PRIMERA PARTE

 

Para el ser humano el mundo es doble, según su propia doble actitud ante él.

La actitud del ser humano es doble según la duplicidad de las palabras básicas que él puede pronunciar.

Las palabras básicas no son palabras aisladas, sino pares de palabras.

Una palabra básica es el par Yo-Tú.

La otra palabra básica es el par Yo-Ello, donde, sin cambiar la palabra básica, en lugar de Ello pueden entrar también las palabras Él o Ella.

Por eso también el Yo del ser humano es doble.

Pues el Yo de la palabra básica Yo-Tú es distinto del Yo de la palabra básica Yo-Ello.

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Las palabras básicas no expresan algo que estuviera fuera de ellas, sino que, pronunciadas, fundan un modo de existencia.

Las palabras básicas se pronuncian desde el ser.

Cuando se dice Tú se dice el Yo del par de palabras Yo-Tú.

Cuando se dice Ello se dice el Yo del par de palabras Yo-Ello.

La palabra básica Yo-Tú solo puede ser dicha con todo el ser.

La palabra básica Yo-Ello nunca puede ser dicha con todo el ser.

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No existe ningún Yo en sí, sino solo el Yo de la palabra básica Yo-Tú y el Yo de la palabra básica Yo-Ello.

Cuando el ser humano dice Yo, se refiere a uno de los dos. El Yo al que se refiere está ahí cuando dice Yo. También cuando dice Tú o Ello está presente el uno o el otro Yo de las palabras básicas.

Ser Yo y decir Yo es lo mismo. Decir Yo y decir una de las palabras básicas es lo mismo.

Quien dice una palabra básica entra en esa palabra y se instala en ella.

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La vida del ser humano no se limita al círculo de los verbos activos. No se limita a las actividades que tienen algo por objeto. Yo percibo algo. Yo me afecto por algo. Yo me represento algo. Yo quiero algo. Yo siento algo. Yo pienso algo. La vida humana no solo consta de todas esas cosas y de otras semejantes.

Todas esas cosas y otras semejantes en conjunto fundan el reino del Ello.

Pero el reino del Tú tiene otro fundamento.

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Quien dice Tú no tiene algo por objeto.

Pues donde hay algo, hay otro algo, cada Ello limita con otro Ello, el Ello lo es solo porque limita con otro. Pero donde se dice Tú no se habla de alguna cosa. El Tú no pone confines.

Quien dice Tú no tiene algo, sino nada. Pero se sitúa en la relación.

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Se dice que el ser humano experimenta su mundo. ¿Qué significa eso? El ser humano explora la superficie de las cosas y las experimenta. Extrae de ellas un saber relativo a su condición, una experiencia. Experimenta lo que está en las cosas.

Pero las experiencias solas no acercan el mundo al ser humano.

Pues ellas le acercan solamente un mundo compuesto de Ello y Ello, de Él y Ella, y de Ella y Ello.

Yo experimento algo.

Nada cambiará al respecto si a las experiencias «externas» se les añaden las «internas» conforme a la caduca distinción surgida del ansia del género humano de insensibilizarse ante el misterio de la muerte. ¡Cosas y más cosas, tanto internas como externas! Yo experimento algo.

Y nada cambiará al respecto si a las experiencias «visibles» se les añaden las «secretas», con esa enfatuada sabiduría que conoce en las cosas un compartimento cerrado, reservado a los iniciados y bajo llave. ¡Oh, secreto sin misterio, oh amontonamiento de la información! ¡Ello, Ello, Ello!

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El ser humano experimentador no tiene participación alguna en el mundo. La experiencia se da ciertamente «en él», pero no entre él y el mundo.

El mundo no tiene ninguna participación en la experiencia. El mundo se deja experimentar, pero sin que lo afecte, pues la experiencia nada le añade, y él nada añade a la experiencia.

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En cuanto experiencia, el mundo pertenece a la palabra básica Yo-Ello. La palabra básica Yo-Tú funda el mundo de la relación.

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Tres son las esferas en las que se alcanza el mundo de la relación.

La primera: la vida con la naturaleza. Allí la re­lación oscila en la oscuridad y por debajo del nivel lingüístico. Las criaturas se mueven ante nosotros, pero no pueden llegar hasta nosotros, y nuestro decirles-Tú se queda en el umbral del lenguaje.

La segunda: la vida con el ser humano. Allí la relación es clara y lingüística. Podemos dar y aceptar el Tú.

La tercera: la vida con los seres espirituales. Allí la relación está envuelta en nubes, pero manifestándose, sin lenguaje aunque generando lenguaje. No percibimos ningún Tú y, sin embargo, nos sentimos interpelados y respondemos imaginando, pensando, actuando: decimos con nuestro ser la palabra básica sin poder decir Tú con nuestros labios.

Pero ¿cómo podríamos nosotros integrar lo extralingüístico en el mundo de la palabra bá­sica?

En cada una de las esferas avistamos la orla del Tú eterno gracias a todo lo que se nos va haciendo presente, en todo ello percibimos un soplo que llega de Él, en cada Tú dirigimos la palabra a lo eterno, en cada esfera a su manera.

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Ante mí un árbol.

Puedo considerarlo un lienzo: pilar rígido bajo el asalto de la luz, o verdor que resplandece inundado por la dulzura del plata azulado como trasfondo.

Puedo seguir su huella como movimiento: vetas en oleaje en un núcleo que se adhiere y afana, succión de las raíces, respiración de las hojas, intercambio infinito con la tierra y el aire, y ese oscuro crecer mismo.

Puedo clasificarlo como un género y considerarlo, en cuanto ejemplar, según estructura y modo de vida.

Puedo prescindir de su identidad y configuración hasta el extremo de reconocerlo solo como expresión de la ley: de una de las leyes entre las cuales se dirime continuamente un conflicto permanente de fuerzas, o de leyes según las cuales se mezclan y disuelven las sustancias.

Puedo volatilizarlo y eternizarlo como número, como pura relación numérica.

En todos estos casos el árbol continúa siendo mi objeto, ocupa su lugar en el espacio y en el tiempo, su naturaleza y cualidad.

Pero también puede ocurrir que yo, por unión de voluntad y gracia, al considerar el árbol sea llevado a entrar en relación con él, de modo que entonces él ya no sea un Ello. El poder de su exclusividad me ha captado.

Para esto no es necesario que yo renuncie a ninguno de los modos de mi contemplación. Nada hay de lo que yo tenga que prescindir para ver, ningún saber que yo tenga que olvidar. Al contrario, imagen y movimiento, género e individuo, ley y número, todo queda allí indisolublemente unido.

Todo lo perteneciente al árbol está ahí, su forma y su mecánica, sus colores y su química, su conversación con los elementos, y su conversación con las estrellas, todo en una totalidad.

El árbol no es una impresión, ni un juego de mi representación, ni una simple disposición anímica, sino que posee existencia corporal, y tiene que ver conmigo como yo con él, aunque de forma distinta.

No intentéis debilitar el sentido de la relación: relación es reciprocidad.

Así pues, ¿tendría el árbol una conciencia similar a la nuestra? Yo no tengo experiencia de tal cosa. Pero, porque os parece afortunado hacerlo en vosotros mismos, ¿queréis volver a descomponer lo que no se puede descomponer? A mí no se me presenta el alma del árbol ni la dríada, sino él mismo.

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Cuando estoy ante un ser humano como un Tú mío le digo la palabra básica Yo-Tú, él no es una cosa entre cosas ni se compone de cosas.

Este ser humano no es Él o Ella, limitado por otro Él o Ella, un punto registrado en la red cósmica del espacio y del tiempo; tampoco es una peculiaridad, un haz experimentable, descriptible, poroso, de cualidades definidas, sino que, aun sin vecinos y sin conexiones, es Tú y llena el orbe. No es que nada exista fuera de él: pero todo lo demás vive en su luz.

Así como la melodía no se compone de tonos, ni el verso de palabras, ni la columna de líneas, siendo preciso quitar y romper hasta que se ha hecho de la unidad una pluralidad, así también ocurre con el ser humano al que le digo Tú. Yo puedo abstraer de él el color de su cabello o el color de su discurso o el color de su bondad, y he de hacerlo continuamente; pero entonces él ya no es mi Tú.

Y así como la plegaria no ocurre en el tiempo sino el tiempo en la plegaria, ni el sacrificio en el espacio sino el espacio en el sacrificio, y aquel que invierte la relación suprime la realidad, así tampoco encuentro yo al ser humano al que digo Tú en cualquier momento y en cualquier lugar. Puedo situarlo allí, me veo obligado a hacerlo continuamente, pero solo en cuanto Él, o en cuanto Ella, o en cuanto Ello, mas no ya como mi Tú.

Mientras el cielo del Tú se despliega sobre mí, los vientos de la causalidad se aplastan bajo mis talones, y el torbellino de la fatalidad se detiene.

Del ser humano al que llamo Tú no tengo conocimiento experiencial. Pero estoy en relación con él en la sagrada palabra básica. Solo cuando me desplazo fuera de dicha palabra vuelvo a tener de la persona un conocimiento experiencial. La experiencia es el Tú en lejanía.

La relación puede subsistir aun cuando el ser humano a quien digo Tú no lo perciba en su experiencia. Pues el Tú es más de lo que el Ello conoce. El Tú hace más y le ocurren más acontecimientos de lo que el Ello sabe. Ninguna decepción tiene lugar en este ámbito: ahí está la cuna de la vida verdadera.

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He aquí el eterno origen del arte: que a un ser humano se le pone delante una forma, y a través de él quiere llegar a convertirse en obra. Dicha forma no es una creación de su alma, sino un fenómeno que surge en ella y de ella reclama la fuerza operante. Se trata de un acto esencial del ser humano. Si lo realiza, si dice con todo su ser la palabra primordial a la forma que se le aparece, entonces brota la fuerza operante, la obra se origina.

Ese acto entraña un sacrificio y un riesgo. El sacrificio: la posibilidad infinita inmolada en el altar de la forma; todo lo que hasta ahora constituía la perspectiva debe ser extirpado, nada de eso podrá trascender en la obra; así lo quiere la exclusividad de lo situado ante mí. El riesgo: la palabra básica solo puede ser dicha con todo el ser; quien así se comporta no puede escatimar nada de sí mismo; y además la obra no tolera, como lo toleran el árbol y el hombre, que yo me instale en la relajación del mundo del Ello; la obra manda: si no la sirvo correctamente, entonces o se quiebra ella o me quiebra ella a mí.

Yo no puedo experimentar ni describir la forma que se me pone enfrente; solo puedo realizarla. Y, sin embargo, la contemplo irradiando en el esplendor de lo que se me pone enfrente, más clara que toda la claridad del mundo experimentado. No como una cosa entre las cosas «interiores», no como un fantasma de la «fantasía», sino como lo presente. Registrada como objetividad, la forma no está en absoluto «ahí»; pero ¿habría algo más presente que ella? Y desde luego yo me encuentro en una auténtica relación respecto a ella: ella actúa en mí como yo actúo en ella.

Actuar es crear, inventar es encontrar. Donación de forma es descubrimiento. Cuando realizo, desvelo. Yo traslado la forma más allá, al mundo del Ello. La obra producida es una cosa entre cosas, como una suma de cualidades experimentable y descriptible. Pero a quien la contempla receptivamente puede hacérsele presente una y otra vez en su auténtica realidad.

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—Así pues, ¿qué experiencia hay del Tú?

—Ninguna. Pues no se lo experimenta.

—¿Qué se sabe entonces del Tú?

—Todo o nada. Pues de él no se sabe nada parcial.

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El Tú me sale al encuentro por gracia —no se lo encuentra buscando—. Pero que yo le diga la palabra básica es un acto de mi ser, el acto de mi ser.

El Tú me sale al encuentro. Pero yo entro en relación inmediata con él. De modo que la relación significa ser elegido y elegir, pasión y acción unitariamente. Así pues, en cuanto acción de todo mi ser, en cuanto supresión de todas las acciones parciales y por ende de todas las sensaciones de acción —fundadas solo en su carácter limitado—, debe asemejarse a la pasión.

La palabra básica Yo-Tú solo puede ser dicha con la totalidad del ser. Pero la reunión y la fusión en lo que respecta al ser entero nunca puedo realizarlas desde mí, aunque nunca pueden darse sin mí. Yo llego a ser Yo en el Tú; al llegar a ser Yo, digo Tú.

Toda vida verdadera es encuentro.

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La relación con el Tú es inmediata. Entre el Yo y el Tú no media ningún sistema conceptual, ninguna preciencia y ninguna fantasía; y la memoria misma se transforma, pues desde su aislamiento se precipita en la totalidad. Entre el Yo y el Tú no media ninguna finalidad, ningún deseo y ninguna antelación; y el anhelo mismo cambia puesto que pasa del sueño a la manifestación. Toda mediación es un obstáculo. Solo donde toda mediación se ha desmoronado acontece el encuentro.

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Ante la inmediatez de la relación todo lo mediato resulta insignificante. Igualmente resulta insignificante que mi Tú sea ya el Ello de otros Yo —«objeto de experiencia común»— o que solo —precisamente por la repercusión de la acción de mi ser— pueda llegar a serlo. Pues la auténtica línea de demarcación, por lo demás móvil, fluctuante, no pasa entre la experiencia y la no experiencia, ni entre lo dado y lo no dado, ni entre el mundo del ser y el mundo del valor, sino transversalmente por todos los dominios que están entre el Tú y el Ello: entre la actualidad y el objeto.*

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La actualidad, no la actualidad puntual que solo designa eventualmente en el pensamiento el término del tiempo «transcurrido», la apariencia de la detención del transcurrir, sino la actualidad real y cumplida, solo se da cuando hay presencia, encuentro, relación. Solo porque el Tú se torna presente surge la actualidad.

El Yo de la palabra básica Yo-Ello, el Yo, por lo tanto, al que no se le confronta un Tú concreto, sino que está rodeado por una pluralidad de «contenidos», solo tiene pasado y no presente alguno. En otras palabras: en la medida en que el ser humano se deja satisfacer con las cosas que experimenta y utiliza, vive en el pasado, y su instante es sin presencia. No tiene otra cosa que objetos; pero los objetos consisten en haber sido.

La actualidad no es lo fugitivo y pasajero, sino lo que actualiza y hace perdurar. El objeto no es la duración, sino la cesación, el detenerse, el romperse, el anquilosarse, la cortadura, la carencia de relación, la ausencia de presencia. Los seres verdaderos son vividos en la actualidad; los objetos, en el pasado.

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Esta dualidad fundamental tampoco se supera apelando a un «mundo de ideas» entendido como un mundo tercero y colocado por encima de las contradicciones. Pues no hablo sino del ser humano real, de ti y de mí, de nuestra vida y de nuestro mundo, no de un Yo en sí, ni de un ser en sí. Para el ser humano real, no obstante, la auténtica línea divisoria también atraviesa el mundo de las ideas.

Por supuesto, quien en el mundo de las cosas se contenta con experimentarlas y usarlas se ha construido un edificio o una superestructura de ideas donde halla refugio y paz frente al vértigo de la futilidad: deposita en el umbral la túnica de su mediocre cotidianidad, se envuelve en lino inmaculado, y se regala con el espectáculo del ser originario o del deber ser en el cual su vida no tiene ninguna participación. Puede incluso placerle proclamarlo.

Pero la humanidad del Ello que tal hombre imagina, postula y propaga no tiene nada en común con una humanidad viviente a la cual un ser humano dice de verdad Tú. La más noble ficción es un fetiche, el sentimiento ficticio más sublime es una perversidad. Las ideas ni habitan meramente en nuestra cabeza ni se entronizan en ella; ellas deambulan entre nosotros y toman posesión de nosotros: ¡desdichado de aquel que deja sin decir la palabra básica, pero pobre de aquel que en lugar de esa palabra básica habla con un concepto o con una consigna como si fuera su nombre!

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Que la relación inmediata conlleva un efecto en lo otro situado ante mí se ve claro en uno de los tres ejemplos: el acto esencial del arte determina el proceso en el cual la forma se convierte en obra. Lo otro situado ante mí se consuma en el encuentro, entra gracias a él en el mundo de las cosas para continuar influyendo infinitamente, para devenir infinitamente Ello, pero también de nuevo infinitamente Tú, iluminando y agraciando. Lo otro situado ante mí «toma cuerpo»: su cuerpo emerge del flujo de la actualidad inespacial e intemporal a la orilla de la existencia.

No tan claro es el sentido del efecto en la relación con el ser humano-Tú. El acto esencial que funda aquí la inmediatez es con frecuencia interpretado sentimentalmente y, de este modo, mal conocido. Los sentimientos acompañan al acto metafísico y metapsíquico del amor, pero ellos no lo constituyen; y los sentimientos concomitantes pueden ser de naturaleza muy diferente. El sentimiento de Jesús respecto al poseso es distinto al sentimiento respecto al discípulo bienamado; pero el amor es uno. A los sentimientos se los «tiene»; el amor ocurre. Los sentimientos habitan en el ser humano; pero el ser humano habita en su amor. Esto no es una metáfora, es la realidad: el amor no se adhiere al Yo como si tuviese al Tú solo como «contenido», como objeto, sino que está entre Yo y Tú. Quien no sepa esto, quien no lo sepa con todo su ser, no conoce el amor, aunque atribuya al amor los sentimientos que vive, que experimenta, que goza y exterioriza. El amor es una acción cósmica. A quien habita en el amor, a quien contempla en el amor, a ese los seres humanos se le aparecen fuera de su enmarañamiento en el engranaje; buenos y malos, sabios y necios, bellos y feos, uno tras otro, se le aparecen realmente y como un Tú, es decir, con existencia individualizada, autó­noma, única y erguida; de vez en cuando surge maravillosamente una realidad exclusiva, y entonces la persona puede actuar, puede ayudar, sanar, educar, elevar, liberar. El amor es responsabilidad de un Yo por un Tú: en esto consiste la igualdad —y no en ningún tipo de sentimiento— de todos los que se aman, desde el más pequeño hasta el más grande, y desde el anímicamente guarecido, aquel cuya vida se halla incluida en la de un ser amado, hasta el de por vida escarnecido en la cruz del mundo, aquel que pide y aventura lo tremendo: amar a los seres hu­manos.

Quede en el misterio el significado de la acción en el tercer caso, el de la criatura y nuestra contemplación de ella. Si crees en la sencilla magia de la vida, al servicio del todo, comprenderás lo que significa ese aguardar, ese esperar ansiosamente, ese «tender el cuello hacia adelante» de la criatura. Toda palabra resultaría falsa; pero observa: los seres viven en torno a ti, y te dirijas adonde te dirijas, siempre llegas al ser.

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Relación es reciprocidad. Mi Tú me afecta a mí como yo lo afecto a él. Nuestros alumnos nos enseñan, nuestras obras nos edifican. El «malvado» se vuelve revelador cuando lo roza la palabra básica. ¡Con cuánta grandeza somos instruidos por los niños, por los animales! Vivimos inescrutablemente incluidos en la fluyente reciprocidad universal.

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—Hablas del amor como si fuera la única relación entre los seres humanos; pero, puesto que existe el odio, ¿podrías elegir ese amor como ejemplo por antonomasia?

—En la medida en que el amor es «ciego», es decir, en la medida en que no ve un ser total, aún no se encuentra verdaderamente bajo la palabra básica de la relación. El odio es ciego por su naturaleza; solo se puede odiar una parte de un ser. Quien ve un ser en su totalidad y ha de rechazarlo ya no está en el reino del odio, sino en el de la humana limitación del poder decir Tú. No poder decir al ser humano confrontado, al humano de enfrente, la palabra básica, la cual siempre incluye una afirmación del ser interpelado, tener que rechazar o al otro o a sí mismo, eso es la barrera en la cual reconoce su relatividad el entrar-en-relación, y que solo se subsume con esa relatividad.

Sin embargo, el que odia está inmediatamente más próximo a la relación que el que carece de amor y de odio.

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Esta es, no obstante, la sublime melancolía de nuestro destino: que todo Tú haya de convertirse en un Ello en nuestro mundo. Por muy presente en exclusiva que hubiese estado en la relación inmediata, tan pronto como esta se ha agotado o ha sido contaminada de mediatez, el Tú deviene un objeto entre objetos, quizá el objeto más sobresaliente, pero un objeto más, fijado según medida y límites. En toda obra, la realización en un sentido significa desrealización en el otro. La intuición pura se mide brevemente; la realidad natural, que tan solo se me manifestó en el misterio de la acción recíproca, vuelve ahora a ser descriptible, descomponible, clasificable, punto de intersección de innumerables círculos de leyes. Y el amor mismo no puede mantenerse en la relación inmediata; dura, pero en la alternancia de actualidad y latencia. El ser humano que todavía era único e incondicionado, no manejable, únicamente presente, no experimentable, apenas tangible, se ha transformado ahora, de nuevo, en un Él o en una Ella, en una suma de propiedades, en una cantidad con forma. Ahora puedo, una vez más, abstraer de él el color de su cabello, su forma de hablar, su bondad; pero, mientras puedo hacer eso, ya no es mi Tú ni lo será.

Por naturaleza, cada Tú existente en el mundo está inclinado a volverse cosa, o al menos a caer en la cosificación. En el lenguaje objetivo habría que decir: toda cosa en el mundo puede aparecer a un Yo como su Tú antes de su cosificación. Pero el lenguaje objetivo solamente capta un jirón de la vida real.

El Ello es la crisálida, el Tú la mariposa. Aunque ambos estados no siempre se distinguen entre sí con claridad, sino que a menudo ocurre una situación caótica, enredada en una profunda dualidad.

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Al principio está la relación.

Atendamos al lenguaje de los «primitivos», es decir, de aquellos pueblos que son pobres en objetos, y cuya vida se alza en un círculo estrecho de actos muy presenciales. Los núcleos de este lenguaje, las sentencias, las formas originales pregramaticales de cuyo despliegue surge la pluralidad de clases de palabras, indican preferentemente la totalidad de una relación. Nosotros decimos «muy lejos», el zulú emplea para ello una expresión tal como «allí donde uno grita: “¡madre, estoy perdido!”»; y el habitante de la Tierra del Fuego sobrepasa nuestra sabiduría analítica con una locución de siete sílabas, cuyo sentido exacto es: «Uno y otro se miran esperando cada uno de ellos que el otro se ofrezca a hacer lo que ambos desean, pero no pueden hacer». En esta totalidad las personas —las pronominales y las sustantivas, incluso relevantes—, están embutidas, sin autonomía plena. Lo que importa no son los productos de la disociación y de la reflexión, lo que importa es la verdadera unidad originaria, la relación vivida.

Saludamos a aquel al que nos encontramos deseándole felicidad, o testimoniándole nuestra consideración, o encomendándolo a Dios. Pero cuán mediatas son estas fórmulas desgastadas —¿qué queda aún en el «¡Heil!» del originario otorgamiento de poder?—, frente al saludo relacional eternamente joven, natural, de los cafres: «¡te veo!», o frente a su variante americana, el ridículo y sublime «¡husméame!».

Cabría suponer que las relaciones y conceptos, pero también las representaciones de personas y cosas, se han desprendido de representaciones de acontecimientos relacionales y situaciones relacionales. Las impresiones y emociones elementales que despiertan el espíritu del ser humano «natural» son las que proceden de acontecimientos relacionales —experiencia de un interlocutor— y de situaciones relacionales —vida con un interlocutor—. No piensa en la luna que ve todas las noches, hasta la noche en que, en el sueño o en la vigilia, viene corporalmente hacia él, se le acerca, lo hechiza con gestos, o lo embelesa con contactos, en algo amargo o dulce. De ella no conserva, por ejemplo, la representación óptica del disco lumínico móvil, y tampoco la de un ser demoníaco a ella consustancial de algún modo, sino ante todo tan solo la imagen excitante motórica, que atraviesa su carne, de aquella acción lunar respecto de la cual solo poco a poco se distancia la imagen personal de la luna actuante: solo ahora comienza la memoria de lo experimentado cada noche inconscientemente a iluminarse como representación del agente y del productor de esa acción, y a posibilitar su objetivación, a saber, el devenir Él o Ella de un Tú originariamente inexperimentable, tan solo padecido.

A partir de este carácter relacional originario y largamente actuante de todo fenómeno esencial se hace también más comprensible un elemento espiritual de la vida del primitivo, muy estudiado y comentado por la investigación actual pero todavía no suficientemente comprendido, a saber, ese poder misterioso cuya idea se ha encontrado, con muchas variantes, en la creencia o en la ciencia —ambas son aquí una— de muchos pueblos primitivos: ese mana u ofrenda a partir del cual un camino lleva hasta el brahmán en su significación primaria, y aún hasta la dynamis, charis de los papiros mágicos y de las cartas apostólicas. Se lo ha caracterizado como una fuerza suprasensible y sobrenatural, empleando para ambos calificativos nuestras categorías, que no se corresponden con las del primitivo. Su experiencia carnal define los límites de su mundo, al cual, por cierto, pertenecen de forma completamente «natural» las visitas de los muertos; admitir lo no sensible como existente debe parecerle sin sentido. Los fenómenos a los que confiere «poder místico» son todos ellos fenómenos relacionales elementales, todos ellos por ende fenómenos en general sobre los cuales se forma ideas porque afectan su carne y dejan en ella una imagen de afectación. La luna y los muertos, que durante la noche lo visitan con aflicción o con júbilo, tienen ese poder; pero también el sol que lo quema, y la fiera que le aúlla, el jefe cuya mirada lo constriñe, y el chamán cuyo canto lo fortalece para la caza. El mana es precisamente lo actuante, aquello que ha transformado la persona luna de allá arriba del cielo en un Tú que conmueve la sangre, y cuya huella mnemónica permanecería cuando de la imagen excitante se separase la imagen objetiva, aunque dicho mana no aparezca sino en el agente y productor de una acción; es aquello con lo cual, cuando se posee, por ejemplo en una piedra mágica, cabe actuar de esa manera. La «imagen del mundo» del primitivo es mágica no porque tenga como centro la fuerza mágica humana, sino porque esta solo es una variedad particular de la universal, de la que toda acción esencial procede. La causalidad de su imagen del mundo no es un continuum, sino un fulgurar, irradiar, y volcarse siempre nuevo de la fuerza, un movimiento volcánico sin contexto. Mana es una abstracción primitiva, presumiblemente más primitiva que por ejemplo el número, pero no más sobrenatural que él. La memoria, al escolarizarse, clasifica uno tras otro los grandes sucesos relacionales, las afecciones elementales; lo más importante para el instinto de conservación y lo más maravilloso para el instinto de conocimiento, precisamente «lo que actúa», es lo que más enérgicamente se destaca, se realza, se vuelve autónomo; pero lo menos importante, lo no común, el cambiante Tú de las vivencias, retrocede, permanece aislado en el recuerdo, se objetiva poco a poco, y se distribuye muy poco a poco en grupos, en géneros; y, en tercer lugar, horripilante en su condición de separado, a veces más espectral que el muerto y que la luna, pero siempre claramente incontrovertible, se alza el otro, el compañero «inalterable»: «Yo».

La conciencia de Yo no está más vinculada al poder originario del instinto de «autoconservación» que al de los otros instintos; el Yo no quiere propagarse allí, sino la carnalidad, que aún no sabe de ningún Yo; no el Yo, sino la carnalidad, quiere hacer cosas, herramientas, juguetes, quiere ser «creadora»; e incluso en la función cognoscitiva primaria no se encuentra un cognosco ergo sum, por ingenua que sea su configuración, ni un sujeto experimentador, por infantil que fuere. El Yo emerge como elemento singular de la descomposición de las vivencias originarias, de las vitales palabras originarias Yo-Te-faciente y Tú-Me-faciente, después de la sustantivación y la hipostación del participio de presente.

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La diferencia fundamental entre las dos palabras básicas se pone de manifiesto en la historia espiritual del primitivo, pues ya en el acontecimiento relacional originario pronuncia la palabra básica Yo-Tú de manera natural, por así decirlo anterior a la configuración de la forma, y por ende antes de haberse conocido a sí mismo como Yo; en cambio, la palabra básica Yo-Ello solo se torna posible a través de este conocimiento, mediante el aislamiento del Yo.

La primera palabra básica, ciertamente, se descompone en Yo y Tú, pero no ha surgido de la reunión de ambos, es por su índole anterior al Yo; la segunda ha surgido de la unión de Yo y Ello, es por su índole posterior al Yo.

En el acontecimiento relacional primitivo, y por su exclusividad, está incluido el Yo. Como en ese acontecimiento, por su esencia, solo existen dos compañeros en su plena actualidad, el ser humano y lo que lo confronta, y como el mundo se convierte en dicho acontecimiento en un sistema dual, el ser humano ya presiente ahí ese patetismo cósmico del yo, incluso antes de haber interiorizado la mismidad de su yo.

Por el contrario, en el hecho natural, que traducirá en la palabra básica Yo-Ello la experiencia referida al Yo, el Yo todavía no está incluido. Este hecho es el distanciamiento, respecto de su entorno, de la carnalidad humana en cuanto portadora de sus impresiones. La carnalidad aprende a conocerse y a distinguirse en su peculiaridad, pero esa distinción permanece en la sola continuidad, y así no puede aceptar el carácter de yoidad implícita.

No obstante, cuando el Yo de la relación ha emergido y ha devenido existente en su existencia separada, desiste él también, diluyéndose extrañamente y funcionalizándose en el hecho natural del distanciamiento de la carnalidad respecto de su entorno, y despierta en él la yoidad. Solo ahora puede surgir el acto yoico consciente, la primera forma de la palabra básica Yo-Ello, de la experiencia referida al Yo: el Yo surgido se entiende como el portador de las impresiones, y el entorno como su objeto. Esto ocurre, en verdad, precisamente de forma «primitiva» y no «epistemológica»; pero desde el momento en que se pronuncia la frase «yo veo el árbol» de tal modo que ya no expresa una relación entre el Yo-humano y el árbol-Tú, sino que afirma la percepción del árbol-objeto por medio del ser humano-conciencia, ha alzado ya la barrera entre sujeto y objeto: se ha pronunciado la palabra básica Yo-Ello, la palabra de la separación.

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—Entonces, ¿esa melancolía de nuestro destino habría surgido en los tiempos más remotos?

—Ciertamente, en la medida en que la vida consciente del ser humano es una vida surgida desde los tiempos más remotos. Pero en la vida consciente solo vuelve como humano surgir el ser cósmico. El espíritu aparece en el tiempo como un producto, incluso como un producto derivado de la naturaleza, y, sin embargo, precisamente es él aquel producto que la envuelve intemporalmente.

La oposición de las dos palabras básicas tiene en los tiempos y en los mundos muchos nombres; pero en su verdad sin nombre es inherente a la creación.

***

—Pero ¿crees entonces en la existencia de un paraíso en los tiempos más remotos de la humanidad?

—Aunque dicho tiempo hubiera sido un infierno —y probablemente el tiempo al que quisiera remontarme en el pensamiento histórico estuvo lleno de furor y de miedo, y de tormento, y de crueldad—, irreal no fue.

Ciertamente las vivencias relacionales del ser humano remoto no constituyeron una tierna complacencia, ¡pero mejor es en todo caso vehemencia sobre un ser realmente vivenciado que fantasmagórica solicitud hacia números carentes de rostro! A partir de aquella un camino conduce a Dios, a partir de esta solo hacia la nada.

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La vida del primitivo, aun cuando lográsemos conocerla plenamente, solo puede mostrarnos como en símbolo la vida del verdadero ser humano originario, solo nos ofrece breves atisbos en el contexto temporal de las dos palabras básicas. Del niño recibimos noticias más completas.

Aquí percibimos con toda claridad que la realidad espiritual de las palabras básicas nace de una compenetración de tipo natural, la de la palabra básica Yo-Tú nace del distanciamiento de tipo natural.

La vida prenatal del niño es una perfecta compenetración natural, de flujo recíproco, de interacción corporal; por ello, el horizonte vital de su realidad en devenir parece inscrito de modo absoluto en el del portador y, sin embargo, también parece no inscrito, pues no solo descansa en el seno de su madre humana. Esta compenetración es tan cósmica que, como sugiere la fragmentaria lectura de una inscripción antiquísima si se expresa en el lenguaje judío de los mitos, el ser humano conoce el todo en el cuerpo de la madre, en el nacimiento lo olvida. Dicha compenetración subsiste para el ser humano, ciertamente, cual secreta imagen de su deseo. No es que su anhelo sea retornar atrás, según piensan aquellos que ven en el espíritu —confundiéndolo con su propio intelecto— un parásito de la naturaleza, cuando es más bien su fruto, aunque, ciertamente, expuesto a toda clase de enfermedades. Es la aspiración a la compenetración cósmica del ser que se ha abierto al espíritu, con su verdadero Tú.

Cada persona en formación, como todo ser en formación, descansa en el seno de la gran madre: el indiviso cosmos primordial anterior a la forma. También de dicho cosmos se separa en la vida personal, y, tan solo en las horas oscuras, cuando escapamos a esa vida personal —lo cual le sucede naturalmente también cada noche al que está sano—, estamos de nuevo cerca de ese cosmos primordial. Pero ese separarse no acontece de repente y bruscamente como la separación respecto de la madre corporal; al niño se le concede un tiempo para intercambiar la compenetración de tipo natural con el mundo que va perdiendo, con la compenetración de tipo espiritual que es relación. Ha salido de la ardiente tiniebla del caos hacia la creación fresca, luminosa, pero aún no la posee; primero debe sacarla a la luz del día y hacerse a la realidad, debe contemplar, escuchar, tantear, construirse su mundo. La creación revela su formalidad en el encuentro; ella no se derrama a través de sentidos pasivos, se erige en presencia al sentido activo. Lo que al ser humano adulto lo rodee como objeto habitual ha de ser obtenido, cortejado por el ser humano adolescente con una acción vigorosa; ninguna cosa es parte integrante de una experiencia, nada se revela sino en el poder de acción recíproca de mi interlocutor. Como el primitivo, así el niño vive entre sueño y sueño —también una gran parte de su vigilia es aquí todavía sueño—, en el resplandor y en el contrarresplandor del encuentro.

La originariedad del esfuerzo relacional se muestra ya en el grado más temprano y elemental. Antes de que pueda ser percibido lo individual, las tímidas miradas hacia el espacio indistinto inquieren algo indeterminado, buscan —según las apariencias sin sentido— en los momentos en que visiblemente no existe ningún deseo de alimento, los delicados ademanes de las manos se tienden al vacío tras algo indeterminado. Siempre podría decirse que este es un ademán animal, pero con ello no se explica nada. Pues precisamente estas miradas, tras largos ensayos, quedarán fijadas en un arabesco rojo del tapizado, y no se apartarán de allí hasta que el alma del rojo se les haya revelado; precisamente este movimiento adquirirá su forma y determinación sensible al contacto con un osito de peluche, e interiorizará con todo amor e inolvidablemente la forma de un cuerpo completo; en ambos casos no hay experiencia de un objeto, sino interacción —naturalmente solo en la fantasía— con un interlocutor que actúa como viviente. (Tal «fantasía» no es, sin embargo, en modo alguno un «animismo cósmico»; es el instinto de hacer de toda cosa un Tú, el instinto de relación cósmica que, cuando no le es dado ningún interlocutor viviente y activo, sino su simple imagen o símbolo, completa el ajeno actuar vital con la propia plenitud). Carentes de significado y obstinadas en la nada resuenan todavía pequeñas e inarticuladas voces; pero precisamente ellas se habrán convertido algún día, imprevisiblemente, en diálogo. ¿Con quién? Tal vez con la tetera que hierve a borbotones, pero convertidos en diálogo. Ciertos movimientos calificados como reflejos son una sólida paleta para la construcción del mundo por la persona. No es precisamente que el niño solo perciba un objeto y que entre después en relación con él, sino que la tendencia relacional es lo primero, la mano extendida hacia la cual se acerca el interlocutor; lo segundo es la relación con este, una forma previa del decir Tú aún no verbal; pero la transformación en objeto es un resultado tardío surgido de la disociación de las vivencias originarias, de la separación de los interlocutores unidos, lo mismo que el convertirse en Yo. Al comienzo está la relación como categoría del ser, como disponibilidad, forma incipiente, modelo anímico: el apriori de la relación, el Tú innato.

Las relaciones vividas son realizaciones del Tú innato en aquel que realiza el encuentro; el hecho de que este Tú pueda ser conocido como interlocutor, aceptado en la exclusividad, y finalmente interpelado con la palabra básica, todo eso se funda en el apriori de la relación.

En el instinto de contacto —primariamente instinto de «roce» táctil, luego óptico, con otro ser— se realiza el Tú innato muy pronto, se expresa cada vez con más nitidez la reciprocidad, la «ternura»; pero el instinto de «autor» que se establece más tarde —instinto de producción de cosas de modo sintético o, donde esto no se da, de modo analítico: por desmembración, por desgarramiento— se determina también por el surgimiento de una «personificación» de lo hecho, por un «diálogo». El desarrollo anímico del niño está indisolublemente ligado al desarrollo de la petición de Tú, a las satisfacciones y decepciones de esta petición, al juego de sus experimentos, y a la seriedad trágica de su desorientación. La genuina comprensión de estos fenómenos, perjudicada con cada intento de retrotraerla a esferas más estrechas, solo puede ser favorecida si en su consideración y discusión se tiene presente su origen cósmico-metacósmico: emerger a partir del indiviso mundo originario anterior a la forma, del cual ha salido ya, en efecto, el individuo corporal nacido en el mundo, pero todavía no cabalmente el ser carnal actualizado, esencial, que solo ha de surgir lentamente a partir de ese mundo originario, precisamente por medio de su entrada en relaciones.

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El ser humano se torna Yo en el Tú. El interlocutor viene y desaparece, los acontecimientos relacionales se condensan y se disipan, y en este cambio la conciencia del compañero que permanece idéntico, la conciencia del Yo, se ilumina y crece cada vez más. Ciertamente aún aparece tan solo en la trama de la relación, en la referencia al Tú, como un llegar al conocimiento de aquello que tiende al Tú y que no es el Tú, pero emergiendo cada vez con más fuerza hasta que, al final, el vínculo se rompe y, a lo largo de un instante, el Yo se enfrenta a sí mismo, el disuelto, como a un Tú, para tomar en seguida posesión de sí, y en adelante entregarse en su toma de conciencia a las relaciones.

No obstante, solo ahora puede constituirse la otra palabra básica. Pues ciertamente el Tú de la relación ha palidecido continuamente, pero con ello no se ha convertido en el Ello de un Yo, ni en objeto de un percibir y experimentar desvinculado, como lo será en adelante, sino por así decirlo en un Ello para sí, en un ser anteriormente no tenido en cuenta y que para surgir espera nuevos acontecimientos relacionales. Verdaderamente el cuerpo que se sazona hacia la carne se diferenciaba de su entorno en cuanto portador de sus impresiones y ejecutor de sus impulsos, en el agruparse para orientarse, no en la absoluta separación del Yo y el objeto. Y ahora el Yo separado emerge, transformado: reducido de su plenitud sustancial a la condición de punto funcional de un sujeto que experimenta y usa, se apodera de todo «Ello que es para sí» y se afirma a sí mismo junto con él en lo que respecta a la otra palabra básica. El ser humano que ha llegado a ser capaz de Yo, el que dice Yo-Ello, se sitúa ante las cosas, no frente a ellas para el torrente de la acción recíproca; curvado sobre las cosas con la lupa objetivante de su mirada de miope, u ordenándolas para lo escénico con los prismáticos objetivantes de su mirada de présbite, aislándolas en su consideración sin sentimiento de universalidad; aquello solo podría alcanzarlo en la relación, esto solo a partir de ella. Solo ahora experimenta él las cosas como sumas de cualidades: ciertamente las cualidades habían permanecido en su memoria a partir de cada vivencia relacional, pertenecientes a su Tú recordado, pero solo ahora las cosas se componen para él de sus cualidades; con el solo recuerdo de la relación —onírico, o imaginario, o pensado según la clase de este ser humano— completa el núcleo que se manifestaba vigorosamente en el Tú, abarcando todas las cualidades, la sustancia. Y también solo ahora sitúa las cosas en un contexto espacio-tempo-causal, solo ahora recibe cada una su lugar, su curso, su mensurabilidad, su condicionalidad. El Tú aparece, en efecto, en el espacio, pero precisamente en el espacio del interlocutor exclusivo en que todo lo demás solo puede constituir el trasfondo del que el Tú se destaca, no su límite y su medida; el Tú aparece en el tiempo, pero en el del acontecimiento cumplido en sí, que es vivido no como parte de una secuencia rígida y sólidamente articulada, sino en una «duración» cuya dimensión puramente intensiva solo resulta determinable a partir de sí mismo; el Tú aparece de manera simultánea como agente y como receptor del efecto, pero no añadido a una cadena de causaciones, sino en su acción recíproca con el Yo que es principio y fin del acontecer. Esto pertenece a la verdad básica del mundo moderno: solo el Ello puede ser ordenado. Solo en la medida en que las cosas que eran nuestro Tú pasan a ser nuestro Ello se convierten en coordinables. El Tú no conoce ningún sistema de coordenadas.

Pero, habiendo llegado hasta aquí, es necesario expresar también aquella otra parte sin la cual esta parte de la verdad básica sería un fragmento inservible: el mundo ordenado no es el orden del mundo. Hay momentos de profundidad silenciosa en que el orden del mundo es contemplado como actualidad. En ese vuelo se escucha el sonido cuya indescifrable imagen musical es el mundo ordenado. Estos instantes son inmortales, estos son los más pasajeros: ningún contenido puede ser retenido de ellos, pero su fuerza atraviesa la creación y el conocimiento del ser humano, irradiaciones de su fuerza penetran en el mundo ordenado y lo derriten una y otra vez. Tal es la historia del individuo, tal la de la especie.

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Para el ser humano el mundo es doble, según su propia doble actitud ante él.

Percibe el ser en torno a sí, las simples cosas, y los seres en cuanto cosas, percibe el acontecer en torno a sí, los simples sucesos y las acciones en cuanto sucesos, las cosas componiéndose de propiedades, los sucesos componiéndose de momentos, las cosas en la red espacial, los sucesos incluidos en la red temporal, las cosas y los sucesos limitados por otras cosas y sucesos, mensurables en ellos, comparables con ellos, un mundo ordenado, un mundo separado. Este mundo es en alguna medida fidedigno, tiene densidad y duración, su articulación puede supervisarse, se lo puede hacer presente continuamente, se lo reproduce con ojos cerrados y se lo testifica con ojos abiertos; está ciertamente ahí, tocando tu piel si lo consientes, acurrucado en tu alma si lo prefieres, es en efecto tu objeto, continúa siéndolo según tu gusto, y permanece extraño para ti, fuera de ti y en ti. Lo percibes, lo tomas por «verdad» para ti, se deja captar por ti, pero no se te entrega. Solo respecto de él puedes «ponerte de acuerdo» con otros, él está dispuesto a ser para vosotros objeto común, incluso aunque a cada uno él se le antoje diferente, pero tú no puedes encontrar a otros en él. No podrías continuar viviendo sin él, su autenticidad te mantiene, pero si murieses en él serías enterrado en la nada.

Por otro lado, el ser humano se enfrenta al ser y al devenir como a lo que lo interpela, siempre solamente como una realidad esencial, y a cada cosa solo como realidad esencial; lo que allí existe se le descubre en el acontecer, y lo que allí le ocurre se le presenta como ser; ninguna otra cosa es tan presente como esta, pero esta implica el mundo entero; medida y comparación se escapan; de ti depende cuánto de lo inconmensurable se convierta en realidad para ti. Los encuentros no se ordenan para el mundo, pero cada uno de ellos es para ti una señal del orden del mundo. Ellos no están ligados entre sí, pero cada uno te garantiza tu solidaridad con el mundo. El mundo que así se te aparece es incierto, pues siempre se te aparece como nuevo, y tú no podrías tomarle la palabra; carece de densidad, pues todo en él lo penetra todo; carece de duración, pues lo mismo llega sin ser llamado y desaparece cuando es retenido; es inexaminable: si lo quieres examinar, lo pierdes. Viene, y viene a ofrecérsete; si no te alcanza, si no te encuentra, desaparece; pero vuelve de nuevo, cambia. No está fuera de ti, te toca en lo profundo y si tú lo llamas «alma de mi alma» no has dicho demasiado: pero cuídate de querer trasplantarlo en tu alma, pues entonces lo aniquilas. Es tu actualidad: solo en la medida en que lo tienes, tienes tú actualidad; y puedes convertirlo en objeto para ti, experimentarlo y usarlo, tienes que hacerlo continuamente, pero entonces ya no tienes actualidad. Entre tú y él hay reciprocidad del don; tú le dices Tú y te das a él, él te dice Tú y se da a ti. Respecto de él no puedes ponerte de acuerdo con otros, estás solo con él; pero él te enseña a encontrar a otros y a mantener su encuentro; y por el favor de sus apariciones y por la melancolía de sus despedidas, te conduce hacia el Tú, en el cual se cruzan las líneas paralelas de las relaciones. No te ayuda a conservarte en vida, solamente te ayuda a vislumbrar la eternidad.

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El mundo del Ello tiene coherencia en el espacio y en el tiempo.

El mundo del Tú no tiene ninguna coherencia en el espacio ni en el tiempo.

Cada Tú debe llegar a ser un Ello una vez transcurrido el acontecimiento de la relación.

Cada Ello puede convertirse en un Tú por la entrada en el acontecimiento de la relación.

Estos son los dos privilegios básicos del mundo del Ello. Ellos mueven al ser humano a contemplar el mundo del Ello como mundo en el cual se tiene que vivir y en el cual también es grato vivir, el que a uno le aguarda con toda clase de estímulos e incitaciones, acreditaciones y conocimientos. Los momentos-Tú aparecen en esta sólida y saludable crónica como prodigiosos episodios lírico-dramáticos, de un encanto seductor, ciertamente, pero peligrosamente arrebatadores hacia lo más extremo, diluyendo el contexto experimentado, dejando atrás más preguntas que contentamiento, quebrantando la seguridad, tan inhóspitos como indispensables. Y puesto que, sin embargo, es necesario volver desde ellos «al mundo», ¿por qué no permanecer en él? ¿Por qué no llamar al orden a lo que tenemos enfrente y remitirlo a la condición de objeto? ¿Por qué si alguna vez no se puede por menos de decir, por ejemplo, Tú al padre, a la mujer, al compañero, por qué no decir Tú y pensar Ello? Producir el sonido Tú con los órganos bucales todavía no quiere decir, en absoluto, pronunciar la misteriosa palabra básica; más aún, susurrar un amoroso Tú con el alma es algo sin peligro mientras no se tiene en serio otra intención que la de experimentar y utilizar.

En el solo presente no se puede vivir, lo devoraría a uno si no se hubiese preocupado de superarlo rápida y fundamentalmente. Sin embargo, es posible vivir en el simple pasado; es más, solo en él cabe organizar una vida. Solo se necesita dedicar cada instante a experimentar y a usar, y entonces ya no abrasa.

En fin, con toda la seriedad de la verdad, escucha esto: sin el Ello no puede vivir el ser humano. Pero quien solamente vive con el Ello no es ser humano.

 

 

* Buber utiliza la oposición entre las palabras Gegenwart (actualidad, presencia) y Gegenstand (objeto) que no se puede reflejar en castellano. (N. del T.)