—El tronco estaba ardiendo cuando se fue la lluvia. El rayo lo venció y se introdujo en él. Ahora es un rayo manso. Lo tendremos aquí y le daremos de comer hojas y yerbas. Me gusta el fuego. Acércale tu mano poco a poco; te acaricia o te quema; puedes saber hasta dónde llega su amistad.
—A mí me gusta porque es rojo y azul y amarillo, y se mueve en el aire y no tiene forma, y cuando quiere dormir se esconde en la ceniza y vigila con ojitos rojos desde dentro. ¡Qué simpático! Puedo despertarlo como a ti: soplándole en el oído. Luego se alza y empieza a buscar. Si halla cerca una rama la devora. ¡Me gusta, me gusta, me gusta! ¡Lo cuidaré, no estorba, es tan humilde!
—Es orgulloso, pero es bueno. ¿Qué te pasa? Te has quedado…
—Nada.
—Tienes los ojos abiertos y estás dormida. ¿Me oyes?… También se ha metido en ti. Lo veo en el fondo de tus ojos, como una culebra, enamorándote. Te quedas quieta mientras él te recorre ávidamente. Giras en torno al fuego, sin moverte.
Fuego lento, preciso, árbol continuo, nos atraen tus hojas instantáneas, tu tronco permanente. Déjanos estar junto a ti, junto a tu amor hambriento. Creces aniquilando, medida de la destrucción, estatura hacia dentro, duración hacia atrás, tiempo invertido, muerte muriendo, nacimiento.
Déjanos estar en tus párpados incesantes, investigar contigo lo que buscas. Luz en fuga perpetua, en ti, como tú misma, en nosotros.