Los veo a ustedes confundidos. Si Danielle decía la verdad, ¿cómo podría haber estado observando a Marysol y Tico mientras dormían?
Creo que es llegada la hora de presentarles a otro personaje en esta historia, un personaje que llegó a este mundo siguiendo a otro ya conocido, el daemon sin cuerpo Pablo.
Su travesía fue difícil. Además de enfrentar la misma tormenta de arena a la que había enfrentado Marysol, Pablo tuvo problemas para mantener la dirección sin un cuerpo físico. No sabía cómo moverse, ¿entienden? Creo que ya se les expliqué, pero si no, este es un buen momento. Los portales se abren con sangre de daemon, pero los lugares donde los portales llevan a sus viajeros están determinados por la intención del daemon que lo atraviesa. Marysol cruzó en busca de Ruan, por lo que su portal la llevó al fuego donde estaba Tico, el humano que había visto a Ruan; Pablo también quería a Ruan, pero, más que querer su venganza, Pablo quería encontrar a su doble para tener un cuerpo.
Centrado en su objetivo, Pablo no se dio cuenta de que tenía compañía. Otro daemon —otra, en realidad—, una hembra asesinada, lo siguió en el cruce. Era un espíritu atormentado, perdido, enloquecido por el dolor. Era un espíritu que también buscaba vengarse de Ruan, porque el Maldito le había quitado algo importante; algo que ella consideraba más importante que su propia vida.
Pablo, en su cuerpo espectral, sintió una brisa cálida y supo que los chorros de arena estaban disminuyendo porque escuchó esa voz distante, una voz muy conocida. Su propia voz
Había encontrado a su doble.
Una hembra hablaba con el doble de Pablo, estaban batallando. Él, todavía no tenía visión del nuevo mundo o de los dos que luchaban, ya que todavía había un buen tramo del camino hasta que lograra cruzar. Parecía que el pasaje se estaba volviendo más y más pesado cuando llegó a su destino deseado. Era como si tuviera grilletes en los talones que lo obligaban a hacer un esfuerzo cada vez mayor con cada paso dado.
No estoy segura de lo que les digo, pero si pudiera apostar por qué Pablo necesitaba esforzarse tanto para cruzar, apostaría en el equilibrio universal. Cuando un daemon muere, se debe quedar muerto. Así es como es. La insistencia de Pablo en moverse de un cuerpo a otro, esa cosa de pasar por un portal con el único propósito de encontrar un doble para mantenerse con vida a través de la posesión… bueno… no es cierto. Es una violación de las leyes universales. Un desequilibrio en el equilibrio, una afrenta a la naturaleza. Y el karma necesita enviar su advertencia. La advertencia de Pablo fueron los grilletes invisibles.
Ignorando el peso, ignorando las cadenas, Pablo tuvo su primera visión del mundo fuera de ese túnel de arena: había varios seres que llevaban chalecos negros y botas pesadas. No eran como las botas de vaquero, pero eran botas. Todos estaban armados, algunos con grandes armas. De inmediato, vio a la hembra que discutía con su doble.
Pablo cruzó en el momento exacto en que la mujer bajita, a quien ya les presenté como la inspectora Danielle, se iba a Barbosa. Al igual que Pablo, Barbosa parecía tener el mismo destino: ser golpeado por mujeres de baja estatura.
Vio toda la escena que involucraba a la policía, sabía que ese no era un buen momento para tomar posesión de Barbosa, pero también sabía que no podría llevar mucho tiempo o se convertiría en un alma errante.
Un alma errante como la que lo había acompañado a través del pasaje, y que también estaba apretándose para entrar en esa nueva realidad antes de que se cerrara el portal.
Pablo ya estaba distante, preocupado por no perder su doble de vista y no se dio cuenta de su compañera de viaje.
Diana estaba loca.
Se las había arreglado para seguir a Pablo gracias a la loca debilidad que le daba su loco odio. No era como si estuviera al tanto de las cosas que estaba haciendo. Entró en el portal, y su sed de venganza y el deseo de encontrar la parte que le habían quitado la llevaron al mismo destino que Pablo.
Su espíritu enloquecido estaba lleno de tanto dolor, que el suelo vibró cuando saltó al mundo humano. Fue una vibración sutil, sí, aun así, sentida por su doble Danielle quien, incluso en esa confusión, incluso luchando y desatando los mayores insultos hacia Barbosa, miró hacia atrás, creyendo haber escuchado a alguien llamarla por su nombre. Nadie la había llamado, pero la mirada salvaje de Diana parpadeó entre Danielle y Pablo, tratando de decidir cuál sería su prioridad. Terminó eligiendo a Pablo. Él sería el primero.
Luego, por un breve momento de lucidez, recordó por qué él debía de ser el primero e, instintivamente, Diana llevó la mano espectral a donde una vez estuvo su vientre, buscando la energía que debería estar allí.
Cuando no sintió nada, Diana rugió.
No fue como el rugido de los leones cuando establecen su dominio en la jungla demostrando que son fuertes y valientes. No. Fue como el rugido de los tigres en una arena, cuando, con el pecho atravesado por la espada de un gladiador, liberan su último lamento, el que sale con el último aliento de aire en sus pulmones. Se mueren peleando, pero sí mueren. El rugido de Diana fue el último lamento de una bestia que cree que partió demasiado temprano; sus dientes expuestos la hacían parecer un demonio en el sentido en que solemos concebir, un demonio rabioso, delirante y sin límites.
Cuando el sonido de su rugido demente cesó y se convirtió en un murmullo moribundo dentro de su garganta, Diana miró hacia el lugar donde descansaban sus manos y buscó lo que ya no estaba allí, luego cayó de rodillas, se inclinó en el propio cuerpo espectral, trató de ponerse en una sola pieza.
No supo cuánto tiempo estuvo allí, tratando de reconstruirse, tratando de infundir algo de vida en su vientre vacío, en su propio ser muerto, entonces recordó a Pablo. Se levantó y lo buscó, pero él ya no estaba allí.
Pablo acompañaba a Barbosa que conducía a gran velocidad. Pablo era un daemon inteligente, o al menos se volvió inteligente después de morir, ¡no lo sé!, pero el hecho es que no se manifestaría hasta que estuviera seguro de que el cuerpo que quería usar estaba fuera de peligro, así que simplemente dejó al hombre conducir, y allí se quedó, tranquilo. Quizás se estén preguntando cómo un espíritu invisible podría asustar a Barbosa hasta el punto de que chocase el auto o algo así, pero, si aún no lo han entendido, de una manera muy sutil, los espíritus influyen en el pensamiento y en la voluntad de algunos humanos; los espíritus perdidos e incorpóreos pueden ponerse furiosos o enojados y ejercer una influencia nociva sobre los caminantes encarnados. ¿O creen ustedes que Arthur golpeó a su esposa por ser esencialmente malo?
No, señores. Arthur golpeó a su esposa porque comenzó a odiarla; y comenzó a odiarla porque ella lo mantenía alejado de Solymar, y él necesitaba estar cerca de Solymar porque eso era lo que quería el espíritu enloquecido de Artek. Así de simples. No quiero decir, aquí, que todo acto humano condenable tiene que ver con espíritus; creo que, incluso en el caso de Arthur, esos actos tienen más que ver con el carácter y la voluntad. Había otras formas de lidiar con la ira, pero él eligió la peor.
Sin encontrarse con Pablo, Diana esperó afuera de la estación de policía y vio a Danielle enfurecerse, pelear con el periodista mientras intentaba fumar su cigarrillo, y luego ir a hablar con ese pequeño macho humano.
Por alguna razón, ese pequeño humano la dragó, la atrajo. Como si fuera un portal que la condujera al lugar donde residían sus más profundos anhelos.
Se permitió flotar, dejó que su espíritu despojado de voluntad se convirtiera en una pluma y siguiera el deseo del viento; sintió que su barriga vacía vibraba, y la vibración aumentaba con cada centímetro que se acercaba a ese humano; cuando se dio cuenta de lo que estaba sucediendo, sus ojos se pusieron azules.
Inhumanamente azul.
Como el mismo tono azul claro que los ojos de Marysol habían adquirido antes de que Danielle la disparara.
Fue el sonido del disparo lo que hizo que el espíritu de Diana dejara de flotar, cayera al suelo y mirara a su alrededor, mirara cualquier cosa menos ese macho humano. Fue entonces cuando la vio.
—Mary!
De vuelta a la estación de TV, Ruan entró a su oficina.
Norberto allí estaba, sentado en lo que, antes de la llegada de Ruan, solía ser su silla, mientras veía la entrevista de Cindy. Ruan no tuvo que decirle que se levantara; Ruan tampoco hizo ningún comentario sobre la audacia del híbrido, simplemente se sentó, puso los pies sobre la mesa y reclinó la silla hacia atrás. Norberto hizo una pausa en la reproducción de la entrevista en televisión, y Ruan dijo:
—No planeabas masturbarte aquí en mi oficina mientras la mirabas, ¿verdad? —Señaló la imagen congelada de Cindy en la pantalla. Norberto se rió y respondió:
—¡Para nada! Solo tengo esta curiosidad y no sé si puedo preguntarle, pero…
—Ella dijo la verdad, Norberto. —Ruan descruzó luego cruzó las piernas nuevamente con los pies aun descansando sobre la mesa—. Apenas había llegado en este mundo, estaba cachondo, y lo primero que encontré fueran unos travestis… Fue divertido y, aquí entre nosotros, ella está mucho mejor ahora.
—¡No hay duda! ¡Su criatura está una belleza! Lástima que no sea una dama y aún se comporte como una…
—¿«Criatura»? —preguntó Ruan, como si estuviera saboreando esa palabra—. ¡Me cae bien, eh!
Complacido de haber complacido al daemon, Norberto aprovechó la oportunidad para preguntar sobre la reunión con los diputados híbridos. Ruan le informó sobre la buena voluntad —es decir interés y miedo— de los híbridos para ayudarlo y, de paso, relató su sorpresa con las pautas humanas.
—No me imaginaba que los humanos fueran tan estúpidos como para luchar por el derecho a tener sexo con personas del mismo sexo —dijo Ruan con los ojos muy abiertos.
—¿Sabes que ya me había olvidado de que, en nuestro mundo, la mayoría es bisexual y que a nadie le importa?
—Pues… los humanos todavía tienen mucho que aprender.
—De todos modos, Cindy está afuera, dando entrevistas. ¿Eso no le preocupa?
—Ella cuenta una historia a que nadie creerá. Tú la crees porque provienes de mi mundo, pero no la veo como una amenaza.
—Ella está ganando popularidad. No digo que todos la creerán, pero sí digo que alguien lo hará. Y llegará el día en que podrá señalarle con el dedo.
—A lo mejor tienes razón.
—Usted se está acercando a la política, tiene un futuro prometedor y un largo camino por recorrer. Sé que sabe lo que está haciendo, pero he estado entre humanos por mucho tiempo. Créame, no necesita un escándalo con travestis en su futuro.
—¿Crees que debo eliminar a Cindy?
—O puede traerla a su lado. Ella se ve feliz, ¿verdad? Es decir… se está volviendo famosa. Si la hacemos cambiar su historia, y decir que usted le financió la cirugía de cambio de sexo… bueno… eso podría hacerle popular.
—Y ayudarme políticamente.
—Exacto! Su ascenso entre los políticos no será difícil, pero si alguna vez quiere postularse y ser usted mismo el político, necesitará votos.
—Votos humanos.
—Convierta un posible escándalo en una ventaja —dijo Norberto, con una sonrisa maliciosa en sus labios.
—Sí… tal vez no sea imposible. Incluso hoy, mientras estaba en la reunión con los diputados, sentí que Cindy pensaba en mí.
—¿Sintió peligro? ¿Cree que ella podría no cooperar?
—No. Sentí una cierta… urgencia, como si ella quisiera verme, pero como estaba concentrado en la reunión, no le presté atención. Creo que tu idea está bastante buena, pero debo asegurarme de que ella no va a meter la pata.
—¿Debo citar a la chica?
—Sí —dijo pensativo—. Necesito asegurarme de que puede serme leal.
—Si es así, será una gran carta en la manga; si no…
—Si no, la descartaré.
Cuando el avión empezó a aterrizar, Rogelio miró con nostalgia por la ventanilla. Miraba a su casa. Casi podía olerla. Olía a hogar. Sintió una repentina necesidad de pisar ese suelo con sus propios pies, pero envió la necesidad lejos junto con su ilusión de sentir algo debajo de su cintura nuevamente.
Si tan solo hubiera continuado mi búsqueda, pensó. Si no hubiera cambiado mi objetivo por una caridad irracional… Pero era fácil pensar de esa manera allí, en casa, volviendo a los viejos hábitos, viejas adicciones, nunca nacidas virtudes. Rogelio se había convertido en un buen hombre, pero en realidad, nunca lo había sido. La África había tocado su corazón e inculcado en él el deseo de ser mejor, de hacer algo bueno para la humanidad, el Médicos Sin Fronteras le había sacado algo que no podía entender incluso con toda su genialidad.
No es un eufemismo, no es una hipérbole, ni me estoy burlando de Rogelio o de su proclamada inteligencia. Con un coeficiente intelectual de 182, Rogelio es lo que los humanos llamamos genio. Como sabemos, la capacidad intelectual y el éxito no siempre se encuentran y, probablemente, este habría sido el caso para el médico si no hubiera tenido una estructura familiar rica e influyente. Sin embargo, todavía no es hora de hablar sobre el pasado de Rogelio. Por ahora, ustedes deben saber que él estaba en Río de Janeiro con una misión: devolver la conciencia a Manuela. Rafaela ya lo estaba esperando en el aeropuerto.
—Gracias por venir —dijo ella, inclinándose para abrazar a su exprometido.
Rogelio prestó atención al semblante abatido de Rafaela; fue entonces cuando comprendió que sería inútil pisar el suelo del Río de Janeiro. Aunque pudiera sentir el concreto bajo sus pies, su hogar ya no era el mismo, no tenía el mismo calor. Nunca había sido consciente de ese hecho, pero cada vez que pensaba en su casa, recordaba de los ojos de Rafaela. En ese momento, los ojos de la chica estaban vacíos. No llevaban vida, dejaban al doctor sin hogar.
—Por favor, ¡llévame de aquí! Necesito quitarme esta sonda absurda antes de que mi bolsa de orina se desborde.
Rafaela no reaccionó a la indiferencia del médico ni a la falta de afecto que mostró. Ya se había acostumbrado a la racionalidad extrema; era casi como si él no tuviera emociones. Rogelio lo calculaba todo, como si resolviera cada gesto antes de moverse, o midiera cada palabra antes de hablarla. Ella sabía que el médico no estaba equivocado; a veces, pensaba que él mismo se odiaba por ser como era, pero no podía evitarlo; siempre sería la voz de una razón que nadie quería escuchar en medio del caos y que, a pesar de la falta de calor, siempre había consolado a Rafaela. Ella sabía que podía volverse loca en cualquier medida, en cualquier momento, porque su pareja, ese hombre que ella había pensado que la acompañaría toda su vida, siempre sería el pilar, el apoyo donde podría descansar hasta que pudiera pensar racionalmente.
—¿A dónde quieres ir? —ella pregunto.
—A casa. ¿Avisaste de mi regreso?
—Sí, los empleados ya deben haber preparado todo.
—¡Genial! Vámonos.
Todo el camino lo hicieron sin intercambiar palabra, como a él le gustaba y a ella la volvía loca, pero volverse loca ya no era una opción para Rafaela. No importaba si Rogelio hablaba o no, ya había cruzado la frontera de la locura. Lo único que podría traerla de vuelta era la sonrisa de su hermana y, por eso, soportaría cualquier excentricidad del médico.
Después de deshacerse de la sonda, ducharse y calcular, según la zona horaria, su próxima vez para irse al baño, Rogelio se acercó a Rafaela.
—Dime ¿qué quieres de mí?
Cindy llevaba una minifalda negra, tacones y un escote en V que mostraba sus senos firmes. También mostraba una marca de bikini reciente, resultado de su deseo de presumir su nuevo cuerpo en la playa. A pesar de su belleza, sintió la mirada desdeñosa de la secretaria de Ruan. No era de extrañar, además de la ropa característica de los que frecuentan la noche, Cindy llevaba un perfume barato y dulce hasta el punto de ser nauseabundo. Entró en la oficina sacudiendo las caderas con enfado y, para empeorar las cosas, masticaba un chicle de la manera más vulgar imaginable. Todo en ella gritaba «prostituta».
Ruan entró en la oficina. Cindy tenía las espaldas a la entrada, y se volvió cuando escuchó la puerta. Cuando vio a Ruan, imponente, alto, caminando hacia ella, no supo qué decir, qué hacer o cómo reaccionar. Sus labios no emitieron ningún sonido, pero sus ojos le dijeron a Ruan todo lo que él necesitaba saber. Mostraban curiosidad, miedo y, sobre todo, deseo. Cindy lo quería. Y a él, eso le encantaba.
—¡Eres una chica muy mala, Cindy! —dijo él en un tono casi paternal, mientras alisaba su pelo rojo.
—¡Yo! ¿Por qué?
—¡Escupe esa goma! —ordenó y señaló el basurero, mientras se dirigía a su silla. Cindy obedeció sin pestañear—. Contaste nuestro secreto en una red de televisión… en mi red de televisión.
—No sabía que eras el dueño… yo…
—No deberías haberlo dicho a ninguna red. Solo quise ayudarte, y ¿es así como me pagas, princesa? —Ruan parecía ofendido, hasta herido.
—¡Ay, perdóname, porfa! He estado tan confundida… Y, no sabes, cuando me desperté y me encontré así, sola, en aquel motel… Yo solo necesitaba desahogarme, yo…
—Soy un hombre comprensivo. Debería haberte preparado antes, consultarte, pero, Cindy, ¡te ves tan hermosa! Ven aquí, siéntate. —Se tocó el muslo, invitando a Cindy, que sonrió con satisfacción.
Sobre la pierna de Ruan, parecía una niña sentada en las piernas de Santa. Él la alisaba. Cindy podría confundir ese gesto con afecto, pero la verdad, era que él estaba comprobando la calidad de su proyecto. La pelirroja pasó los dedos por el cabello negro del Maldito, tocándolo como un católico fiel tocaría la Sábana Santa. Después de muchas manos, Ruan puso su nariz contra la de ella, como si novios estuvieran, como se estuvieran enamorados.
—Perdóname, please —pidió ella en voz baja.
—Puedo perdonarte, pero necesitaré que me ayudes a arreglar la mierda que hiciste. ¿Entiéndeme, princesa?
—Sí.
—¿Serás leal a mí, no importa lo que te pida? ¿Nunca me traicionarás?
—¡Nunca te traicionaré! —El tono de voz salió firme. Ella era una creyente que hacía una promesa a su dios. Hasta Ruan se quedó sorprendido por el nivel de adoración mostrado por la chava—. Por ti, hago todo, todo, todo. ¡Te amo, te adoro!
Ruan la interrumpió con un beso en la boca. Un beso que selló el pacto, un beso que dejó a Cindy flácida. El beso terminó con un breve suspiro de Cindy, que no podía mirar más que los labios del Maldito.
—Lo primero que necesito que hagas por mí, y también por ti, princesa, es transformarte desde adentro… Y no puedo hacer eso por ti. Pero tengo a alguien que te ayudará.
—¿Por dentro? ¿Como así?
—Necesitas vestirte mejor, usar buenos perfumes, caminar como una dama, ¿ya ves? Ahora eres una mujer real y tienes que comportarte como tal.
Cindy se rizó el pelo entre los dedos, inclinó la cabeza pensativa y dijo incómoda:
—¿Me veo vulgar?
—¡Exacto! —Al notar su mirada triste, Ruan la calmó—: Está fácil arreglarlo, así que no te enfades. Además, no tienes que aprenderlo todo como de la noche a la mañana. Tendrás tiempo. Y yo sé que no es fácil estar en un cuerpo todo nuevo, pero, para ti… bueno… es pan comido, princesa.
—Es que… ya ves… tuve mi período y pensé que iba a terminar en el hospital. Estuvo horrible. ¡Y tengo que orinar sentada! ¡Sentada! ¡Es pavoroso! Son tantas cosas… pero, si quieres que me cambie, yo lo haré. O por lo menos, haré mi mejor esfuerzo, te lo prometo.
—¡Genial! Así te quería ver. —El tono estaba satisfecho, casi jovial—. Te presentaré a una maravillosa personal stylist que te ayudará muchísimo, se llama Ariana Macedo.
Después de que Cindy se fue, Ruan se quedó satisfecho, al menos en lo que respectaba a esas dos humanas: su criatura Cindy y el doble de su hermana adoptiva. Era hora de tomar posesión de su muñeca de vudú. Marcó a Solymar, y ella lo respondió al primer timbre.
De hecho, Solymar estaba esperando esa llamada. Si Ruan no la hubiera llamado, ella lo habría hecho con cualquier excusa que pudiera encontrar.
—Bueno.
—Hola, Solymar, este es Ruan, yo soy…
—Sé quién eres. Me alegra que hayas llamado.
—Me preguntaba si quieres dar un paseo conmigo.
—Ahorita no puedo, necesito irme al bar.
—He pensado que trabajabas de noche…
—Así es, pero la dueña tiene un toro mecánico y quiere que me vaya a probarlo. Dijo que sería bueno para mí, distraerme de los eventos y dejar de pensar… ya sabes…
—No pareces creerla.
—No. Ella me ha convocado solo porque está demasiado gorda como para escalar ese artilugio.
—¡Qué lástima! —dijo él, con una voz deliberadamente desolada.
Solymar respiró hondo, se aclaró la garganta y tuvo una idea bastante audaz.
—Si no te importa hacer un programa diferente… bueno… no sé por qué, pero tengo la impresión de que te gusta el surf…
Su sonrisa se mostró en su voz. Ruan estaba sorprendido por la intuición de la chica. De hecho, le encantaba el surf.
—Siempre me ha gustado surfear cuando era niño, ¿cuál es tu plan?
—Voy a ver al toro, pero ya le dije a mi jefa que tenía una cita porque… bueno… quería tener una excusa para irme temprano. Si quieres encontrarme allí, podemos irnos a la Playita. Si tuviera una tabla más, te prestaría, pero podemos alternarnos.
—No te preocupes por eso —dijo con una sonrisa—. ¿A qué hora quieres que esté ahí?
Tan pronto como colgó el teléfono, Ruan llamó a Norberto y, como si estuviera hablando a un empleado, empujó un hoja de papel con algunas notas y ordenó:
—Consígueme esto con urgencia.
Norberto leyó la breve lista, levantó la vista, molesto y sin comprender, y preguntó:
—¿Sólo eso?
—¡Como si fuera ayer! —dijo Ruan, mostrando impaciencia.
Norberto se apresuró a ubicar todo en la lista de Ruan y, no más de un par de horas después, el Maldito estaba apoyado en la jamba de la entrada del bar, observando a Solymar balancearse sobre el toro mecánico.
Ella parecía divertirse encima del equipo, chillando de placer mientras, con un brazo, sostenía la correa del toro y, el otro, lo sustentaba en alto para buscar el equilibrio. La coleta se movía mientras la máquina se movía, a veces azotando su rostro y ocultando su sonrisa; una sonrisa amplia como él nunca había visto en la cara de Marysol.
Solymar parecía tener un talento natural para permanecer a la espalda del animal mecánico; y eso también hizo que el daemon pensara en la Bandolera. Cuando Solymar vio a el Maldito de pie en la entrada, perdió la concentración y cayó. Se levantó riendo y esperó a que Ruan se acercara.
—¡Qué pena! —comentó Solymar, ajustando el flequillo despeinado.
—¿Pena de qué? Te veías increíble.
Solymar fue detrás del mostrador, recogió su mochila, una tabla de surf amarilla y rosa, y una gorra que se puso en la cabeza, con la coleta metida a través de la abertura trasera. La gorra también le recordó a Marysol.
Una con el sombrero, otra con la gorra; una pasando la coleta por la abertura; la otra, ajustando el sombrero de costado para que pareciera una hembra más fuerte.
Fueron al estacionamiento, Ruan llevó la tabla de Solymar como un perfecto caballero. Cuando él señaló el auto, ella se quedó satisfecha: el Maldito tenía una tabla de surf unida a la barra de techo.
—¿Qué? ¿Acaso pensaste que me iba a quedar mirándote?
Solymar subió al auto y Ruan se fue con ella hacia la Playita, uno de los lugares favoritos de muchos surfistas. Solymar tenía sus trajes de baño debajo de su ropa, y el Maldito se cambió dentro del auto usando magia para ser más rápido (¡nuestro daemon era práctico!). Salió del vehículo y se acercó a la doble de la Bandolera; ella estaba mirando el mar, parada al lado de la tabla atrapada en la arena. El Maldito se acercó por detrás y puso las manos sobre los hombros de ella. Solymar sintió una emoción de placer, preguntándose qué había hecho de bien para que Dios la enviara a un hombre así. Se pusieron las tablas debajo de los brazos y empezaron a caminar con los ojos fijos a las olas.
—Mujeres primero —dijo Ruan, señalando hacia el mar.
—Gracias. —Entró al mar, se tumbó en la tabla y empezó a remar con los brazos mientras esperaba la ola perfecta. Cuando encontró lo que quería, se puso de pie, equilibrada, y le mostró al Maldito que no era una principiante. Entusiasta, él fue el siguiente y mostró sus propias habilidades.
Mientras se estaban divirtiendo, Ruan logró, por un momento, olvidarse de la Bandolera y, al final de ese día, mientras esperaba a Solymar en la arena de la playa, abrió una genuina sonrisa de felicidad. Pero… —siempre hay un pero—, cuando Solymar dejó el mar, allí estaba ella otra vez, la Bandolera. La doble podría ser dulce, suave y hasta miedosa, pero ella tenía el mismo andar, el mismo meneo, el mismo cuerpo. Desde la distancia, podía disfrazar incluso el mismo coraje, por lo que la sonrisa del Maldito se desvaneció.
Él no conocía conflictos internos, todo en la vida del daemon había sido claro y recto. No en ese momento. En ese momento, todo estaba confundido. Sabía lo que quería, y sabía la forma más adecuada de lograr su objetivo, sin embargo, mirando a Solymar, tan igual y tan diferente de esa… perra, porque así era como pensaba en Marysol, como una perra, una zorra, una puta, bueno… mientras miraba a Solymar, ya no estaba seguro de nada más.
Con la fe de aquellos que juran que pueden fumar el último cigarrillo, Ruan se prometió a sí mismo que solo quería divertirse un poco con su muñeca vudú antes de hacer lo que tendría que hacer. Pero sé que los sentimientos humanos son más adictivos que la nicotina, y para cuando el Maldito se diera cuenta de que se había hundido demasiado, sería demasiado tarde.
La humanidad es contagiosa.
En el apartamento de Danielle, Tico ya había salido a ver cómo estaban su madre y sus hermanas; Marysol veía a documentales en la televisión para aprender más sobre nuestro mundo y sobre nosotros; y Danielle acababa de descubrir que no estaría en servicio ese día. El comisario había preferido ver cómo resultaría la situación que había sido creada con Barbosa.
Barbosa era el tipo de policía que tenía muchos contactos. Contactos fuertes que podrían obligar al jefe de policía a castigar a la inspectora. Conocía a concejales y diputados, personas influyentes, y no perdió el tiempo, inmediatamente llamó a dos de ellos.
La inspectora seguía girando, enojada, en medio de la habitación cuando sonó el teléfono. Era el experto, que tenía los resultados de las huellas de la Bandolera, a lo que Danielle pidió los archivos.
—Ya los he enviado, ¡revisa tu correo electrónico! Pero, hay una cosa…
—¿Qué? —preguntó Danielle, mientras abría sus mensajes y prendía la impresora.
—La dueña de estas huellas estuvo recientemente involucrada en un intento de asesinato… como testigo… y luego se convirtió en víctima del mismo criminal.
—Ah, ¿sí?
—Estuvo en la tele y todo. Ese tipo golpeó a su esposa; y su hija se escapó. La dueña de las huellas logró salir ilesa del segundo ataque.
—Sí… Me acuerdo vagamente.
—Si necesitas algo, llámame.
—¡Gracias, cariño! —dijo emocionada.
Marysol, que había escuchado todo y estaba lista, detrás de la inspectora, preguntó, mientras la cara en miniatura de Solymar se revelaba en la hoja que salía de la impresora.
—¿Quién es ella?
—¡Ya verás! ¡Ay, caray! ¡Ah, qué maldita coincidencia! —Danielle se sorprendió al leer el nombre—. Se llama Solymar.
Marysol abrió más los ojos y sacó la hoja aún tibia de las manos de Danielle y empezó a leer el archivo de Solymar. Cuando la impresora expulsó la foto ampliada, Danielle miró a la Bandolera y dijo:
—Ella tomó esa foto cuando tenía diez años, todavía era una niña. Pero es tu cara. —Le dio la imagen a Marysol, quien la tomó y observó la foto de una niña con flequillo que apenas podía contener su sonrisa frente a la cámara—. ¿Eras así de niña?
—Yo no me acuerdo muy bien, nuestra infancia es muy corta, no podemos guardar muchas cosas… pero recuerdo este pequeño flequillo. Fue mi hermana quien lo cortó.
—¡Qué triste!
—¿Triste? ¿Por qué?
—No lo sé… Tu cara me parece triste, abatida.
—¿Abatida?
—Triste, te ves triste. Y como deberías estar feliz, ya que hemos recorrido un largo camino conociendo a esta chica, pues… pensé que, a lo mejor, tu infancia corta… ya ves… La infancia es una fase muy importante en la vida de una persona.
—Ya me di cuenta de que valoráis demasiado la infancia. Para nosotros es solo un período necesario. Triste es que una hembra sea asesinada sin haber logrado cumplir su deseo de ser madre.
—¿Una hembra...?
—Mujer… una mujer, así es como llamáis. Mi hermana. Ella quería ser madre, hizo todo lo que necesitaba, pero ¡maldita sea! —Le devolvió la imagen de Solymar a la inspectora—. ¿Entiendes mi obstinación? ¿Entiendes por qué necesito encontrar a Ruan?
Y como estamos hablando de las madres y de sus hijos perdidos, recorramos el Centro de Cuidados Intensivos donde Manuela estaba inconsciente hacía unos días.
La silla de ruedas de Rogelio recorrió esos pasillos como si fuera la primera vez. Sus recuerdos no parecían pertenecerle a él, parecían pertenecer a alguien más en otra vida. El olor séptico del hospital no coincidía con el olor de las instalaciones médicas donde había necesitado aprender a trabajar en África; los pitidos de los equipos médicos modernos contrastaban con los métodos rudimentarios, casi prehistóricos, con los que tuvo que aprender a practicar la medicina junto al Médicos sin Fronteras. Había redescubierto su vocación a través del trabajo desinteresado que hizo en aquel país, pero regresar a ese entorno era como redescubrirse a sí mismo. De repente, fue invadido por el deseo de redescubrir la ciencia, abandonar la forma prosaica y principiante de hacer medicina en África. Frente a todo ese mundo que había dejado atrás, Rogelio se dio cuenta de que el trabajo de hormigas que había hecho en aquel país no era nada. Era como tratar de apagar un incendio forestal con un gotero.
Era una pérdida de tiempo.
Independientemente de lo que digan los defensores de los derechos humanos universales, los Nobeles fueron dados a aquellos que hicieron grandes cosas, no a lisiados pobres que aplicaban epinefrina a cofres delgados de chicos nacidos en un país desesperado, y Rogelio siempre había querido ser grandioso. Sabía que podría ser grande. No estaba seguro de por qué había creído que sería feliz luchando contra lo imposible en África, pero allí, en Río de Janeiro, entre pitidos y olor a alcohol gel, volvió a sentirlo.
Sentirlo todo.
Incluso a sí mismo.
Tal vez incluso tuviera algo diferente en el aire, algo que lo hacía sentir más a sí mismo, más completo, y eso le gustaba. Le gustaba ser el Rogelio original de fábrica. Le gustaba saber que era más inteligente, más hábil, más necesario que los otros médicos.
La esperanza de Rafaela alimentaba su ego.
No es que él pensara que podría traer a uno de la muerte, todavía no. Pero entonces esta posibilidad se reveló en los pensamientos del médico. Tantas cosas que sabía, tantas cosas que había estudiado, tantas teorías que había creado.
Vencer a la muerte.
Ese pensamiento lo abrumó por un segundo de la nada.
Eclipsó sus más nobles inclinaciones.
Él quería eso.
Él podía eso.
Algunas pinzas cayeron al suelo durante la carrera de las enfermeras, y ese ruido lo sacó de su ensueño. Sintió que el monstruo que siempre había vivido dentro de él quería saltar de su pecho, y experimentó una especie de miedo.
Miedo a sí mismo.
Miedo a ser quien había sido.
El Rogelio original de la fábrica.
Esa visión de sí mismo, petulante, arrogante, creyendo que tenía todo el conocimiento del universo, lo asustó. Y estaba asustado porque sabía que era una representación fiel de sí mismo. El hombre que no tenía paz, el hombre que siempre estaba persiguiendo algo. No le gustaba ese Rogelio. Le gustaba el Rogelio de África.
Trató de no oler más el hospital, lo cual le parecía agradable, y fijó resueltamente su mirada en el contorno ondulante de Rafaela, quien, ya no preocupada por su movilidad, caminaba frente a la silla de ruedas y abrió las anchas puertas que conducían al lugar donde estaba Manuela.
Mirando a la excasicuñada y a los brillantes y ruidosos monitores que tanto había extrañado, Rogelio ni siquiera necesitó treinta segundos para el veredicto, aunque el fondo de su mente gritase que podría cambiarlo.
Habían pasado tres días desde que Elisa, impulsada por los instintos humanos más primitivos, había detenido su búsqueda al Maldito para seguir al hombre que le había ofrecido comida.
Tres días en que Rafaela la había buscado y rezado por ella.
Tres días en los cuales Artek se dio cuenta de la inutilidad de vagar por el mundo como un espíritu. Esa experiencia le había demostrado lo loco y perdido que estaba.
—Los muertos deben permanecer muertos —murmuró Artek, mientras miraba el contorno roto de la hija de su doble.
Murmuraba la frase sin cesar, tal vez tratando de convencerse de esa verdad que, por mucho que supiera, deseaba convertirla en una mentira. Desearía que no fuera cierto. Quería poder retroceder en el tiempo y devolverle la vida a esa niña humana.
A pesar de estar muy detallada en mi historia, no tengo intención de descomponer a ninguno de ustedes, por lo que les ahorraré los detalles que llevaron a la niña a estar desnuda y con su cuerpo magullado expuesto al cielo abierto y a los gusanos que consumen la carne
Ella estaba allí, y eso es todo lo que necesitan saber.
Artek se quedó con ella todo el tiempo; vio cuando el espíritu de la niña salió del cuerpo, feliz, y la guio al lugar donde él mismo no había tenido el coraje de irse; se aseguró de que ella no cometiera los mismos errores; le explicó que la amaba y, como si fuera Arthur, le pidió perdón. Cuando el espíritu de la pequeña Elisa hizo la transición, tenía una sonrisa inocente en su rostro.
Pero su cuerpo todavía estaba allí. En un lugar indigno, en una posición indigna. Artek no lo permitiría. A medida que el pequeño cuerpo se descomponía, alimentaba el deseo de desaparecerse gradualmente como ese cadáver cuya carne quedaba torturada por gusanos.
Se lo merecía.
Había sido muy difícil estar cerca de su doble, tratar de poseerlo, recuperar un cuerpo. Los muertos deben permanecer muertos. Artek había aprendido su lección. Mirando, enloquecido, el cuerpo desprotegido de esa chica arrojado en una posición extraña sobre la basura apestosa comprendió que eso era todo lo que había logrado.
Basura.
Indignidad.
Soledad.
Conocía las historias sobre las personas, sabía de lo que eran capaces, conocía todas las leyendas, pero lo que lo mataba, o lo mataría si estuviera vivo, era saber que él, un daemon, había sido el responsable de eso. Si tan solo hubiera dejado a Arthur solo…
Mirando el cuerpo infantil casi deforme, arrojado como un juguete roto, como comida podrida, en un basurero de un vecindario cuyo nombre no conocía, Artek descubrió cómo era llorar. Sin su cuerpo de daemon listo para filtrar emociones, o tal vez influenciado por el mismo virus de la humanidad que pareció golpear a Ruan con fuerza cuando miró a Solymar, el burlón Jack the Artek lloró.
Y lloró.
Y lloró más porque no podía hacer nada más que llorar.
Luego se dio cuenta de que su llanto estaba cambiando algo. Como si expandiera los campos de energía, como si hiciera que el universo replicara su dolor. Estaba seguro de que sus aullidos se podían sentir en todas las dimensiones, y usó esos aullidos para atraer la atención de una recolectora de desechos y llevarla al cuerpo de la niña.
La recolectora que encontró el cadáver de Elisa no era nueva en el trabajo, y ese no fue el primer cuerpo que encontró, por lo que no perdió el tiempo con una segunda mirada de compasión por la niña; no podría venderla, y necesitaba cosechar las recompensas de su trabajo al final del día.
Le dio la espalda al cadáver.
Loco, Artek volvió a aullar de dolor, y esos aullidos molestaron demasiado a la recicladora. Ella no pudo evitar mirar a esa niña. No quería mirar, pero no pudo evitarlo. Sabía que, si llamara a la policía, tendría que ir a la comisaria, testificar, hablar con los cerdos. No le gustaba la policía y necesitaba trabajar, no tenía tiempo que perder. Pero ese cuerpo… esa niña… sentía un peso en la nuca, sentí una molestia, un nudo en la garganta, una opresión en el pecho. Sacudió la cabeza para alejar la sensación, aceleró el paso para salir de allí, pero Artek no se rindió.
Era su última oportunidad de hacer algo bueno.
Enfadada por el peso de su conciencia —o al menos así era como se sentía, como si fuera su conciencia—, la recolectora tomó su celular tan caprichosamente escondido debajo de las ropas sucias y llamó a la policía. Intentó dar la ubicación lo mejor que pudo y trató de escaparse antes de que llegaran los cerdos. Artek ya no la hostigaba, para él, era suficiente con que encontraran a la niña y la enterraran dignamente, aún que fuera en nuestro mundo indigno.
—Rafaela, Manuela está muerta —sentenció Rogelio.
Como si se enfrentara a un niño de cinco años que no entiende las reglas de convivencia de los adultos, Rafaela suavizó sus ojos, tocó la cara de Rogelio y, en voz baja, dijo:
—Lo sé, cariño, por eso estás aquí. Tráela de vuelta. —Extendió su mano hacia su hermana en un gesto muy claro, como si realizara un truco de magia. Extendió esa mano con la fe de los ingenuos, los locos y los puros de corazón.
Rogelio no pudo contener su media sonrisa.
Era la sonrisa de alguien que apreciaba la fe; era, al mismo tiempo, la sonrisa de aquellos que también creen que pueden; pero también era la sonrisa del hombre que temía al monstruo y prefería ni siquiera pensar en intentarlo.
—¿Qué quieres de mí, Rafaela? Quizás, en mi laboratorio secreto, al pie de una torre de acero, podamos esperar la tormenta que enviará el rayo resucitador para que el metal lo lleve al sistema nervioso de tu hermana, luego, milagrosamente, ella abrirá los ojos a una nueva vida. —Miró a la exnovia y su tono se endureció—: ¡No seas absurda, Rafaela! Esta es la vida real, no una estúpida ficción. En el mundo real, los muertos permanecen muertos.
—Lo sé, cariño, pero puedes hacerlo. —La voz de Rafaela era el epítome de la negación—. Tienes la llave de todas las cosas. ¡Por favor, inténtalo! —Extendió su mano nuevamente hacia su hermana.
Rogelio se dio cuenta de que, además del suave tono de voz, los ojos de esa mujer tenían una locura que rogaba por salirse. Extendió la mano para tomar el brazo extendido de Rafaela y hacerse entender, cuando sonó un teléfono celular, y él detuvo su propio brazo en el aire.
Pareciendo ignorar el sonido, Rafaela continuó mirándolo con el brazo extendido y las cejas levantadas como una invitación clara para que él lo intentase.
—Rafa, tu celular está sonando.
—Órale, Rogelio, ¡tócala! Sé que puedes hacerlo.
A Rogelio no le gustaban los sonidos fuertes, odiaba el ruido, perturbaba su sistema cognitivo. El sonido de ese teléfono acompañado por la vibración golpeaba sus nervios aún más agresivamente de lo habitual.
—Rafaela, ¡el celular! —advirtió.
Pareciendo no registrar nada más que su propio deseo de recuperar a su hermana, Rafaela no escuchaba o no quería escuchar.
—Rogelio…
El teléfono dejó de sonar, Rogelio se acercó, volvió a alcanzar el brazo extendido de la chica, pero el teléfono sonó por segunda vez y luego, fuera de control, él gritó:
—ELLA ESTÁ MUERTA, RAFAELA. ¡MU-ER-TA! —Se alejó con la silla, abrió los brazos como si se mostrara a sí mismo o al medio ambiente y continuó—: EME – U – E – ERRE – TE – A. MUERRRRRTAAA. Fallecida, difunta, extinta, muerta como un tornillo. No hay nada que yo pueda hacer. Ahora, ¡CONTESTA TU PUTO TELÉFONO!
Demente, Rafaela miraba a su hermana y a Rogelio. La locura se le había escapado, y ella estaba tratando de controlar el dolor. Preocupado, Rogelio tomó el teléfono que había empezado con su molesto ruido por tercera vez.
—Móvil de Rafaela, habla el Doctor Rogelio.
Mientras los ojos de Rafaela se movían salvajemente en sus cuencas, Rogelio escuchaba lo que su interlocutor le decía. Cuando el médico colgó, Rafaela seguía mirando, esperanzada, entre él y su hermana. El médico se acercó, apoyó la cintura de la joven con una mano y dijo:
—Rafaela…, necesito que me escuches atentamente.
—Ahora no, mi amor. Después. Después que tú…
Rogelio no le permitió a la joven completar esa oración. Sin preguntarse si estaba yendo demasiado lejos, sin emoción perceptible, abofeteó a Rafaela. Una vez a cada lado de la cara.
Funcionó.
Rafaela reemplazó la ilusión con sorpresa y, finalmente, retiró su brazo extendido para sostener el rostro.
—¿Me golpeaste? —dijo, espantada. Rogelio sonrió. Pensaba la pregunta estúpida—. ¿De qué te ríes, idiota? ¡No puedo creer que me hayas pegado!
—Tienes razón. La risa fue inadecuada. Te ruego que me perdones.
—¿Perdonarte por la risa? ¿Qué me dices del golpe?
—Ese fue bastante adecuado y necesario. Te necesito consciente y en pleno control de tus facultades.
—¿Adecuado?
—Olvídate de eso. ¿Cómo está tu sistema cognitivo?
—Qué demonios…
—¿Dónde estás?
—¿Qué?
—¿Dónde estás, Rafaela? La ubicación geográfica. ¡Contéstame!
—Centro de Cuidados Intensivos del Hospital Samaritano.
—¿Ciudad?
—Río de Janeiro.
—Repita después de mí: taza - ladrillo - tapete.
—Taza, ladrillo, tapete.
—¿Cuál es mi primer nombre?
—Rogelio
—Sigue mi dedo.
Levantó su dedo índice frente a los ojos de Rafaela y se lo movió lentamente, primero a la derecha, luego a la izquierda, prestando atención a los movimientos de las cuencas de sus ojos.
—¿Cuánto es cinco más tres?
—Ocho ¿Qué es todo esto, Rogelio?
—¿Cuáles fueron las tres palabras que te pedí que repitieras?
—Taza…, ladrillo… ¡ah, joder! ¡Esto es estúpido! Por qué esta…
—Las palabras, Rafaela.
—¡Tapete! ¡Caray! ¡Tapete! Taza, ladrillo, tapete. —De repente, Rafaela dejó de hablar, como si hubiera notado algo, miró a Rogelio y preguntó—: ¿Quién estaba al teléfono?
—La policía.
—¿Encontraron a Elisa?
—Encontraron a su cuerpo.