mira, no me quiero meterme en tu vida, pero debes tener una familia buscándote.
—Yo soy mi familia.
La dureza de su mirada no fue a propósito; yo les puedo garantizar que esa forastera no tenía intención de lastimar a Talita; la mirada dura que le dirigió a la anfitriona fue solo un retrato de quién era.
Dura, porque necesitaba serlo.
Fuerte, porque necesitaba serlo.
—Lo siento por ti, mija —lamentó Talita.
—¿Siente por qué?
—Porque no tienes a una familia.
—No le dije que no tengo familia, dije que soy mi familia. Estar sola es una opción —mintió.
Las circunstancias la habían llevado a la soledad; permanecer sola había sido una opción.
—Pa’ mí, da lo mismo. Pero, vamos a pasar a tu nombre falso.
Pensó un rato, a lo mejor estaba analizando la cara de la forastera para saber qué nombre le caería mejor. Al observar la amable mirada de la posadera, la joven se hice como que pronta a confesarse.
—No es que no quiera decirse mi nombre… Es que, de donde vengo, sabemos que cuando decimos nuestro nombre en voz alta, somos más fáciles de rastrear.
Aunque no lo entendió, Talita asintió con la cabeza. No sabía qué significaba eso de ser rastreada por su nombre, pero se las arregló para comprender que la joven se estaba escondiendo, y eso la hizo sentir aprensión.
—Así que estás huyendo y tienes miedo de ser rastrillada.
—Se lo dije, no lo tengo miedo a nada. —Ella mantuvo su voz baja y controlada, pero estaba claro que se había aburrido—. Y no soy la cacería en esta historia, pero sería estúpido dejar que el objetivo me alcance primero.
La forastera pensaba en el poder de un nombre. Ni el espejo podría, por sí solo, hacer que el Maldito supiera exactamente dónde estaba. Pero el nombre…
—Tú me pareces ser mayor de edad, y ya te dije que no quiero meterme en tu vida, así que prométeme que no me traerás problemas. Vivo aquí desde chamaquita, todo el mundo me conoce.
—Así será.
—Estoy a favor de la paz, y tú apareciste aquí de una manera muy rara, y te llevas a esa guitarra fantasma que dijiste que te has robado… Así que, mija, dime, ¿me voy a tener problemas contigo?
—No. Y no tengo intención de abusar de su hospitalidad, señora. Tengo la intención de quedarme solo por esta noche. —Miró de cerca a Talita y se tumbó de lado en la cama—. Ya no tiene que preocuparse por lo que me acaba de decir, no me ofende. Agradezco la sinceridad.
—Entonces la pasaremos bien.
—Gracias por la ropa.
—Es de mi hija Irene…
Sin más preguntas y sin preocuparse por su anfitriona, la joven cerró los ojos. Talita titubeó por unos momentos, pero luego se fue y cerró la puerta.
Tan pronto como se encontró sola, la desconocida abrió los ojos. Se levantó y examinó su propia imagen en el espejo. Parecía disgustada cuando se vio en ese vestido que no coincidía con su personalidad; aun así, estaba agradecida con la posadera por renunciar a esa ropa, o todavía estaría en su ropa sucia con arena, sudor y guerra. Aún se tomó un momento para recordar la pelea que la había arrojado a ese mundo y al Maldito, pero decidió que no quería empañar ese vestido con los recuerdos del sinvergüenza.
Sin encender la luz, porque no quería llamar la atención, empezó a abrir los cajones. Quería saber más sobre la antigua dueña de esa habitación y de esa ropa. No era algo que normalmente haría, pero el nombre de la muchacha, Irene, la había molestado. Era demasiado similar al nombre de la otra, y sabía que no podía ser solamente una coincidencia. De Irene, la forastera solo sabía el grado de tristeza que mostraban los ojos de Talita cuando pronunciaba su nombre.
Encontró fotos de Talita con una mujer joven de pelo rubio, casi rojo, piel clara y pecas en su cara ovalada. Era Irene, sin duda; tenía algunas características de su madre. Escogió una de las fotos, la sostuvo firmemente entre las manos y cerró los ojos; quería capturar algo sobre la historia de madre e hija.
Era un método que solía utilizar cuando cazaba. Elegía el objeto de su caza y aprendía sobre su historia, su carácter, las debilidades que podría usar para capturar a su presa. No es que Irene fuera una cacería, pero esa era la única forma en que sabía cómo averiguar acerca de alguien. Rastrear, cazar, buscar, investigar… Para ella, todo era lo mismo.
Después de enfocarse, surgieron visiones del pasado. Vio a Irene con Talita en la taberna; vio a la chica saliendo mientras Talita le dijo algo. No podía escuchar lo que decían, solo veía las escenas, pero estaba muy claro que la madre le aconsejaba a su hija. Irene sonrió y parecía que estaba tratando de tranquilizar a su madre. Después de eso, las imágenes cambiaron, y la forastera vio muchos carteles, eran imágenes de Irene siendo reproducidas por una máquina; demasiadas copias, demasiadas reproducciones, luego vio todas esas copias de fotos clavadas en los postes, vitrinas, paredes y murallas de la ciudad. Debajo de las imágenes, el título «DESAPARECIDA» en letras ofensivamente grandes. Vio a coches de policía; vio a Talita llorando. Sabía que esos eventos se habían pasado desde hacía mucho tiempo; y entendió que Talita comenzaba a creer que su hija estaba muerta. Intentó ver lo que había sucedido entre el momento en que Irene se despidió de su madre y el momento en que Talita finalmente se dio cuenta de que su hija no regresaría, pero no tuvo éxito y eso se lo hizo extraño.
—Ella sigue viva, Talita —dijo en voz baja—. Una lástima que no he conocido a la otra para asegurarme de que son iguales.
Segura que Irene y la otra eran iguales la forastera no estaba, pero que Irene estaba viva, ella lo sabía. Apartó las fotos y se acostó, colocando sus manos dobladas debajo su cabeza. Después de unos minutos de intenso trabajo mental, tratando de comprender ese mundo y lo que podría haberle pasado a Irene, exhausta, se durmió profundamente.
Ruan, el Maldito, no estaba tan cansado como su cazadora, por lo que decidió conocer el mundo en el que se encontraba. Aunque ese mundo no pareciera tan distinto del suyo, él sabía que una mirada más cercana a todas las diferencias era esencial. Y había muchas diferencias, la más sorprendente de las cuales, era la luna. Estaba llena y, para los ojos humanos, preciosa, pero no era nada comparado con las lunas de su tierra natal. Se echó a reír, sintiendo un inmenso desprecio por ese lugar. ¿De que vale un cielo sin cuatros lunas brillando una al lado de la otra?, pensó. Para el Maldito, esa luna solita era nada más que una burla del firmamento.
Continuó caminando por las calles que estarían desiertas si no fuera por los mendigos y los ladrones que, misteriosamente, no se le acercaban; algunos de esos ladrones incluso cruzaban la calle para no toparse con él.
También se dio cuenta de que no había magia en ese lugar. Lo que siempre le había parecido tan natural se consideraba sobrenatural para esas criaturas. Eran seres incompletos con habilidades atrofiadas. Y ello estaba genial para él. El único problema que veía era que ella pronto notaría la deficiencia y sería una piedra en su zapato. Además de no detectar ningún rastro discernible de poder mágico, Ruan no podía saber qué tipo de criaturas eran, solo entendió que eran de una especie diferente a la suya. Pensando en las razones para la falta de magia, culpó a la luna, madre de brujas y magos. Por otro lado, pensó que, si fuera por la luna, él mismo debería haberse visto afectado cuando hizo el cruce, pero su magia estaba muy bien.
En ese momento de descubrimiento, Ruan no tenía forma de saber que, en el mundo en el que se encontraba, no todas las criaturas ignoraban la existencia de la magia. Algunas de esas criaturas la buscaban todos los días, incluso se suponía que algunos la dominaban.
Así que, a pesar de pensar el firmamento aburrido, y pensar absurda la limitación de las criaturas que no tenían ningún poder que los distinguiera, no pasó mucho tiempo para darse cuenta de las ventajas de estar en ese lugar. Una de las razones por las que había traicionado a su gente fue porque no veía ninguna ventaja en vivir en un mundo donde todos lidiaban con la magia, donde todos habían nacido con ella y sabían sobre la existencia de otros mundos, pero no la aprovechaban, no hacían uso de sus habilidades
Era ambicioso, quería más, necesitaba más, y en su propio mundo, todos parecían ajustarse a lo que habían recibido del Universo, obedecían las leyes, vivían en armonía consigo mismos, con sus dones, sus compañeros y los demás mundos. Por supuesto que había leyendas sobre rebeldes que pensaban como él y habían ido en contra del sistema, pero nunca había conocido a ninguno de ellos. Él creía que su mundo era una tierra donde existía mucho poder, pero estaba poblada por seres mediocres que buscaban una igualdad irritante que lo asfixiaba. Sabía que muchos estaban de acuerdo con él, pero nadie quería pagar el precio de la rebelión, y eso lo frustraba.
Sé que estoy divagando nuevamente, pero si les digo estas cosas, les digo porque necesito que comprendan la personalidad y las motivaciones de Ruan; motivaciones que me fueron reveladas mucho más tarde, para que pueda decírselos ahora.
Volviendo al Maldito, él tenía sed de poder, quería ser más grande, quería ser mejor y pagaría cualquier precio por ello. No. Yo miento. De hecho, lo que Ruan realmente quería era dominar sin tener que pagar ningún precio, sin tener ninguna consecuencia. No solo tenía la intención de romper las reglas, quería crear sus propias reglas, quería ser un dios, y los dioses no pagan por nada, los dioses no tienen que obedecer las reglas. Los dioses son adorados y, desde el alto de sus tronos, solo esperan los sacrificios.
Los compatriotas de Ruan sabían que la dominación de otros mundos era posible, pero creían que, si lo hacían, el equilibrio se rompería y habría consecuencias que podrían envolver la destrucción de su propio mundo.
Para el Maldito, la balanza universal era aburrida.
Temer consecuencias desconocidas, solo imaginadas, era aburrido.
La gente de su mundo era aburrida.
Pensaba que tanta amabilidad, tanto deseo de vivir en armonía y de manera equilibrada, era solo otro nombre para pereza.
Quería acabar con esa igualdad, esa depresión, ese… aburrimiento; quería colonizar otros mundos, otros universos, imponer su voluntad, su ley, sus poderes; quería gobernar.
Cuando tomó la decisión de explorar los mundos, el proceso de destruición comenzó automáticamente, la balanza universal resultó ser real. No estoy diciendo que Ruan fue el único responsable de todo lo que sucedió luego de su decisión; después de todo, las leyendas de las que hablé sobre los rebeldes que lucharon contra el sistema no eran solo leyendas. Antes del Maldito, hubo otros exploradores, otros viajeros interuniversales, otros pioneros, si lo desean, con el mismo poder salvaje. Los signos de este desequilibrio, los cambios, aunque graduales, ya eran visibles. Y fue cuando ella, la Bandolera, empezó a seguir su rastro.
Ella y la guitarra.
Ruan sabía que pronto tendría que hacer la travesía porque había sido desenmascarado y, aunque era astuto y había aprendido a dominar a cualquier otra persona en su mundo, sabía que cuando sus compatriotas se unieran y se volvieran contra él, la derrota sería inevitable. Contra uno, dos, tres, él era invencible; contra una multitud, no. Para la multitud, necesitaría la guitarra.
Creo que he podido resumir todas las razones relevantes, hasta el momento, para que la Bandolera forajida en la taberna de Talita y el Maldito hayan luchado y caído en mundos diferentes. Volvamos a la primera noche de Ruan en ese mundo desconocido para él, cuyo firmamento se jactaba de una luna llena solitaria. Todavía tengo mucha historia que contarles.
Estaba pasando por un muelle cuando vio a dos mujeres altas. Olfateó, literalmente, como un lobo, y sacudió la cabeza, molesto. No eran mujeres, eran travestis. Las dos travestis —una negra y una pelirrojo—, lo cercaron sin ceremonias. Los volúmenes que saltaban de entre sus piernas podrían romper sus faldas cortas y apretadas.
A Ruan no le gustaban las travestis. Le iban bien las hembras y otros machos, pero no se sentía atraído por esos seres mixtos, como se los llamaba en su mundo; sin embargo, todavía estaba bajo la influencia de la lujuria que había sentido y no había podido aliviar con Lalá, así que solo se tomó el tiempo necesario para abrir su sonrisa opresiva. En su mente, ya se había formado un plan. Necesitaba el alivio sexual, y si todo lo que tenía era una travesti… bien, que así fuera. Tendría un doble propósito: liberarlo de la tensión sexual y poner a prueba sus habilidades en ese nuevo mundo de solo una luna.
Miró malévolamente a la travesti pelirroja. Hizo un gesto despidiendo a su colega negra, que se retorció y maldijo, molesta por haber perdido al cliente que, además de ser guapo, parecía tener dinero.
Ruan preguntó sobre el valor del programa. Cindy —así se llamaba la pelirroja— respondió y amplió su sonrisa más descarada. Ruan la había elegido porque se parecía más a una mujer que la otra: era pequeña y tenía rasgos casi delicados. Esas características serían muy útiles para su experimento. Si no funcionaba, se libraría de la travesti y volvería a intentarlo.
No tardaron en llegar a un motel. Dispuesto a poner fin a toda la lujuria reprimida, Ruan usó el cuerpo de Cindy para cerrar la puerta de la habitación. No le gustaban esos híbridos masculinos y femeninos, pero realmente necesitaba vengarse de su acosadora contaminando su memoria con otro cuerpo, por lo que aplastó la boca de Cindy mientras imaginaba la boca de la otra. Pero esa boca estaba desacertada, estaba demasiado grande, su piel estaba demasiado áspera. Quería la boca de una hembra delicada, rodeada de piel suave y femenina. Cuando su boca se movió sobre la boca de Cindy, sintió sus labios se suavizaren y ganaren volumen. Escuchó el aliento roto que salió de su boca pequeña y suave. Pocas cosas le daban tanta satisfacción como sentir un suspiro femenino de placer.
Pasó las manos sobre el pecho plano de la travesti. Esperaba encontrar un par de senos llenos con los que pudiera llenar sus palmas, por lo que los hizo crecer, izquierdo y derecho al mismo tiempo, para que se encajaran perfectamente en sus manos grandes y fuertes. Los amasaba, los apretaba, les chupaba los pezones con deseo.
Cindy se retorcía con la espalda contra la puerta. Miró hacia abajo para observar el trabajo de la lengua húmeda que ella sentía correr por sus senos y se sorprendió por lo que vio, pero tal vez lo tenga botado en cuenta de la lujuria que sentía; tal vez lo tenga pensado que se había disfrazado de mujer durante tanto tiempo que estaba empezando a imaginar cosas. No sé qué fue lo que hizo que Cindy ignorara el par de senos que encontró cuando miró hacia abajo, pero sí sé que cerró los ojos y echó la cabeza hacia el borde de la puerta, permitiendo que Ruan gateara, con su boca, por su cuello expuesto mientras acariciaba los pezones mojados con saliva con los dedos.
—Eres el platillo más delicioso que he probado en mi vida —dijo Cindy—. ¡Quiero tragarte entero, baby!
La voz afectada de la travesti molestaba a Ruan. Quería una hembra completa, dulce, suave, blanda, incluso en su voz. Así que puso su mano sobre el cuello de la pelirrojo, la levantó por el gollete hasta que sus perfiles quedasen cara a cara. Frotó suavemente su pulgar sobre la manzana de Adam y sintió que disminuía. Cuando terminó, miró a los ojos de Cindy, y el orden estaba implícito en su mirada: «¡Hazlo!»
Cindy bajó lentamente. Su espalda rozaba la puerta mientras su boca descubría el torso bien definido del cuerpo de Ruan y sus ágiles dedos abrían su camisa. Se arrodilló en el suelo, desabrochó los pantalones del Maldito y dijo, con su nueva y dulce voz femenina:
—No te olvidarás de esta noche, honey.
Ruan miró hacia abajo. Él quería admirar esa boca pequeña y recién formada mientras chupaba su polla. Sostuvo a Cindy por el pelo. No le gustó. Era un pelo equivocado, seco, antinatural. De esa maraña, solo el color lo complacía. Se arrancó la peluca y la tiró. Cindy estaba tan distraída que ni siquiera se dio cuenta. Luego, bajo los dedos del Maldito, mechones de cabello cobrizo brotaron sobre el cuero cabelludo de la travesti. Eran suaves y sedosos, tenían la textura perfecta para su toque exigente. La jaló por su cabello nuevo y la arrojó, boca abajo, sobre la cama redonda y blanca.
Deslizó las manos por la espalda de Cindy y se subió la falda hasta la cintura. Puso su mano derecha entre sus piernas hasta que sintió que el volumen desaparecía y se convertía en una entrada ardiente y húmeda, luego deslizó sus dedos por el camino aceitado. Sabía que los pocos vellos allí eran del mismo color del cabello.
Pequeños gemidos escaparon de la pequeña y delicada boca de Cindy. Con un movimiento único y ágil, Ruan la giró sobre la espalda y admiró su creación: era una hembra hermosa y perfecta, con senos firmes y pezones rosados, cintura delicada y caderas anchas. Sus pocos vellos púbicos solo existían en cantidad suficiente para que el Maldito pudiera verlos en punta.
—Cierra los ojos —dijo.
Cindy obedeció. Se permitió sentir la boca decidida y las fuertes manos deambularen por todo su cuerpo en caricias que, a pesar de conocidas por ella, despertaban placeres totalmente nuevos. Sintió que su barriga se retorcía y su cuerpo se contraía en espasmos llenos de deseo.
Ruan deslizó su lengua dentro de ella, presionó sus nalgas: quería darle placer a su creación. Luego puso todo su cuerpo sobre Cindy y, lentamente, suavemente, casi como si, si eso fuera posible, la amase, la penetró por primera vez mientras observaba su delicado rostro con labios rosados y boca pequeña transformarse en una máscara extravagante diseñada por la voracidad, pelo deseo de sentir que había más del Maldito dentro de ella.
No hace mucho tiempo, me reuní con Cindy y, por curiosidad, le pregunté cómo era posible que no hubiera notado toda la transformación, cómo era posible que no hubiera sentido que estaba diferente mientras lo sentía dentro de ella. Fue entonces cuando me confió que, mientras se estaba debajo del cuerpo de Ruan, se había sentido extrañamente protegida y al mismo tiempo vulnerable. Nunca había sentido algo así en su vida. En ese tiempo, ya había perdido la cuenta de cuántos programas había hecho o con cuántos hombres había estado, pero ese hombre estaba diferente a los demás.
Ella sentía que iba y venía, y sabía que era diferente de las otras veces. Todo parecía encajarse de manera diferente, en diferentes ángulos, para proporcionar diferentes placeres, pero no tuvo tiempo ni ganas de medir esas diferencias, porque estaba demasiado ocupada sintiendo placer.
El Maldito entraba y salía, y ella quería más. Cuanto más tenía, más quería. Deseando se mantuvo, hasta que sintió una oleada de placer indecente en su vientre, perdió el control sobre su cuerpo y su torso se inclinó como que intentando acercarse a Ruan. Cuando pensó que había recuperado el control, sintió otro espasmo. Tan pronto como su tronco subió, sostuvo al Maldito por los hombros y lo envolvió con los brazos alrededor de su espalda. Sintió una repentina necesidad de estar cerca de él, como si necesitara eso para sentirse amada, así que esperó a que los espasmos de su cuerpo y las pulsaciones de su corazón se calmaran pegada al físico perfecto de ese extraño hombre sin preocuparse, sin tratar de entender lo que estaba sucediendo.
Cuando su cuerpo se calmó, apoyó la espalda sobre el colchón. Ruan se sentó al borde de la cama, encendió un cigarrillo, inhaló y sopló humo hacia arriba.
—Puede que no lo creas, honey, pero ha sido la mejor night de mi vida —dijo Cindy.
—Yo te creo. —Se levantó, se puso los pantalones y la camisa, se echó la chaqueta sobre el brazo derecho, sacó dos monedas de oro del bolsillo y las arrojó sobre la cama.
Cindy se levantó también. No prestó atención al oro arrojado sobre la sábana, porque sus ojos estaban fijos en uno de los muchos espejos que cubrían las paredes. Con los ojos muy abiertos, se tocó los senos. Se miró de nuevo en el espejo. Lentamente, movió su mano extrañamente pequeña por su vientre y la tocó entre sus piernas.
—¿Qué me hiciste?
Sin paciencia, Ruan se le tocó la frente con la punta de sus dedos.
Salió por la puerta dejando un cuerpo femenino desnudo acurrucado en el piso de la habitación, dos monedas de oro en la cama y una pequeña mancha de sangre en la sábana.
Talita se levantó temprano. A las cinco de la mañana ya estaba cuidando el granero, luego abrió la taberna que, por los días, funcionaba como una panadería. Eran tiempos difíciles en ese mundo: la comida se escaseaba, los animales se morían y los cultivos se marchitaban; la mujer hacía todo lo posible para sobrevivir y mantener a su negocio.
Su invitada también se despertó temprano, y Talita pronto se dio cuenta de que la muchacha había revisado los cajones de Irene.
—Mis pantalones están destruidos —dijo la desconocida—. ¿Me presta estos shorts?
Talita miró la pieza de ropa que había sido de su hija, su mirada parecía contar el tamaño del anhelo que sentía.
—Sí… Pero… Yo he estado pensando… a lo mejor podríamos irnos al centro de la ciudad pa’ comprarte una ropita nueva.
—Lo aprecio muchísimo su ayuda y su interés, señora, pero debo irme. No puedo perder más tiempo aquí. Cada minuto es precioso.
—Mija, a ver… las cosas que te dije anoche… —Talita parecía incómoda—. Las he pensado mejor, sé que eres una buena chica y no me meterás en pobrema, ¿verdad? Quédate unos día más, al menos hasta esas quemadura se curaren.
—No deseo molestarle ni darle gastos. Aprecio la hospitalidad, pero debo adelantarme. No tiene nada que ver con lo que me ha dicho ayer.
Talita frunció los labios, parecía decidida a convencer a la chica de que se quedara. Tal vez era su deseo de tratar de hacer por alguien lo que esperaba que estuviesen haciendo por su hija.
—En cuanto a los gastos, si quieres, puedes ser mi ayudante en la taberna. ‘Toy necesitando a una pa’ ayudarme; y se ve que tú necesitas muchas cosas. No te puedes irte solo con la ropa puesta y una guitarra.
—Es todo lo que necesito. —Ella sonrió a medias y miró a su anfitriona que parecía muy preocupada. Ya ni siquiera recordaba cómo era tener a alguien preocupado por su bienestar—. Pero, bueno... Si realmente usted necesita ayuda, puedo quedarme unos días más.
—¡Ajá! Así que vámonos a vender los panes. Luego te llevaré al centro comercial.
Trabajaron durante dos horas, hasta que el movimiento de la panadería se detuvo. Cuando Talita se preparaba para cerrar las puertas y marcharse, notó que la muchacha colgaba la guitarra sobre su hombro.
—¿Vas a llevar la guita?
—Nunca me separo de ella desde que se ha convertido en mía—. Vio el asombro de Talita y lo modificó—: Tiene un valor sentimental, y mientras esté conmigo, está todo bien.
—¡Ya! Ya veo… A ver… No entiendo qué quieres decir, pero… —Sacudió la cabeza y entrecerró los ojos—. ¡Arre! ¡Vámonos! Por cierto, Jorge ya nos espera, él es que va a manejar hoy. No lo tengo los documentos.
—¿Por qué?
—Porque el lugar donde solía hacer estas cosas ya no existe desde que se le cayó una bomba en el edificio… Fueran tantas bombas en tantos lugares… ¡Oh, mijita!, si supieras… Toda esta tierra era tan hermosa… Me duele el corazón ver todo desaparecer. Tantas luchas… tantos conflictos…
—¿Qué conflictos?
—No quiero hablar de eso ahora. —Sacudió la cabeza como si tratara de sacudir a las lágrimas en sus ojos, miró a su invitada, se encogió de hombros y preguntó—: ¿Vamos?
—¡Sí! ¡Vámonos! Usted sabe si ¿puedo obtener un mapa del mundo por allá? ¿O un globo?
—Sí, en la papelería.
—¿Puede prestarme el dinero?
—¡Por cierto que sí, mijita!
—Trabajaré junto a usted día y noche, realmente necesitaré dinero. El mapa puede ser módico, pero tengo la necesidad de comprarme algo que no será. Perdí a las dos que tenía conmigo cuando llegué.
—¿Las dos qué?
—Pistolas.
—¿Pistola cómo quien dice revórve?
—Pistola cómo quien dice pistola, del tipo que se puede usar para disparar —respondió con naturalidad, mientras se acomodaba en el asiento trasero del todoterreno e ignoraba la cara de asombro de Talita.
Por fin, el Maldito había tenido una buena noche de sexo. Estaba exhausto, no por el sexo, sino por la cantidad de energía que había tomado para transformar a Cindy. No fue una sorpresa que tuviera éxito; o que, sí, fue una sorpresa, fue ella no haber notado el cambio antes que todo estuviera terminado. No sentía culpa por dejarla sola e inconsciente en esa habitación de motel: sexualmente satisfecho, no tendría la paciencia para la crisis nerviosa que seguramente vendría.
Cindy… su Cenicienta… Excepto por el hecho de que ese encanto no se terminaría a la medianoche. La transformación había sido un éxito; solo no estaba seguro de que Cindy pensaría lo mismo cuando despertara y volviera en sí. Pero eso tampoco le molestaba, había hecho lo necesario para satisfacerse, y lo que Cindy pensase o sintiese al respecto le importaba un pepino. Ella quería ser mujer, ¿no?
Frente al mar, en una playa muy hermosa en una ciudad frenética, no ocupó ninguno de sus pensamientos con preocupaciones inútiles como la danzante que había dejado ciega o el extravesti inconsciente en una habitación cualquiera de un motel cualquiera. Eran solo muestras de su superioridad sobre los seres de ese mundo.
La experiencia con Cindy le había dado, además del alivio sexual, la certeza de tener el control total de sus habilidades psíquicas y mágicas. Había llegado el momento de formular su plan, decidir dónde y cómo empezaría. Para eso, necesitaba conocer mejor la historia de ese mundo y, precisamente, del lugar en donde estaba.
Aunque ese mundo fuera muy, muy similar al suyo, sabía que pequeñas diferencias podrían llevarlo a la cima o derribarlo. También sabía que la Bandolera, si hubiese logrado salir del mundo al que él la había tirado, ya estaría investigando esas mismas diferencias, y el juego entre los dos se decidiría en pormenores. Siempre los detalles, las minucias, los gestos casi imperceptibles definían las victorias o las derrotas.
Su oponente era incansable al igual que él, y nada la detendría hasta que lo encontrara y le pusiera el cañón de una pistola en la nariz. Pensó en lo útil que sería tener esa guitarra, especialmente para el primer paso que pretendía dar: encontrar el doble de su cuerpo en ese mundo. Encontrar su duplo, o doble, como les llamaban en algunos mundos, era primordial para que Ruan tuviera éxito en sus planes sin perder demasiado tiempo y sin agotarse.
Cauteloso, el Maldito había investigado el mundo en el que su acosadora había sido arrojada y sabía que ello se estaba acercando al fin. Los dobles, tanto de él como de ella, ya no existían en ese universo, por lo que ella no tendría ninguna ventaja sobre él a menos que lograra cruzar y salir de allí, cosa que, en opinión de Ruan, era imposible: su acosadora no tendría el elemento esencial para el sacrificio.
Por supuesto, él no sabía que estaba equivocado. Doblemente equivocado, en realidad. Primero, porque no sabía que los portales no habían sido cerrados; y segundo, porque la Bandolera, sí, encontraría el elemento para el sacrificio.
Y aquí estoy me avanzando nuevamente.
Volvamos al Maldito.
Entró en una gran papelería ubicada frente a una plaza que, como todo el lugar, estaba frenética y llena de criaturas que iban y venían de la playa. Era un lugar tropical, donde la sensualidad parecía tan natural para los nativos como la magia para sus compatriotas. Le sonrió a la recepcionista, quien le devolvió la sonrisa, encantada por el charme de Ruan.
—¿Puedo ayudarte? —ella preguntó.
—¡Sí! ¿Tienes un mapa del mundo y un mapa de la ciudad?
—¡Por supuesto que sí! —Sonrió más abiertamente, y fue detrás del mostrador, en donde comenzó a mostrar los mapas en varios modelos y tamaños—. ¿Eres turista?
—Se pude decir… —Tomó los dos mapas y miró el de la ciudad de Río de Janeiro—. Ipanema, estoy en Ipanema…
—Así es… —Sonrió, encantada.
Si esa vendedora supiera lo que sé hoy, no estaría tan encantada con la sonrisa del Maldito. Tal vez la sorprendiera saber que, en el mundo del que él venía también existía un Río de Janeiro; quizás la sorprendería las similitudes que existían entre esos dos Río de Janeiro, al mismo tiempo que la sorprenderían todas las diferencias.
Las diferencias son importantes, ¿saben? Los detalles son decisivos, ya les dije. De hecho, toda la guerra entre el Maldito y la Bandolera se decidiría en detalles. Pensando solo en los dos Río de Janeiro, hoy me doy cuenta de lo importante que fueran las minucias en el desarrollo de toda la historia. Cada uno de esos Río de Janeiro era único, a pesar de que eran iguales y solo estaban ubicados en diferentes frecuencias. Cada una de esas versiones del mismo lugar, era exactamente el mismo lugar, cuyas sutilezas marcarían la diferencia en su futuro y en el comportamiento de sus habitantes.
En el hospital, Cindy necesitó ser sedada: su trastorno rayaba la locura. Los médicos y las enfermeras temían que pudiera lastimar a alguien o a sí misma. El psiquiatra había visto casos de prostitutas golpeadas o violadas por clientes, pero nunca había visto una reacción como esa. Cindy simplemente negaba su condición de mujer, gritaba que era una travesti y que había sido mutilada. No fuera por los exámenes, el psiquiatra habría concluido que se trataba de una trans operada que tenía perdido el recuerdo de la cirugía de cambio de sexo.
—Le hicimos una ultra, además de otros exámenes, y ella tiene todos los órganos femeninos internos, incluso, está ovulando —dijo el ginecólogo a su colega psiquiátrico.
—¿Qué lleva a una prostituta a inventar una historia tan sin ton ni son? —preguntó la enfermera jefa.
—Parece esquizofrenia, pero necesito evaluarlo mejor —dijo el psiquiatra.
—Llevaba los documentos de un cierto Cristiano Soares y dijo que es él, que usa Cindy como nombre de guerra —susurró la enfermera jefa al psiquiatra, tratando de evitar que la paciente escuchara sus consideraciones.
—Sí, yo he visto a la identidad de Cristiano. Ella se parece un poco a él… deben de ser hermanos.
Le sonrió a Cindy, quien lo miraba; se presentó, habló durante unos minutos y, cuando salía de la enfermería, el psiquiatra ordenó a la enfermera que llamara al oficial de policía del hospital, ya que creía que la víctima estaba en estado de shock por una violación.
—No puedo entender lo que pasó. ¿Cómo podría ser prostituta si justo perdió su virginidad? —dijo la enfermera, que estaba atónita.
—A algunas prostitutas no le gustan el sexo convencional; a lo mejor ella seguía virgen, pero hacía otras cosas… Es inusual, pero…
—No lo creo… Dijo que tiene veinticinco años; creo que sea difícil que todavía fuera una virgen, especialmente debido a sus modales. Habla y se comporta como alguien de la noche y de las calles.
—Voy a pasar el caso a la policía.
—La identificarán digitalmente y te dirán quién es este Cristiano. Es posible que haya robado su identidad, aunque creo que estén relacionados.
Lo que surgió de la participación policial en el caso de Cindy fue descubrir que sus huellas digitales eran, en realidad, de Cristiano Soares, aunque ningún médico pudiera explicar cómo una mujer tenía las huellas de un hombre. Al buscar el lugar a la calle donde Cindy había afirmado que trabajaba, sus amigos confirmaron a la policía que conocían a una travesti llamada Cindy y que su verdadero nombre era Cristiano, pero no sabían nada acerca de una hermana, y se los dieron, a la policía, la descripción del último cliente a salir con Cindy.
La travesti que la acompañaba esa noche y que había sido ignorada por el cliente galán aceptó la invitación del policía para que fuera a comisaria reconocer a Cindy. Al ver a una mujer con cabello naturalmente rojo y sedoso en la cama psiquiátrica, Nélio —también conocida como Charlene Dayane—, sacudió la cabeza.
—¡No! ¡Esa no es Cindy! Cindy era muy femenina, pero no engañaba a nadie, se podía ver que era una travesti. ¡Esta vieja es una mujer! —A pesar de ser un hombre negro muy alto y fuerte, Nélio se expresaba de una manera que lo hacía parecer aún más afeminado que la antigua Cindy. Nélio, sí, quería despertarse un día y descubrir que era una mujer. Si el Maldito la hubiera elegido a ella en lugar de Cindy, muchas de las cosas que sucedieron en el transcurso de esta historia podrían no haber sucedido.
—¡Charlene! —Cindy gritó con su nueva voz cuando vio a su amiga a través de la puerta de cristal.
—Ella te conoce —dijo el policía con un tono de voz serio. Nélio lo miró asustado y, desmontando excesivamente debido al nerviosismo, dijo:
—No sé quién es esta mujer, ¡se lo juuuuuuro! Es similar a Cindy, pero no es ella. Ella debe de ser una prima, no lo sé…
—¡No! Esta chica fue identificada por las huellas digitales. Ella es Cindy… es decir, Cristiano.
Ustedes deben estar se preguntando por qué estoy aquí desperdiciando su tiempo contando la historia de una travesti que cayó en la trampa del Maldito. Pero se les prometo que Cindy tiene un papel clave en esta historia. Además, fue la primera señal de que el caótico reinado de Ruan en Río de Janeiro —el nuestro Río de Janeiro— apenas empezaba.
Mientras tanto, nuestra Bandolera, cuyo verdadero nombre era Marysol, se había identificado como Lolla para Talita, y atraía mucha atención en el comercio de Vila del Buen Retiro. Talita la presentó como una sobrina lejana. Los moceríos torcían el cuello para mirarla; las mujeres torcían la nariz por envidiarla.
—¡Mujerzuela! —dijo la esposa del cartero, refiriéndose a los atuendos de Lolla.
—No es cierto… ¡Está demasiado malhumorada para la zorridad! ¿Viste las botas y la camisa? Creo que ella participa en rodeos —respondió la directora de la escuela primaria, un poco más condescendiente con la extraña.
Después de las compras, se detuvieron para descansar en una heladería donde Lolla eligió un helado de pistacho y decidió hablar del tema espinoso de la hija de Talita.
—¿Qué le pasó a Irene?
—Ella… —tartamudeó Talita—. Un día se fue de casa y nunca más… Hace tres años… La buscamos como locos, nadie sabía lo que se pasaba. No me gusta hablar de eso, ya acepté lo peor.
—¿Cree que se murió? —Lolla prestaba atención a Talita, pero sus ojos cazadores se movían rápidamente de un lado a otro, como si prestaran atención a cualquiera que entrara o saliera de la heladería.
—¿Qué más puedo pensar? —preguntó con tristeza—. Mi hija era ama de casa, estaba estudiando, una chica tranquila. Si estuviera viva, ya habría logrado marcarme. Cuando te encontré, desmayada y dolida, he pensado en ella… Fue allí, en ese mismo lugar, donde desapareció.
Marysol levantó las cejas y, sin moderación, sostuvo la muñeca de Talita sobre la mesa.
—¿¡Qué!? ¿Quiere decir que ese cruce fue el último lugar donde la vieron?
—Ella se estaba esperando a unas amigas, se iba a tomar un aventón. Yo tenía un ojo encima… ‘tuve al pendiente casi todo el tiempo… Te lo juro que solo entré por dos minutos para atender a un cliente… Solo dos minutos… Cuando regresé y ya no la vi, pensé que sus amigos ya se la habían llevado, pero nunca más volví a verla… Mi hija… Mijita.
Los ojos de Talita traicionaban su dolor, pero Marysol parecía ignorar el duelo de la pobre mujer.
—¡Lléveme allá!
—¿Eh?
—Necesito ver algo.
Llevaron sus compras al todoterreno donde Jorge se apoyaba y mascaba el tabaco; Marysol pensó en lo bien que le caería un cigarrillo de paja; por suerte, Jorge tenía uno. Se apoyó contra el todoterreno al lado del hombre y tragó de buena gana. Él la miró con curiosidad. Marysol no coincidía con ese lugar, ni con la gente pacífica de Vila del Buen Retiro. Con ese cigarrillo de paja en la boca, parecía más un viejo pistolero de cine que una buena chica de campo; su intensa mirada contrastaba con el rostro juvenil y dulce.
—¿Recuerdan de cuando les dije que estaba buscando a un macho?
—Sí, pero Welber se lo recuerda más —respondió Jorge en tono de broma, mientras Talita se reía—. Si la Virgen me hubiera dado una hija, hubiera yo querido que ella supiese defenderse como tú.
Marysol no lo podía comprender el porqué de la risa o por qué una hembra debería aprender a pelear.
—Ese macho a que estoy buscando puede tener que ver, incluso sin saberlo, con la desaparición de su hija, Talita.
—¿Cómo? —Talita palideció y tomó a Marysol por los hombros en un gesto suplicante.
—¡Cálmese! —Marysol se separó—. Necesito volver al cruce para estar segura.
Marysol sabía que no existían coincidencias, y el nombre de Irene, juntamente con el hecho de que había desaparecido en el mismo lugar donde Marysol había caído en ese mundo, bueno… los humanos diríamos que fue demasiada coincidencia. Todo actúa en perfecta sincronía, incluso los hechos caóticos.
Talita miró a Jorge en busca de ayuda, pero él estaba tan perplejo como la posadera, por lo que todos entraron en el todoterreno y, después de acomodarse adecuadamente, Marysol dijo:
—Solo estoy segura de una cosa: su hija no está muerta, Talita. Y la encontraremos; es cuestión de tiempo.
Marysol estaba segura de que Irene estaba viva, pero no estaba segura de que ella tendría tiempo de encontrarla. Ese mundo de Vila del Buen Retiro estaba cerca del fin, y todos, incluso ella, se estaban quedando sin tiempo. Hubiera querido saber cuánto tiempo aún le quedaba, hubiera querido tener las garantías. A pesar del poco tiempo que había pasado con Talita, se había encariñado de la posadera, o por lo menos, lo más próximo de encariñarse que uno de su especie podía llegar, y quería hacer algo por ella y su hija. Sin embargo, sus preocupaciones fueron mitigadas por un fuerte hormigueo en la parte posterior del cuello cuando el todoterreno pasó frente a un gran terreno repleto de lápidas. Ella identificó el olor y no le gustó.
—¿Es este el depósito de difuntos?
—¡No deberías hablar así de los muertos! Necesitan respeto —Talita la regañó—. Se dice cementerio.
—Es solo que, en mi mundo, nuestros muertos son convertidos en polvo y arrojados al aire.
—¿Queman a todos los muertos? —preguntó Talita, interesada.
—Sí —respondió ella y, una vez más, miró hacia atrás y vio la pared descompuesta del cementerio; sintió un intenso escalofrío. Una lágrima amenazó brotar de sus ojos. Marysol no dejó caer a esa lágrima. No se permitió llorar, especialmente sin saber la razón, pero no tardaría en descubrirla.