El Che, a pesar de su enfermedad, nunca dudó
al momento de entrar a la guerrilla ni a adentrarse a aquellos
sitios o en trabajos que podrían llevarlo a terribles crisis
asmáticas.
Corre el mes de diciembre de 1930.
La familia Guevara de la Serna está viviendo en una localidad
llamada San Isidro, una zona muy húmeda situada al margen del río
de La Plata, cerca de Buenos Aires. Celia de la Serna está junto a
su hijo Ernestito, bañándose en la costa. Se hace tarde, comienza
una llovizna, el frío y la humedad aumentan. De súbito, el niño
comienza a tener dificultad para respirar, su pecho, con cada
respiración, emite un sonido parecido al maullido de un gato.
Celia, preocupada, lo cubre de inmediato y lo lleva a la casa.
Pocos minutos después llega Ernesto Guevara Lynch, que ve al hijo
con un claro cuadro de dificultad respiratoria, e increpa a su
esposa por haber tenido al niño hasta esa hora junto al río. Le
culpa de la crisis de su hijo. Minutos después, ambos salen en
busca de un médico, el cual aplicará una inyección de adrenalina,
con lo que el niño obtendrá una mejoría parcial. El diagnóstico
dicta una bronquitis asmática.
En 1965, 48 años después y poco
antes de morir, Celia, la madre del Che, declaró a la escritora
Julia Constenla (Celia, la madre del Che, 32): "Nunca me
sentí realmente culpable del asma de Ernestito".
Era frecuente la acusación de
Ernesto Guevara Lynch a Celia cada vez que Ernestito tenía crisis
de asma, lo que frecuentemente ocasionaba una fuerte discusión
entre ambos.
"A veces parecían dos gallos de riña
que se excitaban con la pelea", declara Julia Constenla.
El Che aprendió a nadar en la piscina del
Hotel La Gruta en Alta Gracia. Se convirtió en un excelente
nadador, el año 1952 atravesó a nado el río Amazonas. Este deporte
le era favorable a su asma.
Foto: Cortesía de Horacio Días Leite
Consultan diversos médicos. Todos
son unánimes, el diagnóstico es correcto y, para mejorarlo, no
curarlo, hacen uso de todo cuanto les es aconsejado: pastillas,
jarabes, inyecciones, etc.
Varios médicos les aconsejan que se
marchen a un lugar más seco. Lo hacen cuando el niño tenía 5 años.
En la ciudad de Córdoba, el pediatra Fernando Peña les recomienda
que se vayan justamente a Alta Gracia, en las sierras de
Córdoba.
Su primer refugio allí es el Hotel
de la Gruta, un poco apartado del pueblo, más próximo a los
cerros.
El clima de la zona tiene cualidades
salubres y vitales, la pureza de sus vertientes y fuentes de agua
natural, por lo general ferruginosas (provistas de hierro), son
diuréticas. Además, el aire que se desprende de la parte más
elevada de la sierra es puro y oxigenado.
Alquilan una casa abandonada, que se
levanta en la calle Avellaneda, envuelta en la peor de las
desgracias. Hace ocho años que se encuentra deshabitada, y son
pocos los que se animan a pasar por allí. Un cartel azul en la
entrada exhibe su nombre con letras blancas: Villa Chichita. Es una
casona con cuerpo de castillo amarillento y en el vecindario es
conocida como la Casa de los fantasmas.
En 1935, cuando Ernestito ya tiene
siete años, resuelven buscar otra casa. Alquilan un chalet
denominado Villa Nydia, actualmente convertido en el Museo del
Che.
Sin duda, el asma mejoró en Alta
Gracia, pero nunca desapareció. Por este motivo la familia vivía
prevenida. Compraron un tubo de oxígeno que mantenían siempre
lleno, pero el niño solo lo utilizaba cuando su crisis era muy
fuerte.
Su padre, recordando los momentos
difíciles que pasaban, escribió un día:
El asma se le iba
haciendo crónica y para nosotros comenzaba a ser como una
maldición. Comenzó nuestro Vía Crucis. No podíamos oírlo hipar y,
no habiendo atendido jamás a un asmático, mi mujer y yo nos
desesperábamos.
A partir de este momento ellos
mismos descubren que era importante un desarrollo físico adecuado,
para minimizar las crisis. Así, le enseñan a nadar y,
particularmente su madre, lo induce a practicar caminatas y subidas
a los cerros.
Los once años que vivieron allí
fueron determinantes para el futuro de Ernesto. Alta Gracia tenía
dos polos opuestos. Al pie de la montaña, dos hoteles de lujo y
casas de gente de clase adinerada. Por otro lado, en los
alrededores, en la maraña del monte, estaba una población
arrabalera, conformada por miles de trabajadores de minas de
wólfram o de mica, de extracción de mármol o de piedra para
fabricar cal. En este lugar imperaba la miseria de los labradores y
obreros mal pagados.
Es aquí donde a Ernesto le llama la
atención la injusticia de la división de clases. Sus amigos, en
este lugar, como ya se dijo antes, lo conforman los hijos de los
mineros, de los peones de los campos de golf, de los mozos de los
hoteles y algún que otro niño de clase media como él.
Como dice su padre:
Es entonces cuando
posiblemente nace en Ernesto aquella rebelión que nunca lo abandonó
contra la clase social que explotaba y oprimía a la clase
pobre...
Así pudo, desde su
más tierna edad, empaparse de las necesidades que tienen los
pobres, y pudo sacar consecuencia con respecto a las pocas
posibilidades que tenía de mejorar.
En Alta Gracia
aprendió lo que era la miseria, la paleó junto a sus compañeritos
de juego y pudo apreciar la injusticia que se hacía con
ellos.
Ya joven, a Ernesto sus crisis le
indujeron a quedarse en casa, sin hacer esfuerzos físicos
agotadores. Por ello, solía encerrarse en la biblioteca de su padre
para leer adquiriendo así un hábito que lo acompañaría por el resto
de su vida. Su padre apunta:
El asma germina en Ernestito, desde
tierna edad, una fortaleza de carácter que lo va templando a
diario: sin miedo al peligro, capaz de enfrentar cualquier
adversidad, se convierte en temerario. Así, va adquiriendo un
carácter que él mismo va modelando, con delectación de artista;
hasta que, cuando es adulto, no es consecuente con su enfermedad y
acaba por convertirse en guerrillero, sabiendo perfectamente que en
la selva hay humedad y que este es el factor desencadenante de sus
crisis.
Alberto Granado dirigía un equipo de rugby y
a cualquier candidato al club lo sometía a un test. Mandó a Ernesto
que saltase una barrera que consistía en un palo a metro y medio
del suelo sujetado por dos personas. Realizó el salto con éxito una
y otra vez. Su padre se opuso a la práctica de este deporte por su
enfermedad, pero él no hizo caso. Durante los partidos más de una
vez salía del campo a aplicarse un bombazo con su inhalador
"Asmopul".
Foto: Archivo personal del Che.
La primera actividad deportiva que
tiene repercusiones sobre su asma es el rugby, deporte que
practicaba desde los 12 años. Con 15, Alberto Granado se ve
obligado a admitirlo en el club SIC, del cual era Director
Técnico.
En Córdoba ingresa en otro club.
Más de una vez sale, en medio del juego, para aplicarse unos
"bombazos" con el inhalador y volver inmediatamente al campo.
Esta práctica tan violenta
preocupaba a su padre: "Hijo, tu enfermedad no te permitirá jugar
este deporte. Abandónalo y continúa solo con la natación", le dijo
en más de una ocasión. Sin embargo, Ernesto no hace caso y su padre
trata de volverse más tajante: "Te prohibo que juegues Rugby", pero
el chico continúa jugando como medio scrum.
Carlos Figueroa, amigo de la
infancia del Che, me contó en septiembre de 2004:
—Cuando jugaba, siempre conseguía
un amigo que corriera por la línea con el inhalador y cargara su
"asmopul" para dárselo cuando él se lo pidiese. Si se sentía
atacado por la enfermedad, pedía permiso al juez y se daba unos
cuantos bombazos para después seguir jugando.
Su padre estaba dispuesto a no
permitirle proseguir con este deporte e hizo un intento
final:
—Hijo, te repito: te prohibo que
sigas jugando al rugby. Si continúas, tomaré una conducta más
radical.
—Viejo, me gusta el rugby, y aunque
reviente lo voy a seguir practicando.
Al ver que era imposible hacerlo
desistir, Ernesto Guevara Lynch decide buscar a su cuñado, Martínez
Castro —presidente del club SIC— y le pide que saque a su hijo del
equipo. Su cuñado asiente y Ernesto, furioso, se va al club vecino,
el Atalaya, y sigue jugando al rugby como siempre.
VIA CRUCIS EN LOS
VIAJES
Cuando en 1952 realiza su
viaje en motocicleta por América del Sur en compañía de su amigo
Alberto Granado, sufre varias crisis. En este viaje escribe su
segundo diario —el primero pertenece a cuando realizó un viaje en
bicicleta recorriendo cinco mil kilómetros por todo el norte y
centro argentino—, y es allí, cuando se dirige al leprosario de San
Pablo (Perú), donde por primera vez hace referencia a su
enfermedad:
El asma no
daba señales de disminuir, de modo que tuve que tomar una drástica
determinación y conseguir un antiasmático por el método tan
prosaico de la compra. Algo me calmé. Mirábamos con ojos soñadores
la tentadora orilla de la selva, incitante en su verdor misterioso.
El asma y los mosquitos quitaban plumas a mis alas.
Su mejoría es discreta, pues
sus medicamentos se van agotando a la par que el dinero. De este
modo, hay un momento en el que se ve totalmente desprovisto de
cualquier antiasmático.
Ya no queda
más adrenalina y mi asma sigue aumentando; apenas como un puñado de
arroz y tomo unos mates.
Ernesto tiene varias formas de
pasar el tiempo o vencer sus crisis, una de ellas, es enfrascándose
en la lectura; la otra es jugando al ajedrez, como cuenta cuando
está de paso por el Ecuador:
Los hospitales
por lo menos son limpios y no del todo malos. Mi pasatiempo
favorito es el ajedrez, que juego con los de la pensión. Mi asma,
bastante mejor.
Pero continúa mortificándolo,
pues rememora de nuevo:
Pasé un día
malísimo postrado por el asma con mareos y diarreas consecuencia de
un purgante salino.
El 23 de diciembre de 1953
llega a Guatemala y, al día siguiente, le ataca la enfermedad,
postrándolo en cama y no permitiéndole compartir con sus amigos las
fiestas navideñas: "La serie siguiente de días lo pasé en medio de
un desesperante ataque de asma, inmovilizado por esa
causa...".
UN GUERRILLERO
ASMÁTICO
Cuando embarca en el Granma,
que parte el 25 de noviembre de 1956, es acometido por otra crisis
de asma. Al dejar la casa de seguridad, su amigo, el guatemalteco
Alfonso Bauer, prefiere cargar con instrumentos y medicamentos de
primeros socorros en una maleta médica. No coge ni un solo
antiasmático. Fidel Castro recuerda esto:
Un día, a
fines de noviembre de 1956, con nosotros emprendió la marcha hacia
Cuba. Recuerdo que aquella travesía fue muy dura para él, puesto
que, dadas las circunstancias en las que era necesario organizar la
partida, no pudo siquiera proveerse de las medicinas que
necesitaba, y toda la travesía la pasó bajo un fuerte ataque de
asma, sin un solo alivio, pero también sin una sola queja. (Ernesto
Guevara, Obras escogidas, 6)
En 1957, en pleno combate,
sufre una de las peores crisis de su vida:
Inmóvil en el suelo, como
muerto, representa una imagen mítica para quienes lo consideran el
Cristo guerrillero. No solamente no puede caminar, sino que hasta
es incapaz de levantarse. Gime, con los ojos desmesuradamente
abiertos. Uno de sus compañeros del Granma, Luis Crespo, se inclina
sobre el moribundo, lo sacude, le increpa fraternalmente:
—¡Muévete, Che, los soldados
se acercan! ¡Vamos, arriba! Nada. Con la mirada perdida, el Che
está en el umbral de un sarcófago. Luis, el Guajiro, cambia el
tono:
—Vamos, ¡argentino de mierda!
¿Vas a mover el culo? ¡Yo te voy a hacer avanzar!
Esas palabras —en realidad del
habla habitual de los campesinos cubanos— tampoco surten efecto.
Entonces el Guajiro, viendo que no hay más remedio, carga al Che
sobre sus espaldas.
Bajo la granizada de balas que
rebotan a escasos centímetros de Crespo y del Che regándoles de
pólvora y hierbas, el campesino se ve obligado a tenderse en el
suelo y a reptar, cargando con su fardo, al Che.
Un bohío, una choza
semiderruida, les sirve de refugio.
El Guajiro coloca a Ernesto
boca abajo, en posición de tiro, por si se acerca una patrulla. Cae
la noche como una hermana protectora.
Poco a poco la crisis se
calma, el Che revive y comprende que Luis lo ha salvado. La columna
y sus barbudos están lejos, y los soldados de Batista más lejos
aún.
Al cabo de unas horas, algo
recuperado, el Che hace señas a su salvador, indicándole que ya se
siente mejor. Extraen una brújula, escrutan el cie lo y reanudan la
marcha. Cuando se siente más fuerte, le pregunta:
—¿Por qué arriesgaste tu vida
para salvar la mía? —Mi padre era asmático. Lo he visto en la
agonía cuando era pequeño y era una tortura para mí. Pensé en él.
Eso es todo.
Como el Che había perdido
muchas fuerzas al salir del bohío junto a Crespo, al retomar el
camino en busca de la columna del Che, el campesino le dice:
—Dame la mochila, voy a
ayudarte.
El Che le responde
lacónicamente, pero ahora con voz autoritaria, a su
subordinado:
—He venido a Cuba a combatir
y no a ser cargado.
A mediados de este año es
acometido por una fuerte crisis en un nuevo combate. Casi pierde la
vida. Leamos lo que escribe:
Emprendí una
zigzagueante carrera llevando sobre los hombros mil balas que
portaba en una tremenda cartuchera de cuero, saludado por los
gritos de desprecio de algunos soldados enemigos. Al llegar cerca
del refugio de los árboles, mi pistola se cayó. Mi único gesto
altivo de esa mañana triste fue frenar, volver sobre mis pasos,
recoger mi pistola y salir corriendo, saludado esta vez por la
pequeña polvareda que levantaban como puntillas a mi alrededor las
balas de los fusiles. Cuando me consideré a salvo, sin saber de mis
compañeros ni del resultado de la ofensiva, quedé descansando,
parapetado en una gran piedra en medio del monte. El asma,
piadosamente, me había dejado correr unos cuantos metros, pero se
vengaba de mí y el corazón saltaba dentro del pecho. Sentí la
ruptura de ramas por gente que se acercaba, ya no era posible
seguir huyendo (que realmente era lo que sentía ganas de hacer),
esta vez era otro compañero nuestro, extraviado recluta recién
incorporado a la tropa. Su frase de consuelo fue más o menos "No se
preocupe, Comandante, yo muero con usted". Yo no tenía ganas de
morir y sí tentaciones de recordarle algo de su madre, me parece
que no lo hice. Ese día me sentí cobarde. (Orlando Borrego,
Recuerdos en ráfaga, 7)
Los primeros meses de la
guerra, hasta que la Red Urbana consiguió proveerles de vituallas y
armamento, casi todos los guerrilleros dormían al aire libre. Los
que podían se fabricaban hamacas de sacos de harina o azúcar y,
cuando llegaba una hamaca de lona, era distribuida por orden a
quien se fabricaba la hamaca provisional de tejidos rústicos. El
Che lo intentó una vez, pero le provocó una crisis de asma, de modo
que desistió y tuvo que dormir al aire libre sin ninguna
protección. Fidel desconocía esta situación, hasta que un día toma
la medida correcta. Leamos esta historia, narrada por el Che:
Durante estos
días de prueba a mí me llegó por fin la oportunidad de una hamaca
de lona. La hamaca es un bien preciado que no había conseguido
antes por la rigurosa ley de la guerrilla, que establecía dar las
de lona a los que ya habían hecho su hamaca de saco, para combatir
así la haraganería.
Todo el mundo
podía hacerse una hamaca de saco y, el tenerla, le daba derecho a
adquirir la próxima de lona que viniera. Si embargo, no podía yo
usar la hamaca de saco debido a mi afección alérgica; la pelusa me
afectaba mucho y me veía obligado a dormir en el suelo. Al no tener
la de saco, no me correspondía la de lona. Estos pequeños detalles
son la parte de la tragedia individual de cada guerrilla y de su
uso exclusivo; pero Fidel se dio cuenta y rompió el reglamento para
adjudicarme una hamaca impermeable. (I. Lavretski, Che
Guevara, 21)
Durante este calvario, en el
que hace lo imposible para esconder a sus compañeros su enfermedad,
hay algunas situaciones que merecen men ción especial, como la que
relata la campesina Ponciana Sánchez:
Los rebeldes,
al ver enfermo al Che, lo hospedaron en casa de un hacendado
enemigo de Batista y dejaron un guerrillero para cuidarlo. El
hacendado consiguió un poco de adrenalina que ayudó al Che a
reponerse para poder unirse a sus camaradas; pero estaba tan débil
que la distancia que un hombre puede caminar en unas cuantas horas,
fue recorrida por el Che en diez días.
Veamos ahora cómo evoca el
Che este pasaje de su vida:
De ahí en
adelante pasaron diez de los días más amargos de la lucha en la
Sierra Maestra, caminando apoyado de árbol en árbol y en la culata
del fusil, acompañado de un soldado amedrentado que temblaba cada
vez que se iniciaba un tiroteo y sufría un ataque de nervios cada
vez que mi asma me obligaba a toser en algún punto peligroso.
En 1958, en la campaña de Las
Villas, un lugarteniente del Che, el Capitán Antonio Núñez, relata
cómo el Che, atacado por una fuerte crisis, no interrumpe el avance
de la tropa de ninguna manera. Es a través del relato del
mencionado oficial, dirigido a I. Lavretski, que podemos ver la
dimensión de su estoicismo:
Yo no
comprendo cómo él podía caminar, ya que su enfermedad le ahogaba;
sin embargo, iba por los montes con la mochila repleta a la
espalda, con armas, con equipo completo, como el más vigoroso y
resistente luchador. Su voluntad, por supuesto, era de hierro, pero
todavía más grande era la lealtad a sus ideales; esto era lo que le
daba fuerzas. Si el acceso de asma le venía en el transcurso de la
marcha, el Che no se permitía atrasarse del resto del grupo.
Hay muchas fotografías del Che montando
ora una mula ora un burro en la selva. Todas fueron tomadas cuando
estuvo en la Sierra Maestra y en Bolivia. Él solo subía a un animal
obligado por sus compañeros para aliviarle sus caminatas por sus
crisis de asma.
En el trabajo voluntario instituído por
él, iba todas las semanas a pesar de que el polvo de la caña
cortada y el humo desprendido por la quema de la misma provocaba
sus crisis de asma. En esos momentos utilizaba su inhalador y
continuaba trabajando.
Joel Iglesias confirma lo
expresado por Antonio Núñez:
Las crisis de
asma del Che no se reflejaban en absoluto en el movimiento de la
columna. A lo sumo permitía solo que alguien le llevara su mochila.
Consideraba que el grupo no debía demorarse a causa de su
enfermedad.
Esto fue
regla general para todos. El grupo no se detenía por culpa de los
enfermos. ¡Si no podes moverte, quédate, cúrate! Si puedes
soportar, entonces camina. Esta regla jamás fue rota por él. (I.
Lavretski, Che Guevara, 24)
El corte de caña llevado a
cabo en una jornada de Trabajo Voluntario, a la cabeza de la cual
estaba el Che, se realizaba en un campo de caña quemada, bajo un
sol abrasador que había elevado la temperatura a niveles casi
insoportables. Rememorando el momento, escribe Orlando Borrego, su
ex-viceministro:
Los rostros
de los cortadores se habían convertido en irreconocibles, debido al
tizne de la caña quemada. Ese tizne se mezcla con la miel que, a
causa del calor recibido, sale de la caña, causando verdaderas
molestias para trabajar, tanto en las manos como en todo el cuerpo.
Cerca de nosotros se escuchaba la respiración entrecortada del Che.
(Recuerdos en ráfaga, 18)
Es digno de mención que este
corte duró un mes. Durante todo ese tiempo el Che estuvo usando su
"bombita", pero si el lector cree que eso le mejoraba en un 100%,
se engaña, pues su mejoría solo hubiera tenido lugar eliminando el
polvo de la caña cortada y el humo. De esta manera, el Che trabaja
como un hombre sano a pesar de las crisis de asma. Este mes bate
todos los récords en el total de caña cortado, no lo supera nadie,
ni siquiera los profesionales. Y todo como trabajador voluntario,
sin recibir un solo centavo por este trabajo.
Fin de la jornada de duro trabajo en el
corte de caña .
Foto: Archivo personal del Che
En 1962, Salvador Allende,
entonces senador chileno, visitó al Che, lo cual le causó una
imborrable impresión. Sobre todo sorprendió a Allende, médico de
profesión, que el cerebral Comandante rebelde estuviera seriamente
enfermo de asma. Declararía un día:
En un amplio
local adaptado para dormitorio, donde por todas partes se veían
libros, en una cama de campaña, yacía desnudo hasta la cintura un
hombre con pantalón verde olivo, de penetrante mirada, con un
inhalador a la mano. Con un gesto me pidió esperar, mientras
dominaba un acceso de asma. En el transcurso de unos cuantos
minutos pude observarle y vi que tenía los ojos brillantes de
fiebre. Ante mí, yacía atormentado por la cruel enfermedad uno de
los grandiosos combatientes de América. Después conversamos. Él,
sin ostentación, me dijo que durante todo el tiempo de la Guerra
revolucionaria el asma no le había dejado tranquilo. Observándolo y
escuchándolo, sin querer, pensaba en el drama de este hombre que,
llamado a realizar grandes tareas, se encontraba en poder de tan
despiadada e implacable enfermedad. (I. Lavretski, Che
Guevara, 189)
Se sabe que el polen de las
plantas y la humedad, fenómenos que acompañan irremediablemente a
la selva, son un factor desencadenante de las crisis de bronquitis
asmática, hoy en día conocida como "broncoespasmo" cuando es muy
intensa. El Che, un médico conocedor de este problema, de que su
enfermedad se agravaría irremediablemente si se convertía en
guerrillero, no vacila, no piensa dos veces. Pone en práctica su
determinación de cambiar la humanidad por un mundo mejor,
particularmente para los hijos de la miseria y del hambre, así
pague por ello un alto precio. Se interna en la selva y sus crisis
repetitivas, muchas veces sub-intrantes, toman cuenta de su
vida.
A pesar de todo eso, el Che
va en la guerrila. No le importa su enfermedad y si ha de luchar en
Sierra Maestra, en el Congo, en Bolivia o en la selva, donde está
presente la humedad y el polen de las plantas, factores
fundamentales que desencadenan crisis de broncoespasmo.
Durante todo el tiempo que
dura la guerrilla en Bolivia, sus compañeros lo ayudan cuando sufre
alguna crisis de asma. Cargan la mochila del jefe, y en sus
recaidas no dejan que realice tareas que requieran algún esfuerzo
físico. Pero, la mayoría de las veces, el jefe supremo de la
Guerrilla anda enfermo, recusa ese gesto solidario y lo confunde
con piedad, cosa que detesta.
En varias ocasiones, sin
embargo, se queja del asma en su diario. Hubo un momento en que se
agotaron sus medicamentos y sus comandados, al notar el problema,
se ofrecen a retornar al campamento en busca de sus remedios. El
Che se niega, hasta que un día se rinde ante la gravedad de la
enfermedad. Parten dos compañeros, Benigno y Ñato, los esperan
acampando en un lugar de difícil acceso para el Ejército. Quince
días después vuelven los dos guerrilleros profundamente
desconsolados. Cuentan que el Ejército tiene centenares de soldados
protegiendo los campamentos; entonces, como no pueden llegar a la
cueva donde estaban guardados sus remedios, retornan sin
ellos.
El 6 de julio los soldados le
piden al Che que una operación comando asalte la población de
Samaipata, pero el Comandante no quiere aceptar. Sus soldados se
hacen fuertes y prácticamente le imponen que se proceda así. Seis
guerrilleros se dirigen a la población ribereña por la carretera
asfaltada Cochabamba-Santa Cruz y toman la población. En el cuartel
matan a un soldado, y van a la farmacia, donde descubren que no hay
un solo medicamento para su enfermedad. Retornan desconsolados a
Las Cuevas, allí los estaba esperando el grueso de la tropa.
Cuando el Che es hecho
prisionero el 8 de octubre estuvo con asma. Así lo relata al autor
el exsubteniente Toto Quintanilla: "Cuando me tocó el turno de
hacer guardia para evitar que se escapara, noté cómo respiraba con
dificultad, su respiración era ruidosa. Murió con
broncoespasmo".