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CAPÍTULO 15

Rogelio antes del «Manos Benditas»

 

Hijo de un diplomático norteamericano y de una traductora brasileña quienes se habían conocido en el Consulado de los Estados Unidos en Río de Janeiro, Rogelio era lo que se llama nacido en cuna de oro. Heredó la inteligencia y la belleza de su madre, y la insensibilidad casi sociópata y el sentido práctico de su padre.

Los constantes viajes terminaron separando a la pareja y, aburrido e incapaz de quedarse en una escuela brasileña, Rogelio eligió, a la edad de nueve años, vivir con su padre en los Estados Unidos. El sistema educativo estadounidense y su cerebro privilegiado lo hicieron graduarse muy temprano y, antes de cumplir los veinticinco años, Rogelio ya era un neurólogo de renombre. Podría haber elegido cualquier otra especialidad; eligió la neurología porque anhelaba descubrir qué lo hacía tan diferente de todos los demás que conocía. Quería saber por qué no podía relacionarse con otros seres humanos. La verdad es que Rogelio no tenía paciencia con otras personas. Las consideraba simples y predecibles, las pensaba indignas de compartir el mismo aire que él respiraba.

Al mismo tiempo que realmente pensaba así, tenía el deseo de vivir en armonía con aquellos a quienes identificaba como su especie, los humanos más evolucionados, aquellos que se divertían con tan poco y que sabían apreciar la vida. A veces se detenía a mirar a la gente, en su rutina diaria, paseando por los parques o sentada y charlando, y lo quería ello para sí mismo. Quería conocer a alguien con quien pudiera hablar durante más de cinco minutos sin aburrirse, luego recordaba que todos eran tan fastidiosos, tan predecibles, tan… estúpidos.

Por favor, no me malinterpreten. No digo que Rogelio fuera una mala persona, ni digo que fuera una buena persona. Así era como él veía las cosas, cómo veía el mundo. La verdad es que el médico era demasiado inteligente para su entorno, era incomprendido y, al mismo tiempo, no les entendía, y no entender, ¡ah!... no entender algo era como la muerte para el hombre que era puro cerebro. Estaba acostumbrado a entenderlo todo, saberlo todo. No poder relacionarse con sus iguales, con otros humanos que deberían ser sus similares, era una gran ofensa para él.

Era como una broma del universo.

Vivía solo porque era más fácil, más cómodo. Vivía solo porque, solo, podía fingir que estar solo era su elección.

Con el tiempo, la soledad se convirtió, realmente, en una elección. Cuando entendió que no podía, que no entendía, que no sabía comunicarse, eligió estar solo, porque elegir la soledad parecería menos… hmmm… solitario.

No sé si entiendo exactamente sus razones, pero las estoy explicándolas a ustedes de la misma manera que él me las explicó a mí, y cuando me las explicó, pareció cierto.

¿Parece a ustedes?

Estaba solo en Estados Unidos, cuando a su madre le diagnosticaron cáncer cerebral, y él decidió regresar a Brasil. No es que quisiera: al principio, trató de convencerla de que se mudara a los Estados Unidos donde podría seguir su tratamiento, pero ante el rechazo de ella, terminó regresando a su país de origen.

Sabía que podía cuidarla.

Había analizado todas las pruebas y se sintió capaz de operarla, pero, una vez en el país, solo encontró obstáculos. El primero fue la validación de su título de médico. Para el Consejo Médico, sus títulos, sus publicaciones académicas, su diploma Johns Hopkins importaban poco. ¿Quiénes se pensaban esos doctorcitos del tercer mundo para cuestionaren sus logros profesionales y sus habilidades técnicas? Tuvo que esperar un tiempo indigno, para hacer una prueba indigna, que tenía el nombre indigno de Revalida, como si un profesional competente como él necesitara la aprobación y revalidación de profesionales menos calificados.

El segundo obstáculo era el Código de Ética, y ello, tenía que admitirlo, también lo impediría en Estados Unidos. No podía operar a su propia madre, decía el Código. Por supuesto, Rogelio lo sabía, estaba por encima de tales banalidades. El cerebro de su madre era como cualquier otro cerebro, y él se sentía capaz de operarlo. De todos modos, ella ya estaba condenada, no sería el temblor de sus manos lo que haría la diferencia, principalmente porque las manos de Rogelio no temblaban.

Nunca.

Como ya sabía que sucedería, su madre no dejó el quirófano con vida, y el médico conoció el dolor de la pérdida por primera vez. No era como el dolor que sienten los humanos normales. Era un dolor que no se reconocía como dolor, porque el médico estaba luchando contra ello, luchando contra el sentimiento; al mismo tiempo, era algo mucho peor que el dolor que consideramos dolor, porque él pensaba demasiado en todo. Rogelio podía analizar todos los aspectos pequeños de todas las cosas pequeñas, incluido el dolor. Entonces, podía ver cada detalle de ese sentimiento y vivirlo por completo, aunque, tal como lo había hecho con la soledad, hubiese elegido no sentirlo.

Salió del hospital con la sensación que a veces lo asaltaba de que sería bueno tener a alguien en su vida con quien hablar. Sin nadie a quien recurrir en la ciudad que no conocía, buscó alivio en el alcohol como una forma de adormecer los sentidos.

Cuando salió del bar, estaba borracho, apoyándose contra las paredes, pero su cerebro todavía estaba activo. Todavía podía ver toda esa basura. Sabía que no tenía control sobre sus reflejos, y sabía que a pesar de que su capacidad de pensar estaba muy por debajo de su capacidad real, todavía tenía más poder de decisión que muchas personas, y odiaba ello.

—Maldito cerebro —murmuró lo que se convertiría en su mantra personal, mientras intentaba medir sus pasos en la acera, cuando se topó con Rafaela, que caminaba con la cabeza gacha, hurgando en su bolso.

Sorprendido, Rogelio miró la cara aburrida de la hermosa chava, mientras buscaba posibles pertenencias que hubieran caído al suelo. Se dio cuenta de que estaba totalmente mareado y comenzó a reírse. Era como mirarse a sí mismo fuera de su propio cuerpo, y se encontró completamente ridículo.

Y a él le encantó.

Le encantaba ser ridículo, hacer algo ridículo.

Le encantaba inmensamente no estar seguro de si había algo tirado en el suelo.

Le encantaba esa risa histérica que se escapaba de su garganta, y se dio cuenta de que tal vez, como con la soledad y con el dolor, la sobriedad pudiera ser una opción.

Curiosa y enojada, Rafaela preguntó:

—¿De qué te ríes, idiota?

—Traté de emborracharme, pero todo lo que conseguí fue ese mareo molesto y cómico. El mundo… Ah, el mundo sigue siendo la misma mierda de siempre. No importa cuánto beba, todavía veo toda esa mierda. —Rafaela frunció el ceño y prestó atención al médico. Estaba bien vestido, limpio, se veía bien articulado a pesar del fuerte olor a alcohol—. Te ves muy guapa, ¿lo sabes? —dijo Rogelio, prestando atención al ceño fruncido sobre los ojos de la chava.

Rafaela sonrió.

—¿De qué quieres huir? —pregunto ella.

—Mi madre murió —dijo y se apoyó contra la pared para pararse—. ¿Por qué te estoy diciendo esto? —Se rió—. Creo que finalmente lo logré: estoy borracho.

La alegría con la que hizo esa declaración hizo reír a Rafaela.

—¿Cómo te llamas?

— Rogelio.

—Hola, Rogelio, soy Rafaela. ¿Quieres un café?

—No. El café revertirá el efecto del alcohol, estimulará mi sistema nervioso central. Me gusta estar borracho. A pesar de que el mundo sigue siendo una mierda… mierrrrda… mi-errrrrr-da… es gracioso decir mierda. —Miró a Rafaela, bajó la voz y continuó—: El mundo sigue siendo una mierda, pero su hedor está soportable.

—Entonces, ¿qué me dices de un vasito con agua? Te hidratará y disminuirá tus mareos, por lo que te mantendrás borracho, pero las posibilidades de que atropelles a otra persona disminuirán drásticamente.

—Rafaela… —dijo señalando un indicador incierto hacia la chica—, eres brillante.

Y fue así, señores, que Rafaela y Rogelio se conocieron.

Los sentidos de él estaban nublados por demasiado alcohol, casi podía fingir que le importaba algo; y ella lo pensó muy interesante, y él la pensó muy inteligente.

A la mañana siguiente, todavía con los recuerdos de la agradable tarde que habían pasado juntos y la intensa noche que habían vivido, pero ya sin el efecto adormecedor del alcohol, Rogelio no pudo encontrar la paciencia para charlar con la muchacha por más de cuarenta minutos. Se despidieron bajo el peso de la promesa de un reencuentro. Promesa que el médico no tenía la intención de cumplir.

Se preguntó cómo era posible que ella se hubiera visto tan inteligente e interesante un día y al día siguiente pareciera a todas las demás: simple, fácil, predecible. Así que decidió poner su impaciencia de esa mañana en la cuenta de su mal genio matutino. Sabía bien que las mañanas siempre eran difíciles. La chica había sido tan amorosa y servicial cuando se conocieron, que pensó que valía la pena darle una oportunidad más. Pensó que valía la pena darse una oportunidad a la normalidad, incluso a una relación. ¿Por qué no?

Pensó que podría hacer una elección diferente a la soledad.

Sus ideales, sin embargo, fueron mitigados en los primeros quince minutos de conversación en la segunda cita. La charla trivial de la chica lo aburría, le enojaba la intimidad que la permitía tocar la piel de sus brazos y poner su mano sobre la de él como si se hubieran conocido por mucho tiempo. A Rogelio no le gustaba que lo tocasen sin permiso. Incluso las pupilas dilatadas de Rafaela lo molestaban mientras ella lo miraba. Todos los signos de atracción estaban allí, y Rogelio odiaba el hecho de que él, con lucidez, los viera a todos: las pupilas, la sonrisa abierta que mostraba los dos arcos casi por completo; los dedos que rizaban el cabello; y, por supuesto, el más irritante de todos: la mímica.

Cuando el tema se volvió realmente aburrido, Rogelio decidió jugar con ello. Tiraba su cuerpo a los lados, levantaba sus brazos, se rascaba la nariz sonriendo por el rabillo de la boca y observando cómo Rafaela reflejaba sus gestos, enviando el claro mensaje de que estaba lista para el coito, que estaba disponible. Su coeficiente intelectual debe ser más cercano al de los chimpancés que el mío, tener sexo con ella es una bestialidad, pensó. Al mismo tiempo que pensaba eso, recordaba lo feliz que había estado la tarde anterior, lo cariñosa, servicial y afectuosa que había sido, lo importante y amado que había se sentido, y concibió la repentina necesidad de volver a tenerlo. Estar con alguien que se preocupaba por él, que se inquietaba por él, sin preocuparse por la conversación que tendría después, sin importarse si vivir con la persona, después del placer, sería soportable o no.

Se inclinó hacia Rafaela, apoyó ambos brazos sobre la mesa, esperó a que ella reflejara su gesto y sonrió.

—Rafaela. —Extendió su brazo derecho hacia ella y esperó a que la chica cubriera su mano con la de ella—. ¿Qué tal si vamos a otro lado? Necesito una bebida más fuerte.

—No te vas a emborracharte, ¿verdad?

—No. Solo quiero beber lo suficiente como para… Solo quiero una dosis.

Así empezó el viaje de Rafaela y Rogelio: él se anestesiaba para fingir que era feliz; mientras ella fingía no darse cuenta y seguía siendo feliz.

Rogelio comenzó con vodka de calidad, que dejaba poco olor y que el médico enmascaraba con el uso de tabletas de carbón activado. En la cantidad correcta, lograba ser estúpido, como se definía a sí mismo, para soportar a Rafaela el tiempo suficiente antes del coito. Con el tiempo, el vodka se volvió inviable, no solo porque no era posible estar siempre borracho, sino porque su efecto era cada vez más breve, por lo que descubrió la codeína y nunca estuvo más feliz en su vida.

Sin embargo, nunca logró hacer más que nublar los sentidos lo suficiente para que la vida fuera soportable.

—La ignorancia es una bendición —se repetía a sí mismo antes de tomar su píldora con una dosis caprichosa de vodka por las mañanas.

Todas las mañanas.

 

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Aquellos días de vodka y codeína por desayuno habían quedado atrás, y cuando Rogelio miró a Marysol riéndose, lamentó haber regresado, aunque fuera por un rato, a ellos. Esa cosa que ella había dicho: el doble del Maldito…

¿Estoy equivocado, o ella conoce a mi doble? ¿He estado pensando tanto en eso que estoy alucinando?

Doble, duplo, gemelo.

Si Rogelio creyera en signos, lo consideraría, ello, uno. A la noche cuando estaba tratando de decidirse entre regresarse a África, hundirse en el alcohol y negación, o reanudar sus estudios y tratar de encontrar su versión en otra realidad, le apareció alguien que era claramente la copia de la chica que estaba en el bar, y quien aparentemente conocía un doble de él.

Por supuesto, siempre existía la posibilidad de que la chava fuera solamente una hermana gemela de la chava adentro, y por supuesto Rogelio pensó en esa posibilidad, pero, analizando su árbol de decisiones, eligió la que lo hacía más feliz simplemente porque era lo que él quería.

Su cerebro, siempre tan generoso al sacar conclusiones, estaba dividido entre la confusión causada por demasiado tequila; el encanto casi inmediato que sintió por la muchacha que reía; la conmoción causada por el uso de la palabra doble; la extrañeza en la similitud entre la muchacha que se reía frente a él y la muchacha con la coleta que se había quedado dentro del bar; y algo más… pero qué era ese algo más era lo que le molestaba, Rogelio no podía sacarlo de sus pensamientos.

Esta comprensión lo divirtió por un instante.

Se dio cuenta de que estaba muy cerca de la estupidez, se dio cuenta de que estaba a punto de ignorar cualquier cosa que le molestase.

Pero no pudo.

La navaja de Occam, Rogelio, se dijo a sí mismo.

Rogelio conocía a muchos eruditos que defendían el principio de la Navaja de Occam como una forma de decir que la explicación más simple suele ser la correcta, pero no estaba de acuerdo con esa interpretación del principio. Sabía que la Navaja de Occam postulaba que todo el conocimiento racional se basa en la lógica, y la lógica debería obtenerse mediante el conjunto de datos proporcionado por los sentidos.

Bueno… los sentidos del médico estaban alterados por el alcohol, por lo que sería apresurado para él simplemente concluir que esa chica era la doble de la chica de adentro; aun así, la Navaja de Occam defendía la intuición como punto de partida para el conocimiento: la primera respuesta era siempre la correcta. Rogelio decidió que necesitaba pensar menos, olvidar la Navaja, olvidar la racionalidad y confiar en sus instintos. Incluso si se trataba de sus instintos borrachos.

Escuchó la risa suelta de Marysol, que estaba divirtiéndose a mirarlo, y se dio cuenta de que la comodidad de la estupidez ordinaria estaba pasando, y ya no podía seguir ignorando las cosas que le molestaban. Muchas cosas pasaron por sus pensamientos, cosas que quería decir, cosas que quería preguntar, pero al final de todas, logró articular solo dos palabras:

—Necesito orinar.

—¿Quieres que yo sostenga tu pajarito para ti? —preguntó Marysol.

—Nada me daría más placer —respondió con la sinceridad que siempre había marcado su vida—, pero, para tal, tendrás que levantarme, y lo dudo que una princesita como tú pueda hacerlo. Necesito un baño.

—¿No tenía uno dentro del bar?

—No está listo para lisiados —respondió con una sonrisa cínica y provocativa que Marysol no dejó escapar.

—Sí… eres un lisiado. Casi tengo ganas de matarte delante del Maldito. Se sentiría tan indefenso… Casi tanto como tú, que ni siquiera puedes sostener tu pajarito para orinar.

—Cariño, ni siquiera sé a qué hora mi pajarito quiere orinar, puede suceder en cualquier momento, así que, si no me vas a matar en el próximo minuto, me alejaré. Pero no salgas de ahí, quiero saber más sobre el Maldito ese, y sobre esa historia de doble. He estado buscando el mío hace algún tiempo.

Aturdida, Marysol frunció el ceño y se dio cuenta de que no solo no había asustado al macho en la silla de ruedas, sino que él también estaba al tanto de la existencia de dobles. Aprovechando el refuerzo que el hecho de estar cerca de Solymar le daba, intentó sondear la mente de Rogelio sin tocarlo. ¡Estaba un desastre! ¡Qué caos! No podía imaginar cómo alguien podría vivir con una cabeza tan llena. Ella incluso se mareó. Miró el contorno de la silla que se alejaba mientras Rogelio buscaba un baño y gritó:

—¡Espérame!

—¿Qué?

—Tu dique ya se está desbordando, hombre. ¡Ven! Te ayudo.

—¿Mi dique? —Rogelio se echó a reír y se volvió hacia Marysol—. ¿Estás hablando de mi vejiga?

—Estoy diciendo que te vas a mear en treinta segundos.

—¿Cómo sabes?

—No es importante. ¡Vamos!

Como si sacara a un bebé de la cuna, Marysol levantó la voluminosa figura de Rogelio de la silla de ruedas y lo llevó al fondo del estacionamiento, donde lo escondió detrás de una camioneta negra.

—¡Apóyate en el auto! —ordenó, mientras, con una mano, abrió la bragueta de Rogelio y, con la otra, sustentó su peso sosteniéndolo por la cintura. Con los brazos firmemente apoyados en el techo de la camioneta, Rogelio solo podía ver las luces del estacionamiento reflejadas en el vehículo. Estaba consciente de que Marysol le había desabrochado por el ruido, pero antes de que pudiera meditar sobre el ridículo de toda la situación, escuchó el chapoteo de su orina corriendo por el costado del auto y cayendo al piso de cemento—. ¡Qué chico bueno! —dijo Marysol, burlonamente.

—¿Cómo lo sabías?

—Lo olí —respondió ella—. Por cierto, ¿has estado tomando tequila?

— Sí. ¿Apesto?

—¡Hueles rico! Podría lamerte por completo.

—Sinceramente espero que mi polla ya no esté en tu mano.

Irreverentemente, Marysol puso su mano entre las piernas de Rogelio, apretó firmemente y dijo:

—¿No sientes nada aquí en este lugar? Eres un macho a medias… ¡Al Maldito le encantará conocerte! Si dejo que eso suceda, por supuesto.

Rogelio sintió el empuje del apretón de Marysol en sus testículos por el movimiento que hizo su torso cuando se deslizó al costado de la camioneta; al mismo tiempo, sintió los pechos firmes de la mujer pegados a su espalda. La erección fue inevitable, y Marysol lo soltó de repente, obligando al médico a agarrarse más fuerte al techo del vehículo cuando sintió que su cuerpo había sido abandonado.

—Está difícil no tomar tus comentarios personalmente, niñita —dijo Rogelio, tratando de no tumbar en el suelo.

—Si no sientes nada de la cintura para abajo, ¿cómo tu pajarito se puso así?

—Se llama erección refleja. Debe de tener que ver con tus senos en mi espalda, y la imagen mental de ti lamiéndome entero. No dura mucho, pero me hace sentir muy macho.

Mirando la espalda de Rogelio, estaba muy fácil para Marysol que le gustara, así que sonrió y volvió a sostenerlo en sus brazos para devolverlo a la silla de ruedas, donde lo soltó. Establecido, Rogelio observó el contorno de Marysol iluminado por las farolas y preguntó:

—¿Como tú te llamas?

—Marysol.

—¿Cómo lograste levantarme, así como así?

—Soy fuerte.

—Fuerte… Ya veo. De todos modos, gracias por tu ayuda, Marysol, mi nombre es Rogelio. ¿Por qué no me cuentas más sobre el Maldito ese?

—¿Qué quieres saber?

—Primero, quién es él; segundo, donde está él.

—Dónde está él… Pues, ello quiero saberlo yo, por eso, a partir de ahora, estaremos juntos, tú y yo. Seguramente él vendrá por ti.

—Hmmm. Preveo otro reflejo de mi pene inútil. ¿En tu casa o en la mía?

—Eres un chistoso. —Se puso ambas manos en la cintura y dijo—: —Necesito tomar algo, pero no puedo entrar en ese bar: mi doble está ahí —dijo, señalando al lugar donde trabajaba Solymar.

—Doble… ella misma lo dijo… —divagó casi en un susurro, pero Marysol continuó:

—¿A dónde podemos ir?

—¿Tequila?

—¡Tequila! —confirmó la daemon, con una sonrisa de satisfacción.

—Sígueme —dijo Rogelio.

 

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En la cárcel, las formas espirituales de Arthur y Artek miraban incrédulos el suelo donde la sangre que dejaba el cuerpo de Rafaela se mezclaba con la sangre que había dejado el cuerpo de Arthur. Las dos rayas de sangre que minutos antes habían estado bombeando venas de diferentes organismos no se veían diferentes cuando se extendían por el suelo. Se deslizaban una hacia la otra, abrazadas, mezcladas, haciéndose una.

La cara de Arthur era la imagen de la tristeza; la de Artek mostraba contrición. Si Artek tuviera el poder de deshacer todo lo que había hecho, desharía. Nunca se habría atrevido a hostigar, a perseguir a su doble Arthur. En ese momento, mientras miraba el rojo de dos sangres tan iguales, aunque provenían de seres tan diferentes, ni siquiera podía recordar por qué había comenzado toda la guerra. En la eternidad, no importaba.

—Perdóname —susurró su pedido de clemencia, y Arthur notó su presencia contrita.

El dolor que había estampado su rostro, segundos después se convirtió en horror; entonces, un destello de comprensión cruzó sus ojos cuando se reconoció en la forma que estaba frente a él. Como si la realidad se hubiera apoderado de él de la misma manera que los autos en alta velocidad golpean a los niños que corren desprotegidos por las avenidas, Arthur sintió que el golpe rompía todas las entrañas que su forma etérea ya no tenía y se arrojó sobre Artek envolviendo su cuello que no era un cuello con dos manos que ya no eran manos.

—¡Fuiste tú! ¡Bastardo! ¡Tú! ¡Fue por tu culpa que destruí toda mi vida!

Arrojó a Artek al piso de la celda sin darse cuenta de que la sangre salpicada no los manchaba; sin darse cuenta de que su apasionada lucha no dejaba huellas en el suelo viscoso. Se sentó en la barriga del oponente y comenzó a golpearlo.

—¿Por qué? ¿Por qué lo hiciste? —Las palabras salieron en resoplidos, como si todavía necesitara sus pulmones para poder hablar—. Mataste a mi esposa… Mataste a mi hija… A-ca-bas-te-con-mi-go.

El sonido de los golpes no hacía eco a través de las paredes, pero eso no hacía que la pelea de Arthur fuera menos completa. Artek, arrojado al piso, no reaccionaba; su rostro no mostraba desfiguración ni movimiento alguno aparte de esa mueca llena de arrepentimiento. En cuanto a Arthur, mientras golpeaba, todo lo que obtuvo como respuesta fue el silencio y una cara arrepentida que parecía inmutable. Feroz en su búsqueda por venganza que llamaba justicia, continuó golpeando hasta que no tuvo más fuerzas. Cuando su voluntad se enfrió, prestó atención al rostro de Artek y comenzó a llorar convulsivamente.

Ninguno de los dos notó la forma espiritual de Rafaela, mirándolos, confundida. Sin embargo, ella no permaneció allí. Cuando llegó a esa cárcel, sabía que no saldría de allí; estaba preparada para su destino y, cuando notó la tenue luz, caminó hacia ella sin mirar atrás. Se fue de este mundo para el siguiente que la recibiría; su futuro hogar si prefieren llamarlo así.

Artek susurró sus disculpas por segunda vez.

—¿Por qué? —preguntó Arthur.

—Ya no me acuerdo —respondió Artek.

Se produjo un segundo de paz, y Pele y JB se pusieron al lado de los contendientes.

—Es hora de seguir adelante, Arthur —dijo JB.

—¿A dónde?

—A donde no duele más —concluyó Pele.

 

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En un bar junto a la playa, Rogelio y Marysol se sentaron en una mesa mientras esperaban su bebida.

—Eres un hombre interesante, Rogelio.

—¿Tú crees?

—Tu cabeza… lo que hay dentro… ¿Cómo puedes levantarte de la cama todos los días y lidiar con eso?

—¿Cómo puedes saber lo que está pasando en mi cabeza?

—Te leí.

—¿Y absorbió mi conocimiento?

—No. Sentí tu dolor, o más bien, la falta de ello. Algo está roto en ti. Tienes un antojo por lo común, y eso te hace infeliz. Curiosamente, no te das cuenta de tu miseria, porque entre tantas cosas que eres capaz de comprender, la infelicidad no es una de ellas, por lo que juzgas a los demás infelices porque no pueden percibir el mundo como tú lo percebes.

Sorprendido, Rogelio contempló la botella de tequila puesta sobre la mesa con algo de miedo. Temía que Marysol pareciera más interesante de lo que sería sin el efecto del alcohol. ¡Maldita sea!, pensó, y se tomó un shot que le quemó la garganta.

—Puedes saber cuándo querré orinar de nuevo, ¿verdad?

—Sí.

—¡Genial! —dijo, mientras rellenaba el vaso.

—Creo que necesitaremos otra botella.

—De acuerdo.

—Dime: ¿cómo sabes sobre los dobles?

—Eres fuerte, soy inteligente.

—Y estás borracho.

—¡Real!

—¿Qué pasó con tus piernas?

—Me caí de un caballo.

La Bandolera tomó un trago más de tequila y se preparó para intentar, por segunda vez, absorber toda la historia de Rogelio para comprender cómo era posible que ese hombre, criado en una realidad de ignorantes, tuviera tanto conocimiento.

—¿Puedo tocarte?

—¿Erección refleja o robo de mi historia?

—La segunda opción, pero si eres un buen chico, puedo proporcionarte una erección real al final de esta noche.

Después de servir otro vaso de tequila, Rogelio extendió su mano hacia Marysol.

—Es bueno que esa erección sea la tal...

 

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En el momento de su accidente, Rogelio ya no estaba tan satisfecho con el progreso de su vida o con su relación con Rafaela. Se dio cuenta de que la necesidad de afecto que había pensado era solo una escasez, tal vez causada por el trauma de la pérdida de su madre. Satisfecho al darse cuenta de que, después de todo, su cerebro podría, en un momento u otro, comportarse normalmente, ya estaba pensando en maneras de terminar esa relación sin traumatizar a la muchacha.

Estaba cansado de pretender ser quien no era; cansado de ocultar su habilidad para acomodarse a un mundo lleno de personas que ni siquiera respetaba; cansado de la mirada orgullosa que Rafaela mostraba cada vez que salía con él. Se sentía como un animal en exhibición. Al mismo tiempo que se veía obligado a exponerse como un novio inteligente y exitoso, se sentía frustrado con lo poco que esas personas necesitaban para que se quedasen contentas.

En un fin de semana, el Jockey Clube de la Gávea celebró un torneo de turf cuyos ingresos serían donados a una organización benéfica que Rogelio ni siquiera estaba interesado en descubrir el nombre. Participó porque Rafaela lo había instado a hacerlo, como con todas las cosas, solo para presumirlo. Con sus sentidos constantemente nublados por el alcohol y las drogas, el médico solía evitar situaciones en las que sus reflejos —la única parte realmente afectada por su consumo de alcohol— eran necesarios, pero Rafaela se puso tan irritante que, el sábado por la mañana, él se dio al disfrute del placer de la media ignorancia.

—Si al menos esa mierda me hiciera olvidar, valdría la pena —dijo, mientras vertía un generoso sorbo de vodka y se acomodaba en el lomo del caballo.

A pesar de su alta estatura y de su físico deportivo, Rogelio era un excelente jinete; además, no se trataba de un torneo profesional. Era lo que la alta sociedad en Río llamaba un torneo entre amigos. Rogelio simplemente no sabía de quién eran los amigos ya que odiaba a todos los presentes en ese evento.

Todo lo irritaba: el sol ofensivamente brillante que se chocaba con su estado de ánimo; el olor snob del perfume importado que no podía ocultar la pestilencia de la hipocresía de aquellos que negaban un sándwich al niño del semáforo, pero pensaban hermoso poner sus culos en mallas y sus pies en botas brillantes para correr y pretender recaudar dinero para alimentar a ese mesmo niño; los sombreros brillantes que adornaban las cabezas presuntuosas de las presumidas desesperadas que no sabían que sus sombreros no eran los únicos adornos públicos de sus cabezas huecas; pero, principalmente, la sonrisa engreída que Rafaela lucía en sus absurdamente rojos labios, cuyas comisuras se alzaban cada vez que uno de sus nuevos y ricos amigos lo alababa.

—¿Por qué estoy haciendo esto? —se preguntó mientras, dentro del box, se acomodaba en la espalda del animal y esperaba la hora de inicio.

Era un torneo recreativo cuyo único propósito era recaudar fondos para alimentar lo que los aristócratas, a boca pequeña, llamaban «los pobres», pero que en folletos oficiales y conferencias de prensa llamaban «personas necesitadas»; aun así, los hombres guapos que montaban los caballos bien criados podían ser extremadamente competitivos, por lo que el comienzo fue disputado. Cuando los caballos salieron del starting gate, el sonido rítmico del tropel cambió el ritmo de los corazones de los jinetes para que sus respiraciones se ajustasen al compás de la carrera, hasta que todos los animales —racionales y no racionales— se volvieron más densos en una masa deformada y dinámica de color marrón.

Todo sucedió muy rápido. Al final de la primera curvatura, Rogelio sintió que el caballo que montaba hizo un desvío antinatural. Con sus sentidos nublados por el alcohol, no pudo reaccionar adecuadamente, tiró de las riendas del animal con más fuerza de lo que debería, y el caballo se sacudió, arrojándolo al suelo. No fue una caída grave en sí misma, pero no tardó mucho en sentir un dolor punzante en la espalda. Había sido pisoteado por uno o varios animales. En medio de la agonía, Rogelio notó un animal caído a pocos metros de donde estaba tendido, y en ese momento, entendió que los dos, él y el caballo, habían sido condenados al sacrificio.

El silencio que cayó sobre el Hipódromo de Gávea no coincidía con el número de personas que asistían al evento. Por un segundo de paz, el dolor se detuvo y Rogelio solo escuchó el silbido del viento. Entonces todo sucedió al mismo tiempo: los relinchos del caballo cortaron el aire, y decenas de personas se reunieron en el lugar donde los dos estaban echados. El gemido de las quejumbrosas aristócratas sonó más fuerte en los oídos del médico que el relincho agonizante, y él quería que todas esas mujeres cerraran sus bocas pintadas. Notó los brillantes pares de botas alrededor de su cabeza sin entender lo que decían los dueños de esas botas, porque de repente estaba concentrado en su ausencia de dolor. Sabía lo que eso significaba: su columna vertebral probablemente había sido dañada permanentemente.

—Rogelio, Rogelio, ¿estás bien? —Escuchó alguien preguntar.

—El caballo… cuida del caballo —dijo.

—No hay salvación para él. Se rompió la pata.

Desconcertado, Rogelio se puso boca abajo e invocó el movimiento de brazos que se volvería común en su vida después de esa mañana, moviéndose, como un soldado atrincherado, para cerca del animal.

—Es solo una pata, se puede curar —decretó.

—Es un animal inviable. No tiene ningún propósito. Será sacrificado.

—No dejaré que un buen animal muera solo porque no quieren gastarse unos centavos. ¿De quién es este caballo? Yo lo compro. ¡No será sacrificado! —Estiró su brazo derecho y acarició la cabeza del corcel, que al parecer comprendió que su vida estaba siendo salvada, descansó su cuello y dejó que una lágrima cayera de sus ojos—. No te preocupes, amigo. Yo cuidaré de ti.

—¿Puedes levantarte, Rogelio? —preguntó alguien.

—No. Una o más de mis vértebras fueron aplastadas. ¿Quieres sacrificarme a mí también?

 

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De vuelta en la playa, junto al mar, Marysol dejó su exploración a través de la mente de Rogelio para mirar al hombre que estaba frente a ella. Si no fuera físicamente como Ruan, el recuerdo del rostro consternado del caballo podría hacerla sentir simpatía hacia el médico. Pero era imposible que le gustara alguien tan parecido al Maldito, aunque esos recuerdos mostraban cuán diferentes eran el uno del otro. La magia de la Bandolera no era simplemente observar los hechos a través de los ojos de otras personas, sino que era realmente capaz de sentir la preocupación del médico por el pobre corcel, y le pareció curioso que él no mostraba el mismo tipo de lástima por los de su propia especie.

Como si pudiera leer los pensamientos de la daemon, Rogelio dijo:

—¡No son dignos! Lo tienen todo aquí… —dijo, y tocó el centro de su frente con el índice de su mano derecha—, tienen todos los sentidos para observar y experimentar el mundo, para entender las cosas, pero solo pueden verse a sí mismos. Ese caballo, ese hermoso y pobre animal, que vivió su vida y cumplió plenamente su propósito, no merecía pagar por la ignorancia de los dichos racionales. —Tomó un trago de tequila y le indicó al camarero que necesitarían otra botella—. Todavía está vivo, ¿sabes? Ya no corre, pero está feliz. Y él es un criador de primera clase, me hace ganar mucho dinero.

Marysol sonrió.

—¿Puedes leer mis pensamientos también? —preguntó ella entre un shot y otro.

—Soy un tipo inteligente… Entiendo las cosas.

Sin entender cómo era posible que ese hombre, criado en ese mundo libre de magia, pudiera saber qué tan lejos de sus recuerdos ella estaba buscando, Marysol dijo:

—Eres un hombre interesante, doctor Rogelio, muy interesante. Lástima que seas tan feo.

—No, no, no, no. ¡Nada de eso! Me prometiste una erección. Si soy feo o no, no puedes usar eso en mi contra. —Le tendió la mano a Marysol y le preguntó—: ¿Continuarás o prefieres que te cuente el resto?

 

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El veredicto del equipo médico sobre sus piernas no sorprendió a Rogelio. Entregado a la depresión que, en otras personas, precedería la aceptación, decidió que no se conformaría con su propio destino.

Haciendo uso de su cerebro privilegiado recuperado después de dejar de beber y de abandonar a los narcóticos, Rogelio estudió, investigó y desarrolló teorías. Pasó tantas semanas inmerso en su investigación como Rafaela se le permitió. Su presencia constante lo irritaba, y ya no se molestaba en ocultar su profundo disgusto. Él la quería fuera de su vida, incluso le había dicho textualmente a la chava: «¡Fuera de mi vida!», pero ella no lo tomó en serio, tomó en cuenta la depresión, y siguió firmemente junto a su lado.

Rogelio sabía muy bien que no era el amor lo que sostenía a Rafaela, al menos, no el amor hacia él, sino el amor a esa vida a la que ya se había acostumbrado. Una vida que incluía dinero, fiestas y amigos importantes. Una vida llena de futilidades para las que Rogelio nunca había dado importancia y que, en aquellos días, libre del efecto anestésico del vodka, le hizo preguntarse dónde había estado con la cabeza para haberlo dejado llegar tan lejos.

Pero Rafaela o su relación con Rogelio no es un tema importante para esta historia, por lo que no tengo la intención de pasar su valioso tiempo considerando lo que ella podría o no sentir o desear. En cuanto a Rogelio, ante la negativa de la muchacha a irse, simplemente fingió que ella no existía. Como si fuera uno de esos mosquitos ruidosos que, cuando se enciende la luz, desaparece y uno no puede aplastar con las manos, luego, después de un tiempo, simplemente se conforma con el zumbido irritante y trata de dormir.

Terminó por quedarse solitario en su laboratorio, y ya casi no veía a su novia. Pasaba sus días estudiando. Una noche se cansó tanto de su rutina de pesquisa que se echó de espaldas sobre el colchón de la cama, tratando de no prestar atención a nada, ni al color de las paredes; tratando de silenciar el zumbido irritante que estaba dentro de su propia mente y que era causado por el exceso de información.

Fue el primer día que se dio cuenta de que necesitaba desconectarse un poco, y lo intentó. Tanta fuerza hizo para desconectarse, que lo logró. Rogelio nunca supo si pudo dormir esa noche o si se entregó al sopor, pero lo hizo; logró no pensar, logró separar su mente de su cuerpo. Logró tanto que, cuando se dio cuenta, se estaba mirando a sí mismo tirado en la cama.

Más: la forma de Rogelio que estaba fuera del cuerpo lograba pararse en ambos pies. Rodeó la cama, miró su cuerpo desconectado, intentó tocarlo, pero falló. Se despertó sobresaltado, como si entendiera todas las cosas del universo.

—Entonces esto es lo que tengo que hacer… Si no puedo arreglar este cuerpo, necesito entrar en otro.

Rogelio no ignoraba las teorías de la física cuántica que predicaban la posibilidad de la existencia de otros universos, otras realidades. El llamado multiverso —y perdónenme los más experimentados, no pretendo entrar en aspectos técnicos aburridos que confundirían en lugar de ayudar—, un conjunto hipotético de universos posibles cuya existencia estaría condicionada a la vida consciente que los habitara predicaba la existencia de diferentes realidades, cada una con sus propias leyes. La palabra hipotética era desalentadora, pero, según la teoría, el universo, mismo el en que vivimos, se considera hipotético.

Rogelio se vio a sí mismo como nunca se había visto; de repente, se dio cuenta de que era un ser hipotético. Un ser hipotético que vivía en una realidad hipotética de un universo hipotético. Se preguntó cómo sería su otra versión hipotética que habitaría el próximo universo hipotético, y se preguntó si, por casualidad, en alguno de estos universos, su copia, doble o representación gráfica estaría pensando en él también.

Su vida se transformó, y él comenzó a dedicarse a la física teórica. Agujeros negros, teoría cuántica, teoría de la relatividad. Devoró todos los estudios, leyó todas las tesis, evaluó todos los libros y mapeó cada portal interdimensional que pudo. Después de eso, usando la ley de probabilidades, determinó el lugar que podría llevarlo a la versión de sí mismo que estaba en un universo más parecido al universo que conocía. Fue esta comprensión lo que lo llevó a África, y la historia, desde ahí, ustedes ya la conocen.

 

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—Entonces, ¿fuiste a África buscar un portal?

—Sí, pero cambié de opinión después de un tiempo allí.

—Eres un buen hombre

—No estoy de acuerdo.

—¿Por qué?

—No lo hice fuera de mi corazón. Lo hice por vanidad. Lo hice para sentirme bien conmigo mismo, ser superior, ser amado y adorado.

Ser amado y adorado. Marysol sabía que esas eran las razones que también movían a Ruan, y entendió que, después de todo, los dos no eran tan diferentes. Rogelio también había tratado de ser un ídolo. En su realidad limitada, Rogelio también quería ser adorado como un dios.

Al darse cuenta de lo mucho que había disgustado a Marysol con su declaración, Rogelio intentó cambiar de tema.

—Háblame de ti, ya que no tengo la capacidad de leerte. ¿Cómo sabes sobre portales y dobles?

—No soy de este mundo.

—¿No eres de este mundo cómo «No soy humana» o no eres de este mundo como «Soy una hippie loca que creo en teorías de conspiración delirantes»?

—Hasta hace poco, ni siquiera creía que existieran los humanos.

—¡Esto está maravilloso! ¿Qué tal te parecemos?

—Imbéciles.

—¡Lo brindo! —dijo el doctor, levantando su vaso—. Todos los humanos somos imbéciles. ¿Lo que eres tú? Quiero decir, ¿cuál es tu naturaleza? Tu… ¿raza? Tú… no sé… dímelo.

—Soy una daemon.

—Interesante. —Frunció el ceño. Esa revelación fue más que inesperada—. Siempre he pensado en los daemons como seres espirituales inmateriales, pero me pareces muy real.

—Ya veo. Eres uno de esos humanos a los que les gusta pensar que todo lo que le sucede a la humanidad es porque la humanidad ha sido influenciada por nosotros.

—Absolutamente no. Creo que esta es una teoría absurda. Si uno no puede asumir la responsabilidad de sus propias elecciones, entonces no es un hombre. Pero trabajo con el conocimiento que tengo, y todos mis estudios indican que los daemons, además de mitológicos, son inmateriales. Como los dioses: solo existen para quienes creen en ellos; y siempre he sido escéptico

—Entonces tampoco creías en nuestra existencia.

—Me equivoqué, mi señora, y se lo pido disculpas por esto —se burló el médico—. Dime, ¿cómo está tu primera experiencia en el mundo de los humanos?

—No es la primera. El primer universo en el que fui lanzada era un lugar llamado Vila del Buen Retiro, también habitado por humanos. Un lugar en peligro de extinción… Solo espero tener tiempo…

—¿Tiempo para qué?

—No es asunto tuyo.

—Vale ¿Y cómo llegaste aquí?

—Abrí un portal usando la sangre de la hermana del Maldito. —Sonrió Marysol—. Espero tener la oportunidad de decírselo.

—¿Y dónde está este portal?

—Aquí en Río de Janeiro. Me caí encima de una sesión de Umbanda, a cielo abierto. Me pensaron la Reina del Camino. ¡Estuvo épico!

Rogelio se echó a reír y sacudió la cabeza ligeramente.

—Es una revelación para mí. Pensaba que esos portales existían en ciertos lugares, pero no pensaba que pudieran ser abiertos. Como leíste en mi mente, hice una extensa investigación buscándolos.

—¿Cómo sabes?

—¿Cómo sé qué?

—Lo que he visto en tu mente.

—Existen teorías de que cuanto más avanzado es el cerebro, más sentidos necesita desarrollar para poder manejar la realidad. Por lo tanto, una persona muy inteligente desarrolla un sexto sentido, un sentido preparado para percibir lo que el tacto, el oído, el olfato, la vista y el gusto no son capaces de percibir. —Derramó otro trago de tequila—. Según mi cuenta, debo tener doce o trece sentidos. En ciertos momentos, incluso puedo predecir el futuro.

—¿Sin magia?

—La magia es solo una ciencia, como muchas que existen, a pesar de que los empiristas la tratan como ilógica.

—No sé si estoy de acuerdo contigo. Nada que pueda hacer la vida tan fácil y sin esfuerzo debería llamarse ciencia.

—¡Por favor! ¿Qué es la magia sino la capacidad de transformar el curso de los acontecimientos para que el hombre domine la naturaleza? Y cuando hablo de la naturaleza, Marysol, hablo de todas las cosas naturales. A ver, ¿no es este el objetivo de todas las ciencias? ¿Dominar la naturaleza?

—Entonces, ¿a qué tantos rituales?

—Ellos existen en todas las ciencias conocidas. Si ingresas a un laboratorio, descubrirás que hay un método para cada fórmula. El hecho de que uno no llame el método de ritual no hace que ese método sea menos ritualista. Los llamados magos usan hierbas, diagramas, cantos; los llamados científicos usan números, cálculos, fórmulas. Son solo métodos, nada más, es decir, todo es un gran ritual —dijo, extendiendo los brazos—. ¡Mira a tu alrededor! Estamos rodeados de rituales. Incluso las olas que lavan la arena tienen un método. Si observo los vientos y la luna, puedo determinar exactamente hasta dónde llegarán las aguas mucho antes de que lleguen, y eso, princesa, se llama tener dominio sobre la naturaleza. ¿Me veo como un mago?

—¡Un brindis! —dijo Marysol, ignorando la pregunta.

—¿Qué pasa con la guitarra? —preguntó él, apuntando con la barbilla hacia el instrumento que Marysol mantenía, caprichosamente, a su alcance.

—En otra ocasión te lo explicaré. Ahora necesitas orinar.

—¿Cuánto tiempo tengo?

—Si he entendido bien el paso del tiempo en este mundo, unos tres minutos.

—¡Genial! —Llenó su vaso y el de Marysol, levantó y brindó—: A los magos, los científicos, los viajeros interuniversales, y a el hijo de puta que es como yo.

Marysol se echó a reír y agregó:

—¡Al Maldito!

Cuando sintió que el líquido ardiente había atravesado la laringe, Rogelio se levantó de la silla, se arrojó sobre la arena de la playa y, girando, se lanzó al mar.

—Bien, querida meada, puedes irte ahora.