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CAPÍTULO 25

A la posteridad

 

Cuaderno de notas del doctor y mago Rogelio

 

Hoy es el día.

El día decisivo; día D; hora H.

El momento en que todas las cosas que me importan sucederán, o no. Hasta tengo miedo de escribirlas, tengo miedo de cultivar la esperanza.

Justo yo, que soy esta mezcla de lo imposible con lo inimaginable, de repente me veo lleno de miedo, casi sin fe en mí mismo. Siempre he tenido tanta confianza en mi conocimiento, en mis propias habilidades, en mi certeza de saberlo todo, pero desde que Marysol me dio este nuevo cuerpo, todas mis certezas han sido cuestionadas día a día.

Todo lo que ya se veía demasiado para que yo almacenara en un solo cerebro se multiplicó de repente. Y tenía mis recuerdos de médico, pero ya no tenía mis habilidades médicas; y tenía las habilidades del mago que era Ruan, pero no tenía los recuerdos necesarios para consolidar ese conocimiento.

¡Ah, casi me vuelvo loco!

Si no lo hice, si no sucumbí y no me rendí a la locura —hubiera sido tan fácil dejarme llevar por la demencia—, fue por ella, por la luz de sus ojos, fue por mi Marysol.

Nuestra Marysol.

Solymar ya casi termina su presentación, es hora de olvidar mis miedos y poner mis manos en el más importante de todos los trabajos.

 

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Solymar ha sido fundamental en este proceso. Francamente, al verla a través de los ojos de Ruan, débil, cobarde, una versión pálida y temerosa de Marysol, nunca esperé que aceptara ser parte de todo el loco plan ideado por Thiago para mantener viva a Marysol, pero debo admitirlo: la chica ha demostrado su valía y su valor día tras día. Por supuesto que, hoy, llevando la Bandolera adentro, todo está más fácil. Aun así, se necesita mucha disposición.

Quien Ruan recuerda como tímida y aburrida se está enfrentando a una delegación completa compuesta por doctores que yo ni siquiera sé por qué solicité que vinieran a este experimento.

Si fuera un hombre decente, lo haría solo, en mi laboratorio. Mis únicos testigos deberían ser las mujeres que hoy coordinan mi vida, que son mi familia: Danielle, la propia Solymar y, por supuesto, ella… la Bandolera.

Creo que todavía llevo dentro de mí ese deseo de ser grande, gigante, de ser algún tipo de dios. Todavía llevo esa vanidad de demostrar que lo sé todo. Y no puedo atribuir esta falla a Ruan; yo siempre he sido así. Necesito ponerme consciente y dominar este impulso primitivo de control y soberanía, pero, por hoy, los doctores ya están allí, así que iré hasta el final.

 

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Algunos de los doctores estaban visiblemente molestos; otros se reían sin disfrazarse; y otros estaban boquiabiertos, como si no creyeran que yo, un hombre respetado por toda la comunidad médica en Brasil y en el extranjero, había podido reunir a tantos profesionales y tomarles su precioso y escaso tiempo con charlas de un posible esquizofrénico que intentaba justificar sus temores y traumas a través de una historia no creíble.

Solymar me cedió la palabra sabiendo que nadie le creía a nada de lo que había dicho, pero yo ya esperaba el escepticismo. Es probable que yo mismo hubiera reaccionado así si estuviera en su lugar, si no hubiera vivido todo lo que viví o hecho todo lo que hice.

— Rogelio, ¿qué estás jugando? —preguntó Alberto, un reconocido neurólogo que trabajó conmigo muchas veces; el famoso neurólogo que certificó la muerte cerebral de Marysol. Se sentía tan indignado que se levantó para irse. Yo podría haberlo dejado ir, pero vanidad, oh, mi vanidad… yo necesitaba demostrar que tenía razón, que había dominado la muerte, así que le pedí que se quedara un rato más y me diera el tiempo de demostrarle que Solymar había dicho la verdad.

—¿Tiene pruebas? —preguntó un médico. Su tono era el epítome de la incredulidad—. Admito, doctor, que su recuperación, eso de lograr caminar como de la noche a la mañana, es algo que nos hace pensar que los milagros existen o que es usted un genio, pero, doctor Rogelio, nos insulta con esta historia que más parece salida de uno de los libros de Stephen King.

Las miradas hacia el cuerpo de Marysol se pusieron indignadas.

—Me parece que esta mujer es la hermana gemela de tu paciente, es decir, eso es obvio —respondió Alberto—. Y ella está muerta, pero insistes en mantener su cuerpo. Ya te he dicho que esto es una locura. Somos doctores, no somos dioses. Si quieres mi opinión profesional: has perdido la cabeza.

Sus palabras no me conmovieron para nada.

Solymar se paró a mi lado, se volvió para mirar a la audiencia y, convocando a la Bandolera dentro de ella, habló con dos voces. Lo confieso, me asustaba un poco, y no fue diferente con los médicos.

—Damas y caballeros, ¿podéis nos oír, a cada cual, perfectamente? —El ojo izquierdo de Solymar cambió a rojo, y de la audiencia empezaron a retumbar interjecciones de miedo, sorpresa y una incredulidad persistente.

—¡Eso es un truco barato! —dijo un científico, cuyo nombre no recuerdo, con el dedo levantado.

—¿Lo crees? —preguntó la voz de Marysol, que resonó poderosa y firme a través de dos ojos rojos.

Por un tiempo, perdí la concentración. Esos ojos rojos sacaban lo mejor de mí y eran todo lo que yo quería por el resto de mi existencia, que, en ese cuerpo daemon, sería muy larga. Demasiado larga para estar sin esos ojos. Esa existencia que, tal vez, fuera eterna desde que Ruan había descubierto el secreto de la inmortalidad, a pesar de que yo aún no había logrado desentrañarlo. Ese secreto no vino con mi maldita herencia.

Mi lapso de concentración permitió a los primeros médicos darnos la espalda y dirigirse a las puertas abiertas; y mi deseo de presumirme se mostró fuerte nuevamente, tanto que extendí mi mano derecha y ordené que se cerrasen las puertas. Una mujer que estaba a punto de irse se dio la vuelta con aprensión y preguntó:

—¿Qué quiere con este circo, doctor Rogelio?

—Solo les estamos preparando a ustedes para lo que realmente importa. Les prometí, y cumplo mis promesas. Sol, ¿estáis listas?

—Sí, estamos listas.

—Alberto, ya conoces Marysol, es decir, su cuerpo preservado. Y tú, mejor que nadie, puede dar fe de que ha estado muerta durante diez años, ¿verdad?

—Sí… —confirmó, sin disimular su molestia.

—Han escuchado hasta ahora, ¿son unos minutos más tan preciosos? —pregunté y solté las puertas. La mitad de mi audiencia decidió abandonar el auditorio, y no los detuve. Los que se quedaron me miraban con pena; probablemente pensaban que me había vuelto loco. Por veces deseé que tuvieran razón: la locura sería una salida fácil—. Tenemos dos psiquiatras aquí. Si no pruebo lo que digo, pueden llevarme de aquí al manicomio. No resistiré

Al lado de la camilla en la que estaba alojado el cuerpo preservado de Marysol había otra, vacía. No me preocupé por esa camilla vacía. La vista del cuerpo de Marysol me abrumaba y yo le acariciaba el pelo negro.

—¿Queréis certificaros de que ella está muerta? —pregunté, y mi audiencia se reunió alrededor de la camilla ocupada.

—Más muerta que eso es imposible —dijo uno—. Rogelio, esto está mal, dale a esta mujer un funeral digno.

—Solymar… —interrumpí.

Sol ya sabía lo que tenía que hacer. Se tumbó en la camilla vacía y tomó la mano de Marysol, fría como la muerte.

 

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Todo lo que Marysol necesitaba era un lugar para regresar. Un cuerpo sano y funcional. Y yo no podría haber le proporcionado eso sin la ayuda de Ruan.

Siempre he defendido el principio de que la magia y la ciencia andan de la mano, pero eran principios defendidos a partir de mis conocimientos; hoy puedo defender este principio con conocimiento y práctica. La magia que había venido con Ruan se unió a la ciencia que había en mí, y juntos —la magia, la ciencia y yo—, lo logramos.

La magia me había permitido curar todas las heridas del cadáver; la ciencia me había permitido preservar el cuerpo a través de la criogenia.

Era hora de la verdad.

Hora para demostrarme a mí mismo y a todas esas personas que los diez años que había pasado tratando de acomodar todo el conocimiento mágico que estaba en el cerebro de Ruan y ajustándolo a los recuerdos del médico no habían sido en vano. Era hora de poner en funcionamiento el equipo en el que había trabajado durante nueve de los últimos diez años: la parte de ese experimento que gritaría ciencia.

¡Ah! ¡Aparecería en todas las publicaciones médicas de todo el mundo cuando funcionase! Todos sabrían mi nombre. El nombre del médico que logró resucitar un cerebro muerto transformándolo en un cerebro funcional que podría decirle al cuerpo cómo trabajar, cómo respirar, cómo moverse. Conecté los electrodos a la cabeza de Marysol mientras le acariciaba el pelo. Intenté no sucumbir a la emoción, había muchas cosas importantes en juego.

Todavía en el campo de la ciencia, conecté los dispositivos que monitorearían los signos vitales de las dos —humana y daemon— demostrando, científicamente, que una estaba viva y la otra, no.

Era hora de la magia.

Me incliné sobre Marysol y alenté el aire de la vida en sus labios. Fue simbólico. Fue, tal vez, la manifestación de mi deseo de ser un dios. Cuando me puse de pie, mis ojos estaban rojos y sentí las exclamaciones de asombro de mi audiencia, pero no perdí la concentración. Ese cuerpo de daemon mágico sabía qué hacer, y extendí mis manos sobre el cuerpo sin vida de la Bandolera. Lo calenté, ordené que el corazón latiera nuevamente para que la sangre pudiera circular de nuevo, ordené que los pulmones se inflaran para oxigenar el cerebro sin vida; encendí el dispositivo que haría que ese cerebro recuperara sus sinapsis.

El cuerpo empezó a adquirir color, las mejillas se pusieron rosadas y, en unos minutos, noté que el vientre de Marysol principió a moverse por sí solo. Arriba y abajo. El aire entraba y salía.

Fue entonces cuando escuché el primer pitido redentor.

El pitido que anunciaba que el cuerpo estaba vivo, funcional, a pesar de que su cerebro estaba muerto. La concentración de oxígeno todavía era baja y el corazón todavía latía lentamente, pero estaba ahí.

Usando toda mi determinación, traje toda la magia de dentro de mi organismo y la tiré a mis manos, quería que el cuerpo de Marysol se acostumbrara a sus funciones. Para terminar, usé una magia restauradora para que ella no sufriera dolores musculares cuando regresara.

Bajé los brazos a mi lado y esperé.

Cuando el primer golpe del monitor cerebral apareció en la pantalla totalmente científica de LED, escuché el «¡oh!» de mi audiencia y caí de rodillas junto a la camilla de Marysol.

—Ahora toca a ti, Solymar, ¡trae de vuelta a mi Bandolera!

Usando magia, convertí la pared en una gran pantalla que mostraba el negro del abismo donde esas dos almas se habían arrojado diez años antes.

 

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Poco a poco, la oscuridad se desvaneció y las dos aparecieron en el fondo del precipicio. Miraban a su alrededor, confundidas.

—Estamos de vuelta en el abismo —dijo Solymar.

—No creo que lo hayamos dejado —respondió Marysol—. Es el lugar simbólico donde compartimos espacio. Y ahora, ¿qué hacemos? Yo sé que tengo un lugar a que volver, pero no sé cómo llegar allí.

—Bueno… si este es el lugar simbólico donde compartimos el espacio, creo que lo más cierto sea que salgamos de aquí.

—¿Recuerdas de qué dirección saltamos?

—No… se me hace que había un río o algo así, pero no hay agua…

—Vaya. Yo supuse que sería una caída interminable.

—¿Qué hacemos? —Solymar levantó la vista.

—¡Subimos, pues! —dijo la Bandolera encogiéndose de hombros—. No hay nada aquí, tenemos que regresar hasta el momento de la caída… Creo que es la mejor manera de lograrnos separarnos y…

—¡Ah, no, no, no!

—Cuando caímos, me recuerdo que nos estábamos uniendo, así que, cuando alcanzamos a tu cuerpo, éramos prácticamente una.

—Ya veo… tú dices que tenemos que revertir el proceso, pero ¿cómo vamos a escalar esto?

—¡Bah! ¡Déjate de payasadas! El muro está irregular. Incluso hay un lugar para descansar tu viejo esqueleto.

Solymar se rió: al parecer, Marysol había retomado su delicadeza habitual.

—No podemos darnos al lujo de descansar —dijo Solymar y se posicionó para empezar la escalada—. Rogelio se está quedando sin tiempo… otra vez.

La pantalla mostraba la escalada de las dos. A medida que subían, a veces se mezclaban, se convertían en una; a veces eran solo un borrón; a veces eran una yuxtaposición, como una imagen borrosa y parpadeante; pero cuanto más cerca de la cima, más claras se volvían. Yo no podía apartar mis ojos de Marysol.

Cuando llegaron a la cima, miraron hacia atrás. El abismo ya no estaba allí, se había convertido en un río, y las dos se inclinaron para mirar el agua que corría muchos metros más abajo.

—Yo… yo… —tartamudeó Solymar, pero Marysol la interrumpió.

—Somos nosotras.

Curioso, hice que la pantalla mostrara lo que veían en el río.

Las aguas que fluían eran como un rollo de película y mostraban las dos, o más bien, las diferentes versiones de las dos en universos diferentes. Sus dobles. En las versiones de que me recuerdo, había una gitana que leía suerte en manos de una niña, la niña era Elisa; y una estudiante de derecho que escribía, con una velocidad inimaginable todo lo que le decía su maestro, mi doble y de Ruan, mientras se ajustaba las gafas sobre la nariz; una danzante de samba balanceándose en medio del desfile de una escuela de samba; una jugadora de fútbol que le daba un carrito al oponente, quien era doble de Danielle y Diana; una escritora entregando sus originales a los editores, dobles de Artek y JB; una loca, una puta, una ama de casa tradicional. Parecían fascinadas con sus dobles, con ese desastre, cada una de ellas viviendo sus vidas sin considerar la existencia de las demás; cada una de ellas siempre se topando con las mismas personas, de una forma u otra, para vivir historias diferentes.

No parecían querer continuar subiéndose.

Estaban encantadas, gozosas, casi hipnotizadas.

—¡Subid! —tartamudeé, esperando que me escucharan.

Fue entonces cuando Marysol, en un estallido, dijo:

—Se nos hace tarde.

—Lo sé, solo quería ver un poco más. ¡Esto está increíble, genial!

—Bah, lo siento, pero quiero estar en mi cuerpo. ¿No ves? Esto está como la canción de las sirenas, solo que cantada por la muerte: como ya no nos asusta, está tratando de encantarnos para que nos quedemos.

Solymar suspiró. Las dos se miraron la una a la otra: la mirada de despedida. Sabían que había llegado el momento de separarse.

—Entonces… nos arrojamos al agua, ¿es eso?

—Aceptemos el flujo de la vida…

Y ellas saltaron.

 

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La pantalla se puso negra y sostuve la cálida mano de Marysol con fuerza. Escuché el profundo suspiro de Solymar en la camilla al lado, y Danielle corrió en su ayuda; pero Marysol no suspiró, no tembló, no se movió.

—Marysol… —llamé.

Fue entonces cuando su monitor cardíaco mostró una raya; y su monitor cerebral mostró… nada.

Ella estaba muerta.

 

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Sabía que tenía poco tiempo. Necesitaba preservar el cuerpo nuevamente para intentarlo más tarde, quizás después de diez años más, después de más estudios para perfeccionar mi magia; después de no sabía qué.

Traté de llamarla hablando con Solymar para que me contestara por la boca de su doble. La pobre muchacha, confundida, todavía recuperándose de toda esa experiencia, me miraba sin comprender.

—Estoy sola, Rogelio… ¡lo siento!

—No es tu culpa, Sol —consoló Danielle.

Cuando me atreví a ojear a un lado, noté la mirada compasiva de Alberto. Pero él no se compadecía de mi dolor, se compadecía de lo que consideraba mi estado mental. Podía leer cada sílaba de la palabra demencia reflejando sus ojos mientras lentamente sacudía su cabeza de lado a lado.

Sin tener qué hacer, sin saber qué pensar, en ese momento, mi cerebro también era una raya en el monitor universal. Apagué todos los monitores porque ese pitido largo no paraba, y yo no podía pensar. Pero el silencio tampoco ayudó, así que llamé a Marysol, grité su nombre y lloré.

Un científico, cuyo nombre no vale la pena mencionar, se acercó y, con un tono condescendiente de lástima, dijo:

—Estoy seguro de que los colegas aquí estarán de acuerdo en que podemos resolver esto sin una intervención, pero usted necesita tratamiento, Rogelio. Lamento su pérdida, pero ella se murió y debe dejarla irse. Dele a esta chica un funeral digno.

—¡Qué funeral ni qué mis narices! —dijo una voz débil, pero que fue escuchada por todos.

—Yo no he dicho nada —advirtió Solymar, con su voz casi idéntica, cuando notó las miradas dirigidas hacia ella.

—Yo he dicho —dijo Marysol. Su cuerpo se movía lentamente, su piel estaba erizada, parecía fría. Ella abrió sus ojos rojos a la vida y sonrió—. Perdón por el retraso, pero no sé nadar.

¡Ah! ¡Cómo había extrañado esos ojos y esa sonrisa!

Solo quería mirarla, estar con ella. Danielle me llamó a la realidad.

—Rogelio, ¡lo lograste! —ella dijo.

Entonces recordé a los médicos, a mi audiencia, a las personas que ni siquiera deberían estar allí. Uno de ellos levantó el brazo, señaló a Marysol y, temblando, dijo:

—E-e-ella es realmente… ¡un demonio!

Fue en ese momento que entendí que no necesitaba una audiencia, no necesitaba ser publicado, no necesitaba glorificarme o magnificarme, maldito sea el Nobel. Todo lo que me importaba estaba ante mí.

Extendí mi mano derecha e hice que todos durmieran.

Danielle me miró inquisitivamente.

—Todavía no están listos —le dije.

—Vale, pero ¿qué vas a hacer con ellos?

—Borrárselos los recuerdos, devolvérselos a sus casas, lo de siempre… —bromeé.

—Ah, bueno.

 

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—¿Por qué te tardaste? —preguntó Solymar.

Marysol, que parpadeó repetidamente, parecía avergonzada.

—Es que… que… tuve que enfrentar a mi miedo.

—¿Aún no había terminado? He pensado que tu único miedo era o de morirse.

—Yo te mentí —dijo la Bandolera, mientras sonreía torpemente—. A diferencia de ti, surfista, yo nunca he aprendido a nadar.

—¿Por qué no me dijiste? —protestó Danielle.

—Porque un daemon no revela sus debilidades, aún más en voz alta. Entonces te recordé a ti, Sol. Has superado tus miedos. Nunca tuviste poderes, pero para traerme de vuelta, incluso enfrentaste a una serpiente. Así que, inspirada en ti, enfrenté el río y logré cruzarlo.

Los cuatro nos quedamos en silencio. No puedo decir lo que cada uno pensaba, pero, francamente, yo estaba emocionado. Con la confesión; con el descubrimiento de que mi poderosa daemon tenía un miedo inconfundible; con el hecho de que había superado ese miedo; pero, principalmente, con el milagro de poder tenerla a mi lado después de tantos años. Finalmente, era un hombre realizado: tenía mis piernas y una compañera de por vida. Más que eso, de repente, yo tenía una familia. Esas tres mujeres, tan diferentes, tan iguales, casi la misma mujer, eran mi familia.

Besé a Marysol devotamente, hasta que un destello iluminó la habitación: era Thiago, y él cargaba una maleta. El chico miró a su alrededor, chasqueó los dedos y todos los médicos desmayados desaparecieron.

—Envié a los escépticos a sus casas, merecéis un descanso —dijo, y le di las gracias con un movimiento de cabeza.

—¡Tico! —dijo Marysol.

Me preguntaba cómo le parecería la visión de ese hombre pues, la última vez que Marysol había visto a Thiago, él solo tenía doce años. Los dos se abrazaron y el chaval dijo:

—Decidí pasar un rato contigo; al fin y al cabo, yo puedo —se jactó—. Y, tía Marysol, me digas Thiago.

—Y tú ¡no me digas tía!

—Tengo un regalo para ti, tía.

Abrió la maleta y tomó lo que parecía ser una foto restaurada. Se la entregó a Marysol, quien la examinó por un momento con una expresión seria, pero no pudo evitar sonreír después de unos segundos. En la foto, había cinco personas apoyadas contra una cerca. Al darse cuenta de mi curiosidad, ella explicó:

—Es mi vieja banda. —Miró a Thiago con los ojos llenos de gratitud y preguntó—. ¿De dónde has sacado eso?

—Fui a ver los lugares por donde pasaste, y en la granja del gran bebedor JB, encontré esta foto guardada en una bodega subterránea. Estaba mala, pero la restauré. Es mi regalo de bienvenida y resurrección.

Se quedó difícil a la Bandolera hacerse la ruda, pero lo logró, levantó la vista y dijo:

—Gracias, chico.

—¿Has gustado?

Marysol asintió con un sí nervioso.

—Creo que el tiempo dentro de mi cuerpo te hizo… mansa —dijo Solymar.

Thiago se rió, y tuve una idea. Aprovechando la cámara que estaba filmando toda esa experiencia, arreglé el trípode para que nosotros también pudiéramos tomar nuestra propia foto. Uno al lado del otro, pero en lugar de una cerca, teníamos una camilla para apoyarnos. Lo confieso: éramos una banda muy extraña.

Entonces Thiago recordó que tenía más regalos, volvió a abrir su maleta y, de dentro, sacó la ropa de los daemons vaqueros, que distribuyó a todos. Solo Solymar se negó a aceptar el sombrero: prefería su conocida gorra, una de las cosas que la distinguía de la Bandolera. Ella se puso la gorra, el resto de nosotros se arregló el sombrero y el siguiente retrato se quedó mucho mejor. Era casi un homenaje a la banda del pasado. Una nueva foto tan antigua como la anterior.

—A la posteridad —dijo Thiago.

 

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—¿Vámonos a viajar, tía? ¿O estás demasiado vieja para divertirte después de regresar de entre los muertos?

—¿Viaje?

—La señora tu madre, la jueza, mi abue, me dio el regalo de viajar entre los mundos sin necesitar sangre daemon.

—Y ¿a dónde quieres ir?

—Puedes elegir el primer destino, pero luego, visitaremos un pequeño lugar que dejó a Solymar… ¿cómo puedo decirlo? Encantada.

Solymar miró al chavo con ojos largos y preguntó:

—¿Qué lugar?

—Ah, ¡ya sabes!

—Yo sí sé, pero ¿cómo tú lo sabes?

—Febo me lo dijo. ¡Ese ser es un tremendo chismoso! Él también fue quien me enseñó cómo vosotras dos podríais compartir el cuerpo.

—Pues ¡viajemos! —decretó Solymar con entusiasmo.

—¿Percibisteis que estamos en cinco? —preguntó Thiago.

—Por supuesto que sí! —dijo Marysol—. Una banda perfecta y, a excepción de la surfista, estamos en fachas y listos —bromeó, tirando del borde de la gorra de Solymar.

—¿Quién dijo qué, para viajarse entre mundos, hace falta vestirse como un vaquero? —protestó Solymar.

—Hacer falta, no lo hace; pero que nosotros estamos más chulos, sí lo estamos.

—Entonces, tía, ¿a dónde vamos?

—Sé que ese lugar que Solymar quiere visitar debe ser muy agradable, pero necesito visitar a otro lugar con urgencia. No debe haber mucho allí, pero…

Thiago conjuró el portal; Marysol, como líder, fue la primera en cruzarlo, y ese fue el primer viaje de muchos para la nueva banda.