El cadáver del Che luego de proceder a
su formolización.
Para hacerlo, le hicieron unos cortes en el cuello que pueden
apreciarse en la foto.
Comarapa es una pequeña población
rural, situada aproximadamente a 100 kilómetros de Vallegrande. En
este lugar trabajo como médico provincial, cumpliendo una
determinación legal del Estado, que establece el cumplimiento de
este requisito para extender la cartera profesional de médico.
Realizo también una segunda actividad, la de corresponsal de guerra
del periódico cochabambino Prensa Libre.
A las 8 de la mañana del lunes 9 de
octubre recibo una llamada de mi informante, inserto en el servicio
de radiocomunicaciones de Vallegrande. Este me dice: "El abuelo
llega hoy a Vallegrande". En nuestro código, como ya mencioné
antes, el abuelo es el Che. No tengo la menor duda de que la
información es correcta, pues este señor, en dos ocasiones
anteriores, ya me había concedido importantes confidencias que me
permitieron realizar diversos reportajes sobre la Guerrilla del
Che. Además, durante los últimos días, concluido mi trabajo
profesional en el hospital, no hacía nada más que pegar la oreja a
la radio; escuchaba emisoras de Bolivia y de toda América que no
paraban de dar informaciones sobre el cercamiento del Che en las
proximidades del sur de Vallegrande desde el 26 de
septiembre.
Así que no lo dudo un instante y me
voy a Vallegrande.
De repente, en cuanto lo
formolizaban, surgió en mí el impulso de palpar el cuerpo exangüe.
Al hacerlo sufrí una gran impresión: el cadáver estaba tibio.
Tampoco tenía rigidez cadavérica, pues vi cómo lo desvestían con
facilidad, lo cual revelaba que su muerte se había producido hacía
unas 4 ó 5 horas; es decir, entre el mediodía y las 13:00 horas del
mismo lunes 9 de octubre.
El cadáver siendo transportado de la
ambulancia a la lavandería.
Foto del autor.
Como el coronel Joaquín Zenteno
Anaya, Jefe de la Octava División del Ejército acantonado en
Vallegrande, indicó que el Che había fallecido el día anterior,
domingo 8, como consecuencia de las heridas recibidas en combate,
resultaba fácil deducir que estaba mintiendo.
El martes 10 de octubre, cuando
llegué a la lavandería, el cuerpo del Che se encontraba encima de
la pila, con la parte superior de su cuerpo desnuda. En ese
instante, un remolino de dolor y emoción empañó mis ojos. El
cadáver que presenciaba no era un cadáver común. Su semblante
sereno mostraba que había muerto en paz consigo mismo. Por la
ventana de sus ojos pude ver la dignidad con la que había
enfrentado a sus verdugos.
De pronto, una señora se abrió paso
entre el gentío y se aproximó al cadáver gritando: "Yo también
quiero ver a ese tal Che. Ese invasor, aquel que mató a nuestros
soldados...". De repente dejó de hablar, permaneció inmóvil cuando
tuvo al Che frente a ella. Su voz se fue amansando; su frase
diluyéndose: "Ese asesi... ¡Dios mío!", tartamudeó: "¡Qué hombre
lindo! Pobrecito, parece Jesucristo..."
LAS
BOTAS
Aquel lunes 9 de octubre no
tuve ni la tranquilidad ni el tiempo necesarios para observar el
envoltorio que cubría los pies del Che, pero al día siguiente fue
distinto. Observé un envoltorio de cuero rústico cubriendo sus
pies, formando una especie de seudo-botas con cordones delgados de
cuero. Pedí la ayuda de algunos soldados para levantar las piernas
del Che y me puse a desamarrar aquello que crujían cuando daba una
y otra vuelta. Eran una mezcla de tejido con sangre, difícil de
identificar su procedencia.
Cuando le quité los botines
tomé una fotografía de las insólitas medias, que eran por lo menos
cinco; aunque, más que medias propiamente dichas, eran trapos
agujereados por todos lados.
A continuación pedí a dos
soldados que sujetaran ese par de cueros para fotografiarlos.
Técnicamente fallé en el tiempo de exposición y apertura del
diafragma de la cámara, motivo por el cual no fue una buena
foto.
Tomadas esas dos fotografías,
retiré todos los trapos que envolvían sus piernas y pies. Primero
me impresionó su anatomía, perfecta. Quienes dan importancia a la
genealogía de las personas, dirían que tenía "pies de un hombre de
noble alcurnia". Era eso mismo: perfección anatómica, pies y dedos
delicados.
Colocado el cadáver del Che en la
lavandería es suspendiddo para quitarle la ropa con el objeto de
fomolizarlo.
Foto del autor.
El agente de la CIA Eduardo González
lanza un "valiente y corajudo" puntapié al cadaver. Mi cámara capta
ese preciso instante. González se da cuenta e intenta decomisar mis
fotos. No lo permito. Hago un escándalo, vienen otros periodistas
alarmados por mis gritos. Desiste el agente y se retira.
Foto del autor.
El autor de camisa blanca y con su
cámara fotográfica. Foto de Freddy Alborta.
Vallegrandinos tratando de ver el
cadáver del Che. Foto del autor.
Como mi máquina fotográfica no tenía
flash tuve miedo de que mis fotos no tuviesen una buena definición,
por lo que moví personalmente al Che en su camilla con la ayuda de
varios soldados hacia el patio del Hospital.Una vez allí, de nuevo
le pedi a Erick Von Boeck que me tomase una foto junto al Che.
Unos cuatro pares de medias convertidos
en trapos cubrían sus pies y hacían de "botas". Con ellas anduvo el
Che durante la guerrilla en Bolivia.Foto del autor.
Los soldados sonríen en burla
sosteniendo las botas (que he resaltado con líneas blancas).
Foto del autor.
Oficial hace un discurso y le rinde un
homenaje al Che. Foto del autor.
Tomé otra imagen de perfil segundos
después en que un oficial le cortaba un mechón de cabellos del
Che.
De pronto se me erizaron los
pelos. Al observar las plantas de los pies del Che vi llagas,
múltiples heridas, ampollas y extensos hematomas.
Mi perplejidad fue total
cuando vi que los pies de uno de los guerrilleros, ubicado en el
suelo, calzaba botas en buen estado de conservación.
Unos años después conocería
la historia referente a esas botas gracias a la narración de varios
guerrilleros: Pacho, que murió junto al Che; Inti, que sobrevivió a
las guerrillas, pero fue asesinado en La Paz dos años después, y
Pombo, que es General de Brigada del Ejército Cubano. Gracias a los
diarios de estos tres guerrilleros puedo retroceder en la historia
y narrar el origen de dichas botas:
Al cruzar el
Río Grande, el Che perdió sus zapatos. Inmediatamente el Ñato (otro
guerrillero) le fabricó un par de abarcas de cuero, totalmente
cerradas.
Inti relata lo anterior en la
página 103 de su libro Mi Campaña junto al Che, editado en
1970 por la Universidad Mayor de San Simón de Cochabamba.
Continúa:
Así, el Ñato
impidió que el Che caminara descalzo. Cualquiera de nosotros le
habría dado sus zapatos, pero estoy seguro de que el Che habría
rechazado violentamente ese gesto.
Pombo en Un hombre de la
guerrilla del Che relata:
Salimos
temprano para cruzar el río por el vado encontrado el día anterior
por Miguel. El río tenía mucha fuerza y los mulos cruzaron a nado,
menos el macho, que se negaba rotundamente. Al Che se le perdieron
los zapatos.
Por lo transcrito en las
líneas anteriores se puede deducir que el Che anduvo con esos
andrajos durante casi un mes por terrenos escabrosos que le
provocaron las heridas y hematomas que vi en sus pies. El Che no
cita en ningúna página de su diario ninguna queja sobre estas seudo
botas.
LLEGA LA PRENSA
MUNDIAL
A primera hora de la mañana
se sabía que llegaría un avión trayendo desde La Paz a periodistas
de todo el mundo para mostrar al Che muerto y derrotado.
El día anterior, en la noche,
después de haber constatado el asesinato del Che, envié un
telegrama a Prensa Libre, el cual no mencionaba la
conclusión a la que había llegado sobre la muerte del Che, sino
simplemente la llegada de su cadáver a Vallegrande.
Después de enviar el
telegrama, me fui al Hotel Teresita, situado a 500 metros de la
oficina de telégrafos. Cuando llegué era cerca de la media noche.
Me serví algo de comer, pues no había probado bocado desde el
mediodía; tampoco tenía hambre. Mis cinco sentidos estaban
totalmente volcados en el Che y sobre todo lo que ocurría a su
alrededor. No pestañeé durante la noche. Rememoraba de forma
constante lo que había ocurrido. Mi cuerpo se estremecía cada vez
que recordaba haber palpado el cadáver tibio y haber comprobado la
ausencia absoluta de rigidez cadavérica, además de la pólvora
alrededor del orificio de bala en el corazón.
Mi diagnóstico era claro:
había sido ejecutado a quemarropa, no existía siquiera la necesidad
de ser médico para llegar a esta conclusión. Todos los periodistas
que fuimos testigos de la toma de impresiones digitales y
formolización nos percatamos de aquella ausencia de rigidez
cadavérica. Sin duda, más de uno debió de sacar la misma conclusión
que yo, solo que ninguno se aproximó a poner la mano sobre el
cadáver.
¿Qué haré mañana?, me
preguntaba a mí mismo, y mi respuesta era siempre la misma:
Denuncia, Reginaldo, no seas cobarde. Cuando pasaba por mi mente lo
que me podría ocurrir después de afirmar que el Che no había muerto
en combate el domingo 8 de octubre, sino el lunes 9, después de
mediodía, ejecutado a quemarropa, desechaba el pensamiento. No
importaba el precio que tenía que pagar por lo que diría, lo más
importante era mantener la ética periodística y desmentir la falsa
afirmación del Ejército. Yo era un testigo ocular, permanecer
callado me hubiera llenado de oprobio ese día y el resto de mi
vida.
Pensaba en qué momento haría
mi denuncia y en lo que ocurriría después. Ignoraba que esa noche
iba a llegar un avión repleto de periodistas.
Con las primeras luces del
alba me dirigí a la lavandería, y a partir de este momento no salí
ni un instante del Hospital Nuestro Señor de Malta, pensando y
analizando cuál sería el momento indicado para realizar mi
denuncia: allí mismo, en Vallegrande, o mediante una publicación en
Prensa Libre al día siguiente.
Poco antes de las 9 de la
mañana recibí la información de que había partido un avión de La
Paz en la madrugada, a bordo del cual se encontraban
aproximadamente 40 periodistas de todo el mundo.
El hospital se hallaba a no
más de dos kilómetros del aeropuerto, por lo que era perfectamente
audible la llegada de cualquier aeronave desde allí. De tal modo
que cada vez que oía el ruido de algún motor, entre las 9 y 11 de
la mañana, tomaba mi motocicleta y me dirigía al aeropuerto.
Llegaban tan solo aviones Cesna, militares AT6 y Mustang. Iba y
volvía de la lavandería al aeropuerto.
A partir de las 11:00,
resolví no moverme más del aeropuerto, pues estaba confirmada la
llegada de un con los periodistas.
Quería documentar la
llegada, pero no solo eso: había resuelto poner en ejecución lo que
decidí la noche anterior. Desde el momento en que comprobé el
asesinato del Che, lo único que hice fue gritarles en silencio
"Asesinos" a todos los grados del Ejército.
Debían de ser las 11 y media
de la mañana cuando vi al aterrizar. Una vez que se detuvo, aceleré
mi moto, la eché al suelo y saqué varias fotografías. Constaté que
realmente eran decenas de periodistas, fotógrafos y cámaras de
televisión y cine.
Todos ellos son conducidos
por varios oficiales a las movilidades estacionadas a 300 metros
más allá del lugar. ¿Dónde serán conducidos? Indiscutiblemente, a
la lavandería del Hospital Nuestro Señor de Malta.
Monto en mi moto y me dirijo
a toda velocidad al hospital. Los portones se encuentran
franqueados al público. Echo la moto en cualquier lugar. Este es el
momento en que decidí decir "a voz en cuello" lo que sabía, lo que
había descubierto. Por este motivo me posicioné exprofesso
entre el cadáver del Che y la pared del fondo, ambos separados por
no más de un metro de distancia. Como la lavandería tiene solo tres
paredes, me ubiqué en esta posición, que obligatoriamente debía ser
flagrada por los periodistas, fotógrafos y cámaras. Se captaría
todo lo que iba a decir.
Tomada mi decisión de
denunciar el asesinato, me repetí varias veces mentalmente el
pequeño discurso que pronunciaría en la lavandería.
Era cerca al mediodía. Tal y
como planeé, me coloqué entre la pared y la cama de piedra, que
servía de sarcófago al Che; exactamente a la altura del pecho. Más
de un oficial y sargento intentó apartarme de aquel lugar
utilizando uno u otro argumento, pero no permití que me quitaran de
ese punto privilegiado. Me disputé el espacio con varias personas,
particularmente con oficiales de alta graduación, ávidos de figurar
en una fotografía junto al Che.
Este fue un momento
histórico por el que pasó Vallegrande, una pequeña ciudad que
adquirió, a partir de ese día, un renombre internacional. No esperé
a que algún militar me diera un salvoconducto para ingresar y
permanecer en ese odeón conspiratorio donde fue preparado un
espectáculo circense con el fin de mostrar al mundo un Che
derrotado y muerto en combate.
De pronto vi llegar a uno,
dos, cinco, diez, veinte, treinta, cuarenta periodistas, fotógrafos
y cámaras; todos disputándose el mejor ángulo para tomar una buena
fotografía y obtener la mejor toma. El bullicio que se formó era
infernal, me dije: "Reginaldo, espera un poco, aguarda a que paren
de hablar para que te escuchen".
Una pregunta a un oficial
aquí, otra pregunta a otro oficial allá, un empuja y empuja entre
profesionales, brazos tratando de abrirse paso, voces..., todos
intentando acercarse lo máximo posible al Che y tomarle fotografías
desde todos los ángulos.
Empecé a desesperarme. No se
producía un silencio adecuado para hablar; pero de repente se oye
una pregunta:
—¿Cómo murió y cuál es la
causa de su muerte? ¿Alguien sabe? Decidí que este era el mejor
momento para decir lo que había visto el día anterior. "Tengo que
hacerlo", me dije; entonces tomo la palabra y digo a voz en
cuello:
—El Che no ha muerto en
combate el domingo 8, ha sido ejecutado el día de ayer lunes a
quemarropa —lo digo colocando mi dedo índice sobre el orificio que
causó el disparo en el pecho.
A mi lado izquierdo se
encontraba el general Belmonte de la Fuerza Aérea, cubriendo su
rostro con un pañuelo, por el fuerte olor a formol que se
desprendía del cuerpo inerte. A mi derecha, un hombre vestido de
civil. En este momento, cuando mi dedo acusador se halla a no más
de quince centímetros del orificio fatal de bala, se acciona la
cámara del fotógrafo Freddy Alborta.
Una imagen muda y a la vez
clamorosa donde se encontraba impreso mi grito de denuncia del
crimen perpetrado el día 9. Freddy Alborta, cuya cámara no solo
captaba imágenes, sino también acusaciones, quiso que alguien más
repitiera mi gesto; así, le solicitó al general Belmonte repetir lo
que yo había hecho de señalar la herida. Este, cándida e
inocentemente, colocó su dedo directamente sobre la llaga, como
queriendo confirmar mi denuncia.
Después salgo de la
lavandería reiterando:
—El Che no murió en combate,
fue asesinado.
CONFERENCIA
MUNDIAL DE PRENSA
En una sala del Hotel
Teresita, en la cabecera de una gran mesa, se ubicaron los jefes
militares que divulgarían al mundo entero los detalles sobre la
muerte del Che Guevara.
El espacio es muy pequeño
para permitir que cuarenta personas, entre periodistas, fotógrafos
y cámaras, puedan asistir a la conferencia. Un periodista aquí,
intentando acomodar su micrófono junto a la mesa; un fotógrafo
allá, subiéndose a una silla para tomar una instantánea. En fin,
periodistas, fotógrafos y cámaras, acompañados por sus ayudantes,
intentan separar a los intrusos que les impiden captar buenas
imágenes, se disputan codo a codo la mejor posición, la más cercana
a la mesa principal.
La conferencia dura poco más
de una hora. Son realizadas diversas preguntas y obtenidas diversas
respuestas. Es exhibido el diario del Che, y alguien pide que se
lea un trecho. Comienza a hacerlo el coronel Toto Quintanilla, Jefe
del Servicio de Inteligencia del Ministerio de Gobierno pero, por
razones obvias, Quintanilla no consigue descifrar la letra del Che.
El coronel Joaquín Zenteno Anaya, a quien me había identificado
como médico pocas horas atrás, me ve en la primera fila y
dice:
Freddy Alborta toma la foto en el
exacto momento en que señalo el orificio de bala y denuncio que el
Che había sido aesinado a quemarropa
Freddy Alborta solicitó al general
Belmonte reproducir mi gesto.
El general, cándida e inocentemente, colocó su dedo directamente
sobre la llaga, como queriendo confirmar mi denuncia.
El autor leyendo el diario del Che en
la conferencia mundial de prensa.
—Aquí hay un médico. Vamos a
pedirle a él que lea para nosotros el diario de otro médico.
¡Oh, mi estimado lector!, no
se imagina usted, cómo aún 37 años después, ahora que escribo este
capítulo, vuelvo a sentir la emoción que tuve de tener entre mis
manos el diario del Che.