Las conversaciones de esos días persuadieron a Hamilton de mi genuino interés por la medicina. Falto de alumnos con quienes desarrollar su casi fanática vocación por la enseñanza, me tomó como pupilo. Yo me plegué sin reticencias a su voluntad de enseñarme reacciones químicas, compuestos de hierbas con las que experimentaba, dibujos anatómicos para los que tenía una dedicación de monje miniaturista. Le gustaba probarme con ejercicios divertidos en los que nombraba síntomas para que yo adivinara de qué padecía el enfermo. Un buen día me pidió que lo acompañara al pueblo a visitar pacientes. Empecé a ayudarlo en sus menesteres. Me presentaba como su amigo Georges Desmoulins, «eminente biólogo francés».
Un hombre como Hamilton nunca antes existió en mi vida. Ya dije que emanaba bondad. Era de tal modo bueno que resultaba, a menudo, desconcertante. Me tomó un tiempo confiar en él, no preguntarme cuál sería su agenda ulterior, si dudaba de mí y aguardaba el momento para descubrir mi engaño, si sus preguntas sobre mis pasiones y mi pasado no eran dados cargados que me lanzaba mientras hervía sus instrumentos cerca del fogón con el delantal de cuero de sus experimentos anudado a la cintura.
Hamilton estaba convencido de que la medicina dejaría atrás para siempre la idea de los cuatro humores, los sangrados y las sanguijuelas. La manera de vivir afectaba la salud mucho más de lo que se aceptaba, sentenciaba. Era muy amigo del célebre epidemiólogo londinense John Snow, con quien sostenía una copiosa correspondencia sobre la obsesión de ambos: el cólera. Snow logró demostrar que los barrios más afectados por la epidemia eran aquellos donde los pozos de agua estaban contaminados. Se opuso a la idea de que el cólera era una miasma, pero su teoría sobre la relación del agua o las comidas malsanas con la infección provocaba intensas polémicas y debates entre la comunidad médica. Hamilton, tan certero con la pluma como con el escalpelo, libraba por su amigo batallas epistolares validando sus ideas en diarios y academias. La colaboración de Hamilton y Snow se extendía a otros aspectos de la ciencia médica. También descubrieron las propiedades anestésicas del cloroformo. Snow se lo administró a la reina Victoria en el parto de su octavo hijo, y desde entonces se empezó a usar liberalmente en las cirugías. Pero eso sucedió después que me marché de la isla. Previamente, Hamilton y yo experimentamos con los efectos del cloroformo. Comprobamos la pérdida de la conciencia, el sueño profundo y las náuseas posteriores. Varios de los amigos del grupo, entre ellos Tennyson, también insistieron en probarlo. La idea de un sueño inmediato y profundo nos atraía a todos, pero también nos atemorizaba. El doctor Hamilton muy responsablemente decidió que hasta no saber más de los potenciales problemas del anestésico no debíamos seguir ensayando esa clase de escape de la realidad. Yo guardé en una pequeña botella ámbar unos cuantos centímetros cúbicos. Aplicar unas cuantas gotas de cloroformo a mi pañuelo para ausentarme del escenario de mi mente por un corto tiempo era un lujo exquisito.
Mi realidad poco a poco empezaba a llenarse de otros rostros e historias ajenas a mi pasado, pero mi mente registraba lo nuevo como imágenes sobreimpuestas a un trasfondo de sombras agazapadas. Henriette y Fanny nunca estaban muy lejos del primer nivel de mi corteza cerebral o lo que constituía mi consciente. A menudo despertaba sobresaltado pensando en los menesteres urgentes que debía atender en la vida a la que jamás regresaría.
Hamilton, Tennyson y yo tomábamos el té al menos dos veces por semana. Recuerdo a Lord Alfred con los pies sobre su escritorio, fumando una pipa y mirando hacia la línea del horizonte que apenas se delineaba entre los árboles visibles desde su ventana. Uno de sus temas de conversación preferidos era el período de once años en que su impulso artístico se paralizó debido a las críticas ácidas y sarcásticas que recibiera su antología de 1832, cuyo título era la escueta descripción del contenido: Poemas. ¿Qué convertía a los seres humanos en peleles?, se preguntaba. Él tenía una vívida memoria de la mañana de abril de 1833 en que leyó el devastador comentario de Croker en The Quarterly Review. Afirmaba que llevaba impreso en la memoria el recuadro en la parte baja derecha de la página, el tamaño y estilo de las letras del titular.
—Este patán de John Wilson Croker aceleró la muerte de Keats con su crítica de Endymion —afirmó—, pero compararme a mí con un poeta cockney, etiquetarme como imitador de Keats, insinuar que mi poesía, así como mi devoción y amistad con Arthur Hallam revelaban una sexualidad obtusa y confundida, me marcaron como si una epidemia de viruela hubiese deformado mi rostro. No quería salir a la calle. Por Croker me refugié en el anonimato. Me escondí. Pero no fue esto lo más grave: durante once años mi mano se negó a recibir los dictados de mi imaginación. Pensaba en la insidia de críticos cuya fama proviene del alcance de sus escupitajos, o del humor de sus cáusticas frases, y me poseía un estado de rabia y frustración que sólo disminuía cuando lanzaba libros por la ventana de mi estudio —sonrió—. Ver a Emily salir a recogerlos me causaba una vergüenza infantil. Los comentarios de esos tipos, como si provinieran de un olímpico mensajero, disipaban toda mi energía y deseo de seguir vivo. Aún reacciono con igual ardor. No importa que reconozca la inquina y la mal colocada intención del autor del insulto, las palabras negativas se inscriben en mi memoria como pústulas supurantes que nadie puede sanar. Algo muere para mí —decía Tennyson, con el cabello largo desordenado, gesticulando—. Sé que no lo entienden. Yo mismo, como dije, no dejo de insultarme, de considerarme un pelele por atribuir esa importancia a las palabras de otro, pero veamos: ¿qué somos sino palabras? ¿Cómo no medir el bien y el mal en palabras? ¡Mi salvación es mi maldición! ¿Por qué no pude aceptar el criterio de John Stuart Mill sobre el mismo libro, su generosa mirada atribuyéndome un genio indiscutible, y en cambio aprendí de memoria el ataque salvaje que me dispensara ese Croker, ese apologista de la Revolución francesa, ese político irlandés metido a literato?
—Debes reconocer, Alfred, que Croker te afecta así porque aún te habita el demonio crítico de tu padre —dijo Hamilton—. Oír ese discurso desde fuera de la familia pensaste que validaba cuanto oíste desde niño en tu propia casa.
—No tienes idea del sentimiento, porque nadie ha criticado en público un escrito que tú consideras es lo mejor de ti mismo —tronó Tennyson.
—Ciertamente, en eso te doy la razón.
Ninguno de ellos experimentaría jamás el ser conocido como un asesino, el asesino de la propia esposa, de la madre de sus hijos. Los observaba y escuchaba, pero el tono de sus palabras me encaminaba a mí por derroteros que ellos jamás adivinarían. Recordé la incredulidad con que la sociedad francesa recibió la noticia del crimen, los reportajes en que se leía el asombro que un par de Francia, un personaje con mis señas y características pudiese haber sido capaz de la saña horrenda de matar a puñaladas a la pobre duquesa. No pude continuar quieto en mi silla. Pedí que me excusaran. Debía marcharme. Me dolía la cabeza.
Esa noche, muy tarde, desperté y leí el poema nuevo que Tennyson nos entregó a Hamilton y a mí para que lo leyéramos por nuestra cuenta. Lo guardo igual que haría con un pan en una hambruna mortal, y lo muerdo a veces cuando me descorazono. El poema habla de Ulises, ya de regreso en Ítaca y aburrido de la vida cotidiana. Reúne a sus marineros y parte de nuevo. Me sé de memoria un fragmento del final:
Venid, amigos,
Todavía no es tarde para salir en pos de un mundo nuevo.
Levad las anclas, acomodáos y acompasados
Hundid el remo en los surcos sonoros del agua
Pues no es otro mi propósito que navegar
Allende del crepúsculo y de los mares que bañan
todas las estrellas de occidente, hasta la muerte.
Quizás nos hundan las corrientes
Quizás arribemos a las Islas Venturosas
y veamos de nuevo al gran Aquiles.
Tanto hicimos pero mucho queda por hacer.
Y aunque nos falte la fuerza que en otros tiempos
movía cielo y tierra, no hemos dejado de ser
esto que somos: heroicos y atrevidos corazones
ablandados por el tiempo y el destino pero
impulsados por la incansable voluntad
de persistir, buscar, hallar y no cejar.
Finalmente conocí a Julia Margaret Cameron. Hamilton hablaba de ella con enorme entusiasmo y planeó nuestra visita a su mansión de Dimbola Lodge pues insistía que era un personaje digno de mi atención, una mujer fascinante que estaba revolucionando la fotografía.
—Además, tienes que ver la casa, una casa llena de gente y de sol. Es casi un país —decía Hamilton sonriendo.
La casa era ciertamente, además de muy grande, muy extraña. Con la mitad cubierta de hiedra parecía un rompecabezas para niños pues constaba de cuatro idénticas unidades que sobresalían de la fachada, mientras que en el centro del conjunto un rectángulo vertical alojaba la puerta de entrada. Aunque carecía de elegancia arquitectónica pues era una versión de cottage inglesa aquejada de gigantismo, por dentro era un laberinto que, por obra y gracia del espíritu juguetón y artístico de la dueña, encantaba y lo ponía a uno de buen humor no más traspasar el umbral. Buen humor, digo. Y eso fue lo que experimenté no más entrar y escuchar el sonido familiar de una casa grande con niños. Julia tenía nueve hijos pues además de sus seis adoptó tres más, me dijo Hamilton, mientras dejaba su sombrero y abrigo y me invitaba a hacerlo en un pesado y antiguo armario de puertas ojivales. La noticia de la llegada del doctor generó una conmoción. Aparecieron a saludarlo niños y niñas y jóvenes de estaturas y edades diversas. Las escaleras resonaron con pasos y se escucharon gritos de aviso entre las habitaciones. En mi recuerdo, Julia Margaret fue la última en llegar al recibidor. Justo después del inicial deleite que me produjo volver a escuchar la algarabía juvenil, ver los vivos colores de los muebles, los ventanales, los jarrones con plantas, el tubo de bronce para depositar los paraguas, las graciosas sillas austríacas, la profusión de pinturas y fotos en las paredes, me poseyó la nostalgia de que jamás oiría los ruidos de mis hijos, de mi casa en mejores tiempos. De las memorias felices pasé de sopetón a la comprobación de mis circunstancias. Un peso se desplomó desde mi garganta hasta el fondo de mi estómago, mi corazón dio un golpe contra las costillas y una cascada de agua hirviente descendió por mi torrente sanguíneo. Conocía la sensación. Perdía por instantes la capacidad de pensar o de hilvanar palabras y debía sujetarme de algún mueble para que la realidad no me llevara con ella a los infiernos. En ese estado me encontraba cuando apareció Julia Margaret. Mientras intentaba recuperarme del vahído, la observé saludar afectuosa a Hamilton. Su sencillez no hacía sino resaltar unos rasgos, no bellos, pero sí interesantes, porque la cara alargada, la nariz fina, los ojos grandes, el color muy blanco de su piel, el pelo dividido al centro y recogido en un moño flojo en la nuca eran en conjunto la síntesis de su determinación. Julia Margaret Cameron poseía el don de la atención. A Hamilton le dedicó el tiempo necesario para enterarse de sus más recientes curaciones y compuestos. Cuando se fijó en mí enfocó sus cinco sentidos en una indagación que supongo sería su modus operandi pues esta mujer, fotógrafa tardía, era una especie de antropófaga; daba la impresión de querer beberse a sus sujetos, grabárselos en la mente, como un preludio de la acción de grabarlos en los ácidos y placas de sus fotografías. Su interés por mí procedía también de su genealogía. Julia era la hija del chevalier Antoine de l’Etang, que había sido paje de María Antonieta y luego oficial de la guardia personal de Luis XVI. Su madre, Therese Blin de Goncourt, nacida en la India, también era hija de aristócratas franceses. Julia hablaba francés fluida y correctamente, con apenas acento. Mientras me informaba sobre su familia y sus estudios en Francia, nos condujo a una mesa redonda con un mantel impreso con pájaros, de la que removió libros y papeles. La sala tenía demasiados muebles, pero la aglomeración de revistas, knick-knacks, frazadas perfectamente dobladas y cojines producía un efecto agradable, la sensación de estar en un sitio sin protocolos para relajarse y disfrutar del ambiente. A estas alturas, su rotunda presencia hizo que me recuperara milagrosamente.
—Mi casa es mucho más quieta la mayor parte del tiempo —dijo explicando las idas y venidas que resonaban como ecos—, pero hijas, hijos y nietos han llegado para celebrar el cumpleaños de mi esposo en unos días.
—Es una casa muy animada siempre, Julia —dijo Hamilton—. Cuando no son tus hijos son tus amigos. Es la algarabía de una vida feliz. No debes excusarte en absoluto.
—Confieso que la soledad me abruma y sólo la aprecio en su justo valor dentro de mi cuarto oscuro —dijo esbozando una sonrisa de graciosa aceptación de los cargos que le imputaba Hamilton.
Julia habría sido una persona con la que, en otro tiempos, me habría gustado comparar notas sobre nuestras familias y conversar sobre la India y Francia, sin embargo, me esforcé en responder a sus preguntas con monosílabos y dejar que Hamilton, cuya preocupación por sus amigos a menudo lo hacía hablar por ellos, relatara detalles de la muerte de Camille Desmoulins, los vestigios de la Revolución en mi memoria y mis temores sobre los peligros que asediaban a Luis Felipe de Orleans. Mientras él hablaba, observé a Julia Margaret con deleite y tristeza. Tenía el rostro y, sobre todo, la personalidad de alguien con quien a mí me habría resultado delicioso intercambiar confidencias. Me hizo recordar el tono de certeza con que Henriette daba sus opiniones. Pero en Julia Margaret la duplicidad no existía. Su rostro se iluminaba por la pasión de las ideas. Caí en la cuenta, creo que por primera vez, de mi debilidad por las mujeres inteligentes. Fanny incluso poseía, dentro de sus equivocadas cualidades, dotes nada despreciables para la escritura que ella malgastó en su maníaca obsesión por mi amor. No hacía mucho Ibrahim me había mostrado en uno de los periódicos parisinos una nota donde se anunciaba la futura publicación de los diarios y la correspondencia de Fanny. Insólito que alguien quisiera leer muchas páginas de quejas y elucubraciones dictadas por los celos obsesivos. No celebraba estar muerto a menudo, pero en el caso de esa noticia, saberme en «la tumba» me reconfortó.
Julia Margaret nos paseó por su casa para mostrarnos sus fotografías enmarcadas y colgadas por todas partes. Por primera vez vi la mano de una artista intentar ir más allá de la mera reproducción de rostros o instantes de la vida. Julia usaba la oscuridad de una forma especial, como un velo que, al ocultar, revelaba. Sus montajes de escenas de la literatura o la mitología eran un poco rígidos, pero también admirables por originales y sobrios. Tenía varios retratos buenos de un Tennyson adusto, de seguro en alguno de sus períodos de melancolía, pero consciente de que el retrato lo sobreviviría.
La actividad de seguirla por la casa mirando habitaciones, camas desordenadas o recién hechas, ropas dobladas; oler la presencia de sus hijos, percibir el olor de ella misma, me llevó a considerar el alivio que experimentaría confesándoles a ambos el lío en el que estaba metido y solicitando sus consejos. Sentí el deseo abrumador de volver a ser quien era, de poder volver a ser el par de Francia, el duque, un hombre con historia, con alcurnia, no aquel mediocre burgués que torpemente encarnaba. La inconformidad, la culpa, la imaginación me hacían percibir en Julia Margaret y Hamilton una íntima superioridad que exudaban por los poros. Conocía la sensación. Ellos se reconocían miembros de una casta exclusiva a la cual me permitían temporal acceso gracias a sus ideas liberales. Les complacía convencerse de que eran capaces no sólo de usar su libertad, sino de practicar la igualdad y la fraternidad. Así como los gatos perciben el peligro erizando los pelos del lomo, yo, como noble que era, conocía demasiado bien el tono, las miradas, con que una clase pretende estar cerca de otra. Tendría que haberme hecho reír, pero en mi caminata del día siguiente, reconocí que era inútil negar la profunda incomodidad y amargura que su silenciosa y discreta distancia me produjo. Mis ancentros, los rostros de las galerías de retratos de Vaux-Praslin, adquirieron un rictus de enojo y reproche. Sin duda serían más benevolentes con un crimen que con mi nueva identidad burguesa.