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CAPÍTULO 14

Madres y hermanas

 

Mientras Diana recopilaba sus fuerzas y dominaba a la agente de policía Marisa, matando a Pablo y Barbosa, Danielle se dirigía a la dirección de Solymar, con Marysol en la grupa de la moto. No fue una tarea fácil convencer a la Bandolera de que dejara el sombrero en el apartamento y se pusiera el casco, pero ella logró explicarle a la Bandolera que tendría que usar el casco, aún que fuera casi inmortal, porque si no lo hacía, podrían ser detenidas por la policía.

Cuanto más se acercaban a la dirección de Solymar, más Marysol captaba una presencia extraña. Se sentía como si sus sentidos se hubieran agudizado, y ella nunca se había sentido así. Terminó concluyendo que era el efecto de estar cerca de su doble.

En verdad, lo era.

Pero no era solo eso… había algo más en el aire.

Danielle detuvo la motocicleta a una buena distancia de la casa y le pidió a Marysol que no se quitara el casco. Siendo la copia perfecta de Solymar, podría ser confundida por un vecino y causar un revuelo innecesario. La motocicleta estaba al otro lado de una plaza, desde donde se veía claramente toda la fachada de la casa de Solymar. Danielle se bajó de la moto, se quitó el casco y fue entonces cuando notó los ojos rojos de la Bandolera a través de la visera.

—Marysol, ¿qué pasa?

Ella no respondió de inmediato, pero se quitó el casco violentamente. Danielle estaba impresionada y asustada por el poder de esos ojos. La Bandolera miró a Danielle y dijo:

Él es lo que pasa. —Se volvió hacia la casa y Danielle se paró frente a ella.

—¡Espérate, por favor! —Puso ambas manos para detenerla y le pidió a Marysol que parara, pero la daemon las retiró sin esfuerzo. — Marysol, dime qué pasó.

Marysol miró hacia atrás y, a pesar de su ira, pensó que le debía al doble de su hermana una satisfacción.

—El Maldito la encontró primero. Esto significa que tiene una ventaja sobre mí, que ya debe haberla matado para debilitarme.

—¿Como sabes?

—Lo huelo, huelo al bastardo.

—No pregunté por él. Es obvio que lo sentiste, yo solo no sabía que lo habías hecho olfateando… También siento algo extraño, tal vez no tanto como tú, pero sigo temblando.

—Si no se trata de él, ¿qué es? ¡No te vayas por las ramas! No tengo tiempo que perder en frescuras humanas, necesito acabar con ese gusano.

—Me refería a tu doble. ¿Cómo sabes que ella está muerta? Es decir… ¿tú no lo sentirías si la hubieran matado? Dijiste que ella debe estar muerta… así que o no lo sabes.

Confundida, Marysol miró a Danielle. Intentó liberarse de su ira y pensar con claridad. Decidió que la inspectora tenía razón, y sus ojos comenzaron a adquirir un color más humano.

Al darse cuenta de que la daemon estaba más tranquila, Danielle se animó y preguntó:

—¿Sientes que ella murió?

—¡No! De hecho, desde que comenzamos a acercarnos, me siento más fuerte.

La respuesta llegó rápidamente y las dejó a las dos sin palabras: Solymar acababa de salir de la casa y estaba abriendo la puerta a alguien. Danielle se quedó boquiabierta cuando se dio cuenta de cuán idéntica era la chava a su doble. Si no fuera por el corte del pelo, se podría decirse que eran la misma persona; Marysol se quedó sin palabras porque el ser al que su doble le abrió la puerta era Ruan. Él estaba saliendo de la casa con esa conocida sonrisa en su rostro, la misma sonrisa que había seducido a la Bandolera.

La mirada de la daemon hizo que Danielle prestara más atención al hombre que a la doble y, aunque fuera humana y estuviera a distancia, podía sentir como su presencia era fuerte.

—No la destruyó… —dijo Marysol, incrédula. Danielle asintió. A pesar de sentir el poder que emanaba del daemon, no podía apartar los ojos de la sonriente Solymar.

—Ella es idéntica a ti, excepto por su peinado…

—¡Por supuesto! Te dije que era otra versión de mí.

Temerosa de ser vista, Danielle le devolvió el casco a Marysol.

—Sí… sois iguales, pero… no sé… también sois diferentes. Es decir… Físicamente, sois iguales, pero ella tiene la actitud de una chica tímida, incluso tonta, no sé… Solymar… Marysol… Hasta vuestros nombres son un juego de palabras ¡Hostia! ¡Todo esto es muy raro!

—Eso con los nombres es común. O, por lo menos, lo creo que sea. Todavía estoy aprendiendo, pero también detecté un patrón en Irina, que era Irene, luego Ariana. Todo muy similar.

—Irina ¿quién?

—¡No importa!

—Mira como ella le sonríe. Está encantada —dijo Danielle.

Marysol la miró.

Continuó observando mientras los dos intercambiaban un beso ardiente frente a la puerta. No le gustó lo que sintió cuando vio ese beso, era como si la hubieran apuñalado en el pecho, como si la hubieran traicionado. No como si fuera traicionada por Ruan, sino traicionada por ella misma. Una parte de Marysol esperaba que su doble odiara a Ruan tanto como ella, pero recordó que ella misma ya había caído bajo el encanto del Maldito.

Finalmente entendió cómo era posible que Solymar no odiara a Ruan, pero no podía entender por qué Ruan estaba jugando ese juego.

—Como me caí un día…

—¿Que dijiste? —preguntó Danielle, poniéndose el casco.

—Nada… Necesito salir de aquí. Pensaré en qué hacer, no esperaba esto.

—Creo que tenemos que buscar a su doble ahora. ¿Verdad?

—Sí —dijo Marysol en un suspiro.

—Dime algo, si sentiste que él estaba aquí, ¿no puede él sentir que tú también estás?

—Ah, créeme: él sabe que estoy aquí.

—Entonces…

—No me enfrentará con mi doble tan cerca. Los dobles nos fortalecen.

—Pero si él es tan fuerte como tú, ¿por qué no le rompe el cuello a tu doble y termina todo de una vez?

Marysol estaba sorprendida por la idea de la inspectora.

—Eres muy inteligente para un humano.

—¿Esto fue un halago?

—¡Por supuesto que es un halago! No sé qué quiere el Maldito, pero lo averiguaré.

Marysol tenía razón. Ruan había sentido su presencia allí, así que hizo un alarde besando a Solymar tan fervientemente. Quería mostrarle a la perra que tenía control sobre su doble; que había intercambiado energías con ella; que los dos se habían convertido en uno esa noche.

El Maldito se subió al auto, encendió un cigarrillo y, satisfecho, fue a su casa, sabiendo que la Bandolera no lo seguía. No necesitaba.

Danielle también fue a su propia casa con Marysol en la parte de atrás y, al llegar al edificio, se sorprendió con el comisario con quien trabajaba y que estaba acompañado por su equipo, cuyos miembros miraban, curiosos e interesados, a la Bandolera.

A ver, no voy a contarles todo lo que sucedió en este lío que involucró a Danielle en un crimen cometido por Diana, es decir, justicia hecha por Diana, porque esa historia de humanos es cero importante para lo todo, pero lo que sí les voy a decir es que Marysol lo arregló todo con su guitarra, haciendo que desapareciesen las evidencias y todo más que fuera necesario para que Danielle se saliera con la suya.

Después de todos arreglado, se tomó las manos de la inspectora, y se teletransportó hasta Diana y es donde he me interrumpido para contarles sobre el exterminio de la banda.

 

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—Yo hablo, tú escuchas. ¿Vale? —Así la saludó Marysol.

Diana parecía incómoda, casi triste; estaba tratando de entender cómo se sentía sobre la muerte de Pablo. Todavía no sabía que su prisa había lastimado a Danielle.

—¡Moriste! He sufrido mucho, pero esta venganza es mía, y quiero que salgas de ella, ¿estamos? —La indignación en el rostro de Marysol hizo que Diana solo asintiera con la cabeza; estaba tan vacía que no tenía ganas de pelear, y menos aún con su hermana—. Los muertos no pueden intervenir, lo sabes muy bien. Mira toda la mierda que trajiste para ti misma.

Extendiendo su mirada hacia Danielle, Diana finalmente habló:

—Tienes a una nueva hermana, lo entiendo. —Danielle y Marysol no respondieron, y Diana continuó hablando—: Sí. Estoy muerta. Tienes toda la razón… Yo solo quería saber por qué no está conmigo…

—¿El niño? —La voz de Marysol se suavizó, aún que todavía estuviera molesta.

—Su doble está contigo, es ese chico de nombre raro… pero él… no lo sé. No siento que sea solo un doble, es como si fuera mi niño, no un doble, y siento que debería irse conmigo. ¿Dónde está?

Marysol se sentó sobre sus cuclillas: quiso encontrarse cara a cara con su hermana. Danielle imitó su gesto, principalmente debido a su necesidad de acercarse a Diana. Era como ver una versión más salvaje y destruida de sí misma; una experiencia maravillosa y horrible, o una mezcla de los dos, no podía decirlo.

—¿Estás hablando de Tico? —preguntó Danielle.

—Sí —confirmó Diana—. Entré en el mundo de los humanos porque seguí el rastro de mi hijo… ¡mi hijo! ¿Entendéis? Pensé que me iba detrás de Pablo, pero no, era él, era Thiago. —Miró a Danielle a los ojos—. Perdóname si te lastimé. Pero te aseguro que elegí otro cuerpo para matar a ese bastardo precisamente porque no quería hacerte daño, no sabía que me verían a mí, mi cara… la tuya…

Fue solo entonces que Danielle pudo entender lo que había sucedido. Después de todo lo que había vivido en los últimos días, pensó que no podía sorprenderse por nada más, pero descubrió que los espíritus podían dominar a una persona viva hasta el punto de reemplazar el reflejo de su propia imagen. ¡Ah! Eso estuvo muy cerca de ser demasiada información para la inspectora.

—¿Fu-fu-fuiste tú?

—¡Sí! Pero te prometo que no volveré a entrometerme. Estaba loca, fuera de mi mente. Después que eliminé a Pablo, no sé si me quedé curada o si me di cuenta de que el vacío está tan grande que no puedo rehenchirlo. Solo sé que, ahora, quiero al chavo. Él es mío. Pero es un deseo de una madre, un deseo que solo tiene amor. No mataré a nadie más. —Miró al otro lado, a su hermana, y le pidió—: ¡Tráemelo, Mary!

—¡No sé cómo! —respondió la Bandolera con voz baja y desanimada.

—¿Tú estabas embarazada de un niño que, en este mundo, tiene a Tico como doble? —interrumpió Danielle; estaba fascinada.

—Se supone que sí… pero… no lo sé. Cuando lo encontré, yo estaba buscando a mi hijo, no a su doble. Y había algo aquí, algo que me conmovió y me atrajo. No era como si él fuera un doble, era como si lo fuera él mismo, pero no puede ser él. Así que, sí, Tico es el doble de mi hijo.

—Entonces, ¿yo tendría una relación con Tico también? Como… ¿hubiera sido mi hijo?

—Quizás… —Diana respondió, atenta y examinando su espejo humano y vivo con interés.

—Tico tiene una madre humana: Lorena —dijo Marysol.

—Pero ¿y si el espíritu de tu hijo, aunque fuera un daemon, hubiera cruzado a mi mundo? ¿Podría haber nacido en algún cuerpo humano?

—No sé. Creo que… ¿podría? —Diana le preguntó a Marysol, que ahora sentía curiosidad por ver a dónde iba Danielle con sus ideas.

—Imposible no debe ser… los daemons muertos toman humanos vivos y se convierten en híbridos. Yo misma vi a uno… bueno… tú lo mataste: Pablo.

—¿Hace cuántos años sucedió? —Diana le hizo la pregunta a Danielle, quien entendió lo que la pistolera preguntaba, a pesar de que Marysol no sabía de qué se trataba. Por supuesto que Danielle lo entendió, de alguna manera eran el mismo ser. Se entendían perfectamente.

—Hace trece años…

—¿Qué sucedió? —preguntó Marysol.

—Yo tenía dieciséis años, no sabía que estaba embarazada y estaba escondida en un club de motociclistas. Mi novio era mayor de edad, me llevaba siempre que podía, así que tuvimos un accidente… y tuve un aborto.

—Tico tiene doce años… —dijo Marysol—. ¿es él?

—Hasta donde sé sobre su historia, Tico nació meses después y se creó en una favela. La entrada principal de esa comunidad estaba cerca de la carretera donde sufrí el accidente y el aborto.

Las tres guardaron silencio por un momento, tratando de llegar a alguna conclusión. Fue entonces cuando Diana salió del trance y le dio una advertencia a Marysol:

—Hazle la prueba… y, otra cosa: Artek también está perdido. Parece que encontró su propio doble y accidentalmente causó una tragedia. Me voy a unir a Pele y a JB para buscarlo.

—Ello tú puedes y debes hacerlo. Es tu responsabilidad. Pero en mis asuntos, ¡no te metas!

 

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A la mañana siguiente, en un cementerio, entre dos ataúdes, Manuela y Elisa, Rafaela y su padre se apoyaban mutuamente mientras vigilaban a Pedro, hermano e hijo, que no parecía creer en lo que estaba sucediendo. Con su padre en la cárcel, y su madre y su hermana muertas, no sabía qué sería de él, y en ese momento, no sabía si se le importaba tanto. Se sentía ansioso por ver a su padre, por pegarle a puñetazos al hombre que le había quitado a su familia. Si tan solo su madre no lo hubiera enviado a la casa de su amigo esa noche, lo habría hecho, sabía que lo habría hecho, y quien estaría en ese ataúd sería Arthur, no su madre, no su frágil hermana, a quien ni le habían permitido ver el cuerpo.

No sé lo que pensaba, tal vez en los ojos inyectados por la bebida de Arthur; pero sí sé que apretaba los puños como si quisiera golpear a algo, salir de allí, explotar, entrar en un agujero negro y materializarse en otra realidad, una realidad que tuviese sentido.

Se dejó caer de rodillas en el espacio entre los ataúdes que colgaban sobre los hoyos, y un grito convulsivo salió de su pecho. La mano de su abuelo descansaba sobre su hombro en un intento de consolarlo, pero él sacudió la espalda expulsando la mano intrusa; quería estar solo con su odio y su dolor. Se inclinó sobre su cuerpo hasta que su frente tocó el piso de ese lugar odioso que albergaría para siempre a los cuerpos de las dos únicas mujeres en su vida y extendió los brazos. Sus puños cerrados golpearon los costados de los dos ataúdes al mismo tiempo.

Una vez.

Y otra.

Y otra y otra.

Y de nuevo.

Y lo hizo cada vez más rápido mientras gritaba, sollozaba y trataba de negar la realidad. Golpeó la madera hasta que su abuelo notó sus manos sangrantes y lo sostuvo en sus brazos.

El cuerpo del chavo temblaba tanto que hizo que su abuelo pareciera que él también se temblaba. Rafaela, anestesiada por todos los medicamentos que le estaban aplicando desde que tuvo el ataque histérico en el Instituto Médico Forense cuando fue a reconocer el cuerpo de su hermana, preguntó:

—Rogelio, ¿no es mejor darle algo para calmarse?

—No, Rafa. Déjalo sentir. Necesita sacárselo. Es lo mejor.

—Es muy difícil mirar a tanto dolor…

—Lo sé, pero ello le hará bien. Con el tiempo. Mejor dejarlo ir ahora.

Resignada, Rafaela apartó la vista de su sobrino y de su padre, se dejó caer al suelo entre los dos ataúdes y tomó la mano reconfortante de Rogelio. La medicación nublaba sus sentidos. Era como si algo se hubiera apagado dentro de ella. Estaba consciente de las cosas que debería estar sintiendo y, en cierto nivel, incluso envidiaba la forma en que su sobrino lograba exponer todo su dolor, tirarlo, deshacerse de ello. Quería eso para sí. Quería la catarsis, la expulsión de la ira, el agua, la sangre.

Sí. Rafaela quería sangre.

Pero ¿cómo obtener esa sangre? Ni siquiera tenía ganas de hablar. Todo lo que quería era un lugar para apoyarse. El regazo de Rogelio tal vez.

Necesitaba tanto a alguien para cuidarla, para prometerle que todo estaría bien… Sabía que podía confiar en el médico: si él dijera que estaría bien, entonces todo se quedaría bien.

Pero Rogelio no le dijo nada.

Ni una palabra

No un consuelo ni una maldición.

Él solo se quedó allí.

Al final del servicio, todos regresaron a la casa del padre de Rafaela. Rogelio fue con ellos, pero no se quedó mucho tiempo. Antes de irse, pidió:

—Rafa, no te olvides del tranquilizante, es casi la hora.

—Ya lo tomé, cariño. Gracias —respondió ella.

Rogelio se fue pensando en cómo le gustaría que esos medicamentos también actuaran en él. Solo él sabía cuánto apreciaría poder escapar de la realidad y no darse cuenta de las implicaciones de todo lo que estaba sucediendo, y poder olvidar cuánto había cambiado su vida.

En lugar de irse a casa, el médico decidió beber.

Al igual que las medicinas, beber era inútil para nublarle los sentidos. Lo mejor que podía lograr era quedarse cómo una persona normal, de inteligencia promedio; y eso, para él, era como descansar.

 

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Rafaela se retiró a su habitación para pensar en lo que sería de su futuro. La confusión de los sentidos causada por los medicamentos comenzaba a pasar, y no lamentaba haberle mentido a Rogelio cuando dijo que había tomado el medicamento. Ella quería sentir algo. Cualquier cosa. Quería escuchar la voz de su dolor, quería sangrar y hacerlo sangrar. Quería tomar las riendas de su propio dolor y sufrir el padecimiento que merecía ser drenado.

Las lágrimas silenciosas comenzaron a escapar de sus ojos y, sentada, con la espalda apoyada en el respaldo de la cama, se abrazó las rodillas, se llevó el pulgar de la mano derecha a la boca y empezó a mordérselo. Esas lágrimas nublaron su visión, y de repente, la puerta del dormitorio parecía estar a kilómetros de distancia, pero las paredes parecían querer sofocarla. Con las paredes cada vez más cerca, y la puerta cada vez más lejos, sintió la necesidad de salir antes de que el dolor la aplastara. Buscó sus zapatos junto a la cama, pero la pared se había acercado demasiado, así que, descalza, corrió hacia la puerta. Salió de la habitación antes de sofocarse. Fue a la oficina de su padre y encontró la solución a todos sus problemas.

Le temblaban las manos, pero sabía que ello no sería una complicación. Encontró un par de chanclas fuera de la sofocante habitación en que se había convertido su cuarto y tomó la calle a pie. Caminaba lentamente, como desafiando la noche, como si invitara a alguien a venir y hacerle el daño que necesitaba para liberarse del dolor que sentía. Ella no pudo decir cuánto tiempo había caminado antes de darse cuenta de a dónde iba, pero cuando entendió cuál debía ser su destino, fue resueltamente hacia ello.

Llegó a la cárcel de la prisión y pidió para ver a Arthur.

—Está tarde, Rafaela —dijo el jefe de la cárcel.

—Yo lo sé, pero solo quiero hablarle por unos diez minuticos. El funeral fue hoy. ¡Por favor!

El jefe entendió el dolor de la chava, la conocía, conocía a su padre policía, quien, a pesar de ser un federal inactivo era muy respetado. No podía decirle que no a ella. Con cuidado, el jefe dejó a un guardia cerca.

Dentro de la celda ocupada solo por Arthur por razones de seguridad, los dobles, Arthur y el espíritu de Artek, alzaron sus contritas caras hacia esa mujer abatida. Arthur tenía la cara hinchada, los ojos rojos, un síntoma de las horas que había pasado llorando, lamentando el duelo y la imposibilidad de poder enterrar a su hija y a su esposa. Cuando vio a Rafaela, un rostro familiar, rápidamente se puso de pie. Engañado por la desesperación, pensó que encontraría algo de consuelo en la familia y caminó hacia su cuñada cómo un convicto camina hacia la última comida: tenía prisa y, al mismo tiempo, tenía todo el tiempo del mundo para disfrutar de su sabor.

Artek no se movió. Se dio cuenta del estado de ánimo y sabía lo que Rafaela haría tan pronto como la vio, pero creía que tal vez fuera la hora. El sufrimiento de Arthur lo anclaba, lo atrapaba. Mientras Arthur siguiera sufriendo, él también sufriría. Necesitaba seguir adelante, y de alguna manera sabía que la única forma de hacerlo era al lado de su compañero.

Rafaela, en medio de su aturdimiento causado por los medicamentos que, poco a poco, dejaban su torrente sanguíneo, logró notar cada pequeño movimiento de Arthur en su ansiosa carrera queriendo acercarse a ella. Lentamente, casi inocentemente, ella bajó las manos hasta la cintura, la mano izquierda levantó la blusa, la derecha envolvió la empuñadura del arma que había sacado de la caja fuerte de su padre y acomodado en la cintura de sus jeans. Luego, sus movimientos ya no eran lentos e inocentes y, con una agilidad incompatible con la cantidad de drogas calmantes en su sistema, disparó contra su cuñado. El carcelero, que se mantuvo a poca distancia de la visitante, logró abrazarla, pero, aun así, Arthur recibió un proyectil en el cuello.

Tirada al piso de la cárcel, Rafaela no estaba preocupada por la posibilidad de pasar el futuro en una prisión, lo único que le interesaba era saber si había logrado dar en el blanco.

—¡Prisionero herido! —gritó el agente, mientras tomaba el arma de las manos de Rafaela y la colocaba en la parte posterior de la cintura de sus pantalones para abrir la celda.

Rafaela pudo ver a su cuñado. Con su mano derecha colocada a un lado de su cuello, trataba de detener la sangre que brotaba entre sus dedos y teñía la manga de su camisa de rojo. El color ya había desaparecido de la cara de Arthur y, Rafaela podía ver, sus ojos decían que, delante de ella, estaba un hombre que solo tenía unos minutos de vida. Con el sentimiento de logro, descansó su espalda en el piso, respiró hondo y agradeció su buena fortuna por haber puesto fin a ese hijo de puta que había matado a su hermana y a su sobrina. Cuando sintió que el universo le había agradecido con un «¡Muy bien, Rafaela, descansa en paz!», se levantó rápidamente, aprovechó la confusión y la distracción del carcelero, recuperó el arma, la colocó bajo la barbilla y fue a encontrarse con su hermana y su sobrina.

 

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Rogelio estaba sentado en una de las mesas al fondo del bar. Otro cuerpo había sido enterrado. Los ojos de Rafaela, esos ojos que siempre lo hacían sentirse como en casa, ya no estaban allí para él. El Río de Janeiro ya no era su hogar. Estaba tratando de decidir si regresaba a África, a esa misión sin sentido y sin futuro para curar lo incurable, luchar contra lo ineluctable, querer lo imposible; o se recurriría a su investigación sobre universos paralelos. Todavía tenía la certeza de que podía encontrar su doble, otra versión de sí mismo en algún universo. Ya había estudiado lo suficiente para, en teoría, lograr transferir su conciencia y robar un cuerpo para sí mismo, un cuerpo con piernas; solo necesitaba encontrar un cuerpo.

Pero no en ese día.

En ese día, solo quería ser normal.

Estaba en la parte de atrás, porque no quería llamar la atención para su silla de ruedas. Le pidió al camarero que dejara la botella de tequila, y bebió mientras veía a la chica con la coleta alardeándose en el toro mecánico. La joven parecía incómoda prestándose para ese papel, pero cada vez que bajaba del toro para servir en el mostrador, la multitud enloquecida de hombres borrachos iniciaba el coro que gritaba «¡Sol! ¡Sol! ¡Sol! ¡Sol!», y ella, resignada, volvía a subirse a la plataforma y se colocar en el equipo oscilante.

—Está guapa esta chica —pensó Rogelio, mientras miraba su espalda moverse de un lado a otro en un intento de equilibrarse. La coleta se tambaleaba salvajemente, y aunque no estaba feliz de prestarse para ese papel, la amplia sonrisa no abandonaba su rostro. Rogelio pensó que, al día siguiente, esa pobre chica apenas podría caminar y tomó otra dosis.

Ya sentía los efectos de la deshidratación, sabía que necesitaba líquidos, pero tendría que salir de allí, de lo contrario se mojaría los pantalones en público. Observó a todos esos hombres y mujeres borrachos, entregados a la desinhibición que causa el alcohol, y pensó en cómo lo quería para sí mismo. Quería poder escapar de su realidad a través de altas dosis de alcohol o cualquier otra droga que afectase su córtex prefrontal, pero con un coeficiente de inteligencia tan alto, ese era un lujo que no podía tener. No es que el alcohol no tuviera ningún efecto sobre él, el problema era que, incluso si había una disminución considerable en su capacidad intelectual y de toma de decisiones, todavía era más capaz que la mayoría de las personas y, por lo tanto, mantenía su capacidad para razonar. Sin embargo, a pesar de su córtex prefrontal no le permitir ser estúpido, el alcohol afectaba su sistema nervioso central como afectaba a cualquier ser humano, reduciendo los reflejos y causando síntomas como sequedad de boca, mareos y visión borrosa. Sabía que, si quisiera beber hasta que su corteza prefrontal fuera lo suficientemente estúpida como para sentirse libre, tendría que poder soportar todos los demás síntomas físicos. Sospechaba que entraría en coma alcohólico antes de dejar de ver la estupidez humana, y eso lo deprimía.

No… ni deprimido se quedaba… Ello no podía deprimirse.

Y eso lo deprimía.

—Maldito cerebro —murmuró, mirando el fondo del vaso de tequila antes de verter otro trago.

 

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Fuera del bar en donde trabajaba Solymar, Marysol estaba tratando de decidir qué hacer. Sabía que la doble había caído en la red de Ruan y, por alguna razón, el Maldito no había acabado con la chica. Por supuesto que, para quedarse en algún lugar sin saber qué hacer, no necesitaba exactamente quedarse allí. Si no supiera qué hacer, podría haberse quedado en el cómodo sofá del apartamento de Danielle. Ella eligió el exterior del bar donde trabajaba Solymar porque quería vigilar al Maldito y también porque quería fortalecerse usando la proximidad a su doble.

Sabía que la batalla estaba cerca y quería estar fuerte.

Tan fuerte como fuera posible.

 

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Temeroso de orinar en sus propios pantalones, Rogelio salió del bar con una última mirada a la chica que estaba arriba de ese escandaloso toro mecánico. Afuera, miró hacia la noche esperando no estaba seguro qué.

Levantó la vista hacia el cielo.

El cielo en Río de Janeiro no contaba con el brillo estrellado del cielo africano, y la noche no era capaz del mismo silencio. Se dio cuenta de que aún no había tenido la oportunidad de disfrutar de una buena noche de sueño desde que había llegado a la ciudad y, en ese momento, se preguntó si podría si lo hubiera intentado: había tantas luces y tantos sonidos…

Miró al otro lado del estacionamiento y, sorprendido, vio a la chica del toro mecánico, a quien los clientes llamaban Sol. Ella lo miraba directamente con una sonrisa desdeñosa en los labios. Por supuesto que fue solo la primera impresión. Pronto Rogelio notó que la chica de afuera estaba vestida con una ropa diferente y tenía el pelo suelto. Era igual de guapa. Hermosa como el cielo africano. Pero ¿por qué lo miraba de esa manera? Cómo si haciendo poco caso de él. Cómo si se jactara de algo.

Quizás fueran hermanas. Eran gemelas, sin duda, pensó. Pero ¿por qué esa animosidad, ese desenfreno que sabía que estaba dirigido a él?

Condujo su silla de ruedas hacia Marysol, cuya sonrisa se había convertido en risa.

—¡El maldito doble del Maldito es un lisiado! Eso se va a poner muy fácil…