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CAPÍTULO 24

¡Suéltate el pelo, amazona!

 

Sé que la única razón por la que ustedes todavía están ahí, escuchándome hablar y hablar, es averiguar si Marysol sobrevivió. Créanme. Me gustaría tener un final feliz para contarles, me gustaría decir que Marysol regresó milagrosamente del coma, pero eso no fue lo que sucedió. Ella no murió. No. Pero un coma sin ninguna predicción de mejoría no es un final feliz, creo que todos están de acuerdo.

Rogelio todavía se estaba acostumbrando a sus fuertes piernas y a la magia que brindó su nuevo cuerpo cuando los médicos humanos dijeron que no había más posibilidades para la Bandolera. Pero lo dijeron para Rogelio, y ese era un hombre que no se rendiría. Sacó a Marysol del hospital y la llevó a su casa, donde ella siguió conectada al soporte vital, en el laboratorio que el doctor mantuvo durante varios años.

Le resultaba difícil armonizar el poder con el conocimiento científico que había acumulado durante los años de estudio y práctica médica. Como el espíritu tiene memoria, Rogelio no perdió su conocimiento, pero una parte de la habilidad había permanecido en las manos que ahora eran de Ruan y, para dominar la nave nuevamente, necesitaría tiempo.

Un tiempo que no tenía, porque necesitaba salvar a Marysol.

Danielle lo ayudaba en las vigilias y lloraba cuando no tenía nadie cerca, porque ver a ese ser magnífico, a quien había aprendido a admirar y a amar como hermana vegetando día tras día la ponía devastada. Rogelio resistía. Estaba seguro de que algún día sería capaz de resucitarla. El único temor que tenía era que el cuerpo de la Bandolera pudiera no soportar la demora.

Fue durante una de esas vigilias que Danielle, después de quedarse dormida, vio a Thiago salir de una grieta. Ya no era un niño. Llevaba ropa de sheriff o algo así. Era un hombre guapo, y todavía tenía las características del adolescente tramposo que lograba salirse con la suya de cualquier problema. Danielle suspiró cuando se dio cuenta de que se parecía un poco a ella, o a Diana, lo que sea. El niño, mejor, el hombre, aún mejor, el daemon, se acercó y, con una voz extrañamente paternal, dijo:

—Ella morirá pronto si no haces algo.

—No sabemos qué más hacer, Tico.

—Thiago —corrigió, con serenidad.

—Sí… Thiago. —Ella sonrió—. Rogelio solo necesita un poco más de tiempo, sé que lo logrará.

—Solo existe una manera de que Rogelio consiga este tiempo, pero ella tendrá que dejar este cuerpo.

—No, no has venido hasta aquí para decirme que todo esto será en vano…

—No será, si haces lo que te digo…, pero dependerá solo de ella, de la otra.

—No te estoy entendiendo.

—Solo escúchame…

 

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Había pasado mucho tiempo desde que Solymar había ido a la iglesia. Nunca había sido una católica ferviente, cultivaba sus hábitos, sí, pero no era lo que se llama una creyente. Pero en ese día, sintió que necesitaba confesarse. Tal vez pudiera obtener alguna absolución por sus pecados, tal vez pudiera obtener el perdón de Dios o de los Santos, ya que ella misma no podía perdonarse.

No había sabido nada más sobre Marysol, solo que era cuestión de tiempo antes de que ella se muriera; así que lloró por esa parte suya que estaba agonizando, o que tal vez ya hubiera muerto sin que ella se diera cuenta, por lo que estaba cada vez más deprimida, casi como atrayendo también la muerte, matándose un poco todos los días.

No una muerte literal, sino la muerte de esa parte de ella que representaba Marysol, su contraparte valiente, valerosa e indomable. Solymar estaba arrepentida, avergonzada de sí misma.

Estaba en la parroquia de la Virgen de Guadalupe. Cogió un folleto en la entrada donde se podía ver la imagen de la Santa, y meditó por un momento en el banco vacío de la iglesia, prestando atención a la medialuna bajo los pies de la Virgen. Entonces tuvo la impresión de que la cara de la Santa era suya, más bien, la de Marysol. Parpadeó, pero el cambio en la imagen aún duró unos segundos.

Se bajó del banco, se arrodilló y suplicaba por perdón cuando algo, solo una sensación, la hizo levantar la cabeza y mirar en dirección al confesionario. Un sacerdote caminaba. Pensó que era hora de enfrentarse a sí misma, de echar la sucia, la temerosa e inútil, cuyo dedo podrido para los hombres le había hecho traicionarse a sí misma.

Se dirigió al confesionario, entró, miró de reojo la partición, pero no pudo ver una sombra de la cara del sacerdote. Satisfecha por el ambiente privado, respiró hondo y dijo:

—Perdóneme, padre, pues he pecado.

 

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Solymar le contó al padre su historia, incluido todo lo que sucedió después de que Ruan y Marysol entraron en su vida. Ya no le importaba ser vista como esquizofrénica o lo que fuera, no le importaba si el sacerdote la creía o no. El simple hecho de abrirse a alguien la hacía feliz, la ponía más liviana. Entonces el sacerdote dijo:

—Según tengo entendido, te gustaría tener una segunda oportunidad para arreglar las cosas. ¿Verdad, hija?

Solymar se derrumbó en sollozos.

—¡Es lo que más quiero, padre! Pero es tarde, y no soy ni la mitad del valiente que hace falta para que yo pueda arreglarlo, ¡soy débil!

—No te pediré que reces, porque quieres y necesitas actuar; así que te digo que hagas algo concreto para sentirte mejor. No eres débil, puedes hacerlo, hija.

—No sé qué hacer, padre. Aunque milagrosamente me convierta en una persona valiente y esforzada como ella, ni siquiera sé qué hacer.

—¿Qué pasa si sucede un milagro? Si recibieras una señal, ¿la ayudarías?

—Yo… ¡Sí! —Solymar se secó las lágrimas con el dorso de la mano y de repente sintió curiosidad, pues el tono de voz del sacerdote se había puesto como que diferente.

—¡Entonces ve y confía! Si ella no tenía miedo, tú tampoco tendrás, después de todo, sois el mismo ser, ¿verdad? Una es una sombra de la otra, los talentos de ella están dormidos en ti, pero están ahí. Si ella aprendió a ser dulce y blanda como tú, ¿por qué no podrías ir a la pelea y enfrentarse al peligro como ella?

Solymar se sorprendió al escucharlo, ya que no había dicho que Marysol se había comportado como ella en ciertas ocasiones, entonces, ¿cómo lo sabía el sacerdote? Se levantó de la silla y dejó el confesionario, extendió su mano vacilante hacia la cortina que ocultaba el interior donde estaba el sacerdote y la abrió en un estallido. No había nadie ahí.

 

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Solymar dejó de tratar de entender lo que había sucedido, lo aceptó como trabajo de los ángeles que sabían que necesitaba desahogarse, pero cuando salió de la iglesia, encontró a Danielle apoyada contra un automóvil. Rogelio estaba en la dirección. Sintió una opresión en el pecho cuando vio al hombre que habitaba el cuerpo de Ruan.

Apretó su coleta y se acercó a ellos. Estaba preparada para escuchar. Ella pensaba que merecía cualquier insulto que pudieran abordar. Solymar, la traicionada, la egoísta, la que se había suicidado. Ella asintió mientras se acercaba a Danielle, quien le devolvió el saludo, pero no tuvo tiempo de decir nada, porque Solymar se inclinó hacia Rogelio y dijo:

—Estoy esperando por mi penitencia, padre.

Él no contuvo la sonrisa.

—Tenías que desahogarte, nena, así que… bueno… valió la pena.

—¿Qué queréis?

—Necesitamos tu ayuda —dijo Danielle—. Ella necesita.

—Y quieres redimirte, así que… esta es tu oportunidad —continuó Rogelio.

—¿Qué necesitáis?

—Sube al auto; explicaremos en el camino.

Solymar no titubeó. Rogelio se fue a su casa y, durante el viaje, explicó al doble de Marysol sobre las chances que tenían, siempre dejando en claro que dependían de ella, Solymar, para que el plan funcionara. Cuando llegaron a las instalaciones médicas de Rogelio, él dejó a las mujeres y a la hembra a solas.

Solymar miraba a Marysol; y Danielle miraba a Solymar.

Para la doble, era como verse a sí misma rota, en coma, casi muerta en la cama.

—Vi a Diana, que ya está muerta —dijo Danielle, como si leyera sus pensamientos—. Y, voy a serte sincera, no me hizo nada bien verme a mí misma como muerta. Deseé haberla conocido en vida, haber intercambiado experiencias, haber aprendido un poco más sobre un lado mío que existía y ni siquiera sospechaba. Es una experiencia única. Somos privilegiadas, ¿sabes?

—Yo quería ser como ella. —Cerró los ojos y giró la cabeza lentamente varias veces, en un gesto de arrepentimiento y contrición—. Pero no lo soy.

—¡Exactamente! No eres como ella; tú eres ella.

Solymar se acercó a la cama y se paró junto a Marysol. Miró la cara pálida, los labios secos y la sonda. Solymar estaba aterrorizada por la sonda. Se sentó en la cama y se quedó allí, contemplando, jugueteando nerviosamente con su coleta.

—¡Suéltate el pelo, Amazona! —dijo Danielle.

—¿Qué?

—Siempre he estudiado mitologías, pero prefería las griegas, especialmente la de las amazonas. Eran valientes, violentas y hasta crueles, y no temían nada, ni siquiera la muerte. ¿Te acuerdas a alguien? —Solymar asintió y Danielle continuó—: Las amazonas siempre fueron lideradas por una o más reinas, y leí una vez que, cuando una reina entraba en la batalla, cuando iba a combatir un oponente que estaba a su altura en fuerza y jerarquía, se soltaba el pelo. Era un gesto de soberanía, de desapego, quizás de poder, ¿ya ves? Se deshacían de los lazos con ese gesto. Un gesto simple, pero temido por los guerreros más valientes. Sabían que cuando una amazona se soltaba el pelo en la batalla, significaba que era de la realeza, que no era cualquiera, que incluso la muerte no la asustaba; que, incluso si tuviera miedo, avanzaría, porque era hija del dios de la guerra.

Las dos se quedaron allí por un rato, en silencio, mirando a la Bandolera. Danielle decidió darle tiempo a la chava para pensar, pero antes de irse, le dijo:

—Si nos vas a ayudar, no te olvides de soltarte el pelo…, amazona.

 

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Rogelio regresó, y Solymar no se había soltado el pelo: tenía miedo. Pero siguió a su corazón y creyó que podía hacerlo. Rogelio la aconsejó sobre cómo actuar y le entregó un atuendo idéntico al que Marysol había usado el día del duelo. No es que la ropa fuera importante, pero ayudaba en el lado psicológico; haría que Solymar se sintiera más… bandolera.

—Sostén su mano. Esto es esencial para que vayas en la dirección correcta —dijo Rogelio, y le entregó la cuerda que le serviría como lazo.

—No sé cómo usar esto.

—Si ella lo sabe, tú lo sabrás. Al menos fueron las instrucciones que recibimos, nena.

—Si tú dices… ¿Y qué pasa con eso de decirme nena?

—Tráela. Comprenderá lo nena durante el viaje.

Antes de partir, Solymar dijo:

—¡Gracias!

—¿Por qué? Tú estás ayudando a nosotros…

—Gracias por darme la oportunidad de salvarme.

Rogelio tomó ambas manos, era hora de que ocurriera la magia. Los ojos del médico se sonrojaron por un momento y, cuando se despejaron para convertirse nuevamente en ojos humanos, esa luz escarlata fluyó de ellos a la cara, yendo al cuello, los hombros, los brazos y, finalmente, a las manos que estaban unidas a las dos mujeres. Sintió que el calor fluía y fue arrojado lejos cuando logró enviar a Solymar a la zona de transición.

 

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Solymar cayó en medio del desierto. No le gustaba el paisaje, y al paisaje no le gustaba ella. Las fuerzas hostiles habitaban ese escenario y estaban listas para resistir a esa intrusa, pero la intrusa había llegado preparada, sabía que tendría que enfrentar sus peores temores para lograr su objetivo.

Se ajustó el sombrero y se levantó.

A lo lejos, oyó aullidos de lobos. Miró a su alrededor, sintió el viento helado que acompañaba la puesta de sol. Sabía a quién debía encontrar, pero no sabía a dónde ir. El aullido se hizo más fuerte, Solymar tenía miedo, pero no sabía cómo regresar.

—¿Qué hago? —Se dio la vuelta varias veces, buscando algún cambio en el paisaje, cuando escuchó al lobo nuevamente—. Tendré que luchar contra mis peores miedos… —le dijo a nadie más que a sí misma—. Como si tuviera pocos…

Respiró hondo y, como era necesario, se dirigió hacia los aullidos cada vez más agudos. La intensa niebla se estaba espesando y dificultaba ver lo que se avecinaba; ella apenas podía ver a sus pies; y era como si los aullidos vinieran de todos lados, eran horribles, horripilantes, aterradores. Pensó en lo delirante que era todo: estaba vagando por el mundo del medio, donde no estaba viva o muerta, donde no veía a otro ser humano, a donde había ido voluntariamente para luchar contra sus propios miedos para llegar a alguien que ella ni siquiera sabía si querría verla. Un fuerte rugido interrumpió sus pensamientos y se detuvo en la espesa niebla.

—Dios, Dios… ¡ayúdame! —susurró.

Un par de irritados ojos amarillos brillaron a través de la niebla, y el corazón de Solymar se aceleró. Había un lado de ella que pensaba que tal vez no estuviera tan malo, simplemente la asustaba porque no podía ver a través de la niebla, pero luego un viento más fuerte hizo que la niebla se disipara. Era peor que sus peores pesadillas, principalmente porque, a diferencia de sus pesadillas, esa criatura estaba cerca, era real, material, y Solymar podía oler su aliento.

La criatura avanzaba a un ritmo lento; Solymar retrocedió lentamente, incapaz de controlar sus lágrimas. Esa criatura, que ella solo podía definir como un hombre lobo, parecía a punto de saltar sobre ella y desangrarla. La chava no podía apartar los ojos de la boca llena de dientes afilados del animal que, de puntillas, avanzaba a través de la niebla. De repente, se puso sobre las dos patas traseras, y el aullido que soltó sonó como una risa, como si se estuviera burlándose de la pequeña y aterrorizada mujer.

Impulsada únicamente por el instinto, Solymar corrió hacia la bestia, se arrojó al suelo y se deslizó por la arena con el costado de las caderas, hasta que sus dos pies golpearon, al mismo tiempo, el costado de uno de los tobillos de la criatura, haciendo que perdiera el equilibrio y cayera.

Con agilidad, Solymar se levantó y comenzó a correr. Corrió como nunca antes en su existencia. Cruzó la arena cubierta por lo que parecían huesos, huesos de todos los tamaños, y estaban en todas partes.

Escuchó el rugido del hombre lobo.

Estaba muy cerca.

Solymar giró la cabeza para ver cuán cerca estaba de ser desgarrada y terminó tropezando en uno de esos huesos. Cayó de espaldas al suelo.

Todo fue muy rápido. Vio avanzar a la criatura, vorazmente, hacia ella, tomó uno de los huesos afilados que estaba a su lado y, cuando la criatura se arrojó sobre ella, el hueso afilado le atravesó el corazón.

Solymar todavía miró a esa criatura por un tiempo, luego, para no ser aplastada por el peso, giró hacia un lado. Su respiración estaba dificultosa, y no podía creer que hubiera sido capaz de enfrentarse a un hombre lobo —o lo que fuera esa mierda— de tal tamaño. Echó un último vistazo a la criatura perforada y recordó que los hombres lobo solo podían ser asesinados por balas de plata.

Así que le volvió el miedo.

Y el miedo despertó a la criatura que se levantó del suelo, arrancó el hueso lleno de sangre del centro de su pecho y dijo:

—¡Mira no más! Arma equivocada…, Solymar.

Intentando tragarse el miedo, una vez más impulsada únicamente por sus instintos, Solymar miró el anillo de plata en su mano derecha y avanzó hacia el hombre lobo. Con el puño extendido, golpeó el área herida por el hueso, enterrando el anillo pegado en su dedo en el corazón de la bestia, que echó un aullido furioso y empezó a arder.

Solymar sacó la mano y miró con disgusto la sangre, pero para asegurarse de que había funcionado, volvió a meterla en la herida. La criatura aulló, Solymar comenzó a hurgar en el agujero hasta que sintió arder sus dedos, una señal de que la combustión había llegado al centro del hombre lobo.

Sacó la mano de la herida y, sintiendo la incomodidad de la quemadura en la punta de los dedos, se alejó y vio arder al hombre lobo.

De repente, el sol ya no se ponía: estaba alto en el cielo. Ella se ajustó el sombrero para protegerse y sintió que le picaba la mano quemada.

—A ver… si el sol abrasador está para hacerme incómoda y me dar miedo, ¿debo seguir al sol?

No había nadie que se le pudiera responder a su pregunta, así que ella siguió al sol.

 

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En el laboratorio, Rogelio sintió a Solymar caliente, como si tuviera fiebre. Su experiencia médica le decía que debería enfriarla; sus instintos híbridos le decían que debía hidratarla.

Afortunadamente, el médico respondió a sus instintos.

 

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Mientras caminaba, Solymar sintió la repentina hidratación y aceleró el paso. Fue entonces cuando, frente a ella, surgió uno de los temores más profundos de su adolescencia; el miedo a una persona a la que nunca había visto, pero a la que tanto temía, que sofocó parte de su vida durante muchos años. Alguien que le había quitado dos grandes amigos.

Fuera de la densa niebla, comenzó el canto en portugués:

 

Mulher pra ser bonita, Paraná

Não precisa se pintar, Paraná...

 

El recuerdo reprimido la marchitó. Más que eso, transformó el paisaje, y Solymar no solo lo vio, sino que se sumergió en ese recuerdo, en su adolescencia, en sus días de capoeirista. La ropa blanca, la coleta eterna, el birimbao, los amigos animados y esa canción.

 

O enfeite de uma cama, Paraná

É um homem e uma mulher, Paraná...

 

Patrícia y Danilo, los mejores amigos de Solymar, se rondaban, sonriendo, en la rueda. Los tres habían sido amigos desde el jardín de infantes y, a esa edad, Danilo ya había comenzado a mirar a su amiga Patrícia con otros ojos.

 

Paranauê, paranauê, Paraná...

Paranauê, paranauê, Paraná!

 

Ese mismo día, cuando Patricia y Danilo se fueron juntos, encontraron su triste destino después de ser secuestrados por un violador en serie que había estado aterrorizando a la ciudad durante días. Los cuerpos de los dos fueron encontrados abandonados en una espesura.

Contemplar la muerte tan de cerca a una edad tan ingenua no le sirvió de nada a Solymar; además, saber que sus dos mejores amigos habían sido atrapados por uno de esos matones que se ve en la televisión, que apenas se cree que realmente existen, o de lo contrario se cree que solo atacan a personas desconocidas… bueno… todo se le pegó como una castración a la niña Solymar, que dejó la capoeira y pasó muchos meses con miedo a salir de casa. Decisión que, en cierta medida, fue apoyada por sus padres, que también tenían miedo.

Aunque no fuera relevante para ese momento especial en la vida de Solymar —¡ella estaba en el umbral entre la vida y la muerte, por Dios!—, me parece muy interesante enfatizar que Danilo y Patrícia, los mejores amigos de la Sol Capoeirista, también fueron los dobles de JB y Pele en este mundo, pero, a diferencia de Pele y JB, que se hicieron adultos y tuvieron muchos momentos íntimos, sus dobles humanos intercambiaron, a lo sumo, un inocente beso horas antes de despedirse de nuestro mundo.

De todos modos, de vuelta al cruce de Solymar y su miedo, él estaba repentinamente allí. Él. El que había borrado las esperanzas de su infancia. Ella ni siquiera conocía su rostro, pero cuando lo vio en ese lugar, lo reconoció de inmediato.

—Los hombres lobo no existen, perrita… —dijo, abriéndose la bragueta mostrando el órgano sexual erecto—. Violadores y asesinos, sí.

—No eres él. ¡No puede ser! —dijo y trató de mantenerse alejada, pero el lugar se convirtió en un pasillo estrecho. La única forma de avanzar sería pasarlo.

—Tienes razón, ¡soy MUCHO peor que él, perrita! —La voz sonó como un trueno, y ella respiró hondo. El aullido del hombre lobo la había asustado menos.

Él sacó un cuchillo afilado de la cintura de sus pantalones, y las imágenes de Danilo y Patricia muertos aparecieron en la mente de Solymar.

Violados, torturados, asesinados.

—Sabes que los muertos no hacen magia aquí, ¿verdad? —dijo él.

Sintió un sobresalto, no estaba muerta, solo estaba en el lugar que se interponía entre los vivos y los muertos, y estaba allí porque quería, porque había elegido. No había mayor poder que ese.

—Pero sabes que no estoy muerta ¿verdad?

Aceptando el poder que tenía, Solymar enfrentó ese viejo miedo, abrazó el dolor de perder a sus amigos, tal vez eso era lo que le hacía falta: aceptación. Señaló con un dedo el cuchillo, que dejó la mano del violador y obedientemente voló hacia ella y se acomodó sobre su mano izquierda.

—¡Guau! La perrita tiene un cuchillo… —dijo, y avanzó hacia ella.

—Sí, y voy a cortar esa cositita que tienes entre tus piernas…

Él se acercó, pero ella no dio un paso atrás. Era como si hubiera regresado a sus días de capoeirista, y se movía, con movimientos rápidos, meneando el cuchillo de lado a lado. Él también era ágil y escapaba de los golpes con movimientos rápidos.

—Puedo hacer este baile por todo el día… y toda la noche —se burló—. Tú, por otro lado, te cansarás. Y voy a seccionarte y cortarte viva, como hice con tus compañeros de clase Pat y Dan. ¿No es así como los llamabas?

Solymar rugió con los dientes apretados.

Permanecieron allí un rato, uno frente al otro, en esa pelea de baile, hasta que él dejó de intentar atacarla y se metamorfoseó. Se convirtió en Ruan y, con su voz más seductora, dijo:

—¡No tienes el valor de matarme, Sol! ¡Tú me amas!

Solymar mantuvo el cuchillo en la mano, pero la vista la desconcertó.

—No te tengo miedo, no me impedirás de continuar.

—Tienes miedo, sí. No de mí, sino de lo que represento. Yo soy tu baja y vil debilidad, Sol, y lo sabes.

Ella quería llorar porque era verdad. No podía reunir la fuerza para matar a ese Ruan, por lo que recordó a Danielle y su último y extraño consejo: «¡Suéltate el pelo, amazona!»

Se llevó la mano quemada a la coleta y, aunque no lo creía, tanteó hasta que encontró el cierre de metal. Se enfrentó a su enemigo y sintió el peso de su largo cabello caer sobre su espalda. Se quitó el sombrero y dejó que el viento extendiera los hilos. Furioso, él sacó otro cuchillo y se lanzó al ataque.

Solymar dejó su sombrero en el suelo y echó un poderoso grito de batalla mientras saltaba sobre el falso Ruan. Ella lo hirió en el puño que sostenía el cuchillo, él gruñó algo cuando sintió la herida, pero no dejó caer el arma y le devolvió el golpe con un codo en la cara.

Solymar se recordó del mayor poder de Marysol, que era la fuerza física y las habilidades de lucha, por lo que sabía que era hora de probar la teoría de que tenía los mismos talentos, aunque fuera una sombra. Tomó el brazo de la aparición y dejó fluir su fuerza.

Giró la muñeca del enemigo hasta que casi la aplastó, y el cuchillo cayó al suelo. Entonces Solymar arrojó su propia arma al suelo, se alejó y se puso en posición de lucha. Deseaba pelear. Justo como lo haría Marysol.

—¡Te destruiré, humanacita de mierda! No eres la mitad de lo que es la otra, eres una imitación barata.

—¿Imitación más barata que tú, Ruan chino? Me estás bromeando, ¿verdad?

Avanzaron el uno hacia el otro, y él se convirtió en un ser deforme, algo que no se podía describir. Solymar no pudo detenerlo y fue arrojada al suelo. Sintió que le dolía todo el cuerpo, el mundo se le giró. Luego, él empezó a rodearla, quería torturarla, dejaba las marcas en el suelo en un círculo donde ella era el centro. Solymar estaba acostada de lado, herida, mientras la criatura se movía de una manera extraña, casi bailando.

Y volvieron los acordes de la música de capoeira.

Solymar se preguntó por qué, ya que había vencido su miedo, y se dio cuenta de que no tenía miedo. La escena cambió, y ella estaba de vuelta en la rueda de capoeira, había un grupo de chavales, todos ellos a la edad de veinticinco años, es decir, incluso si eran jóvenes, estaban demasiado viejos para la niña, pero un enamoramiento adolescente aun es un enamoramiento, y ella quería impresionar a uno de los chavales. Uno con el pelo lacio y negro a un lado. Era alto y muy guapo, y estaba afuera de la rueda, apenas disfrutando del espectáculo que era el bailar de Solymar.

Al final, él aplaudió y gritó:

—¡Dale, nena!

—¡Rogelio!

En su corazón, ella siempre supo que ella y el médico deberían haberse encontrado en algún momento de la vida, era el destino, Ruan y Marysol y sus diferentes versiones siempre hallarían una manera de encontrarse. Pero descubrir que no solo se había encontrado con él, sino que él había sido su primer amor platónico adolescente fue aterrador.

—Sí, era él. Y tú, muy mensa, muy idiota, ahora te quieres morir y, ¿para qué?, para que la otra pueda tener su amor… —dijo el monstruo deforme.

Ella se levantó y corrió, corrió y siguió corriendo. Parecía que no había forma de salir de ese lugar. Luego se dio cuenta de que estaba corriendo en círculos, círculos que la llevaban de vuelta a todos sus recuerdos acumulados, y se dio cuenta de todos los días en que había pensado en el chaval de pelo negro. El deseo que ella había tenido de abandonar su prisión autoimpuesta por el miedo y regresar a ese lugar para tratar de verlo nuevamente.

La elección había sido suya, no de él.

—¡No hay otra! Yo soy la otra. Y tú tienes tus segundos contados, bestia.

Dejó de correr, se dio cuenta de que, a pesar de todo lo que había corrido, estaba en el mismo lugar y, como ya no podía posponer esa confrontación, voló hacia el monstruo, balanceándose y cantando esa canción arremolinada como si fuera un mantra sagrado. Esa era su pelea. Ya había dejado que ese miedo ganara una vez, no lo dejaría una segunda vez.

Le golpeó con una fuerte patada, él le devolvió el golpe con un golpe en el vientre; Solymar lo empujó e intentó suprimir el dolor, avanzó hacia él otra vez y le dio una serie de colas de raya, armadas, bajas, bofetadas, todos golpes que había aprendido en sus días de capoeirista. Cuando el monstruo estaba exhausto, ella tomó uno de los cuchillos del suelo, lo presionó contra el cuello de la criatura y exigió:

—¿Dónde está Marysol?

La criatura se echó a reír.

—Soy inmortal, no tengo miedo a morir como tú, tú… —No pudo completar la oración, porque Solymar le cortó la garganta de oreja a oreja.

Zum, zum, zum, capoeira mata um… —cantó Solymar, arrojó el cuerpo inerte al suelo seco, lo pateó a un lado y continuó su caminata.

 

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En ese lugar indefinido que se encuentra entre el mundo de los vivos y de los muertos, Marysol vagaba por un camino muy similar al desierto donde había perseguido al Maldito por primera vez. Había cactus en el paisaje, y cuando cayó allí, fue similar a como había caído en el mundo de Talita. La diferencia era que, esa vez, se apresuró a encontrar a su compañera, la conductora de su magia, la vieja guitarra que no sabía por qué había robado.

Recordaba todo, sabía que estaba entre la vida y la muerte, y que en la situación en que se encontraba, ella era como los humanos. Había poco que hacer sino caminar hasta que llegase a su destino, y cuanto más tiempo resistiera su cuerpo a sostenerla junto a ello, más larga sería su caminada y más indigna sería su muerte.

Cuando Marysol avanzaba, veía una línea de ferrocarril que aparecía debajo de sus botas, y cada vez que dejaba de caminar, el ferrocarril detenía su construcción.

Marysol llevaba la guitarra colgada a la espalda mientras admiraba el paisaje. Una brisa cálida agitó su cabello, y sintió una sensación extraña, como si su corazón quisiera abandonar su pecho. Era el deseo de llorar, pedirle a una fuerza superior que le diera una oportunidad más, desahogarse y dejar en claro que, aunque estaba contenta de haber castigado a Ruan, pensaba que merecía una recompensa y, perderse en el medio del valle medio no le parecía un premio.

Ella quería recuperar su vida.

Ahora entendía por qué los humanos se ponían tan emocionados y nerviosos: porque sus vidas eran frágiles, cortas y volátiles en comparación con las de un daemon.

Ella cerró los ojos con fuerza, no se humillaría a nadie. Si la quisiesen en el mundo de los muertos, si no había una segunda oportunidad para ella, ahí se quedaría sin quejarse. Había cumplido su misión, ahora tenía que caminar para descubrir qué había al final de ese camino. Miró hacia atrás porque había tenido la impresión de que alguien la llamaba, pero no vio nada más que una espesa niebla. Se volvió hacia donde iba, adelante, y vio aún muy lejos lo que la esperaba: un claro. A su alrededor, cuatro siluetas agachadas se calentaban al calor de las llamas que iluminaban un campo verde durante la noche adornada por cuatro lunas, cada una con una fase.

Marysol sonrió, sabía que la estaban esperando, así que aceleró el paso. Una vez más escuchó su nombre, o pensó lo haber escuchado, y fue entonces cuando las cuatro siluetas se dieron cuenta de su enfoque y se pusieron de pie al mismo tiempo.

La visión se hizo más clara cuando Marysol se dirigió hacia una puerta gigantesca e iluminada que separaba su paisaje del de su antigua banda. Instintivamente, o indecisamente, se detuvo antes de cruzar y los miró, uno por uno, empezando de la izquierda hacia la derecha. Estaban en la posición habitual, con los brazos cruzados y miradas desafiantes, aunque, de hecho, eran amables y acogedores.

Marysol sonrió ampliamente. Miró a Diana, luego a Jack the Artek, luego a Pele, y finalmente a JB. Los cuatro descruzaron sus brazos y golpearon sus pechos con los puños derechos sobre sus corazones para saludar a la exlíder. Ella bajó la cabeza, respiró hondo, cerró los ojos y, al ver que no había otra opción, ensayó el primer paso para entrar en ese nuevo mundo y unirse a la banda.

—¡NO! —Diana gritó, y Marysol dio un paso atrás, sorprendida por la orden.

—Estoy a punto de morir, ¿por qué no?

—A punto… —comenzó Pele— es decir, no significa nada.

—No puedo deambular por siempre. No puedo regresar ¿Crees que no lo intenté?

—¿Crees que no te queremos aquí? —preguntó Artek—. Sí te queremos, pero se hace demasiado temprano para ti, jefa.

—Hay mucho tequila en ese mundo, te mereces beberlo todo, ¡guapa! —dijo JB, provocando la risa a los demás.

—¡Hostia! ¿Qué queréis de mí? —Marysol arrojó la guitarra al suelo y la pisoteó con ira.

—Ya no necesitas esa guitarra. ¡Eres la guitarra! ¿Recuérdate? Pero, dado que preguntaste qué queremos de ti, es simple, solo una cosita más… —dijo Diana.

—¿Qué?

—Que nos toques una balada —dijo Diana, mirando un punto distante sobre el hombro de la Bandolera.

—La Balada de la Bandolera —completó Pele.

—Me quieres ver la cara, ¿verdad? Justo rompí la gui…—Marysol iba a patear los restos de la guitarra, cuando la vio, como nueva, a sus pies.

—Queremos escucharte, ¡porfis! —pidió Artek. Marysol se inclinó y cogió la guitarra y, frente a todos ellos, bastante molesta y cautelosa, empezó a tocar. No tardó ni dos minutos, y Diana le hizo un gesto para que se detuviera. Ella, Artek y Pele se contuvieron, pero JB terminó por decir lo que todos pensaban:

—Sí, es cierto. ¡Sigues tocando mal!

—¡Vete al carajo, cabrón! Estoy a punto de morir, no hace falta tu burla —dijo la Bandolera, fingiéndose molesta.

—Vaya… no te pongas así… —dijo Diana—. Lo que pasa es que necesitábamos que tocases algo.

—Y ahora ya puedes regresar y tener tu segunda oportunidad —dijo Pele, siguiendo la mirada de Diana.

—Quiero regresar a vosotros, sois mi familia, mi banda —se lamentó Marysol.

—Hermana, lo que pasa es que tienes una nueva banda ¿cómo la ves? Nosotros no iremos a ningún lado; un día volverás a estar aquí, y ciertamente traerás tu nueva banda y aumentarás nuestro grupo.

Marysol frunció el ceño y recordó a cada uno de aquellos con quienes había vivido en el mundo humano, cada uno de los que abrazó su causa y, aunque humanos, actuaron como una familia, mantuvieron su código de honor, superaron sus prejuicios contra un «demonio», abrieron sus mentes a lo nuevo.

—Diana, no puedo volver. Mi cuerpo está pereciendo, no tengo más remedio —dijo y nuevamente dio el paso para ingresar al mundo de los muertos, mientras los cuatro compañeros observaban impasibles.

 

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Solymar caminó un largo camino después de resistir a su último miedo; no enfrentó más desafíos, parecía que no quedaba nada más ante ella. Se detuvo en medio del desierto, donde no había cactus, incluso la tierra seca parecía haber desaparecido, y la niebla no le permitió ver lo que la esperaba. Fue entonces cuando escuchó esos acordes horribles, el sonido de esa guitarra desafinada.

—¡Marysol! ¡Marysol! —gritó exultante y siguió el sonido.

Luego comenzó a recordarse del invitado que aún no había llegado para la fiesta. Sucedió cuando vio el ferrocarril con una puerta gigantesca e iluminada al final, cuatro seres al otro lado y Marysol desde atrás, todavía una vista minúscula y que la niebla escondía parcialmente. Intentó no desanimarse y repitió la canción:

Zum, zum, zum capoeira mata um… —cantó hasta que se sintió fuerte.

 

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—Rogelio, estoy preocupada, ¡han pasado tres días! —Danielle paseaba, mientras veía a Rogelio alimentar a Solymar.

—Lo sé… pero eso era predecible, Danielle. El tiempo es diferente en los mundos.

—Tiene un moretón en la cara, manchas, una mano quemada… Alguien…, algo la golpeó.

—¿Qué quieres que yo haga? —Rogelio explotó, sus nervios estaban alterados—. Estoy luchando contra el tiempo, no sé qué pasa con ellas, y los signos vitales de Mary… pues… ella tiene poco tiempo.

Se puso las manos en el pelo y lo alborotó. Pensó que la situación no podía empeorar, pero el monitor de signos vitales de Marysol indicó una caída significativa.

—No, no, no. —Corrió para empezar los procedimientos de emergencia, mientras Danielle miraba a todo, aturdida.

 

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Solymar fue golpeada por una ráfaga de viento tan fuerte que la tiró al suelo. A un gran costo, logró levantarse, pero tuvo que llevar el sombrero en sus manos, y lo usó para cubrirse la cara y evitar que la arena entrara en sus ojos. Caminaba a pesar del viento.

—Puedes soplar, lobo malo, ¡no me detendré! ¡Vienta más, hijo de puta!

Solymar caminó empujando el viento, y cuando el viento paró, cayó al suelo a cuatro patas. Se secó las palmas de las manos, se sentía cansada y sucia, quería rendirse e irse a casa, pero sabía que su doble estaba por delante, muy cerca.

Se puso de pie resueltamente y sintió una caída del peso de su cintura y que algo se movía sobre sus botas. Su soga se había convertido en una serpiente que intentaba enroscarse en sus patas. Ella gritó de miedo, asco, terror. Tenía una fobia extrema a las serpientes, aunque nunca había sido atacada por una. Solo la imagen del animal la hacía casi desmayarse.

—¡Jodidos! —gritó para nadie. Parecía que su boca era la única parte de su cuerpo que podía moverse. Estaba paralizada—. ¡Aléjate de mí, cosa repugnante!

Sentía que se iba a desmayar en cualquier momento, o sucumbiría a la histeria, pero no podía, no tenía el derecho, estaba muy cerca de Marysol. Cerró los ojos para no verlo, pero sabía que estaba allí, y el simple hecho de saberlo la mareaba.

¡Recuérdate de la Virgen, ella pisó la cabeza de la serpiente! Recuerda a la Virgen…

La voz sonaba como la de su difunta madre cuando le contó cómo María había superado el mal representado por la serpiente. Tomó coraje, respiró hondo y abrió los ojos.

El animal ya no estaba en sus botas, estaba frente a ella, mostrándole sus colmillos, listo para el bote. Se concentró en la voz de su madre y nada más.

Después de eso, todo fue demasiado rápido, ella tenía que ser rápida o se desmayaría. Cuando la serpiente avanzó hacia ella, Solymar levantó su pie y pateó al animal.

—¡Vade retro, Satanás! La Virgen de Guadalupe es por mí, ¡regresa al infierno que es tu lugar! —recitó con autoridad.

La serpiente se sacudió en el suelo, volviéndose la soga de Marysol.

Sintiendo que la adrenalina subía rápidamente, Solymar se cubrió la boca con ambas manos, cerró los ojos, pero no contuvo el chorro de vómito. Hubiera preferido dos hombres lobo más u otro violador falso Ruan, pero las serpientes… la serpiente era acoso puro y duro. Se limpió la comisura de la boca, levantó la cara, miró ese cielo extraño y respiró hondo, intentando recuperar su centro. Sabía que tenía que recuperar la soga, pero de solo mirarla ya se temblaba.

Pateó la cuerda con desprecio; miró, estudió, analizó.

Después de unos segundos, tomó valor y sostuvo el final del bucle, en el lugar exacto donde, segundos antes, había estado la cabeza de la serpiente. Eligió esa punta con conciencia porque, si cambiaba de nuevo, podría cortar con el cuchillo. Nada de esto sucedió. Solo sintió las fibras de la cuerda y su corazón se calmó. Reunió todas sus fuerzas y contó con la ayuda del viento que soplaba de nuevo, pero esta vez, en dirección a Marysol, y gritó el nombre de la doble.

 

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—Diana, ya no puedo volver… Mi cuerpo está pereciendo, no tengo otra opción.

Con estas palabras, Marysol había dado el paso decisivo para ingresar al mundo de los muertos, pero Diana esbozó una sonrisa atípica y dijo:

—La caballería finalmente ha llegado.

Fue solo entonces que Marysol prestó atención a la mirada de su hermana, que intentaba ver a través de ella, sobre sus hombros, y escuchó, claramente, una voz, su propia voz, gritar su nombre. Miró hacia atrás, las nieblas todavía le impedían la visión, luego sintió un pesado lazo caer sobre ella y envolverla alrededor de su cintura. Sostuvo esa cuerda con ambas manos tratando de aflojarla, pero la soga la jaló con fuerza.

—Dijiste que no podías volver sola —dijo Diana con reproche—. ¿Prescindirás del respaldo, hermana?

Marysol entrecerró los ojos para tratar de ver algo a través de la niebla y, con gran esfuerzo, logró distinguir un par de botas negras. Prestó atención al cuerpo que se alzaba sobre ese par de botas y lo reconoció. Al otro lado de la cuerda, con el pelo suelto y una expresión seria, Marysol se vio a sí misma. Sin comprender, volvió la cara hacia la vieja banda: quería respuestas.

—Tu contacto prolongado con los humanos te ha hecho mensa ¿o qué? ¿Aún no lo entiendes? —preguntó Pele.

Marysol volvió a mirar a la mujer al otro lado de la cuerda.

—¡No puedo creerlo!

Era Solymar.

La chava estaba luchando contra el viento que intentaba evitar que avanzara hacia su doble; su cabello le azotaba la cara, la arena golpeaba sus ojos, y en esos ojos, Marysol ya no podía distinguir a la cobarde mortal.

Solymar estaba viva, la Bandolera lo podía ver claramente. La chica estaba allí de buena gana, y eso dejó a Marysol confundida. No podía entender cómo era posible. Tampoco entendió cómo era posible que su doble estuviera repentinamente tan fuerte y valiente. Solymar rechinó los dientes y sostuvo la cuerda con una fuerza sobrehumana, dándolo todo para que Marysol no cruzara al mundo de los muertos.

—No te olvidaremos, hermana —dijo Diana—. Hasta que regreses, yo lideraré la banda.

La banda dio un paso atrás y se acomodó frente al fuego, dejando Marysol a merced de su doble en el umbral de los mundos. Lo último que vio la Bandolera fue que su banda se convirtió en siluetas, luego en figuras, hasta que finalmente desapareció bajo el cielo adornado por cuatro lunas. Se cerró el acceso al mundo de los muertos y la Bandolera se obligó a mirar hacia el futuro.

Solymar estaba tan cerca, que la Bandolera podía ver las abrasiones en su rostro y brazos, resultado de las confrontaciones que tuvo que atravesar para llegar allí.

—Viniste…

—Te están esperando —dijo Solymar.

—¿A qué? —dijo la Bandolera, desanimada—. No tengo forma de continuar en ese cuerpo, siento que me separaré de él en cualquier momento.

—Rogelio está casi descubriendo cómo resucitarte, solo necesita tiempo…

—¿Escuchaste lo que te dije? Ya no tengo tiempo, si lo tuviera, no habría logrado llegar tan lejos.

—Tú es que no me estás escuchando. Él congelará tu cuerpo hasta que puedas encontrar lo que necesitas, pero para que puedas volver a la vida, no puedes cruzar al otro lado.

—Tampoco puedo resucitar si me quedo en esta zona neutral. Siento que me estoy volviendo loca. Un cuerpo no me hará ningún bien si no me mantengo saludable.

—Necesitas un cuerpo para vivir, un anfitrión… Así lo dijo él.

—Me ofendes sugiriendo que me someta a ser el parásito de alguien.

—¡No será un parásito, maldita sea! ¿Por qué crees que vine a buscarte? —La mirada de Solymar era firme, y Marysol entendió lo que ella estaba proponiendo—. Te sacrificaste a ti misma. ¿Por qué no puedo hacer lo mismo? Al fin y al cabo, somos el mismo ser…

—No, no tienes ni idea de lo que estás ofreciendo.

—Mi casa es tu casa. Bienvenida, vieja. ¡Relájate! El contrato incluye solo el cuerpo, no el alma.

 

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Marysol no se opuso más. Ella quería vivir, lo necesitaba. Tenía derecho a mantenerse con vida. Solymar la sostuvo firmemente por el brazo, y las dos caminaron lado a lado en el ferrocarril que se estaba desmoronando a medida que avanzaban de regreso al punto de partida.

 

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En el laboratorio de Rogelio, los monitores de Marysol volvieron a echar pitidos que aullaban esperanza.

 

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No hubo más apariciones, ya que Solymar ya había enfrentado sus peores miedos, mientras que Marysol no indicaba tener ninguno, excepto el miedo a morir antes de experimentar todo lo que quería, antes de comenzar una nueva vida, antes de ver a Rogelio.

Durante la mayor parte del camino, Marysol estuvo apoyada por Solymar sin molestarse por el hecho de que sus posiciones habían sido revertidas. Solymar estaba como fuerte, la base, el apoyo.

La fuerza de la doble solo comenzó a debilitarse al final del camino; cuanto más se acercaba a su cuerpo físico, más disminuía su fuerza sobrehumana.

Solymar las guio a las dos y supo que faltaba poco antes de que llegaran al pasaje, pero cuando llegaron, el pasaje ya no estaba allí. En el lugar, solo había un precipicio. Se acercaron cuidadosamente para verificar la altura. No podían ver el fondo, y era imposible saltar al otro lado, donde solo había una pared. Solymar prestó atención a la condición de Marysol: tenía fiebre y respiraba con dificultad.

—El cruce ya no está aquí…

—Es otra prueba… —dijo la Bandolera con voz débil y ronca.

—¿De qué?

—Estoy casi muerta del otro lado, lo siento. Si las dos no saltamos, moriremos y nunca saldremos de aquí. Si saltamos…

—No sabes qué pasará, o qué nos espera si saltamos.

—No sé, tienes razón, pero sí sé que no quiero estar atrapada aquí.

Solymar respiró hondo. A diferencia de la Bandolera, que ya se consideraba muerta, tenía mucho que perder. Se limpió una terca lágrima y pegó su cuerpo al de Marysol.

Después de un beso muy ligero en los labios, cayeron juntas por el precipicio.

 

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Han pasado diez años desde que Solymar y Marysol dieron ese salto de fe; un salto que devolvió a Solymar su cuerpo y a Marysol la vida en un cuerpo prestado.

Durante diez años, la esencia de la Bandolera ha estado viviendo dentro… bueno… dentro de mí.

Mi nombre es Solymar, y llevo diez años siendo dos.