CAPÍTULO 15

 

 

 

No se alzaba aún la neblina cuando llegamos a Newport. El cochero me miró con cierta curiosidad. Lo atribuí al tratamiento ceremonioso de Ibrahim; cuando estaba preocupado o ansioso parecía perder el don de la palabra y lo sustituía con gestos de una gentileza y cortesía extremas. Me fingí extrañado de sus atenciones y le guiñé un ojo al cochero, que sonrió complacido de que lo incluyera en mi confianza, y se marchó tan pronto recibió su paga. Los muelles alrededor de Newport acogían sobre todo pequeñas embarcaciones a vela. Se navegaba un corto trecho sobre la desembocadura del río Medina. En Cowes, en la punta de la isla, se salía a mar abierto. El Solent, el estrecho que separa la isla de la costa inglesa, es particular porque posee dos mareas. En la baja, una larga extensión se torna en un banco de arena. Los barcos zarpan en marea alta y navegan a buena velocidad gracias a la corriente. Dos o tres años atrás se había inaugurado un servicio de «puente flotante», un barco a vapor de grandes dimensiones en el que los pasajeros viajaban sobre cubierta, mientras que en el interior se guardaban coches y carga. Para el abordaje, desde la quilla del barco se abría un puente levadizo que se extendía sobre el muelle. Para el zarpe, éste se alzaba y se aseguraba hermético. Ibrahim habría querido que hiciéramos el trayecto en ese monstruo marino, pero lo convencí de tomar el transporte más tradicional: un velero que nos dejara en Gosport. No me habría sentido seguro en una embarcación de madera con una hoguera ardiendo en su interior. Reconozco que me comporté como un provinciano. ¡Si hubiese sabido entonces que cruzaría el Atlántico en un barco alimentado por carbón!

El velero que abordamos tras unas cuantas negociaciones que efectuó Ibrahim, mientras me paseaba por los muelles, era un cúter llamado Arabella. Tenía un solo mástil y tres velas. Navegaba a buen paso. Me satisfizo saber que éramos los únicos pasajeros. El Arabella continuaría hacia Portsmouth y era allí donde encontraría clientes para el retorno a la isla. El capitán debía de tener mi edad. Era un hombre muy bronceado, vestido con un traje azul impecable. Su cabello oscuro empezando a mostrar listones blancos. Su aspecto me inspiró confianza. Yo odiaba los que presumían de «viejos lobos de mar», fumaban sin parar y olían a ron. Abundaban en los muelles. Eran ellos y sus sucias tripulaciones quienes infestaban la marinería y convertían los puertos en sitios malsanos. Yo no era amigo del mar. Tenía un estómago nervioso y el oleaje me enfermaba. Sin embargo, la estética del agua me hacía pensar en Dios. Ver la luz cambiante sobre esa melena líquida que enrojecía o perdía todo color para reflejar el acerado cielo era un asombro que nunca se repetía igual. De mí podía afirmarse que era un duque, puntilloso, conservador, formal, estirado y amante del orden, pero ese ser albergaba otro que amaba la naturaleza. Sería por haber crecido en Vaux-Praslin. Los bosques, la tierra, las plantas eran mi elemento.

El capitán Carlin zarpó exactamente a las 7.30 de la mañana de Newport y nos informó que la travesía sería agradable. El mar estaba en calma. La noticia me alivió. Me propuse impedir que mis temores me mortificaran y disfrutar el corto viaje. Con el mar quieto arribaríamos a Gosport para almorzar.

Durante la travesía, el primer oficial de a bordo, que era muy parlanchín, nos contó en voz baja que el capitán Carlin provenía de una familia notable de Portsmouth, pero al contrario de sus hermanos, todos hombres de negocios, había optado por el mar. Lo consideraban la oveja negra de la familia, pero a él eso lo tenía sin cuidado.

—Fue tripulante de un ballenero en Nantucket en su juventud —dijo—, pero acabó detestando cazar ballenas.

Cruzamos el Solent a media mañana. La isla de Wight se tornó borrosa en la bruma, y las costas con sus bahías y pequeños pueblos se hicieron visibles a medida que el sol dispersaba la niebla y nos acercábamos a tierra firme. El Arabella era cómodo y estuve largo rato sentado en el puente de mando, en una de las bancas a ambos lados del timón. El capitán Carlin era hombre de pocas palabras y a mis preguntas contestaba con monosílabos. Desistí de intentar conversar y me dediqué a mirar el mar. Él sugirió que yo estaría más cómodo en la cabina interior, pero sabía que si bajaba las estrechas escaleras podía sufrir de mareo. Opté por quedarme quieto y observarlo manejar el timón. Las olas de vez en cuando nos zarandeaban ligeramente, pero él, impávido, seguía aferrado a la rueda y miraba al punto fijo de nuestro destino. Hasta hacía poco, si bien me había empeñado por obtener conocimientos y ser una persona de amplia cultura, nunca me había destacado por interesarme en mis semejantes. El hermético capitán Carlin, con los ojos azules fijos en la anchura del mar, y su impecable traje azul, debía guardar sin duda una historia novelesca de contradicciones familiares y dolorosos, o furiosos rompimientos. ¿Qué lo habría llevado a dejar su posición en una familia de alcurnia e irse a Norteamérica a enrolarse en un barco ballenero, con seres con los que no tendría nada en común? ¿Sería masculino dejar las indagaciones de ese tipo a las mujeres? A los hombres nos criaban para proveer, trabajar y encargarnos de las necesidades materiales de la familia. La responsabilidad de suplir esos menesteres era abrumadora. Y, sin embargo, en los últimos meses, yendo por Mottistone con el doctor Hamilton, no me fue duro vencer mi mutismo e interesarme por las vidas de los moradores del pueblo a partir del tema de su salud. Era pasmosa la facilidad con que hablaban de sí mismos, de sus ancestros, el tiempo y la política, sin detenerse a tomar aire. Rara vez sentían la necesidad que yo reciprocara dando cuenta de mis cosas. Fue a partir de esa experiencia que empecé a disfrutar las historias de los demás y a sentir deseos de saber cómo se las ingeniaban para vivir.

También me gustó adueñarme de mis opiniones sin temor a represalias.

Las velas del cúter Arabella chasqueaban en el ventarrón, pero el sonido era plácido, sostenido. Hermoso era ver el mástil y las hinchadas telas surcando el agua azul verdosa del Solent. El estrecho se perdía hacia el oeste de la isla apenas adivinada en la distancia. Nos acercábamos a Gosport. Desde el agua, vimos otros veleros y la línea de la costa. Al tiempo que sentí el alivio de que la travesía hubiese transcurrido sin incidentes, experimenté el sobresalto de la jornada que me esperaba. En unas horas más de viaje llegaríamos a Londres. No sería fácil ver al rey Luis Felipe sin delatarme. Ibrahim tenía la idea de obtener una peluca y ropas que me hicieran irreconocible. Era de esperarse que el rey hubiese viajado con parte de la corte, además de su familia. No sería de extrañar que hasta Pasquier, mi juez de la Corte de Pares, estuviese acompañándolo y huyendo a la vez de la furia de las masas. Pensar que yo tendría una entrevista privada y secreta con el rey era fantasioso. Pero no existía otra alternativa. Mi futuro dependía de la protección y generosidad de Luis Felipe de Orleans.

 

 

Llegamos al muelle de Gosport. Me encasqueté el sombrero, me cubrí con el mantón. Ibrahim sacó nuestro equipaje del interior del buque. Nos despedimos del misterioso y callado capitán Carlin y del primer oficial.

—Un placer, señor Desmoulins —me dijo este último.

Les dediqué a ambos una media sonrisa. No sabría nada más de ellos. Aquel día no fue propicio para fraternizar con mis semejantes.

Un joven con una carretilla se encargó de cargar las maletas y acompañarnos a la estación. No me interesó el pueblo, ni la gente. Con la mirada puesta en mis zapatos y en las calles empedradas, avancé detrás de Ibrahim hasta que alcanzamos la estación del ferrocarril. No bien vi la construcción —el parapeto frontal que más parecía el frontispicio de una iglesia, y la serie de gráciles arcos continuos que encerraban un buen trecho de las vías del tren— rememoré otros detalles de mi viaje con el rey y el encuentro allí mismo con la reina Victoria y el príncipe Alberto. Ahora eso parecía tan lejano.

Un buen número de pasajeros se aprestaba a abordar los vagones bajo el artístico artesonado de hierro que cubría andenes y trenes. En la estación se respiraba la rara excitación de los viajes. Los pasajeros, desconocidos entre sí, se hermanaban alrededor de maletas, despedidas y el trajín de la multitud.

 

 

All aboard!, exclamaron los porteros, reconocibles por sus trajes verdes de ribetes rojos y las gorras planas con el mismo ribete en la visera.

Me acomodé en el asiento. El interior del vagón era cómodo, casi igual al tradicional cabriolet jalado por caballos. ¡Ah! Pero una vez que la locomotora alcanzaba la asombrosa velocidad de veinte kilómetros por hora, sólo el pifar de la caldera y el resbalar de las ruedas se dejaban oír; el cuerpo agradecía el fin del movimiento de los caballos o las bruscos interrupciones de cualquier endiablado cochero. Disfruté un rato la novedad de viajar en tren, pero el paisaje invernal demudado y pálido y el sonido constante de las ruedas corriendo sobre los rieles no hicieron más que exacerbar el sueño rezagado que cargaba de la noche anterior. Me recosté contra la ventana y me quedé profundamente dormido.