CAPÍTULO 6

 

 

 

Lo que habría sido un exilio desolado se transformó el día en que me topé con el poeta Alfred Tennyson y su amigo el doctor Hamilton. Corría el mes de noviembre de un otoño indeciso. La temperatura se mantenía templada sin fríos que obligaran a abrigarse en demasía. Mis piernas se fortalecían gracias a las frecuentes caminatas. Aquella tarde, porque salí un poco más temprano que de costumbre, decidí alargar mi paseo y acercarme a la bahía de Freshwater. Era un día muy claro y me tentaba la idea de ver las Agujas desde el sendero. Solía detenerme en mis caminatas al lado de Strawberry Lane donde se hallaba una tosca piedra funeraria que databa de la Edad de Bronce. Esa Longstone, como la llamaban, era la marca de un lugar a la vez maldito y venerado. Se rumoraba que se realizaban allí ceremonias paganas y brujerías. Ese aspecto supersticioso de la mentalidad inglesa, tan diferente a la racionalidad francesa, me atraía y, dado que el nombre del pueblo —Mottistone— significa «piedra del que habla, o del que ruega», incorporé a mis caminatas cotidianas esa parada. Recostado sobre ese monolito, rogué muchas veces por mí mismo, por mis hijos, no al Dios cristiano de mis padres, sino a esas fuerzas del destino a las que los antiguos atribuyeron nombres, formas o leyendas. Quizás porque nunca vagué por allí en noches de luna llena o de cualquier luna, nunca vi a nadie más hacer lo mismo hasta esa tarde. Mientras jadeaba tras subir la colina escuché una voz grave primero y percibí un agradable olor a tabaco. A continuación se perfilaron el ala ancha de un sombrero de fieltro negro, al estilo de los rejoneadores de las corridas de toros españolas, y el perfil de un hombre de larga y aristocrática nariz, bigote y barba oscura e hirsuta, y ojos pequeños. A su lado, cortando una figura inusual, con una pipa colgándole indolente de los labios, estaba un hombre muy alto y bien vestido, de ojos inmensos muy separados en el rostro, y con una expresión a la vez ausente y dulce. Fue él quien me vio primero. Saludé con una inclinación de cabeza, dudando si debía simplemente callar y seguir camino, pero el hombre alto extendió la mano y se presentó.

—Soy el doctor Hamilton —me dijo, amablemente—. ¿De dónde nos visita?

—De Francia —dije, sin pensarlo, confiando desde ese primer encuentro en la transparente bonhomía del doctor—. Georges Desmoulins —respondí estrechando su mano.

—Yo soy Alfred. Alfred Lord Tennyson —se presentó el poeta—. ¿Está de paso?

—Estoy de reposo en la isla por una temporada.

—¿Alguna dolencia?

Grand mal —mentí. Ibrahim me había convencido que esa enfermedad y su reputación de dolencia misteriosa, que atacaba de pronto y no causaba síntomas externos, me permitiría usarla de perfecta excusa para desaparecer semanas si fuera necesario y acallar curiosidades con su sonido rotundo y mitológico.

»Me han recomendado la quietud de esta isla y largas caminatas —añadí con una resignada sonrisa.

—¿No será un mal diagnóstico? —intervino Tennyson. Ambos hombres, al contrario de lo esperado, parecían muy interesados ahora en mí.

—¿Hacia dónde se dirige? —preguntó el médico.

—Intentaba alcanzar la bahía de Freshwater si me daban las fuerzas —sonreí.

—Acompáñenos —me invitó Tennyson. El tono de su voz bien modulada, grave y sonora no ofrecía alternativa.

Jamás habría imaginado que el gran poeta, Alfred Lord Tennyson viviera amenazado por la epilepsia durante buena parte de su vida; una enfermedad que su padre padeció igual que varios de sus hermanos y que él temió asolaría su cerebro impidiéndole escribir la poesía sin la cual no se imaginaba siendo quien era. De seguro yo les parecería extrañamente sincero por reconocer un problema de salud como aquél cuando apenas nos decíamos los nombres, pero en esa isla aquella tarde, junto a la antigua tumba, los tres nos encontramos sin las formalidades y máscaras de la sociedad, libres para conocernos tal cual éramos. Peligrosas, pero también útiles pueden ser las mentiras. Conté experiencias de las que sólo había leído. Hablé sobre mis repentinos momentos de ausencia. Esa atmósfera inusual hizo que la conversación que emprendimos durante la caminata esquivara formalidades y se adentrara, de manera natural, en los asuntos profundos que a cada uno interesaban. Tennyson relató su alivio cuando tras años de creer que los trances que a menudo precedían los momentos más creativos de su imaginación derivarían en una crisis epiléptica, descubrió que no eran más que el anuncio de un ataque de gota.

—¿Cómo imaginar que la gota podría anunciarse así? —se preguntó, mientras con su bastón iba removiendo el pasto—. Si usted, como dice, nunca ha tenido un ataque de epilepsia, sino esas extrañas ausencias de la realidad, bien podría deducir que su dolencia, como lo fue la mía, ha sido simplemente mal diagnosticada. —Sin más, se comprometió a brindarme las señas de su médico en Inglaterra. Hamilton fue quien me puso al tanto de que el poeta había comprado una casa en la isla atraído por la quietud. Él, en cambio, había residido en Wight desde la infancia. Sólo sus estudios de medicina en Cambridge lo habían apartado de allí.

—Alfred le recomienda un médico en Londres aun teniendo uno a mano —sonrió—. Si no tiene inconveniente, yo mismo puedo hacer ese diagnóstico. Será cuestión que se siente conmigo por unas horas y repasemos su historial.

Le di las gracias efusivamente. Me conmovió su disposición de ayudar a mi persona ficticia. Pensé que tendría que adentrarme en los libros de la biblioteca de Pitts Place para urdir una historia que satisficiera su curiosidad.

—Si apretamos el paso, Emily nos preparará el té —dijo Tennyson—. Se alegrará de ver caras nuevas. Creo que Hamilton y yo la aburrimos con nuestras conversaciones. Ella es francófila y escuchar de Francia le alegrará el día.

—Y usted, ¿está casado? —preguntó Hamilton.

—No —dije—, siempre le he temido al matrimonio.

Se rieron los dos.

—Lo entiendo —dijo el poeta—. Yo tardé trece años en decidir casarme con Emily, y quizás jamás lo habría hecho si la poesía no me hubiese al fin mostrado sus frutos. Ha de saber, amigo, que nadie se casa con poetas paupérrimos y yo lo fui por mucho tiempo.

—Por suerte, su Emily es una mujer tenaz y esperó —sonrió Hamilton.

—El doctor aquí es un viudo fiel a su memoria —sonrió Tennyson. Hamilton tan sólo asintió y no dio detalles pues la dueña de la casa salió en ese instante a recibirnos.

Lady Tennyson era alta y delgada, pero se inclinaba o alzaba graciosamente según el tamaño de su interlocutor. Poseía unos redondos y asombrados ojos color ámbar, una nariz fina de ventanas menudas y una boca de labios delgados siempre dispuesta a sonreír. Era femenina, pero carente de los frívolos encajes de la feminidad. Sus manos alargadas no vacilaban ni en el saludo, ni en la manera de servir el té. Era interesante ver la erudición y aires del poeta desinflarse como globos en su presencia. Que ella había conseguido domesticarlo y tornarlo en un ser simplemente plácido y contento era evidente. En el salón de su residencia de Farringford, ella nos atendió con un set de bellas tazas y nos convidó a deliciosos pasteles. Me contó que la casa tenía diez habitaciones y que lo más difícil para ella había sido reconstruir e instalar las tuberías. Emily hablaba francés con un ligero acento, pero el uso de la gramática en sus frases y conversación era impecable.

¡Ah, las mujeres!, todas tienen un olfato canino. Yo hice lo posible por lucir relajado y jovial, pero hablé lo menos posible temiendo que aquel ambiente refinado, donde podía sentirme a mis anchas, tarde o temprano me hiciera hacer alusión a referencias o anécdotas que delataran que yo no era lo que aparentaba ser. Lady Tennyson, sin embargo, apenas lograba disimular su empeño en conocer mi historia y procedencia. Preguntaba sin cesar al tiempo que comentaba sobre los eventos que sucedían en Francia y su preocupación de que el rey Luis Felipe no lograse conservar el trono.

—Muy agudo fue al proponerse como modelo de un rey «ciudadano». Yo sentí mucho entusiasmo por su figura después del patético Carlos X. Sólo la historia de las andanzas de Luis Felipe, cuidando caballos, impartiendo clases de francés en Boston, apoyando la revolución para luego ver a su padre en la guillotina... By God! —exclamó con genuina admiración—. Pero restringir el voto y sólo conceder ese derecho a los terratenientes es una aguja metida en el corazón de toda la burguesía. Sabe de la Campaña de Banquetes, ¿no? ¿Qué le parece?

—Yo apoyé la Revolución también —sonreí—, pero ya ve lo que sucedió. Una monarquía de poderes limitados es lo que Francia necesita. La burguesía se mostró incapaz de ejercer el poder con la cabeza fría. Terminaron guillotinando a sus autores intelectuales, a sus héroes.

—¿O sea que usted es royalista?

—No, no me malinterprete —me corregí—. Soy republicano. Libertad, igualdad y fraternidad son conceptos que secundo, pero creo que los franceses aún no estamos listos, al menos para la igualdad.

—¿Tiene hijos? —preguntó ella.

—No —respondí—. Aún no. Algún día espero tenerlos.

Debo haber sonreído con melancolía pues me sentí como Pedro negando a Jesús. Tennyson no era en balde poeta e intervino para librarme del asedio de su bien informada e inquisitiva esposa.

—Ya, mujer, déjalo tranquilo. Háblale de la casa, de los rosales. Nuestro huésped ha venido a la isla en busca de reposo, no de zozobra.

Creo que Lady Emily, una mujer sensible, de superior inteligencia y con una habilidad poco común de sintonizarse con los deseos del marido, se percató de que su preocupación por el inestable clima político de Francia se traduciría en inquietud para cualquier francés. De inmediato trocó su curiosidad en discreción y a fin de cuentas terminé favorecido, porque, a manera de compensación, me condujo a conocer la casa. La mano segura y sin pretensiones de esta mujer había logrado que una vieja casa de 1806, construida originalmente al estilo georgiano y más adelante incrustada con toques y torres de estilo gótico, se convirtiera en un sitio a la vez sobrio y acogedor. Tennyson contaba que alquilaron primero la casa para los veranos. Un solo verano bastó para que su esposa empezara en su mente y en sus cuadernos a reconstruirla e imaginarla como el lugar donde ambos se sentirían a gusto el resto de sus vidas.

—La casa —me dijo— era como un verso en blanco, capaz de convertirse lo mismo en una humilde cabaña que en una catedral. Posee el misterio de una obra clásica —sentenció—, se adapta.

Llegué a conocer Farringford bien y a entender lo que el poeta me quiso decir con esa frase que, en esa ocasión, más bien me pareció innecesariamente retorcida. Y es que, sin ser una humilde cabaña, ni tampoco una catedral, Farringford tenía elementos de ambas. Las habitaciones eran espaciosas, con amplias ventanas que daban a un parterre con rosales que rodeaba todo el perímetro, de manera que de cualquier ángulo uno podía mirar en primer plano rosas de distintos colores y detrás de ellas la simple belleza del verdor de un césped bien cuidado que cerraba una alameda de árboles altos entre cuyas ramas el horizonte y el mar se adivinaban. Al estudio se llegaba por una escalera de caracol, sus ventanas daban al jardín frente a la casa. Una escalera adosada a un mecanismo que permitía que rodara de un punto al otro permitía acceder a los volúmenes que rozaban el techo. La poltrona roja para leer, un escritorio de madera sólida, papeles dispersos, banquillos tapizados cubiertos de libros en desorden revelaban la agitada creatividad del dueño. Asomado a la ventana pude ver la hiedra subiendo y creando un marco verde para los ojos que miraran afuera. Un gato yacía en la poltrona. Era fácil imaginar a las Musas entrando y danzando por aquella estancia. Yo no era un hombre de letras, pero admiraba a quienes las cultivaban. Recuerdo que allí sentí por primera vez en mucho tiempo un fluido de lágrimas subirme desde el pecho. Pensé que una paz como la que exhalaba ese cuarto me estaría vedada quizás el resto de mi vida.

En ese recorrido por salas y estancias nos acompañó el doctor Hamilton, quien disfrutaba del efecto mágico de la atmósfera sobre mí.

—No es una catedral, pero uno siente aquí la misma levedad de espíritu que inspiran esos edificios, ¿no cree? —me dijo—. ¡Y pronto conocerá a Julia Margaret Cameron!

La vecina de los Tennyson —explicó— era artista y fotógrafa. Vivía en Dimbola Lodge, una casa muy curiosa. Hamilton prometió que me llevaría a conocer a esa mujer-huracán-viento benévolo, cuyas fotos dejarían registrada la casa del poeta y sus visitantes para la posteridad. «Pocas personas tienen noción de vivir la historia, pero ella es una de las excepciones», me dijo.