La niña del sacristán

—Téngase por favor vuesa merced, señor caballero, y escúcheme, que quiero pedirle gracia.

—¡Gracias a mí! Sin duda que me confunde con otro personaje mucho más personaje que yo, porque las gracias que puede otorgar un sacristán honorario del convento de San Plácido, no pueden ser muy graciosas, como vos comprendéis.

Esto decía y esto contestaba respectivamente, una mujer enlutada y encubierta y un hombre envuelto en un largo manteo.

Era la escena en la esquina de la calle del Pez a la de San Bernardo, y en una noche fría y lluviosa de 17…

La mujer llevaba un bulto cubierto con el manto.

—Ved en qué puedo serviros —dijo el hombre, deteniendo su marcha, aunque de mal talante, y manifestando claramente su mal humor.

—Ello es, hermano, que mi ama la señora duquesa… una señora cuyo nombre no es del caso, diome este encargo para la priora del convento de San Plácido.

—Pues seguid todo derecho, y al fin de esta calle y donde se cruzan la de San Roque, veréis…

—Dios os premie la merced, hermano.

—Dijerais eso y ya hubiéramos determinado.

—¿No sois vos el demandadero de las monjas?

—El mismo, para lo que gustéis mandar: José Acevedo María de los Ángeles y…

—Bien, hermano, lo de menos son los apellidos paternos; en siendo vuesa merced el sacristán y demandadero del convento de San Plácido, no necesito saber más.

—¿Luego me buscabais? —preguntó con asombro el sacristán.

—Os aguardaba con ansiedad.

—¿Tanto os importaba verme y hablarme, que a estas horas y a pesar del chaparrón que cae y de los tudescos que arcabucean y atropellan a cuantos vecinos hallan al paso y principalmente a las vecinas?…

En llegando a este punto de la conversación, la enlutada lanzó un suspiro capaz de conmover a cualquier varón que no fuese demandadero de monjas.

—¿Tanto deseabais hablarme y tan importante es lo que tenéis que decirme, que no os detienen los peligros ni os estorban aguaceros?…

—Es el caso, hermano… tened la bondad de acompañarme hasta aquel portalón, y nos libraremos de la lluvia mientras hablamos.

—Debo advertiros que no puedo perder un minuto, que me esperan con ansiedad las madres, que según costumbre, cada cual me hizo veinte encargos, porque como las pobrecitas no salen de su recogimiento y santa clausura…

—Bien, pero…

—Y he de tocar a las ánimas, que son cerca de las nueve…

—¡Jesús, hermano!, ¡tocar a las ánimas!

—Hermana, no se burle de las cosas piadosas, y acabemos.

—¡Pero si no me dejáis, señor demandadero!

—Pues hablad, por San Pedro Advíncula.

—Es el caso que la señora… mi ama…

—Qué, ¿vos sois doncella?…

—Calle y no sea malévolo el señor José.

Este, que aunque no veía a su interlocutora, oía la voz aguardentosa y cascada de la desconocida, cayó bien pronto en la cuenta de que hablaba con una dueña arrugada e hipócrita, y propúsose sacar partido del encargo que le hiciera, poniéndose en guardia contra toda zalamería, que ya sabía el hermano José que las dueñas lo querían todo por amor de Dios.

—Pues desembuche y no pierda tiempo mi señora la dueña.

—Ello es un encargo de la dicha mi ama que tengo para la priora de San Plácido, y como la noche es lluviosa y he tenido la buena fortuna de encontrar a ucé en el camino, quiero suplicarle que me evite el viaje y lleve en mi puesto este encarguito a la Superiora…

—No en mis días, que ni yo sé quién os envía, ni cuál es el encargo y…

—Eso no os detenga, que puedo decíroslo. El nombre y seña de mi señora encontraréis en el encargo mismo apuntadas, y ello es un hermoso fruto de esta tierra…

—¿Fruto decís?

—Sí por cierto.

—¿Pero no será de bendición? —tornó a preguntar el demandadero.

—Vaya, hermano José, no sea tan libidinoso, y tome, que tal vez accediendo a mi ruego me librará de una muerte segura.

José vaciló un momento.

La dueña prosiguió:

—Mi casa está lejos, y si en la travesía voy a dar con los tudescos del diablo que se les lleve…

—¡Amén!

—Conque, hermano José, tome, tome el encargo y este real de a cuatro, y Dios le recompensará el beneficio que me hace.

Y diciendo y haciendo sin aguardar a que el demandadero contestase afirmativa o negativamente, depositó en su faltriquera el real de a cuatro y sobre sus brazos, que José abrió, temeroso de que el susodicho encargo viniese al suelo, un canastillo bastante grande cubierto con un paño de encaje.

Y sin dar tiempo a que el sacristán examinase el contenido del cesto, desapareció a lo largo de la calle, mientras José, que no apercibido para sostener tanto peso, hubo de hacer un esfuerzo para que no lo venciese, gritaba:

—¡Dios de Dios, Señor inmortal!, ¿qué es esto que tanto pesa? Eh, buena mujer; si eso es posible, volved acá, que yo no puedo entregarme de este regalo.

Pero la dueña desapareció al fin de la calle, y el sacristán, temeroso de faltar a sus obligaciones en el convento, cubrió como pudo con su manteo el canastillo y los restantes encargos que llevaba y partió apresuradamente en dirección de la santa casa.

Llegado que hubo delante de la puerta que se ve en la calle de San Roque, se detuvo un momento, porque como llevaba las manos ocupadas no sabía cómo llamar, hasta que recordó que le quedaban libres los extremos opuestos.

Entonces sacudió una fuerte patada en la puerta; después otra, y así fue redoblando con arreglo a su impaciencia.

—¿Quién anda ahí'? —preguntó por dentro una voz gangosa y destemplada.

—Abrid, hermana tornera, abrid pronto —respondió José.

—Tened un poco de paciencia —volvió a decir la voz gangosa—; tened paciencia, que no hemos de estar sujetas a vuestras comodidades y deseos.

¡Pobre José! Sus comodidades hubieran sido molestias para cualquier prójimo por muy sufrido que fuese; para él, que tenía un verdadero placer en cumplir con sus deberes, eran insignificantes trabajos; pero a pesar de su natural bondadoso y humilde, lo de las comodidades le pareció un abuso de la portera.

La puerta del convento se abrió y el demandadero franqueaba el umbral, cuando se oyó un quejido, y después otro, y luego clara y distintamente el llanto de una criatura recién nacida.

—¿Qué es eso? —preguntáronse a un tiempo la portera y el sacristán.

El llanto continuó, y entonces pudieron convencerse de que el que lo producía era un hermoso niño o niña, que tanto no llegaron a descubrir en el primer examen; el fruto que había encomendado la dueña al sacristán de San Plácido; el encargo para la priora, el regalo que le enviaba una señora princesa o duquesa o el diablo que la llevase, como decía el seráfico José, indignado consigo mismo por su condescendencia.

—Hermano, esto es escandaloso, inmoral…

—Déjeme, hermana, que harto tengo yo con mis penas sin que su merced se encargue de aumentarlas.

Cuál fue la impresión que produjo en el convento la inesperada huéspeda, no es menester decirlo.

La priora examinó detenidamente los magníficos paños en que la niña iba envuelta, y en ellos halló una corona ducal admirablemente bordada, sobre unas iniciales.

La niña apenas contenía una hora de existencia; pendiente de su cuellecito llevaba un riquísimo medallón unido a una cadena de oro: en aquel medallón se veía también la corona ducal y las mismas iniciales que en los paños, pero formada de brillantes y perlas de grandes tamaños.

La comunidad toda tuvo noticias del suceso, y aunque la portera intentó ofender la honra de José, suponiéndole capaz de un extravío, nada consiguió sino que la priora la reprendiese duramente, y tranquilizando al atribulado sacristán, le dijo:

—Vamos, hermano, a vos os encargo de los cuidados de la niña y a la mujer del hortelano para que la críe; que el convento desde hoy toma a su cargo a esa pobre huérfana.

—¿Es decir —preguntó José saltando de gozo—, que no os incomodáis conmigo por haberme dejado sorprender?

—Nada menos que eso, José; doy gracias a Dios porque esa criatura ha venido a parar a esta casa donde nada ha de faltarle mientras la comunidad exista…

—Y yo viva —añadió el sacristán—. ¡Qué buena es vuestra paternidad!… digo, vuestra… y ¡qué contento estoy! y ¡cómo ha de rabiar la portera que tan mal me quiere, yo no sé por qué motivo!

La niña continuó en el convento durante algunos días; pero un suceso inesperado hizo que se creyese su vida en peligro al cabo de ellos.

La guerra de sucesión ensangrentaba los campos de Aragón, Cataluña, Valencia y Castilla; en Andalucía como en Extremadura, se luchaba también, y así favorecía la suerte de los soldados de Vendome como a los alemanes.

El espíritu nacional era indudablemente en los principios favorable al archiduque Carlos, y lo demostró así el entusiasmo que su nombre produjo a Aragón y Castilla primeramente, la heroica lucha de los catalanes contra los soldados, franceses en su mayor parte, del duque d'Anjou.

Vencidos en varias batallas los altivos generales de Luis XIV, los alemanes y los españoles, defensores del archiduque, hallaron franco el paso a Madrid, y a marchas forzadas se encaminaron a la capital de la Monarquía.

La vanguardia, compuesta en su mayor parte de alemanes, entró en Madrid durante la noche en que empieza nuestro relato, y se entregó a la licencia y al pillaje por espacio de algunos días, y principalmente durante las noches.

Campaban en las afueras primero, y después dentro de la villa; pero en el primer caso como en el segundo, no dejaban de visitar nuestras tabernas, beber gratis y apalear lo mismo a cuantos individuos sospechosos, para su opinión, hallaban al paso. Las mujeres todas les parecían sospechosas, aunque se contentaban con acariciarlas brutalmente en lugar de molerlas a palos.

Los conventos fueron asaltados casi en su totalidad, y al de San Plácido le tocó el turno a los ocho o nueve días de la invasión.

Violado aquel sagrado recinto por los tudescos, las religiosas huyeron, y buscando su salvación en las casas inmediatas, burlaron las impuras intenciones de los invasores.

El demandadero huyó también, pero llevando en sus brazos a su querida niña, a la huérfana, que abandonada segunda vez en la habitación de la hortelana, quedaba expuesta a una muerte cruel.

Pero el cariño que a José inspiraba la pobre niña habíale advertido del riesgo, y corriendo hacia la habitación del hortelano, halló a Elisa, que tal era el nombre con que habían bautizado a la huérfana, sola en la cuna.

—¡Pícaros! —exclamó José en viendo a la tierna criatura—: no han abandonado a su hijo como a esta pobrecita; ¡pues!, como si no fuéramos todos hijos de Dios. Ven, hija mía, ven, que yo te salvaré y moriré por conseguirlo, y el Señor nos ayudará.

El buen José cogió a la niña en sus brazos y salió corriendo de la habitación y del convento, no sin grave peligro de caer en manos de los tudescos.

Pasado el peligro, y cuando el archiduque hizo su entrada en Madrid, las religiosas volvieron a sus respectivas casas, y la villa recobró su natural aspecto.

El convento de San Plácido fue habitado de nuevo por sus virtuosas moradoras, y no tardó el demandadero en volver a él, llevando en sus brazos a la niña.

Cuántos trabajos, cuántos esfuerzos costó al sacristán conseguir que la inocente criatura no muriese de hambre, fácil puede comprenderse. Pero al cabo triunfó. Dios no lo abandonó en tan noble empresa.

El tiempo corría, y la niña, confiada durante sus primeros meses al cuidado de la hortelana, y siempre bajo la inspección del demandadero, creció y llegó a contar tres años.

José no pensaba sino en la chica, que con sus caricias atestiguaba al sacristán el cariño con que le pagaba el que le profesaba.

Cuando le veía saltaba con extraordinaria alegría, y abría sus bracitos para llamarle: José se aproximaba y Elisa ceñía su cuello mientras besaba la frente y las mejillas de su humilde protector.

Otras veces enredaba sin cesar, trastornándole todo en la cocina, cuya limpieza y dirección corrían a cargo del demandadero, manchando alguna cacerola por imitarle en sus manipulaciones, derramando la sal o aumentando el combustible en los hornillos con papeles y trapos, cuyas llamas la divertían, aunque no tanto como las pavesas que producían al carbonizarse, y que ella agitaba con donaire.

—Esos pájaros negros se llevan a la gente —decía la niña con esa gracia infantil inexplicable y superior a todas.

—Sí, se llevan y con ellos el diablo al pobre José, que no consigue nunca ver limpia esta cocina.

—No se enfade, Joselito —murmuraba con tímida coquetería la muchacha.

Al demandadero se le caía la baba contemplando a Elisita, y siempre concluía por perdonarla y hacerla cantar una oración a la Virgen Santísima, muy tierna e impregnada en su santa devoción, si no de muy buen gusto, considerada la tal canción artísticamente.

Es verdad que recitada por la poca voz de la huerfanita adquiría mayor encanto y más inspiración y sentimiento.

Al terminar la canción recibía la cantante unos cuantos besos y abrazos de José, y alguna fruta o dulce de almíbar en conserva que no faltaba nunca en la despensa del convento: cosas todas que apreciaba mucho la niña, si bien parecía a primera vista que el almíbar llevaba para ella mucha ventaja a la boca de su protector.

La huérfana era el objeto de todos los cariñosos afectos y caricias de las religiosas, y así bajaba al huerto a juguetear con las monjas, como entraba en cuarto de la superiora, donde siempre hallaba un beso y una golosina.

Tres años había cumplido la niña, cuando un suceso inesperado llegó a cambiar la faz de las cosas.

La priora, santa mujer, cuyas virtudes eran de todos conocidas y por todos loadas, sucumbió repentinamente, lo cual produjo grande alarma y sentimiento en la comunidad.

La que fue nombrada para reemplazarla mudó completamente el régimen interior y el personal de los empleados de la casa. El demandadero de las monjas de San Plácido fue destituido para dar entrada a un conciudadano de la superiora, que era del condado de Barcelona.

José lloró como un chiquillo cuando recibió la noticia; después pensó en Elisa: dejarla en el convento, suponiendo que la nueva priora lo consintiese, sería renunciar a ella; y llevarla con él equivaldría a matarla de hambre.

Sin embargo, se decía, no soy muy viejo y puedo trabajar. No sabría resignarme a perderla para siempre.

José había recibido de manos de la priora que había sucumbido las prendas, el medallón y el canastillo que acompañaban a Elisa cuando fue presentada en el convento.

—Solamente yo poseo los datos para buscarle una familia: si lo consiguiese… ¡Ah! Es verdad que si lo consiguiese, me vería también separado de ella para siempre.

Después de largas meditaciones, José resolvió llevarse a la niña por bien o por mal, si la priora se opusiera a ello.

Dispuso su marcha, y recogiendo a la muchacha sin dar parte a nadie, según una última resolución que le libraba de disputar la posesión de Elisa, abandonó aquella casa, donde tantos años había pasado de dulce tranquilidad.

Aprovechó la oscuridad de la noche, como si se avergonzase de que le viesen salir expulsado del convento, y para ocultar mejor a su querida niña.

¡Pobre José! Entonces empezaban para él las luchas terribles, las luchas con el fatalismo de la miseria.

Y no estaba solo en su abandono: tenía a su lado una desdichada criatura, a la que había privado del sustento que en aquella santa casa o en algún otro benéfico asilo hubiera encontrado seguramente.

José debería trabajar para sí y para su hija, que como tal  la consideraba el exdemandadero de las monjas de San Plácido.

Las privaciones, los sufrimientos que lleva consigo la pobreza, las humillaciones, todo el martirio, en fin, de la miseria, sufrieron con heroica resignación José y la huérfana.

Cuando desalentado el pobre hombre, se dejaba caer sobre un taburete en su oscura habitación, ella era el ángel consolador que le infundía esperanza y valor en medio de sus pesares.

—¡Bendita seas! —murmuraba José.

Pero el diablo o las circunstancias mudaron completamente aquel cuadro de desdichada felicidad y de feliz desdicha a un tiempo mismo. Elisa había cumplido dieciséis años.

A la tranquilidad sucedió la desconfianza por una parte, la impaciencia por otra, y por la primera vez en su vida, Elisa se negó a complacer a su protector.

—¿Recuerdas —le dijo— aquella oración a la Virgen María que te enseñé y que tú cantabas en el convento?

—La recuerdo como si la hubiese aprendido ayer.

—Cántala, hija mía, cántala, y nos servirá a la par de recuerdo de aquellos días felices y de súplica para que nuestra Madre y Señora nos ampare y libre de todo mal.

Elisa vaciló durante algunos segundos.

Después balbuceó:

—Padre, perdonadme; pero…

—Qué, ¿no quieres darme gusto? —preguntó con extrañeza José.

—No, no es eso, padre mío.

—Está bien, no quiero violentar tu voluntad.

—Siento una pena…

—¡Pena! ¿Tú pena, hija mía? —exclamó cariñoso y enternecido el exsacristán—. ¿Qué te sucede, Elisa? Esta es la primera vez que el infortunio te hace llorar: tú has sido siempre mi consuelo, y en los momentos más angustiosos de mi vida has enjugado mi llanto y has deshecho mi dolor con tu purísima alegría.

La niña rompió a llorar amargamente.

José no podía adivinar la causa, y esto le mortificaba.

—¿Acaso te asusta ya el trabajo y temes a la miseria? —preguntó a la joven.

—Nunca la he temido, padre.

—Pero hoy…

—Hoy soy muy desagraciada.

El pobre viejo no podía contener su pena y lloraba como un chiquillo.

—¡Ah! No lloréis, padre mío, que yo callaré y cantaré cuanto queráis.

—No, no, basta; Elisa, basta.

 El exdemandadero no sabía lo que era ese amor, esa pasión que un hombre experimenta por una mujer y ésta hacia el hombre.

Si José hubiera sabido todo eso; fácilmente habría comprendido la causa del sufrimiento de Elisa.

Pero el pobre hombre nada sabía de esas pasiones, y fue preciso que Elisa le confesase la pasión que sentía.

Entonces cayó la venda de sus ojos: sin embargo, haciéndose superior a sus debilidades, y pensando en que la joven debía pensar en su porvenir, que él no podía ofrecerle, se resignó a aconsejarle en aquel sentido.

¡Oh! ¡Pues si José hubiera poseído una fortuna, si hubiera sido rico! Entonces no habría consentido que Elisa amase a nadie.

Pero las cosas siguieron su curso natural y no pudo evitarlo el exdemandadero.

El galán pensó en ser marido y la amada se resolvió a ser esposa; y él era principal y noble, y ella… ella no sabía a quién debiera el ser.

Ante esta revelación, todo noble y digno caballero habría retrocedido.

Pero no así don Juan de Aguilar, que en oyendo esto, y viendo las pruebas de lo que la joven decía, exclamó ebrio de felicidad:

—¡Ah, hermosa Elisa! Tienes padre, y es tal, que en conociéndote, verás cómo me honras con tu cariño.

Quedaban así desvanecidos los escrúpulos de la muchacha; pero más lo fueron en breve, cuando apareciendo en su humilde casa un noble y principal anciano, y después de reconocidas las prendas y medallón que acompañaron a la niña, y oído el relato de José, abriendo los brazos el caballero fuese hacia ella, y le dijo loco de felicidad:

—Ven, hija de mi alma, ven, que hace muchos años que te busco inútilmente; y vos, don Juan, que pues a vos lo debo, no hago mucho otorgándoos su mano.

Elisa había sido la víctima de una venganza de un su pariente al servicio de Felipe V y en odio al duque de…, servidor entusiasta del austríaco.

La infortunada madre murió de dolor.

La dueña, ganada por el oro, accedió a servir de instrumento para tan mísero plan. Pero pensó en dejar la niña donde, si le ofreciesen mayor cantidad o llegase a arrepentirse, pudiera descubrirse su paradero.

La expulsión del demandadero desconcertó a la dueña, que no por arrepentimiento, sí que pensando en el mayor lucro, trató de averiguar el paradero de la niña.

Todos eran felices.

Todos menos José, que temía una ingratitud en su querida Elisa.

—¡Padre mío! —exclamó esta arrojándose a los pies del duque—: no saldré de aquí si no me acompaña mi protector, mi antiguo, mi buen amigo, mi padre.

La joven hizo un ligero resumen de su pasada historia, de los sufrimientos que por ella había pasado el buen José, y al terminar su relato, el pobre demandadero se veía entre los brazos del duque y de don Juan y de su Elisa, que todos lloraban de alegría.

Desde aquel día el pobre hombre ya no volvió a sufrir privaciones, ni se separó de su niña, a la que vio contenta y mimada, siéndolo él por todos los de la casa.