Sol preparaba un cóctel Alexander para un cliente ya conocido en el bar donde trabajaba había casi un año, en Campo Grande, un vecindario en la Zona Oeste de Río de Janeiro. Como era un buen cliente que siempre le daba buenas propinas, además de no vomitar en la mesa, mantuvo su sonrisa cautivadora, mostrando sus dientes alineados y blancos.
A pesar de la sonrisa, estaba aburrida. Ese trabajo estaba lejos de lo de sus sueños, pero como era huérfana y tuvo que abandonar la Literatura, no tenía muchas razones para sonreír, por lo que se aferraba a lo que podía.
Vivía en la espaciosa casa que sus padres la habían dejado como herencia en el barrio de Bangu. Mientras lucía la sonrisa perfecta, pensaba en su vida, o más bien, pensaba en cómo odiaba todo en su vida. La gran casa que no podía mantener limpia como lo hacía su madre; el barrio donde vivía; la dificultad de llegar a ese trabajo, que también odiaba, todos los días; en los estudios que había tenido que abandonar.
—¡Tus cócteles están mejores día a día, Sol! —dijo el cliente del Alexander, y ella apoyó los codos en el mostrador para prestarle más atención.
—¡Solo para los mejores clientes! —Ella sonrió y empezó a preparar un Cosmopolitan para una mujer que acababa de hacerle el pedido. La clienta escuchó el comentario de Sol al hombre y bromeó:
—¡Hazme también a mí el especial buen cliente, eh!
—¡Por supuesto! —respondió Sol, y se sacudió con la coctelera, lo que hizo que la mujer se riera.
Arthur, el cliente más antiguo, la miraba con deseo.
Era un hombre alto y bien parecido, y Sol conocía sus intenciones. Aunque nunca se hubiera comportado de manera inapropiada, una vez le había dicho, como si no pasara nada, que estaba interesado en salir con ella. La joven sabía que Arthur era casado, y no podía imaginar qué excusas se daba en casa para poder pasar allí casi todos los fines de semana.
A diferencia de muchos otros clientes, cuando salía del bar, Arthur llamaba a taxi o servicio similar a través de la aplicación en su teléfono celular. No conducía mientras estaba borracho. Una vez dijo a Sol que «el Mr. Hyde no tiene permiso de conducir».
—Te ves pesada hoy, Sol —dijo el de repente.
—¿Yo? ¿Por qué piensas eso?
—No sé… Te ves un poco diferente, como que enojada.
—¡Ya! Pero no es la gran cosa… —respondió ella y miró hacia la mujer que había ordenado el Cosmopolitan. La clienta levantó el pulgar y Sol sonrió, aliviada de saber que la había complacido.
—Así que, sí, estás pesada —insistió Arthur.
—Los problemas habituales… Despreocúpate. Tenía que estar en otro lugar, pero no pude intercambiar con ningún colega.
—Hmmm... ¿Una cita romántica?
Sol se rió encogiéndose de hombros, y Arthur no la comprendió. A Sol le parecía interesante la asociación inmediata que la gente hace cuando una dice que tiene otro lugar en que se ir. ¿Por qué siempre suponían que se trataba de un encuentro amoroso? ¡Qué gente de poca imaginación!, pensaba.
—¡Bueno! Era una cita, sí, pero no del tipo que te estás imaginando, Arthur.
—Una muñeca como tú, y soltera… ¿Qué otro tipo de cita tendría en un fin de semana y a esa hora?
—Era una rueda de Exus.
Arthur detuvo la copa a la mitad del camino de sus labios, sorprendido.
—¿Cómo?
—Me gusta la santería, ¿no lo sabías? —Ella sonrió con picardía, pero luego sacudió la cabeza—. ¡Relájate! Estoy jugando. Me gusta la Umbanda. Soy católica no practicante, tengo mi santita de devoción, pero, de todos modos… tengo la mente abierta. ¡Es eso!
—¿Y tú crees en estas cosas? —Arthur también provenía de una familia católica y no se sentía muy cómodo hablando de otras religiones, aunque sabía que cuando su madre estaba viva, ella iba a la misa a los domingos, pero de vez en cuando también iba a la encrucijada para curiosear y obtener el éxito que no conseguía con sus oraciones políticamente correctas.
—Lo creo en todo.
Sol se alejó para servir a sus clientes, y Arthur miró a su reloj. Era hora de irse a su casa, a su vida, a su malhumorada esposa, a la camisola con la que ella siempre le esperaba, a los interrogatorios infinitos.
¿Dónde estabas hasta esta hora?
¿Quién es la zorra?
¿No amas a tu familia, Arthur?
Tenía un par de hijos: Pedro, de dieciséis años; y Elisa, de once. Para sí mismo, decía que los niños eran la razón para seguir casado. Pero esa no era toda la verdad. La verdad era que a Arthur todavía le gustaba Manuela, la «dama de los líos». Andaba extrañamente irritado con ella, hacía ya algún tiempo, pero, en sus momentos de lucidez, no podía negar lo cuanto todavía estaba hermosa. A veces, entre semana, volvía a casa y la veía en la cocina, preparando la cena, y recordaba toda la vida que compartían y cuán dedicada ella era; notaba la belleza preservada desde su juventud, y era tomado por un afecto extraordinario, como si hubiera pasado días sin verla, como si estar allí fuera una novedad, una cosa inusual. En esos días, Arthur casi sentía como si la estuviese conociendo, y parecía enamorarse de su esposa otra vez; pero luego ella se volvía, o lo miraba con esa mirada molesta y censurada, y toda esa mezcla de sentimientos se le desaparecía. Más que eso: era como si fuera reemplazada por una irritación insana y creciente, una irritación inexplicable, incontrolable.
No entendía de dónde provenía ese sentimiento, solo sabía lo que sentía. Quería destrozarlo todo, romper algo, escapar y no tener que mirar a su esposa nunca más. Las peleas empeoraban, los gritos despertaban a los vecinos, los niños no podían soportarlo más.
Se fue sin despedirse de Sol. Además de estar más borracho de lo habitual, estaba cansado de recibir negativas. Llamó a un coche a través de la aplicación, esperó frente al bar; cuando llegó el auto, subió, dijo su destino y se dejó caer en el asiento del pasajero. Cuando se despertase, el Doctor Jekill se habría ido a algún lugar lejano, y el Mr. Hyde vendría con todo.
Los demonios estaban sueltos.
Lo sé que ustedes deben tener curiosidad sobre el mundo de los daemons, las diferencias y similitudes con nuestro mundo. No sé si es conveniente hablar de ello, ya que la mayor parte de la historia que debo contarles está ambientada aquí en este mundo, pero no me cuesta revelarles algunas cosas.
Al igual que las diferencias entre las criaturas, las diferencias entre los lugares son bastante sutiles. Una persona y un daemon, para aquellos que miran desde afuera, no presentan diferencias significativas en su constitución física; se hace necesario mirar de cerca para diferenciar uno del otro. Sí, usted, que acaba de poner los ojos en blanco, sé que ya lo dije, pero confíe en mí. Sé por qué me estoy repitiendo tanto.
Los diferentes mundos, universos o realidades… en resumen, los diferentes lugares también son así. Solo se replican en los diferentes universos, y cada uno de ellos tiene sus propias características y lleva su propia historia de acuerdo con las decisiones tomadas por las criaturas que viven ahí.
Ruan, en este mundo, estaba en Río de Janeiro, el mismo lugar donde había vivido en su propio mundo, y estaba impresionado con las construcciones y las destrucciones que se hicieron en la ciudad doble de la suya. Su Río de Janeiro no era tan urbano como el de los humanos; era más como el viejo Río, todavía antiguo y con muchas áreas por descubrir.
Marysol había nacido en México. En este mundo, nuestro mundo, México es un país ubicado en Latinoamérica. El México de donde vino Marysol estaba ubicado, geográficamente, en la región que, en Brasil, llamamos Nordeste.
En el mundo de los daemons, el gobierno era uno, en todo el mundo.
Ruan era un criminal internacional, un traidor, cuya acosadora también era una criminal, pero de menor potencial. La Bandolera probablemente se saldría con la suya si no hubiera tomado la guitarra. Yo, sabiendo lo que sé, puedo decirles que prefiero a ella en lugar de él, pero, frente a la fría carta de la ley, ¿qué sé yo? Sí, ella debió entregar la guitarra a las autoridades y no perseguir al Maldito con ella a las espaldas. Era una pieza demasiado sagrada para andar con una Bandolera que no tenía compromiso social y que despreciaba tanto el don de la magia. Pero, repito: ¿qué sé yo?
En la casa que había tomado para sí mismo, Ruan organizaba sus ideas y pensaba en cómo comenzar a implementar su plan. Necesitaba aprender todo sobre el universo en el que estaba ya que uno no puede controlar lo que no conoce, y él no tenía mucho tiempo, así que empezó a preguntarse todo lo que había aprendido y cómo lo había aprendido.
Un daemon tiene muchas formas de obtener conocimiento. Inicialmente, apeló a las lecturas. Podía leer una enciclopedia completa en minutos. La televisión e la Internet también ayudaron, pero por lo que ya había captado, no eran confiables. Además, información y conocimiento no son lo mismo. Las lecturas, las noticias o incluso los videos de Internet no le permitían asimilar los sonidos, los olores y los recuerdos de cada uno. Y la información, más de lo que se ve, es la percepción, es la experiencia.
Por esta razón, decidió que usaría artillería pesada, una maniobra que todos en su mundo sabían usar, incluso la Bandolera: absorber conocimiento. Era una práctica que no le gustaba, porque junto con el conocimiento llegaban cosas indeseables, como los sentimientos de los vampirizados. No había forma de seleccionar, todo se unía, y tomaba tiempo deshacerse del exceso.
Ruan quería capturar experiencias de la vida, y él ya sabía dónde las encontraría: en los ancianos. Tenían la sabiduría despreciada por los jóvenes, pero también llevaban consigo los dolores y los arrepentimientos de los actos irreflexivos, las pérdidas de seres queridos, el anhelo… Buscaría a los ancianos lúcidos y vigorosos, porque deseaba limpiarse de lo mínimo de secuelas después. Terminó descubriendo, como sospechaba, que no todos los humanos mayores tenían sabiduría, que algunos nunca maduraban, y que acumulaban inmadurez y retraso mental con el deterioro del cuerpo.
Tomó un cigarro que había comprado hacía unos días en un centro comercial, lo olió y se preparó para encenderlo. En este simple acto de encender el cigarro mientras disfrutaba de su aroma, se comparó con los humanos. Todo lo que se hacía en su mundo, el mundo de los daemons, era casi ritualista en importancia; estaban demasiado conectados con los sentidos, valoraban cada sensación, prestaban atención a todo lo que veían, oían, sentían, olían, saboreaban, tocaban…
La gente era diferente: se tragaban su comida, pero no la saboreaban; escuchaban su música, pero no la apreciaban, no se detenían para sentir la melodía, entender la poesía lírica de sus letras.
Ruan pensaba que ese tipo de actitud era paradójica. No… paradójica, no. Ruan nos consideraba estúpidos.
Los daemons eran casi inmortales, se les era dado el privilegio de perder el tiempo, aun así eran intensos, valoraban las sensaciones; los humanos necesitaban enfrentar su mortalidad, su finitud, todos los días; sin embargo, no disfrutaban de sus momentos, no disfrutaban de las pequeñas sensaciones, no apreciaban las cortas vidas que tenían.
Por supuesto, como ser humano, necesito decir algo a favor de nuestra especie, incluso que, sí, estoy de acuerdo, en parte, con Ruan. Una de las diferencias sutiles, pero fundamentales, entre los daemons y nosotros está en la forma como sentimos las emociones. Los sentimientos en los daemons son como los instintos. Creo que podríamos comparar, en el ideal humano, con lo que llamamos el sexto sentido, intuición. Los humanos tienen un sexto sentido; algunos humanos creen eso, otros no. Algunos humanos lo han desarrollado, otros tratan de desarrollarlo, y algunos humanos simplemente no saben cómo funciona.
Un daemon no sabe qué es el amor, la tristeza o el anhelo que sentimos. Un daemon nunca conocerá la desesperación, el dolor no físico o el miedo como lo hace un humano.
Pero ellos están ahí.
Ocultos, subdesarrollados, sin que algunos de ellos se den cuenta, pero están ahí.
A lo mejor es por lo que están tan apegados a las sensaciones: es lo más cercano a sentir algo que algunos de ellos llegarán; y lo necesitan para compensar esta deficiencia. Algo así como nosotros los humanos tratando de encontrar significado en los sueños, o meditando para tratar de alcanzar esa quinta dimensión.
Los humanos, atrapados a emociones intensas todos los días, no podemos disfrutar el aroma de las flores, pero un daemon nunca sabrá lo que se siente cuando uno recibe un ramo de quien ama, o la emoción de elegir ese ramo en la florería para entregárselo a quien se ama. Ni siquiera conocen nuestro amor. Para un daemon, el amor es lo que los humanos llamamos lealtad.
La vida humana es corta, sí, y puede que no la apreciemos tanto como nuestra finitud supone que deberíamos, pero sé que hay días en que sentimos tanto todo lo que sucede a nuestro alrededor, que no habría olor a tabaco ni lirismo musical lo suficientemente apreciados como para compensar el carrusel de emociones que somos capaces de experimentar en media hora de existencia.
Un daemon puede sentarse con una copa de güisqui y disfrutar de su color, su aroma, y hacer que deambule por cada milímetro de la lengua para sentir todos sus sabores antes que le caiga por la garganta, pero nunca sentirá la agonía de beber una dosis completa en un solo sorbo para tratar de ahogar un dolor que pueda consumir sus entrañas. Los daemons pueden considerarnos menos intensos, pero creo que les sobra el tiempo y, por lo tanto, ellos pueden disfrutar de ciertos lujos.
Cuando un daemon se cansa de vivir, desafía a otro daemon a un duelo. Es una forma rara de muerte, casi equivalente al suicidio entre humanos y solo ocurre cuando los daemons se fastidian. Los humanos se suicidan porque ya no pueden soportarlo, porque sus emociones los asfixian hasta el punto de no poder seguir con su vida; un daemon simplemente se harta. Por supuesto, el suicidio también se considera una salida cobarde en su mundo, y es por lo que es un tipo de muerte muy inusual.
Un daemon no muere fácilmente. Solo puede ser asesinado por otro de su clase. La forma más rápida es con un disparo directo a la cabeza, en la frente o en la nuca; también es posible matar a un daemon golpeando uno de sus órganos vitales, y no siempre tiene que ser con un arma de fuego, pero las muertes en este caso son lentas y dolorosas, solo apreciadas por los sádicos. Y es que estoy divagando… de nuevo… ¡Perdónenme! Pues… Yo estaba hablando de Ruan y de su cigarro de mierda…
Entonces…
Cuando encendió el fósforo y acercó la llama al cigarro, Ruan no tuvo tiempo de sentir el placer del humo, porque algo sucedió: la llama literalmente saltó de la cerrilla y se terminó en el piso, quemando la alfombra. El volumen del fuego creció absurdamente, se hizo más fuerte que él mismo, que fue tirado hacia atrás y se estrelló contra la estantería. Cuando se levantó y extinguió las llamas en la palma de su mano, el Maldito miró a la herida negra que se había formado en el mismo lugar donde el fuego se había marchitado, parecía un trozo de carbón. Dolía, y eso era una mala señal; olisqueó la herida, cerró los ojos y gruñó:
—¡La perra ha cruzado!
Abrió los ojos e, incapaz de controlar su ira, emitió tanta energía que todo el vecindario sufrió un apagón.
Arthur abrió la puerta en silencio, como siempre, y encontró todo apagado. Arrojó su chaqueta sobre el sofá, las llaves sobre la mesa de madera y caminó hacia la cocina por el pasillo que llevaba a los dormitorios. Era una casa grande, ubicada en un barrio de clase media.
Abrió la nevera, buscó sus latas de cerveza y no las encontró. A pesar de la borrachera, pudo sentir el olor agrio en el aire y murmuró: ¡Manuela! Abrió la puerta de la cocina al patio trasero y fue al basurero. Arrojó la pesada tapa de metal al suelo, haciendo un estrépito en el hormigón. Allí estaban todas sus latas de cerveza, vacías y abolladas.
—¡La zorra lo tiró todo! ¿Con que derecho? ¡Se pasó! ¡Se pasó!
Arthur entró en la casa, casi se podía ver la sangre subírselo y calentar su cabeza. No tuvo que irse a su recámara, porque la mujer ya lo estaba esperando, de camisola y cara gruñona. El hijo mayor estaba en la casa de uno de sus tíos; Elisa, la hija menor, estaba en su habitación. El hijo, a menudo se veía liberado; pero la hija nunca se salvaba. Manuela pensaba que, como era más joven, la niña se olvidaría de esas peleas con el tiempo. Creo que es el tipo de mentira que a los padres les gusta decirse a sí mismos. Los hijos, especialmente los niños, nunca olvidan; al contrario, algunas veces, el trauma se pone arraigado tan profundamente en sus almas que los transforma por completo.
—¡Tiraste mis chelas! —El intento de hablar en un tono de voz moderado resultó nulo. Manuela se estremeció—. ¿Quién coño te crees pa’ tomar mis cosas y tirarlas a la basura, bruja inútil? —Sus ojos brillaban, estaba más enojado que de costumbre. La saliva amenazaba escurrirse por la esquina de su boca, el Mr. Hyde tenía el pie en la puerta, listo para echarla abajo.
—No quiero estas cosas en mi casa. ¡Mírate! ¡Ve tu condición! —Señaló con desdén y apuntó en dirección a su esposo, quien miró hacia abajo en un intento de verse a sí mismo de la cintura a los pies.
—¿Qué condición? ¿Qué condición?, ¡Coño! —Se chocó con una silla, y eso fue suficiente para desconcertarlo aún más. Tomó la silla, la levantó sobre su cabeza y la arrojó a la puerta de la cocina. Manuela dio un paso atrás alarmada y fue al comedor.
—¡Basta, Arthur! ¡Elisa se despertará!
—¡Hija de puta! Eso es lo que eres. Tú me haces eso a propósito, quieres colocar mi hija en mi contra. —Escupía mientras rugía—. A Pedro ya lo hiciste, pero con Elisa no lo harás. ¿Me oye?
—Pedro ya está crecido, él puede ver lo que haces. —Manuela se detuvo al lado del teléfono.
—¿Él puede ver? ¿Puede ver qué? ¿Ve las facturas que pago? ¿Ve la buena casa que su madre dice que es suya cuando quiere divorciarse, a pesar de que ha sido el tonto del padre que la ha comprado? ¿Él ve que la única mujer que puede hablar conmigo es Sol, una muchacha que trabaja en un bar haciendo cócteles, porque su madre solo sabe quejarse de su jodida vida? ¿Es eso lo que él ve, Manueeelaaaa? —La voz borracha se acentuó cuando pronunció el nombre de la mujer, quien se encendió al escuchar el nombre de Sol.
—Así que la zorra que está destruyendo mi familia se llama Sol…
—¡Ella no es una zorra! —Le dio un empujón a Manuela que la hizo tambalear, pero ella logró mantener el balance y se alejó para buscar su móvil.
—¡No me toques, borracho! Llamaré a la poli… —La primera bofetada interrumpió la conclusión de la frase, pero Arthur no necesitaba escuchar el resto para saber el contenido de la amenaza. Manuela cayó sobre la mesa, y Arthur la levantó por el pelo.
Ella gritó.
Elisa se despertó. La niña estaba bajo tanta presión que ni siquiera se había puesto su ropa de dormir, era como si ya supiera que habría una pelea. Mientras tanto, en otra habitación, Manuela intentaba defenderse, pero Arthur, además de ser físicamente más fuerte, tenía el alcohol a darle superpoderes. La esposa le clavó las uñas en la cara, pero él no sintió nada. Elisa llegó a tiempo para ver a su padre golpeando furiosamente la cabeza de su madre en la esquina de la pared. El rojo de la sangre se mezclaba con el oro de los cabellos de Manuela.
—Papá, ¡deja a mi mamá! —La niña gritó histéricamente, en pánico, mientras Arthur abofeteaba a la mujer inconsciente—. ¡Mataste a mi mamá!
Él levantó los ojos inyectados en sangre hacia su hija, que corrió hacia el dormitorio. Arthur dejó a Manuela echada en el piso. La puerta del dormitorio de su hija estaba cerrada; él empezó a golpearla.
—¡Elisaaaa, ábrelo pa’ tú apá! Mamá ‘tá bien. ¡Te lo juro! ¡Abre la puerta, mija!
Como no hubo respuesta, decidió entrar: con una sola patada, la puerta de madera se cayó al suelo, y Arthur encontró solo la luz prendida y una ventana abierta en la habitación vacía.
Marysol todavía estaba en el camino, siendo admirada y temida por las pocas personas que se habían quedado.
Absorbió las llamas del fuego y se detuvo para contemplar las miradas atónitas que la gente le lanzaba. Algunos exhibían una devoción prematura e inexplicable, pero los más relacionados con la realidad, aunque asombrados por lo que estaba pasando, centraron su atención en el cadáver de Irina tirado en el suelo. Marysol ajustó la guitarra sobre su hombro, estiró la columna y observó a su audiencia.
—Usted es… es… —comenzó a preguntar un hombre cualquiera entre los que estaban acurrucados allí, pero no tuvo el coraje de terminar. Marysol dejó la botella de vino y miró a su alrededor.
—Os agradezco el vino, pero tengo que irme.
Dio unos pasos, haciendo que los más cercanos a ella se retiraran. Una mujer muy delgada levantó el brazo como si fuera una estudiante que quisiera hacer una pregunta.
—¿Esta mujer está muerta?
Marysol miró al cadáver de Irina. Durante unos segundos, el silencio masivo reinó. Tico y su madre se acercaron, y sus pasos tendrían atravesado la noche de una manera amenazante, si la Bandolera pudiera sentir miedo a algo. Marysol no demostró haberlos notado, madre e hijo, que se habían atrevido a acercarse.
—¡Sí! —respondió la Bandolera, asintiendo, para no dejar dudas de que su respuesta era sí.
—¡Ella es el diablo! ¡Ha traído un egum, una mujer muerta del infierno! —gritó la flacuchenta. Había pasado de la admiración a la histeria en segundos.
Algunos se pusieron de acuerdo con ella, otros se quedaron indecisos; luego, empezó una discusión entre los presentes, y Marysol pensó en aprovechar la oportunidad para escabullirse. Pero la flacuchenta se acercó a ella y la jaló por los hombros. Quiero decir, la flacuchenta trató de jalearla, porque la daemon no se movió.
—Suéltame o... —amenazó Marysol.
La flacuchenta no tenía ni idea de a quién estaba tocando, ni de lo que le podría pasar, por lo que gritó:
—¡Llamen a la policía!
Trató de tirar la Bandolera por el brazo sin lograr que la chava se moviera ni una pulgada. Marysol parecía una estatua de hormigón. Un hombre que acompañaba a la flacuchenta acudió en su ayuda, pero ni siquiera pudo acercarse, porque con el movimiento de una mano, usando la magia por instinto, Marysol lo tiró y, con la otra mano, sostuvo el cuello de la flaca, quien se vio obligada a tragar los diversos gritos que tenía intención de soltar. Marysol la levantó en el aire, y los pies de la mujer estaban sobre el suelo, alrededor de las rodillas de la forastera, quien le dijo en voz alta:
—¡Sal de mi vista, o terminarás en el piso como esa desgraciada muerta que se pasó conmigo!
Cuando los ojos de Marysol cambiaron de color, la mujer se desmayó aún suspendida en el aire, no sin antes orinar en sus pantalones. Marysol sintió que la orina le salpicaba las botas e hizo una mueca de asco, dejando caer la histérica delgaducha al suelo. La expresión de pánico de los presentes le hizo pensar que no podría irse sin ser molestada y, por un momento, deseó tener el mismo don que su hermana tenía y teletransportarse. Echó ese recuerdo, porque pensar en su hermana no le daba buenos sentimientos e hizo caso a su entorno. El hombre que ella había arrojado estaba corriendo furiosamente hacia ella con un machete en la mano.
Tico y Lorena se alejaron con cautela, cuidando de no ser vistos por los demás involucrados. Pero, al mismo tiempo que pretendía permanecer invisible, Tico quería saber qué pasaría y quién era esa misteriosa mujer. ¡Qué Reina del Camino, ni que ocho cuartos! Ella es otra cosa… estoy seguro.
—¡Están locos! ¡Están todos locos! Ella es una entidad, ¡ya lo ha demostrado! —dijo Lorena, asustada y fascinada al mismo tiempo. Tico la miró de reojo; ellos dos observaban a todo agachados detrás de uno de los autos estacionados.
—¡Ella no es ninguna entidad, amá’! Es de carne y hueso, ¿no la ves? Mira cómo envolvió a la flaca. Uno espíritu no sostiene las cosas.
—Entonces, ¿qué es ella, Tico?
—No lo sé… —Sacudió la cabeza; sus ojos estaban abiertos y vidriosos ante la escena que se estaba desarrollando—. Pero lo voy a saber…
Marysol arrojó al hombre del machete con un simple movimiento de su mano, y la gente comenzó a huir en pánico. Sin embargo, los pocos restantes estaban dispuestos a capturarla, fuera ella una entidad o no. La Bandolera captaba la naturaleza de aquellas personas que era, entre muchas otras cosas, la de encarcelar por no saber cómo lidiar con lo desconocido. No la entendían, no sabían cómo ella pudo haber salido de las llamas, por lo que querían destruirla o arrestarla. ¡Qué prueben su suerte!, pensó ella.
Ella colocó la guitarra en uno de sus muslos, apoyándose en la otra pierna. Tocó el primer acorde, y un rayo de luz se expandió para formar un círculo gigantesco alrededor de todos, excepto Lorena y Tico, que estaban ocultos al otro lado de la carretera. Marysol tocó una canción horrible en términos de melodía, pero servía para lo que estaba destinada a hacer: primero, paralizar a esas personas; segundo, despejar sus recuerdos desde el momento en que la vieron.
La melodía desafinada sonó, el rayo de tono naranja se expandió y aisló al grupo, la mirada de la gente estaba fija en la guitarra y en las manos que la manejaban, un fuerte viento levantó la tierra y una especie de vendaval se formó alrededor de la Bandolera, cuyos ojos habían adquirido ese tono no humano. Cuando sintió que todos estaban listos, dio la orden:
—¡OLVIDADME! ¡OLVIDADME! ¡OS ORDENO! ¡LA REINA DEL CAMINO NUNCA HA ESTADO AQUÍ!
El último acorde hizo que todos cayeran inconscientes, y el rayo se desvaneció lentamente. Cansada, Marysol respiró hondo. Tardarían mucho en despertarse, tal vez solo al amanecer, por lo que aprovechó la oportunidad para tomar otro trago. Estaba agachada cuando tomó el primer sorbo de un vino blanco. Le gustó el sabor, su paladar le agradeció y, con agudos sentidos para poder disfrutar mejor la bebida, terminó por escuchar la conversación entre madre e hijo:
—Ella es como el hombre… —susurró Tico. Estaba pensando en voz alta, en realidad, pero no pasó desapercibido para Lorena.
—¿De qué hablas?
—He visto a un tipo ayer… Él era así… —El miedo que sintió Tico al recordar a Ruan emitió un olor que fue detectado por Marysol.
—¿Y no me dijiste nada? ¿Dónde ha sido eso?
Los ojos de Marysol brillaron mientras escuchaba a Tico contar lo ocurrido; desde lejos ella podía sentir el temor del chico. Él hablaba de Ruan, ella no tenía dudas. Y él era bastante inteligente, porque pronto hizo la conexión entre el Maldito y ella. No podía dejar que se fuera, ese chico era su primera pista para rastrear a Ruan.
Sonrió cuando se dio cuenta de que los dos seres permanecían ocultos y confiaban en que estaban ocultos. Sabía que la estaban observando, y aunque pudiera alcanzarlos rápidamente, quería estar segura del lugar donde se refugiaban. Por el olor, se dio cuenta de que la criatura que hablaba del Maldito era muy joven, tal vez un macho; no podía estar segura solo por su voz; la otra era una hembra, no tenía dudas al respecto, y era la madre del primer ser, a quien llamaba Tico.
Caminaba lentamente, como si fuera a seguir el camino, mientras madre e hijo observaban cómo su silueta disminuía en la oscuridad hasta que desapareció por completo. Tico y Lorena se miraron el uno al otro.
—¿Ves? ¡Yo te dije que era una entidad! Una persona de carne y hueso no se desaparece así como así.
—Eso está muy raro… ¿Y ese cuerpo? ¿Quedará allí?
—¿Y crees que ella volverá a buscarlo?
Los dos se aventuraron a mirar por encima del capó del auto, cuando Marysol apareció de la nada junto a ellos y se recostó contra el coche. Sin preocuparse por la presencia de Lorena, la Bandolera se inclinó para quedarse a la altura de Tico y ordenó:
—¡Llévame hasta él, chavo!
Manuela fue hallada por los vecinos, que acudieron al rescate lo más rápido que pudieron. La policía fue a la casa, pero no encontró a Arthur ni a Elisa. La víctima fue ingresada al hospital en estado grave y en coma. Hubo, entonces, tres preocupaciones principales que plagaron a la familia y a los amigos de Manuela: encontrar al agresor fugitivo, la hija desaparecida y la recuperación de la esposa maltratada, la cual sería bastante complicada según los médicos.
El padre de Manuela era un oficial jubilado de la Policía Federal y todavía tenía muchos contactos. La hermana mayor de Manuela, que siempre la aconsejaba, incluso a divorciarse de Arthur, estaba más preocupada por encontrar a su sobrina, ya que la condición de su hermana era grave, sí, pero no se podía hacer nada más que rezar y esperar.
Rafaela comenzó a imprimir carteles «SE BUSCA» con la foto de Elisa en su impresora. Recibió ayuda de familiares y amigos para pegar los carteles en publicaciones y lugares donde la niña podría haber pasado, pero temía que no fuera suficiente. Sentía que Elisa no quería ser encontrada y no podía culparla. La familia no había podido protegerla.
En cuanto a Elisa, mientras los adultos la buscaban, la niña lloraba, acurrucada, en un callejón oscuro de un vecindario vecino, abrigada bajo un periódico que había encontrado tirado al suelo. Sentía frío, a pesar de que la temperatura no estaba tan baja. Había sacado los ahorros de su alcancía, pero no sabía cómo usarlos. Se había detenido en ese callejón para descansar, porque el sueño insatisfecho comenzaba a exigirle que durmiera profundamente. Pero ella no quería dormir.
De repente, Elisa, la niña de clase media que siempre había estudiado en buenas escuelas, estaba durmiendo en un callejón sucio, compartiendo espacio con gatos y ratones hambrientos, tan hambrienta como ellos. Aun así, no podía encontrar tiempo para llorar, o para dormir, todo en lo que pensaba era en su padre, el monstruo, como un loco, matando a su madre. Todo lo que sentía era el miedo a ser la próxima víctima.
Tenía hambre, y el día tomaría tiempo para despejarse. Miró de reojo un empaque que se parecía a una vianda sobre una pila de basura, casi podía oler la carne, el arroz y los frijoles.
La niña se levantó lentamente y se quedó mirando el envase. Se sintió asqueada, pero no podía dejar de mirarlo. Levantó un palo del suelo y, con un cuidado exagerado, levantó la tapa del paquete para ver qué había dentro. Lo había clavado: había algo de arroz, frijoles negros y un trozo de carne asada del tamaño de un puño. También había algunas patatas fritas marchitas. Empujó la vianda, que se cayó al suelo donde la comida se esparció.
Elisa lagrimó, entró en pánico y corrió.
—¡No soy un bicho para comer las sobras!
Bicho…
Ya he meditado en tal protesta hecha por Elisa después de negarse a comer esa noche. Los humanos somos animales; animales racionales y políticos según Aristóteles, porque podemos tomar decisiones, resolver problemas; porque tenemos la capacidad de cuidarnos y cuidarnos unos a los otros. Biológicamente, somos animales, porque tenemos vida, es decir, somos capaces de transformar la energía que se nos ofrece y generar descendientes.
Quizás, por no le gustar ser llamado animal, el hombre —este animal racional y político—, para que sus descendientes no se lastimasen en su orgullo, inventó la palabra bicho, que sirve para describir a todos los demás animales. Es como decir: «Podemos ser animales, sí; pero ¿bicho?, ¡bicho, nunca!» Elisa no quería sentirse como los gatos apestosos y los ratones hambrientos que compartían ese callejón con ella; pero poco sabía que, en ese momento, lo único que la distinguía de ellos era el alcance de su hambre.
Bichos y daemons tienen una cosa en común: la infancia corta.
Las madres y los padres daemon solo cuidan a sus hijos durante el tiempo que sea necesario para que puedan aprender a sobrevivir. Al igual que los bichos: después de moverse y buscar su propio sustento, necesitan crecer y cuidar sus propias vidas. Quizás esta sea la razón de la incapacidad de los daemons para sentir. No llevan recuerdos de una infancia amorosa en la que los padres cariñosos les cuenten historias para que puedan dormir; ni que jueguen con ellos; o incluso cualquiera que les diga que todo estará bien cuando no haya luz; no tienen a nadie para sostener su mano cuando se van a cruzar la calle, o para protegerlos del matón de la escuela. Sin puerto para anclar, los daemons infantiles son como barcos que necesitan navegar y navegar y navegar…
Los bichos, los daemons y los niños como Elisa y Tico tienen esto en común.
Necesitan crecer antes del tiempo, necesitan cumplir con el imperativo biológico y simplemente seguir con sus vidas. Los bichos, por su propia naturaleza; los daemons, por su propia naturaleza; y los niños como Elisa y Tico debido a la insuficiencia de los llamados animales adultos racionales que no los protegen.
Cuando rechazó la comida, Elisa ni siquiera se imaginó que solo había logrado rechazar esa comida porque todavía no había probado de la verdadera hambre. Tico también había arrugado la nariz para la primera comida que encontró en la basura. Cuando rechazó la comida, Elisa no sabía, ni tenía que saberlo, pero estaba experimentando una realidad común a muchos niños humanos privados de protección y ayuda, arrojados a la calle y que necesitan aprender, como los bichos, a diferenciar la comida comestible de la que no puede ser ingerida. Que necesitan revivir sus instintos para defenderse de los depredadores. Que acortan, suprimen, matan su infancia y se convierten en adultos responsables de su propia supervivencia y sustento.
Tico y Elisa habían crecido, hasta ahora, en lados opuestos de la misma línea de tiempo. Una había contado con la comodidad y protección de parientes amorosos hasta que tuvo que aprender el miedo a través de las manos de una de las personas en la que más confiaba: su padre. El otro había dejado su casa muy temprano, nunca supo qué fuera protección o cuidado, y nunca perdió su tiempo arrepintiéndose; al fin y al cabo, no se puede perderse lo que nunca se ha tenido.
Esa noche, esos dos niños, cada uno proveniente de su lado de la línea imaginaria que separa a los marginados de los exitosos, compartieron la misma realidad, estaban uno al lado del otro encima de la línea invisible.
Después de cruzar la línea, los dos permanecieron en lados opuestos, pero no del mismo lado del que habían venido.
El destino había proporcionado una inversión.